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Críticas 18
Críticas ordenadas por utilidad
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6 de junio de 2014 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay una fina línea que separa la genialidad del éxito. Y el espectador se preguntará, ¿no pueden darse ambas condiciones a la vez? Normalmente lo que gusta masivamente al público no resulta interesante a los más críticos y exigentes especialistas. O lo que es lo mismo, el eterno dilema al que se enfrenta un artista: hacer caja o hacerse con buenas críticas. Moliere en bicicleta descansa sobre esta dualidad.

Dos actores (los personajes son actores) encarnan esta lucha entre el arte (en este caso el de la interpretación) comercial y el más puro. Por un lado, el figura; actor de cine y televisión, el típico galán, atractivo, refinado, triunfador, que aspira a montar una obra de teatro clásico para demostrar su valía, pues es muy consciente del lastre profesional que supone el éxito televisivo. Por otro, el genio; talentoso, original, un actor de raza, pero profundamente amargado y solitario, tanto que ha decidido dejar de actuar, pues odia profundamente el narcisismo y la superficialidad de la profesión; desprecia ese mundo en el que tan bien se desenvuelve su amigo el de la tele. El exitoso le propone al retirado juntarse de nuevo, recuperar su viejo feeling interpretativo y montar una gran obra clásica: El misántropo de Moliere. Entre ellos hay respeto y admiración mutua, al menos aparentemente, pero en el fondo se apalanca un rencor incurable; se esconden unas heridas olvidadas, casi enquistadas, pero que todavía sangran de forma casi imperceptible. La lucha por el papel protagonista las abrirá de nuevo y dejará a ambos desnudos, con sus virtudes y defectos a la vista.

La película despierta diferente interés en función del minuto de cinta al que nos refiramos. Le cuesta arrancar y eso hace que el espectador se pregunte si le resulta interesante lo que está viendo. Más tarde, se hallará cómodamente dentro del film. Con una fotografía muy bella y un clima cálido, el adjetivo que mejor define esta película es hogareña. Te sientes a gusto en su interior. Los personajes, a pesar de sus trifulcas, son amigables, apetece pasar un rato con ellos. En cambio, el “pero” recae sobre el sentido del humor, que no acaba de perfilarse del todo. Teniendo en cuenta el título de la obra de Moliere que el guionista y director ha elegido y el carácter del personaje que maravillosamente interpreta Fabrici Luchini, la película pide un sentido del humor más demoledor. Si algo despierta la misantropía es el sarcasmo y la acidez. Y eso no acaba de verse en el film. Una comedia negra habría sido un gran acierto, pues tal y como está resulta blanda y anecdótica. Pero por otro lado, algunas situaciones están tan pasadas de vueltas que se tornan irreales y el espectador no acaba de entender el sentido de estas.

Moliere en bicicleta, una historia de misantropía incurable. De cómo la genialidad muchas veces (por no decir todas) trae consigo como daño colateral la profunda amargura y el desprecio absoluto por casi todo. En cambio, al éxito masivo lo acompaña casi siempre la mala crítica y se le acusa de no buscar la perfección, de estar carente de talento original, de no haber nacido en las entrañas de un atormentado creador. Philippe Le Guay con su película, lamentablemente, se queda en medio de ambos territorios.
26 de agosto de 2014 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dejarlo todo por amor es un gesto extremadamente romántico. Pero también, un riesgo que no todo el mundo está dispuesto a correr. Puede salir bien o puede ser un completo desastre. Si esto segundo ocurre, nos daremos consecutivos cabezazos contra la pared a modo de autoflagelación moral. Pero, a veces, es necesario dejar que el destino nos golpee la cara hasta dejarnos sentados, para poder ver la oportunidad que nos brinda.

Begin Again es una película que parte de este momento de bajeza absoluta, para llevar a sus protagonistas por el desagradable viaje de aprendizaje que es la vida cuando las cosas no salen como uno esperaba. Una joven compositora, abandonada por la gran estrella de rock en la que se ha convertido su novio, se topa con una vieja gloria del mundo de la producción musical, un hombre deprimido y sumido en la más absoluta desesperación que ha visto en ella ese algo especial. De la pasión que ambos sienten por la música dependerá su futuro.

