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Críticas ordenadas por utilidad
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8
27 de noviembre de 2023
27 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
A juzgar por las puntuaciones de Filmaffinity, en la actualidad Russ Meyer es un director poco conocido y hasta despreciado por el público cinéfilo medio. Sólo Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965), su película más vista, supera el 6 de nota. El resto de su longeva producción oscila entre el aprobado y el suspenso, y no es raro leer reseñas de usuarios que, todavía hoy, se centran únicamente en la crítica de lo que en su tiempo fue el principal reclamo en taquilla: la omnipresencia en su cine de mujeres con grandes pechos, figuras explotadas por la mirada heterosexual del hombre. Ello llevaría a Meyer a conseguir cuantiosos beneficios económicos y, eventualmente, hasta a firmar por una gran productora como 20th Century Fox -que valoraba su eficiencia y rentabilidad-; pero también a que su erotismo, enmarcado en el «destape» de los años 70 del siglo pasado, sea tildado de misógino, vacuo y simple, y algo a enterrar para las nuevas generaciones.
En este sentido, sin embargo, el mismo Meyer pudo responder a este tipo de críticas, que trivializan la importancia de una obra cuyo lugar en la historia del cine va mucho más allá de expresar cierta imagen del deseo masculino (algo que, por otro lado, tampoco sería moco de pavo). Cuando una mujer enfadada le acusó, en un coloquio, de no ser más que «a breast man», el bueno de Russ respondió: «That’s only the half of it.» A mí también me lo parece. Para empezar, es cierto que en sus películas el director proyectó una y otra vez sus fantasías e ideales eróticos particulares, hecho que podía encajonar a la mujer en un tipo de objeto sexual; pero también lo es que los hombres y la cultura patriarcal estadounidense de la época aparecen igualmente caricaturizados, relativizados, empequeñecidos; en cambio, las actrices y personajes femeninos de sus filmes cobraban una fuerza y una agencia sexuales inauditas en el cine mainstream, hasta el punto de invertir los roles de género tradicionales, y que deberían considerarse históricamente emancipadoras [1].
Estos árboles, por otro lado, no deberían ocultarnos el resto de bosque: Meyer fue, en general, un autor de gran talento, evidente pese a la falta de medios; no en vano su sentido de la fotografía, del montaje o de la cinematografía, aspectos todos ellos de los que se encargaba personalmente, le llevaron a ser apodado «el Fellini del sexploitation». Y su trato del «Nudie», género cercano al «porno softcore», siempre se desarrolló sinérgicamente con su voluntad de analizar de forma crítica, y con una envidiable soltura y perspicacia, numerosos comportamientos y creencias estandarizados de su sociedad; algo en lo que tuvo que ver, por supuesto, su colaboración ocasional con el legendario crítico de cine Roger Ebert, que se ocupó de realizar diversos guiones para el director. Y es que, como Quentin Tarantino ha afirmado en su recomendable libro Meditaciones de Cine, Russ Meyer fue fundamentalmente «un cineasta de la contracultura», alguien que deconstruyó sistemáticamente los géneros sobre los que trabajó, que permeó de ironía y comicidad todo aquello que hizo aparecer en pantalla y a quien debemos interpretar siempre, por lo tanto, en distintos niveles.
A pesar de no ser, esta, una opinión unánime [2], el ejemplo más sobresaliente de lo que comento tal vez se encuentre precisamente en esta estrambótica, psicodélica pero imprescindible película que es Beyond The Valley of the Dolls (1970). Menos explícita -por presiones externas- pero no menos cargada sexualmente que otras, más compleja pero no más suave discursivamente, por algo Meyer la consideró su obra definitiva. En ella, fue capaz de unir la tradición melodramática de Douglas Sirk con la estética camp, vanguardista y underground de Kenneth Anger o John Waters. Llevó hasta donde pudo la política moral de una de las «Majors», de la cual saldría más tarde para volver a las pequeñas producciones independientes, que podía controlar plenamente a su gusto, pero en las que también debía sufrir limitaciones.
En realidad, tal vez la mayor prueba del interés de Meyer en el presente se encuentre en el hecho de que, tras tantos años, sigue a caballo en las fronteras de lo aceptado, horma en el zapato de lo normativo y de lo comprensible. Es el único director que conozco que, al mismo tiempo, aparece en la prestigiosa Criterion Collection o en el Museum of Modern Art de Nueva York (MoMA) y en páginas web porno piratas [3]; alguien cuya creatividad y cuyo atrevimiento destruyeron, así, los límites entre erotismo y pornografía, tabú en nuestra sociedad, al mismo tiempo más hipócrita e hipersexualizada que la de su tiempo -y tabú también, como he comentado con anterioridad, en Filmaffinity [*]-. Me repito: sería de gran provecho (y muy placentero) para una adecuada comprensión del cine convencional, de lo pornográfico y de eso tan complejo y sofisticado que es la sexualidad humana que intentáramos agarrarnos a la brillante estela de Meyer, entre otros, e ir «más allá» de las categorizaciones en las que nos hemos estancado; Beyond the Valley of the Dolls, con sus 53 «years young», es un excelente punto de partida.
