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8
4 de julio de 2010
4 de julio de 2010
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Guerín nos sorprende congelando la ficción; nos saca del rol pasivo y nos involucra en la construcción de lo aparente: una ciudad desconocida para un protagonista también desconocido, y un anhelo que lo consume… es como un documental, pero no sólo de la ciudad, sino un documental que parece meternos en el alma de un sujeto, que a fuerza de anónimo nos invita a meternos en su piel, y buscar… Qué es lo que nos mueve, qué es esa cosa sin la cual todo lo demás pierde significado? Eso sin nombre es la Sylvia que en la película no puede aparecer, no puede corporizarse.
El anacronismo del protagonista, resaltado por algunos detalles de su atuendo, - y claramente materializado en un plano donde se lo muestra en un banco de piedra con una gárgola medieval al lado, y una mirada lejana, posada y su anonimato, -nada sabemos de él, ni siquera su nombre-, lo hacen universal; es el anhelo inefable del hombre sensible, del artista, por algo indefinible, inasible y huidizo… un momento de belleza para poder congelarlo en el tiempo, una búsqueda de capturar la infinita gestualidad femenina en una imagen, y entregarse a esa tarea con deleite, con pasión.
Como sea, algo le falta; y Guerín nos muestra al comienzo del film un rengo que camina con dificultad, pero que sin embargo lo hace con entusiasmo y con un ramo de flores en las manos, convencido de que lo va a encontrar.
Puede el “flaneur” de Guerín encontrar lo que busca evocándolo desde la memoria? No; lo que “es”, es dinámico, veloz, es siempre nuevo, está vivo; mientras que aquello que la mente, la memoria construye, es una ajada foto vieja; y nos es mostrado con veloces y cambiantes reflejos de la luz y las sombras de las hojas mecidas por el viento sobre el cuaderno de apuntes del protagonista, con bocetos inacabados en páginas que pasan agitadas por ese viento, y a los que el dubitativo dibujante tacha y reescribe continuamente. Lo fugaz; lo perecedero de los momentos de belleza, que se escurre entre los cabellos al viento de una desconocida, en el gesto de un rostro o una mirada que cambia de matiz completamente en una fracción de segundo, en capas de rostros que se mezclan con otros en los reflejos de los cristales del tranvía, en momentos de frágil armonía que repetidamente se quiebra con vasos y tazas con líquido que vuelcan, con celulares que suenan, con el tren que irrumpe en medio de un plano melancólico. Y tal vez ese anhelo que no puede ser satisfecho, es necesario para el artista, ese “estar rengo”.
En el primer plano de Pilar López, en el que su rostro aparece enmarcado con el fondo del rosetón de la catedral, como dándole una pátina de divinidad, cuando la luz del día, parcialmente tapada por nubes, finalmente encuentra un claro y sobre esta figura resplandece el sol… por unos segundos… para volver a nublarse, está también sintetizada la búsqueda que no tiene fin. (sigue en el spoiler)
El anacronismo del protagonista, resaltado por algunos detalles de su atuendo, - y claramente materializado en un plano donde se lo muestra en un banco de piedra con una gárgola medieval al lado, y una mirada lejana, posada y su anonimato, -nada sabemos de él, ni siquera su nombre-, lo hacen universal; es el anhelo inefable del hombre sensible, del artista, por algo indefinible, inasible y huidizo… un momento de belleza para poder congelarlo en el tiempo, una búsqueda de capturar la infinita gestualidad femenina en una imagen, y entregarse a esa tarea con deleite, con pasión.
Como sea, algo le falta; y Guerín nos muestra al comienzo del film un rengo que camina con dificultad, pero que sin embargo lo hace con entusiasmo y con un ramo de flores en las manos, convencido de que lo va a encontrar.
Puede el “flaneur” de Guerín encontrar lo que busca evocándolo desde la memoria? No; lo que “es”, es dinámico, veloz, es siempre nuevo, está vivo; mientras que aquello que la mente, la memoria construye, es una ajada foto vieja; y nos es mostrado con veloces y cambiantes reflejos de la luz y las sombras de las hojas mecidas por el viento sobre el cuaderno de apuntes del protagonista, con bocetos inacabados en páginas que pasan agitadas por ese viento, y a los que el dubitativo dibujante tacha y reescribe continuamente. Lo fugaz; lo perecedero de los momentos de belleza, que se escurre entre los cabellos al viento de una desconocida, en el gesto de un rostro o una mirada que cambia de matiz completamente en una fracción de segundo, en capas de rostros que se mezclan con otros en los reflejos de los cristales del tranvía, en momentos de frágil armonía que repetidamente se quiebra con vasos y tazas con líquido que vuelcan, con celulares que suenan, con el tren que irrumpe en medio de un plano melancólico. Y tal vez ese anhelo que no puede ser satisfecho, es necesario para el artista, ese “estar rengo”.