John Carney ha escrito y dirigido una película preciosa que no habla de la gente que alcanza el éxito en el mundo de la música, sino de los que la aman por encima de todas las cosas, por encima incluso de su propio ser, de su propia dignidad. Está inspirada y dedicada a aquellas personas que conocen su poder transformador, que han sucumbido a su cualidad sanadora. Es un film delicado y tierno, conmovedor y emocionante, que te abraza constantemente y, además, te arranca una carcajada. Siguiendo la estética claramente hipsteriana que tan de moda está, la película evapora un look perfectamente descuidado. Gente real, con diálogos muy cercanos, viviendo situaciones con las que te identificas y todo envuelto por una atmósfera muy acogedora. La dirección de arte es muy acertada y el vestuario de Keira Knightley, absolutamente genial (lo siento, tenía que decirlo). La fotografía es cálida e íntima, algo que invita todavía más al espectador a pasar y quedarse. Tanto la parte visual como la planificación como algunos movimientos de cámara me recordaron a la bellísima Her. Los protagonistas, Knightley y Ruffalo, están increíbles en sus papeles. Ella, dulce, inocente y derrochando frescura y feminidad; él bordando el papel de canalla entrañable que tan bien le sienta. El único PERO llega con la banda sonora que, bajo mi punto de vista, no le hace justicia a la historia. Las canciones son un poco moñas y demasiado similares entre sí, aunque el proyecto musical en el que se embarcan los personajes resulta muy estimulante.

Normalmente en este tipo de películas en las que los protagonistas se enfrentan a situaciones difíciles que deben superar, los finales suelen ser pasteles absolutos. En cambio, Begin again tiene un desenlace sorprendente, un final muy refrescante que reasigna al film un sentido mucho más mágico que el inicial. Y, por supuesto, se impone el amor verdadero: el amor por la música.

marujeopostmoderno.com
17 de diciembre de 2013 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una sala pequeña. Todas las butacas ocupadas. “¡Bien! Todavía queda gente que disfruta con el buen cine”, pienso. La primera fila está vacía, y casi dentro de la pantalla. Por suerte, en la segunda, cinco o seis butacas están libres. No queda más remedio que verle los poros a Adèle. Un dato. Barcelona, 8 salas de cine en las que proyectan la película. Valencia, solo dos para la que ha sido Palma de Oro (mejor película) en Cannes 2013. Esto ya nos indica el nivel de distribución del cine europeo de calidad en este bendito país. Es mucho más rentable vender músculos, tetas y romances de cuento. ¡Dónde va a parar!

En La vida de Adèle hablamos de otro cine. Del que casi se puede palpar. Del que está narrado tan de cerca que hueles la piel de la protagonista. Ese cine que está más próximo al documental que a la ficción enlatada que la mayoría de distribuidoras nos intenta colar. Es un cine contado y contemplado desde dentro. Y la distancia entre el espectador y el relato es casi inexistente. La historia, en este caso, no es excepcional. No es original. No tiene nada de nuevo, de sorprendente o de extraordinario. Es una historia normal, que le pasa a una chica normal en un barrio normal con gente normal. Nada en este relato nos quita el hipo, al menos en cuanto al contenido. Lo importante aquí no es el qué, sin el cómo. Cómo el director se mete bajo la piel de unos personajes y les insufla vida de un modo asombroso.

Abdellatif Kechiche realiza un minucioso estudio de los rostros, los cuerpos, la comida, el cabello, el llanto, la imperfección, los sentimientos y el sexo, el cual cobra un gran protagonismo en este film. Después hablaremos de él. Todo está contado muy de cerca y sin ningún afán por embellecer lo que la cámara ve. Los restos de comida en la comisura de los labios, los poros de la piel, el acné juvenil. Valores de plano muy cortos que descubren la realidad tal cual es, casi robándola. Trozos de vida bellos precisamente por la falta de interés en que lo sean. La cercanía es tal que es imposible no conmoverse ante lo que Kechiche narra.