En este sentido, sin embargo, el mismo Meyer pudo responder a este tipo de críticas, que trivializan la importancia de una obra cuyo lugar en la historia del cine va mucho más allá de expresar cierta imagen del deseo masculino (algo que, por otro lado, tampoco sería moco de pavo). Cuando una mujer enfadada le acusó, en un coloquio, de no ser más que «a breast man», el bueno de Russ respondió: «That’s only the half of it.» A mí también me lo parece. Para empezar, es cierto que en sus películas el director proyectó una y otra vez sus fantasías e ideales eróticos particulares, hecho que podía encajonar a la mujer en un tipo de objeto sexual; pero también lo es que los hombres y la cultura patriarcal estadounidense de la época aparecen igualmente caricaturizados, relativizados, empequeñecidos; en cambio, las actrices y personajes femeninos de sus filmes cobraban una fuerza y una agencia sexuales inauditas en el cine mainstream, hasta el punto de invertir los roles de género tradicionales, y que deberían considerarse históricamente emancipadoras [1].
Estos árboles, por otro lado, no deberían ocultarnos el resto de bosque: Meyer fue, en general, un autor de gran talento, evidente pese a la falta de medios; no en vano su sentido de la fotografía, del montaje o de la cinematografía, aspectos todos ellos de los que se encargaba personalmente, le llevaron a ser apodado «el Fellini del sexploitation». Y su trato del «Nudie», género cercano al «porno softcore», siempre se desarrolló sinérgicamente con su voluntad de analizar de forma crítica, y con una envidiable soltura y perspicacia, numerosos comportamientos y creencias estandarizados de su sociedad; algo en lo que tuvo que ver, por supuesto, su colaboración ocasional con el legendario crítico de cine Roger Ebert, que se ocupó de realizar diversos guiones para el director. Y es que, como Quentin Tarantino ha afirmado en su recomendable libro Meditaciones de Cine, Russ Meyer fue fundamentalmente «un cineasta de la contracultura», alguien que deconstruyó sistemáticamente los géneros sobre los que trabajó, que permeó de ironía y comicidad todo aquello que hizo aparecer en pantalla y a quien debemos interpretar siempre, por lo tanto, en distintos niveles.
A pesar de no ser, esta, una opinión unánime [2], el ejemplo más sobresaliente de lo que comento tal vez se encuentre precisamente en esta estrambótica, psicodélica pero imprescindible película que es Beyond The Valley of the Dolls (1970). Menos explícita -por presiones externas- pero no menos cargada sexualmente que otras, más compleja pero no más suave discursivamente, por algo Meyer la consideró su obra definitiva. En ella, fue capaz de unir la tradición melodramática de Douglas Sirk con la estética camp, vanguardista y underground de Kenneth Anger o John Waters. Llevó hasta donde pudo la política moral de una de las «Majors», de la cual saldría más tarde para volver a las pequeñas producciones independientes, que podía controlar plenamente a su gusto, pero en las que también debía sufrir limitaciones.
En realidad, tal vez la mayor prueba del interés de Meyer en el presente se encuentre en el hecho de que, tras tantos años, sigue a caballo en las fronteras de lo aceptado, horma en el zapato de lo normativo y de lo comprensible. Es el único director que conozco que, al mismo tiempo, aparece en la prestigiosa Criterion Collection o en el Museum of Modern Art de Nueva York (MoMA) y en páginas web porno piratas [3]; alguien cuya creatividad y cuyo atrevimiento destruyeron, así, los límites entre erotismo y pornografía, tabú en nuestra sociedad, al mismo tiempo más hipócrita e hipersexualizada que la de su tiempo -y tabú también, como he comentado con anterioridad, en Filmaffinity [*]-. Me repito: sería de gran provecho (y muy placentero) para una adecuada comprensión del cine convencional, de lo pornográfico y de eso tan complejo y sofisticado que es la sexualidad humana que intentáramos agarrarnos a la brillante estela de Meyer, entre otros, e ir «más allá» de las categorizaciones en las que nos hemos estancado; Beyond the Valley of the Dolls, con sus 53 «years young», es un excelente punto de partida.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
[*] He tratado esta cuestión en una reseña a The Affairs of Lidia (2022), de Bruce La Bruce. Una película que, desde mi punto de vista, tiene un interés muy menor.
[1] Y que han influido, además de a Quentin Tarantino o a Robert Rodríguez, por poner dos grandes ejemplos masculinos, en la obra de cineastas feministas como Anna Biller. Más afirmaciones de Meyer, que no era ajeno a los debates de género de su tiempo: «Mis películas funcionan como una especie de terapia o algo así.» «¿Y qué dicen las feministas al respecto?» «Nada, nada. Incluso he tratado de provocarlas. Pero ocurre que en mis filmes la mujer siempre es el ser superior. Por tanto, ¿qué van a decir?»