En el primer plano de Pilar López, en el que su rostro aparece enmarcado con el fondo del rosetón de la catedral, como dándole una pátina de divinidad, cuando la luz del día, parcialmente tapada por nubes, finalmente encuentra un claro y sobre esta figura resplandece el sol… por unos segundos… para volver a nublarse, está también sintetizada la búsqueda que no tiene fin. (sigue en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Y al final del film, el rengo con el ramo de flores vuelve a pasar, raudo, sin detenerse. El efecto se multiplica en otros planos, con los carteles declarando la pasión por la inalcanzable Laura de Petrarca, y otros “rengos”.
Guerín se libera de la historia, y se permite un juego casi adolescente admirando mujeres. Encuentra, sin embargo, el estado de gracia por sustracción: elimina lo superfluo, como las chucherías del vendedor ambulante, que son ridículas e innecesarias, como el circense sombrero que cubre del sol tibio al curtido hombre negro, y encuentra lo escencial.
La belleza como arquetipo, puede posarse efímeramente en distintas mujeres, en distintos momentos. Y es que parte del encanto de ese ideal que el artista busca, esa trascendencia que puede tener su obra si logra reflejarlo, tiene que ser su condición de que huye, de que se escapa… como las mujeres que corren huyendo de la cámara en la calle. Y la única que nos espera inamovible, como la irreal chica de un negro espectral en sus ojos, en su maquillaje, que no le huía la mirada en “Les aviateurs”, es la muerte…
No sabemos si a este artista le será concedido el don del milagro, si podrá o no atrapar en una página, en un lienzo, en una novela, o en un film una epifanía, una pincelada de lo divino y universal que la vida nos muestra fugazmente. Pero podemos disfrutar de la búsqueda, del goce de verlo insinuarse en las miradas, en los gestos, en la exquisita música, y en los juegos de la profundidad de campo de la lente, en esa interminable escena del bar del Conservatorio, cuyos últimos minutos son para mí uno de los mayores logros del cine… llena de significado, y sin una palabra… como el afiche de la parada del bus, y como luego le dice Pilar López al protagonista, shhh…
Guerín se libera de la historia, y se permite un juego casi adolescente admirando mujeres. Encuentra, sin embargo, el estado de gracia por sustracción: elimina lo superfluo, como las chucherías del vendedor ambulante, que son ridículas e innecesarias, como el circense sombrero que cubre del sol tibio al curtido hombre negro, y encuentra lo escencial.
La belleza como arquetipo, puede posarse efímeramente en distintas mujeres, en distintos momentos. Y es que parte del encanto de ese ideal que el artista busca, esa trascendencia que puede tener su obra si logra reflejarlo, tiene que ser su condición de que huye, de que se escapa… como las mujeres que corren huyendo de la cámara en la calle. Y la única que nos espera inamovible, como la irreal chica de un negro espectral en sus ojos, en su maquillaje, que no le huía la mirada en “Les aviateurs”, es la muerte…
No sabemos si a este artista le será concedido el don del milagro, si podrá o no atrapar en una página, en un lienzo, en una novela, o en un film una epifanía, una pincelada de lo divino y universal que la vida nos muestra fugazmente. Pero podemos disfrutar de la búsqueda, del goce de verlo insinuarse en las miradas, en los gestos, en la exquisita música, y en los juegos de la profundidad de campo de la lente, en esa interminable escena del bar del Conservatorio, cuyos últimos minutos son para mí uno de los mayores logros del cine… llena de significado, y sin una palabra… como el afiche de la parada del bus, y como luego le dice Pilar López al protagonista, shhh…

4,0
48
6
17 de julio de 2012
17 de julio de 2012
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es un producto inacabado, tiene fallas formales, como cierto abuso del fundido para cerrar escenas que no tienen un desarrollo completo, o actores flojos (salvo Alejandro Fiore, que está muy bien en el papel de Juan, el protagonista).
Pero tiene algo que contar, y eso para mí termina imponiéndose.