La elipsis temporal es uno de los elementos con el que el director se divierte jugando. La medida de tiempo es inexacta. No nos avisa cuando pasan tres años de golpe y, sin embargo, nos sorprende con un acto sexual casi a tiempo real. El paso del tiempo es casi intuitivo, sugerido, una mera guía. La evolución de los personajes no se explica, se descubre poco a poco, se adivina.

Uno de los fetiches de la película, sin duda, es el pelo de ella, de Adèle. Fascinante cómo el director lo utiliza para narrar la evolución psicológica y emocional de la protagonista. Recogido y enmarañado en el caos adolescente inicial. Suelto y revuelto en el desenfreno propio del dejarse llevar. Clásico para una Adèle madura y maltrecha. Gran parte de la sensualidad de la protagonista recae en su melena, en el juego que perpetran entre actriz y director.

Y ella, Adèle Exarchopoulos (pues comparte nombre con el personaje). Qué no decir de esta mujer. Real, conmovedora y ardiente interpretación. No me imagino con mis 19 años interpretando un papel con semejante carga emocional y sexual, muy sexual. Y es que el sexo, sin duda, ha sido uno de los motores de la polémica, la controversia y, por qué no decirlo, del morbo y el interés despertado por la película, sin menospreciar ni mucho menos el merecido galardón. El sexo en esta película es explícito, real y muy intenso. Las escenas de cama están narradas con la misma minuciosidad que el resto del film. Texturas, sonidos e incluso olores. No soy una gran partidaria del sexo en el cine pero si hay que mostrarlo, este es el sexo real, el que se da entre dos personas reales, sin maquillaje, ni edulcorantes y como única banda sonora los gemidos y el roce de los cuerpos. En Habitación en Roma, Julio Medem ya dio los primeros pasos por el camino del sexo lésbico, pero no hay color. Y no se trata de ver quién muestra la escena más picante entre dos mujeres. De hecho, dudo que la representación de Abdellatif Kechiche encienda entrepiernas. Al contrario, tal y como ocurre en la vida real, el sexo entre dos personas es entre esas dos personas y poco le puede interesar al resto. Se trata, por tanto, de mostrar el sexo sin tópicos, sin artificio, sin intención alguna por embellecer un acto animal, instintivo y descontrolado. Medem convirtió el sexo entre dos mujeres en un relato casi onírico. Kechiche no lo convierte, lo enseña.

La vida de Adèle, un peliculón, también en el sentido literal de la palabra pues el relato dura nada menos que tres horas. Si buscas una historia que rompa moldes, no la veas, pues es un relato de gente real. Si buscas la vida según San Hollywood, no la veas, pues no encontrarás ni pizca de maquillaje narrativo y/o visual. Si buscas escenas de sexo pasadas de edulcorante y con pajaritos de fondo, olvídate, el sexo es sexo y los orgasmos femeninos instantáneos que nos muestra la fábrica de sueños no existen.

La vida de Adèle podría ser la vida de cualquiera. Contada, eso sí, como nadie lo haría.

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17 de julio de 2014 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vivimos en un mundo hiperconectado. Nos quedamos bobos delante de cualquier pantalla y, en cambio, cada vez nos cuesta más mirar a los ojos a la persona que tenemos delante. Somos más reacios a mostrar nuestras emociones que nunca. Y sin embargo, abusamos de los emoticonos cada día. Hemos sustituido la conexión real por la tecnológica. Hemos dejado que las máquinas tomen el control de nuestras vidas, que la inteligencia artificial las gobierne y que los medios de comunicación y el mundo digital se conviertan en las nuevas deidades. No hay duda, hemos sucumbido al progreso.