[2] Jorge Fonte, autor de Russ Meyer, El indiscutible rey del cine erótico, considera que esta película "es realmente floja", y que presenta a un "Russ Meyer pasado por el azucarado filtro de Hollywood. Es decir, un Russ Meyer demasiado empalagoso y desvirtuado del original." No estoy de acuerdo, y creo que habría sido lamentable perdernos "este" Meyer.
[3] No son tantos los directores que pueden aparecer en páginas como Xvideos o Eporner mientras disfrutan de ficha en Filmaffinity. Una distinción que comparten con Meyer, al menos, Sergio Martino y Jess Franco -¡cuántas ideas, en este último, si bien no siempre correctamente ejecutadas!-. También está, graciosamente, la película de Alex de Renzy, A History of the Blue Movie, considerado el primer porno autorizado oficialmente en Francia, en 1975, debido a que se presentó como documental. En la mayoría de casos, esta dualidad no es posible, incluso cuando nos referimos a películas catalogadas como pornográficas pero, por ejemplo, comentadas en revistas de cine convencional y visibles en IMDB, como Behind the Green Door (1972), de los hermanos Mitchell, o incluso ¡exhibidas en el Festival de Cannes!, como Exhibition (1975), de Jean-François Davy, otro "documental" sobre la vida de la actriz porno Claudine Beccarie y que representó a Francia en los festivales de Nueva York y Los Ángeles; o Sensations (1975) de Lasse Braun, que en Cannes generó «interminables colas» para poderla visionar y cuya proyección «tuvo diversas interrupciones a causa de los aplausos», hasta el punto de convertirse en la película favorita «del público norteamericano», según cuenta Tomás Pérez Niño en Las Diosas del Cine para Adultos.
[1] Y que han influido, además de a Quentin Tarantino o a Robert Rodríguez, por poner dos grandes ejemplos masculinos, en la obra de cineastas feministas como Anna Biller. Más afirmaciones de Meyer, que no era ajeno a los debates de género de su tiempo: «Mis películas funcionan como una especie de terapia o algo así.» «¿Y qué dicen las feministas al respecto?» «Nada, nada. Incluso he tratado de provocarlas. Pero ocurre que en mis filmes la mujer siempre es el ser superior. Por tanto, ¿qué van a decir?»
[2] Jorge Fonte, autor de Russ Meyer, El indiscutible rey del cine erótico, considera que esta película "es realmente floja", y que presenta a un "Russ Meyer pasado por el azucarado filtro de Hollywood. Es decir, un Russ Meyer demasiado empalagoso y desvirtuado del original." No estoy de acuerdo, y creo que habría sido lamentable perdernos "este" Meyer.
[3] No son tantos los directores que pueden aparecer en páginas como Xvideos o Eporner mientras disfrutan de ficha en Filmaffinity. Una distinción que comparten con Meyer, al menos, Sergio Martino y Jess Franco -¡cuántas ideas, en este último, si bien no siempre correctamente ejecutadas!-. También está, graciosamente, la película de Alex de Renzy, A History of the Blue Movie, considerado el primer porno autorizado oficialmente en Francia, en 1975, debido a que se presentó como documental. En la mayoría de casos, esta dualidad no es posible, incluso cuando nos referimos a películas catalogadas como pornográficas pero, por ejemplo, comentadas en revistas de cine convencional y visibles en IMDB, como Behind the Green Door (1972), de los hermanos Mitchell, o incluso ¡exhibidas en el Festival de Cannes!, como Exhibition (1975), de Jean-François Davy, otro "documental" sobre la vida de la actriz porno Claudine Beccarie y que representó a Francia en los festivales de Nueva York y Los Ángeles; o Sensations (1975) de Lasse Braun, que en Cannes generó «interminables colas» para poderla visionar y cuya proyección «tuvo diversas interrupciones a causa de los aplausos», hasta el punto de convertirse en la película favorita «del público norteamericano», según cuenta Tomás Pérez Niño en Las Diosas del Cine para Adultos.
2
5 de julio de 2023
5 de julio de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Si [...] solo encontramos zarzas cuando los malvados no hacen sino coger rosas, entonces personas privadas de un fondo de virtudes bastante consolidado para superar semejantes observaciones, ¿no juzgarán que es preferible abandonarse al torrente que resistirse a él?" - Marqués de Sade, Justine o las desgracias de la virtud
Jesús «Jess» Franco aparece como una figura mítica dentro de la historia del cine español. Su director más prolífico, capaz de sacar a la luz película tras película con muy pocos medios a lo largo de más de cinco décadas, vio como el carácter excéntrico y extraordinario de su obra, primero vilipendiada, le hacía ganar paulatinamente un aura de culto y, al final de su vida, un Goya honorífico (aunque él, en la ceremonia, dijera que nunca pensó que fuera digno de recibir ningún homenaje, «ni siquiera un Goya»).