Las aguas verdes están estancadas, como en la pileta llena de vajilla sin lavar de los créditos, que espera que alguien se haga cargo. Así están las cosas en la casa de Juan y en esta familia, y Juan no puede o no quiere asumir su rol de punto de apoyo, de referencia, de energía masculina. Prefiere en cambio hacer que no ve lo que no está bien y refugiarse en lo trivial.
Pero desde las aguas verdes vendrán a exigirle que atienda sus cuentas pendientes.
El guión es algo tosco, pero Alejandro Fiore sale a flote en estas aguas, dando expresividad a ese tipo que, golpeado, acumula bronca y no consigue ser asertivo frente a los demás. Pero el desafío lo llevará hasta el límite que le permitirá encontrar una base interior desde donde hacer pie, el quebracho de ese muelle que pone límite al avance de las aguas verdes.
Interesante planteo, y creo que le da crédito a Mariano De Rosa para esperar de él mucho más en el futuro.
Pero tiene algo que contar, y eso para mí termina imponiéndose.
Las aguas verdes están estancadas, como en la pileta llena de vajilla sin lavar de los créditos, que espera que alguien se haga cargo. Así están las cosas en la casa de Juan y en esta familia, y Juan no puede o no quiere asumir su rol de punto de apoyo, de referencia, de energía masculina. Prefiere en cambio hacer que no ve lo que no está bien y refugiarse en lo trivial.
Pero desde las aguas verdes vendrán a exigirle que atienda sus cuentas pendientes.
El guión es algo tosco, pero Alejandro Fiore sale a flote en estas aguas, dando expresividad a ese tipo que, golpeado, acumula bronca y no consigue ser asertivo frente a los demás. Pero el desafío lo llevará hasta el límite que le permitirá encontrar una base interior desde donde hacer pie, el quebracho de ese muelle que pone límite al avance de las aguas verdes.
Interesante planteo, y creo que le da crédito a Mariano De Rosa para esperar de él mucho más en el futuro.

6,5
47.248
6
11 de octubre de 2009
11 de octubre de 2009
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No he podido situarme en una posición de “blanco” o “negro” con esta película. Desde los créditos, el cielo luminoso y diáfano se va oscureciendo hasta hacerse la noche más negra, como un presagio de lo que viene. Van Sant ilumina de manera muy brillante, ascéptica e impersonal, no nos deja “tocar” por los personajes. Y esto es muy intencional. Se suceden larguísimos planos secuencia, gran cantidad de metraje transcurre con la cámara siguiendo a los muchachos por detrás, seres anónimos, que nos muestran lo trivial y lo cotidiano hasta la exasperación. Y esto también es intencional. Van Sant toma la película de Alan Clarke de 14 años antes, para hablarnos sobre un elefante que está dentro de la habitación y que nadie puede o quiere ver. Por falta de inteligencia y sensibilidad, o por pereza y comodidad. El director juega con la paciencia del espectador como si fuese un conejillo de indias, y nos pone una superficie trivial, anodina, hasta bucólica a veces, como la escena en el prado de los muchachos jugando al fútbol y las chicas haciendo coreografías con música del claro de Luna de Beethoven, y nos dice que bajo esa superficie se gesta algo turbio en las mentes de algunos jóvenes. El director no es capaz de ver qué le pasa a John, y sólo le pone una cara sarcástica y se saca el problema de encima, ni el propio muchacho registra lo que siente. El erudito profesor de física no es capaz de ver la incomprensión y la intolerancia entre los chicos delante de sus narices, y es como si nada pasara… Es una película sobre los peligros que entraña meter a los adolescentes en una maquinaria fría y funcional, que no deja lugar a la comunicación sincera entre las personas, a la preocupación humana por el otro, y al germen de todo tipo de locuras que eso representa en sus cabezas.
Pero Van Sant usa al espectador para darle un cachetazo, y no nos hace disfrutar, y nos deja fríos. Para mostrarnos la falta de interés de padres y educadores nos hace pasar agobiantes minutos a nostros espectadores, nos castiga… Los aspectos formales y el mensaje son interesantes, pero creo que Ud. podría habernos dado más, Mr. Van Sant…
Pero Van Sant usa al espectador para darle un cachetazo, y no nos hace disfrutar, y nos deja fríos. Para mostrarnos la falta de interés de padres y educadores nos hace pasar agobiantes minutos a nostros espectadores, nos castiga… Los aspectos formales y el mensaje son interesantes, pero creo que Ud. podría habernos dado más, Mr. Van Sant…
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