Transcendence toma este punto de partida tan de actualidad y lo lleva al extremo. ¿Qué pasaría si las maquinas fueran más inteligentes que las mentes que las crean, si se hicieran imparables o si llegáramos a confundirlas con seres humanos? La premisa resulta muy interesante, aunque no original (véase Terminator, por ejemplo). La primera parte de la película engancha, seduce. Los personajes son interesantes, están bien presentados y la trama avanza con soltura. Pero al guionista se le va la olla a Camboya y ya tenemos el cirio montado. Los personajes comienzan a comportarse de un modo inexplicable. La evolución de algunos de ellos es demasiado brusca. La de otros, elíptica. La trama empieza a dar bandazos de un lado a otro sin lógica alguna. Una terrorista que se alía con el gobierno de repente. Un agente del FBI que no se sorprende ante nada de lo que ocurre a su alrededor (y jamás pide refuerzos). Un profesor que nadie sabe qué pinta en todo el tinglado. En fin, un cristo.

La tecnología que aparece en el film, verosímil y actual al principio, se convierte poco después en prácticamente magia. No hay explicación, no hay raciocinio, la ciencia se ha esfumado y la película cada vez se parece más a Fringe pero, por desgracia para ella, sin la soltura y elegancia que aporta J.J. Abrams. Lo atractivo se vuelve inverosímil. La posibilidad, utopía. Y donde había ciencia ficción, ya solo queda ficción. El último tercio del film ya parece más El pueblo de los malditos (aquella escalofriante película del año 95 en la que un grupo de niños poseídos actuaban como demoníacos robots). Transcendence es su versión adulta y ciber. En la recta final, los efectos especiales y la acción aparecen en manada para rescatar un guión pobre y repleto de lagunas.

El film se queda a medio camino entre The East y Her. Lástima que no tenga el calado reivindicativo de la primera ni la belleza, la originalidad y la sensibilidad de la segunda. Se queda en tierra de nadie, sobre todo cuando el desenlace lo acaba cubriendo todo con un moñarrismo de cuidado. Una vez más, la maldad del villano queda justificada y el romanticismo se abre paso en medio del caos. Ya tenemos el pastel terminado. No apto para diabéticos o escépticos como yo.
9 de enero de 2014 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nymphomaniac es una de esas películas que no se deja ver por cualquier ojo curioso. Es lenta, minuciosa y cruda, muy cruda. Es fea, vulgar y sucia. Te remueve por dentro. De repente te arranca una carcajada, para acto seguido regalarte una arcada. La película nos cuenta la vida de una mujer adicta al sexo. Su infancia, adolescencia y juventud. El director divide la historia en capítulos y termina de dotarla de un aire literario llenando estos de metáforas que, por momentos, disfrazan de cuento o ensoñación la cruda realidad de la protagonista. La naturaleza, la pesca, el mundo animal o la música son algunos de los universos que el director utiliza para escudriñar la esencia del sexo y de las relaciones humanas. La mayoría de estas poéticas comparaciones están muy bien encontradas, en especial la que el director dedica a la música. Utiliza el ejemplo de la polifonía medieval para explicar la “polirelación” sexual de ella, por qué necesita varias voces en su cama para armonizar su vida. Otro de los excelentes capítulos de la historia es en el que aparece Uma Thurman. Una situación dramática que se complica por momentos de igual modo que se va convirtiendo en hilarante. Unos diálogos maravillosos, tremendamente ácidos; una interpretación colosal (la de Thurman) con el objetivo de mostrar de un modo muy claro pero divertidísimo los daños colaterales del sexo libre.