Dentro de esta filmografía, difícil de valorar debido a su dilatación y particularidades (hay quien dice que no se puede ver una película de Franco sin haberlas visto todas), «Marqués de Sade: Justine», de 1969, forma parte de las diversas adaptaciones que el llamado «maestro del cine erótico» realizó de la obra del Divino Marqués, a quien consideraba una referencia, y suele figurar en algunas listas como una de sus películas imprescindibles. Contó, en este sentido, con el mayor presupuesto de la carrera del cineasta hasta la fecha, y fue protagonizada nada menos que por Klaus Kinski en el papel de Sade y Romina Power en el de Justine, entre otras figuras de la época de mayor o menor renombre.
A pesar de todo ello, el filme resulta, digámoslo ya, una decepción sin paliativos: un desastre cinematográfico a todos los niveles y, en paralelo, una incoherente, pálida y zafia adaptación. Hay motivos, es cierto, que no pueden achacarse por entero a su director. La elección de la actriz principal, por ejemplo, impuesta por los financieros, no era del agrado de Franco, quien, con razón, consideraba que carecía de la sensualidad exigida por el papel. A resultas de ello, además, transformó la trama para adaptarla a las capacidades de Romina Power, algo que acabó por imprimir a la película una terrible irregularidad narrativa [1].
Este no es, sin embargo, el mayor problema de la «Justine» de Franco. A pesar de que fue co-producida y estrenada fuera de España, de donde el cineasta se exiliaría para escapar al clima represor de la Dictadura, parece obvio que las normas audiovisuales de la época estaban lejos de aceptar los feroces esfuerzos de transgresión como objetivo moral del texto original, el cuestionamiento y rompimiento de los límites éticos y sociales en que se inscribió la novela cuando fue escrita en 1787 (a finales de ese «siglo totalmente corrompido», en palabras de Sade), y que acabarían conllevando media vida de prisión para su escritor.
Ante tales dificultades, pueden tomarse diferentes caminos: directores inteligentes, hábiles y valientes tal vez hubieran podido hacer de la necesidad virtud y trasladar a la pantalla el peso significativo del material base sin mostrar explícitamente aquello que se prohibía. Una versión de 1972 de la misma obra, «Justine de Sade», de Claude Pierson, aun siendo mediocre y convencional, es capaz de mantener algún interés erótico y crítico.
El camino que, en cambio, tomó Franco (quien, por otro lado, finalmente, tampoco podría eludir la censura), hoy no satisfaría ni a los más devotos seguidores del porno soft vintage, y además supone una radical alteración del sentido del texto, hasta el punto de traicionar por completo su espíritu. En efecto, para sacarse las cuatro perras que, como mucho, le reportaría la película, y para verla estrenada, Franco consintió en realizar un producto probablemente muy alejado de su propósito inicial y en abandonarse al torrente de la hipocresía morbosa de su tiempo [2].
Tal vez esto sea, al final, lo único por lo que vale la pena rescatar esta «Justine»: verla, 200 años después de la muerte de Sade, todavía como un signo presente de su tiempo, ejemplo vivo de la corrupción imperante contra y ante la que se pronunció a costa de su libertad, y que hizo sucumbir -como tantas otras veces- a un amante del cine como Jesús Franco. Tuvo que ser Pier Paolo Pasolini, otro crucificado en vida y eliminado finalmente de la circulación debido a su honestidad y su compromiso para con el mundo, quien, en «Saló, o los 120 días de Sodoma», de 1975, extrajera de la obra del Marqués su potencial revolucionario, horroroso y hasta erótico, todavía rebelde e indigerible, y le «quemara su incienso» en un más que notable homenaje.
Jesús «Jess» Franco aparece como una figura mítica dentro de la historia del cine español. Su director más prolífico, capaz de sacar a la luz película tras película con muy pocos medios a lo largo de más de cinco décadas, vio como el carácter excéntrico y extraordinario de su obra, primero vilipendiada, le hacía ganar paulatinamente un aura de culto y, al final de su vida, un Goya honorífico (aunque él, en la ceremonia, dijera que nunca pensó que fuera digno de recibir ningún homenaje, «ni siquiera un Goya»).
Dentro de esta filmografía, difícil de valorar debido a su dilatación y particularidades (hay quien dice que no se puede ver una película de Franco sin haberlas visto todas), «Marqués de Sade: Justine», de 1969, forma parte de las diversas adaptaciones que el llamado «maestro del cine erótico» realizó de la obra del Divino Marqués, a quien consideraba una referencia, y suele figurar en algunas listas como una de sus películas imprescindibles. Contó, en este sentido, con el mayor presupuesto de la carrera del cineasta hasta la fecha, y fue protagonizada nada menos que por Klaus Kinski en el papel de Sade y Romina Power en el de Justine, entre otras figuras de la época de mayor o menor renombre.
A pesar de todo ello, el filme resulta, digámoslo ya, una decepción sin paliativos: un desastre cinematográfico a todos los niveles y, en paralelo, una incoherente, pálida y zafia adaptación. Hay motivos, es cierto, que no pueden achacarse por entero a su director. La elección de la actriz principal, por ejemplo, impuesta por los financieros, no era del agrado de Franco, quien, con razón, consideraba que carecía de la sensualidad exigida por el papel. A resultas de ello, además, transformó la trama para adaptarla a las capacidades de Romina Power, algo que acabó por imprimir a la película una terrible irregularidad narrativa [1].
Este no es, sin embargo, el mayor problema de la «Justine» de Franco. A pesar de que fue co-producida y estrenada fuera de España, de donde el cineasta se exiliaría para escapar al clima represor de la Dictadura, parece obvio que las normas audiovisuales de la época estaban lejos de aceptar los feroces esfuerzos de transgresión como objetivo moral del texto original, el cuestionamiento y rompimiento de los límites éticos y sociales en que se inscribió la novela cuando fue escrita en 1787 (a finales de ese «siglo totalmente corrompido», en palabras de Sade), y que acabarían conllevando media vida de prisión para su escritor.
Ante tales dificultades, pueden tomarse diferentes caminos: directores inteligentes, hábiles y valientes tal vez hubieran podido hacer de la necesidad virtud y trasladar a la pantalla el peso significativo del material base sin mostrar explícitamente aquello que se prohibía. Una versión de 1972 de la misma obra, «Justine de Sade», de Claude Pierson, aun siendo mediocre y convencional, es capaz de mantener algún interés erótico y crítico.
El camino que, en cambio, tomó Franco (quien, por otro lado, finalmente, tampoco podría eludir la censura), hoy no satisfaría ni a los más devotos seguidores del porno soft vintage, y además supone una radical alteración del sentido del texto, hasta el punto de traicionar por completo su espíritu. En efecto, para sacarse las cuatro perras que, como mucho, le reportaría la película, y para verla estrenada, Franco consintió en realizar un producto probablemente muy alejado de su propósito inicial y en abandonarse al torrente de la hipocresía morbosa de su tiempo [2].
Tal vez esto sea, al final, lo único por lo que vale la pena rescatar esta «Justine»: verla, 200 años después de la muerte de Sade, todavía como un signo presente de su tiempo, ejemplo vivo de la corrupción imperante contra y ante la que se pronunció a costa de su libertad, y que hizo sucumbir -como tantas otras veces- a un amante del cine como Jesús Franco. Tuvo que ser Pier Paolo Pasolini, otro crucificado en vida y eliminado finalmente de la circulación debido a su honestidad y su compromiso para con el mundo, quien, en «Saló, o los 120 días de Sodoma», de 1975, extrajera de la obra del Marqués su potencial revolucionario, horroroso y hasta erótico, todavía rebelde e indigerible, y le «quemara su incienso» en un más que notable homenaje.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
[1] Es, en este sentido, una película atípica de entre las películas de Franco que recuerdo, pues no hay otra que presente o explote una feminidad más débil que esta. Y salen muchos personajes masculinos. Pero ¿y si Franco hubiera contado con Soledad Miranda como Justine? ¿Habría sido una cosa distinta? Qué triste ironía, que muriera, precisamente, mientras rodaba con Franco Juliette... ¿Veremos alguna vez ese metraje?
[2] En realidad, la cosa es todavía más irónica: Justine fue un éxito y abrió a Franco las puertas a otras producciones.
[2] En realidad, la cosa es todavía más irónica: Justine fue un éxito y abrió a Franco las puertas a otras producciones.
CortometrajeAnimación

7,1
2.297
Animación
8
31 de agosto de 2021
31 de agosto de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
"Entonces vi una aparición: un caballo salvaje, blanco como un fantasma [...] ¿Qué era ese caballo? ¿Qué mito, qué espíritu, qué fantasma?" - Jack Kerouak, En la carretera
"El hombre es un ser que se asombra" - Octavio Paz, El arco y la lira
En el precioso cortometraje Diez minutos mayor, de Herz Frank, una cámara mostraba, en un único plano secuencia en blanco y negro, las expresiones iluminadas de un grupo de niñas y niños mientras veían lo que parece ser una obrita de teatro infantil. Embobados ante la sucesión de acontecimientos y la acción de los personajes, en sus caras aparecían, en los apenas diez minutos de metraje, intriga, angustia, terror, fascinación, gozo. Al ver ese corto, uno no puede evitar preguntarse cuánto madurarían, cuánto se humanizarían esas criaturas gracias a tan brevísimo lapso; así como reflexionar sobre la importancia, para el ser humano de todas las edades, del Arte.
No obstante haberse estrenado hace casi 50 años, me parece que el viaje iniciático a través del bosque por parte del protagonista de Erizo en la niebla, en sus también diez minutos de duración, logra despertar todavía hoy, en sus espectadores, una reacción similar en intensidad y riqueza. En las aulas donde doy clases como profesor de instituto, me atrevo a poner esta historia -por otro lado imposible de comprender para un niño- ante los ojos adolescentes de mis alumnos, atiborrados como nunca lo estuvo nadie jamás de estímulos visuales en las televisiones, en los ordenadores, en sus teléfonos, pero huérfanos al mismo tiempo de lenguaje, [de ese encuentro que puede ponerlo todo en suspensión]; lo hago sin saber si podrán conectar con su significado.