Cada capítulo, ligado a un episodio de la vida de la protagonista y narrado a través de metáforas, está precedido por una pequeña introducción que hace la propia protagonista y la posterior reflexión de su interlocutor, un hombre que la he encontrado en la calle malherida y que le ofrece cobijo en su casa para sanarse. Y he aquí la parte de la cinta que me suscita dudas. Los enlaces entre capítulos por momentos se me hicieron forzados, farragosos y repetitivos. La estructura del film se vuelve poco dinámica, previsible y redundante. Quizá sea esa la intención del director, pero a mí, desde luego, me distrajo de la atracción principal. Además, no acabo de entender por qué un señor de avanzada edad no se sorprende al escuchar el sórdido relato de la desconocida que acoge en su casa. Por qué la deja entrar, por qué quiere saber más, por qué no se perturba ante el hedor de la podredumbre de su existencia…

Uno de los puntos brillantes de Nymphomaniac es la protagonista, pero no la madura, sino la joven, la sexy actriz que interpreta la versión juvenil de Joe (la protagonista). Stacy Martin, una total desconocida a la cual se le van a abrir las puertas del cielo. Una especie de versión lasciva de Pilar López de Ayala. Una bomba de niña. Al igual que me ocurrió con Adèle Exarchopoulos, me da la sensación de que Martin destila sexo por cada poro de su piel. Te crees hasta el último centímetro de su lujurioso cuerpo. Vibras con cada palabra que sale de su sensual boca y respiras el mismo aire viciado que inunda su habitación del pecado. Las nuevas generaciones vienen pisando fuerte y, desde luego, Stacy Martin dará que hablar. En cambio, Charlotte Gainsbourg, una habitual de Von Trier, da grima. Tan autocompasiva, tan herida, tan hastiada de sí misma, con esa vocecilla irritante… No me la creo. Es más, me dan ganas de darle de hostias. No acaba de entender cómo esa bomba sexual que es su personaje de joven puede acabar convirtiéndose en un ser tan patético. Espero más datos sobre la evolución del personaje en la segunda entrega del film.

Y vamos con el verdadero protagonista: el sexo. Siempre me han gustado las historias intimistas y sin artificio pero he de decir que cada vez me interesan más. Me parecen relatos ciertos y con los que me identifico de un modo u otro, pues muestran la naturaleza del ser humano tal cual es, sin pasar por el filtro de la moralidad barata y la sociedad que nos condiciona irremediablemente. De los tres dramas de este estilo que he visto en los últimos meses, sin duda, el amable es La vida de Adèle. El sexo es real e incómodo, pero no deja de ser descriptivo. Muestra cómo es el sexo entre dos mujeres. Sin más. En cambio, en Paraíso: amor y Nymphomaniac, el sexo es un recurso, una herramienta de la cual el director se sirve para afear la historia, para ponerle el punto grotesco, para generar desasosiego y asco. El sexo como algo sucio y violento, en la primera película, como abuso de poder y en la segunda como fruto de una adicción incontrolable. Y es que el sexo está en todo lo que hacemos. Y el hecho de esconderlo no hace sino ensuciarlo más.

La protagonista de la película declara estar en contra del amor y utiliza el sexo descontrolado como arma para combatirlo. En cierto modo, estoy de acuerdo con ella. No en la forma de darle batalla pero sí en la tesis de partida. Vivimos en una sociedad obsesionada con el amor. El sistema nos cría como seres incompletos que deben buscar incansables esa otra mitad que llene de sentido sus desgraciadas vidas. Y esa parte es el romanticismo. Llamadme cínica o satanás, pero es así. El amor es un negocio y una forma de control social. Nos han hecho creer que no seremos individuos realizados hasta que no encontremos el verdadero amor, esa alma gemela que nos acompañará el resto de nuestras vidas. Permitidme que me descojone. Buscar fuera de ti lo que llene tu ser, aparte de una pérdida de tiempo, es una putada, porque el vacío nunca desaparece. La batalla debería librarse desde la búsqueda de la libertad individual y la deslegitimación de la pareja como respuesta vital absoluta. Eso no quiere decir que el amor no exista, que aniquilemos los sentimientos y que seamos todos ermitaños. En absoluto. Es más una cuestión de encontrarse, sentirse cómodo con el hallazgo y solo así alcanzar la libertad. Y no, no me he fumado nada verde. Simplemente creo que el ser es mucho más potente, y contestatario por otro lado (y he ahí la necesidad de control por parte del sistema) cuando tiene libertad absoluta sobre su individualidad.

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