Y, a pesar de la aparente modestia y sencillez de esta perqueña película, amplificadas por los medios técnicos artesanales con que fue realizada, «Erizo en la niebla» sigue cautivando por la belleza poética de sus imágenes, que expresan como pocos otros filmes, en mi opinión, la maravilla del mundo. En la sociedad de la prisa cerrada en sí misma, del consumo desbocado de objetos que no nos llenan, de la urgencia de novedades idénticas en su superficialidad, la visión de la lentitud de un simple caracol, de la sombra frondosa de un viejo roble, de un recio caballo blanco pintados sobre vidrio es capaz todavía de detenernos, abrirnos la boca y dejarnos sin aliento: "la respuesta estética primaria", en palabras de James Hillman en El pensamiento del corazón.
Al final de su corto pero valiente viaje, a través de la incertidumbre de la niebla, al mundo de lo desconocido, de lo Abierto, el erizo es y no es el mismo de antes. Lo familiar y conocido y su relación con ello han cambiado, ha descubierto nuevas dimensiones de la realidad y se hace consciente de ello. Por el bien del devenir del mundo, me gusta pensar que, como esos jovencísimos espectadores de Herz Frank, como -aún- mis púberes alumnos, ante la luz de obras como «Erizo en la niebla» los seres humanos podremos mantener siempre la capacidad de ser atravesados, confrontados por el asombro; crecer mucho más que diez minutos.
"El hombre es un ser que se asombra" - Octavio Paz, El arco y la lira
En el precioso cortometraje Diez minutos mayor, de Herz Frank, una cámara mostraba, en un único plano secuencia en blanco y negro, las expresiones iluminadas de un grupo de niñas y niños mientras veían lo que parece ser una obrita de teatro infantil. Embobados ante la sucesión de acontecimientos y la acción de los personajes, en sus caras aparecían, en los apenas diez minutos de metraje, intriga, angustia, terror, fascinación, gozo. Al ver ese corto, uno no puede evitar preguntarse cuánto madurarían, cuánto se humanizarían esas criaturas gracias a tan brevísimo lapso; así como reflexionar sobre la importancia, para el ser humano de todas las edades, del Arte.
No obstante haberse estrenado hace casi 50 años, me parece que el viaje iniciático a través del bosque por parte del protagonista de Erizo en la niebla, en sus también diez minutos de duración, logra despertar todavía hoy, en sus espectadores, una reacción similar en intensidad y riqueza. En las aulas donde doy clases como profesor de instituto, me atrevo a poner esta historia -por otro lado imposible de comprender para un niño- ante los ojos adolescentes de mis alumnos, atiborrados como nunca lo estuvo nadie jamás de estímulos visuales en las televisiones, en los ordenadores, en sus teléfonos, pero huérfanos al mismo tiempo de lenguaje, [de ese encuentro que puede ponerlo todo en suspensión]; lo hago sin saber si podrán conectar con su significado.
Y, a pesar de la aparente modestia y sencillez de esta perqueña película, amplificadas por los medios técnicos artesanales con que fue realizada, «Erizo en la niebla» sigue cautivando por la belleza poética de sus imágenes, que expresan como pocos otros filmes, en mi opinión, la maravilla del mundo. En la sociedad de la prisa cerrada en sí misma, del consumo desbocado de objetos que no nos llenan, de la urgencia de novedades idénticas en su superficialidad, la visión de la lentitud de un simple caracol, de la sombra frondosa de un viejo roble, de un recio caballo blanco pintados sobre vidrio es capaz todavía de detenernos, abrirnos la boca y dejarnos sin aliento: "la respuesta estética primaria", en palabras de James Hillman en El pensamiento del corazón.
Al final de su corto pero valiente viaje, a través de la incertidumbre de la niebla, al mundo de lo desconocido, de lo Abierto, el erizo es y no es el mismo de antes. Lo familiar y conocido y su relación con ello han cambiado, ha descubierto nuevas dimensiones de la realidad y se hace consciente de ello. Por el bien del devenir del mundo, me gusta pensar que, como esos jovencísimos espectadores de Herz Frank, como -aún- mis púberes alumnos, ante la luz de obras como «Erizo en la niebla» los seres humanos podremos mantener siempre la capacidad de ser atravesados, confrontados por el asombro; crecer mucho más que diez minutos.
1
31 de octubre de 2022
31 de octubre de 2022
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
1. Mi propio camino con los Teletubbies
Todavía en la adolescencia, hace doce años, puntué Teletubbies, que había visto por primera vez de niño, con un 1 en Filmaffinity. Lo hacía con un desprecio que ponía la serie a la altura de cualquier otro tipo de «basuras» audiovisuales y, según veo, procedía, en este sentido, como la gran mayoría de mis almas gemelas y amistades y también de usuarios en esta página, que la marcaron con una nota similar. Hoy, con edad para tener hijos (aunque no los tenga), me separo de esas maneras de ver y puedo considerar Teletubbies de una forma muy distinta -no es broma: ¡con seriedad!-, hecho que me permite percibir en ellos aspectos muy interesantes.
2. Unos Teletubbies para cada edad
¿Qué reconozco de buenas a primeras? Que los Teletubbies funcionan muy bien y muy mal en distintas franjas de edad y maduración.
a) Entre 1 y 2 años, parece producirse una completa homogeneización entre serie y espectador: los personajes, desde la pantalla, producen sonidos como "aaaaaaah, hoaaaaah"; el bebé embobado, si responde, lo hace en las mismas coordenadas: "hoaaah, aaagh". En realidad, sin embargo, los bebés se encuentran incluso por debajo de los Teletubbies: aquellos deben de creer, de algún modo, que estos son seres autosuficientes -viven solos en una casa, nadie debe cuidar de ellos-, con racionalidad. Y sirven como herramienta pedagógica.
b) Hacia los 6 o 7 años, sin embargo, los Teletubbies quedan por debajo del proceso madurativo, ya no sirven como herramienta pedagógica, y no pueden parecer otra cosa que un producto sin ningún interés, algo demasiado infantil, que se hace incluso irracionalmente repugnante (en esta repugnancia puede haber un rechazo inconsciente, todavía infantil, hacia lo que uno fue -tuvo que ser- y en cierto modo es aún).
c) Más adelante, con la distancia obtenida llegada la adolescencia, los Teletubbies pueden perder ese carácter desagradable de la infancia superior, y volverse un simple motivo de mofa despreocupada, de ironía extrañada. Alguien puede recordar, borracho, en una fiesta con amigos: "Ostia puta, qué mierdas ponían en la tele de pequeños. ¿De dónde coño salían esos bichos? ¿Qué les pasaba? ¿Eran aliens?".
3. La llegada del mundo “adulto” (d)
Desde un nuevo punto de vista (d), que comprenda los anteriores (a, b y c), los Teletubbies son un producto creado con la atención puesta en un público muy específico, que no ha desarrollado todavía un cuerpo de lenguaje coherente y que no está preparado para un encuentro con los productos audiovisuales que más tarde se le harán no sólo comprensibles, sino “naturales”: textos narrativos, con una estructura ordenada que siga tradicionalmente un esquema planteamiento-nudo-desenlace y que funcione siguiendo el nacimiento y la resolución de un conflicto, a partir de un “opening” -desde Pingu a un capítulo de Juego de Tronos-. Los Teletubbies, de hecho, preparan para la futura comprensión de estos textos, al ofrecer esquemas de patrones argumentales muy sencillos o al mostrar cómo se ligan distintos hechos, la relación misma de causa y consecuencia (que los bebés no conocen de partida), etc.
Todavía más importante: los Teletubbies permiten que los bebés puedan ir aprehendiendo un montón de nociones fundamentales para su vida diaria, que les servirán para su crecimiento y su comportamiento en sociedad. Por ejemplo, en un episodio los Teletubbies pueden saludar a la cámara durante 2 o 3 minutos. Esto, que sería repelente para un chico mayor -"¿por qué especie de cretino me toman"?- o risible para un adolescente -“sin comentarios”-, tiene como función enseñar a saludar, su contexto y sentido: relacionan el gesto con el sonido y tono del saludo, lo juntan con una expresión de afecto como “te quiero”, y muestran que es algo bueno, algo que hace reír y sentir bien.
Y tan interesante es ver qué aparece en los Teletubbies como fijarse en lo que no sale: en sus personalidades no aparecen definidas la maldad o el engaño, el “género” ni el sexo (son absurdas las interpretaciones que leen a TinkyWinky como un ser homosexual, cuya pretensión sea influir a los bebés; ¡la distinción y particularización del deseo sexual, de la identidad de género, todavía no se han realizado a esa edad! De ningún modo un niño podría entender eso, que queda por encima de su umbral de desarrollo, y por lo tanto no tendría sentido planteárselo). A partir de esta serie podemos atisbar el mundo previo al pecado original que, de alguna manera, ha identificado tradicionalmente el punto de partida del ser humano; estamos, por el contrario, en un mundo en creación, en proceso de humanización, en el cual están naciendo, con el lenguaje, los actos, las prácticas.
Los Teletubbies, así, hacen comprender de forma precisa, con multitud de ejemplos muy claros, cómo se comienzan a formar (por apropiación dentro de un contexto cultural específico; lo que se ha llamado "simpracticidad") el lenguaje y el pensamiento humanos en estos primeros años críticos; podemos encontrar en uno solo de sus episodios, pues, lo que normalmente pediríamos a sesudos artículos o a extensos libros de pedagogía. Y, más allá de eso, los Teletubbies también nos ayudan a atisbar aspectos esenciales del Arte, su siempre posible apertura significativa a lo largo del paso del tiempo: cómo toda obra, su interés y validez, puede “nacer, “morir” y “renacer” con el avance de las experiencias de quien mira y oye.
Todavía en la adolescencia, hace doce años, puntué Teletubbies, que había visto por primera vez de niño, con un 1 en Filmaffinity. Lo hacía con un desprecio que ponía la serie a la altura de cualquier otro tipo de «basuras» audiovisuales y, según veo, procedía, en este sentido, como la gran mayoría de mis almas gemelas y amistades y también de usuarios en esta página, que la marcaron con una nota similar. Hoy, con edad para tener hijos (aunque no los tenga), me separo de esas maneras de ver y puedo considerar Teletubbies de una forma muy distinta -no es broma: ¡con seriedad!-, hecho que me permite percibir en ellos aspectos muy interesantes.
2. Unos Teletubbies para cada edad
¿Qué reconozco de buenas a primeras? Que los Teletubbies funcionan muy bien y muy mal en distintas franjas de edad y maduración.
a) Entre 1 y 2 años, parece producirse una completa homogeneización entre serie y espectador: los personajes, desde la pantalla, producen sonidos como "aaaaaaah, hoaaaaah"; el bebé embobado, si responde, lo hace en las mismas coordenadas: "hoaaah, aaagh". En realidad, sin embargo, los bebés se encuentran incluso por debajo de los Teletubbies: aquellos deben de creer, de algún modo, que estos son seres autosuficientes -viven solos en una casa, nadie debe cuidar de ellos-, con racionalidad. Y sirven como herramienta pedagógica.
b) Hacia los 6 o 7 años, sin embargo, los Teletubbies quedan por debajo del proceso madurativo, ya no sirven como herramienta pedagógica, y no pueden parecer otra cosa que un producto sin ningún interés, algo demasiado infantil, que se hace incluso irracionalmente repugnante (en esta repugnancia puede haber un rechazo inconsciente, todavía infantil, hacia lo que uno fue -tuvo que ser- y en cierto modo es aún).
c) Más adelante, con la distancia obtenida llegada la adolescencia, los Teletubbies pueden perder ese carácter desagradable de la infancia superior, y volverse un simple motivo de mofa despreocupada, de ironía extrañada. Alguien puede recordar, borracho, en una fiesta con amigos: "Ostia puta, qué mierdas ponían en la tele de pequeños. ¿De dónde coño salían esos bichos? ¿Qué les pasaba? ¿Eran aliens?".
3. La llegada del mundo “adulto” (d)
Desde un nuevo punto de vista (d), que comprenda los anteriores (a, b y c), los Teletubbies son un producto creado con la atención puesta en un público muy específico, que no ha desarrollado todavía un cuerpo de lenguaje coherente y que no está preparado para un encuentro con los productos audiovisuales que más tarde se le harán no sólo comprensibles, sino “naturales”: textos narrativos, con una estructura ordenada que siga tradicionalmente un esquema planteamiento-nudo-desenlace y que funcione siguiendo el nacimiento y la resolución de un conflicto, a partir de un “opening” -desde Pingu a un capítulo de Juego de Tronos-. Los Teletubbies, de hecho, preparan para la futura comprensión de estos textos, al ofrecer esquemas de patrones argumentales muy sencillos o al mostrar cómo se ligan distintos hechos, la relación misma de causa y consecuencia (que los bebés no conocen de partida), etc.
Todavía más importante: los Teletubbies permiten que los bebés puedan ir aprehendiendo un montón de nociones fundamentales para su vida diaria, que les servirán para su crecimiento y su comportamiento en sociedad. Por ejemplo, en un episodio los Teletubbies pueden saludar a la cámara durante 2 o 3 minutos. Esto, que sería repelente para un chico mayor -"¿por qué especie de cretino me toman"?- o risible para un adolescente -“sin comentarios”-, tiene como función enseñar a saludar, su contexto y sentido: relacionan el gesto con el sonido y tono del saludo, lo juntan con una expresión de afecto como “te quiero”, y muestran que es algo bueno, algo que hace reír y sentir bien.
Y tan interesante es ver qué aparece en los Teletubbies como fijarse en lo que no sale: en sus personalidades no aparecen definidas la maldad o el engaño, el “género” ni el sexo (son absurdas las interpretaciones que leen a TinkyWinky como un ser homosexual, cuya pretensión sea influir a los bebés; ¡la distinción y particularización del deseo sexual, de la identidad de género, todavía no se han realizado a esa edad! De ningún modo un niño podría entender eso, que queda por encima de su umbral de desarrollo, y por lo tanto no tendría sentido planteárselo). A partir de esta serie podemos atisbar el mundo previo al pecado original que, de alguna manera, ha identificado tradicionalmente el punto de partida del ser humano; estamos, por el contrario, en un mundo en creación, en proceso de humanización, en el cual están naciendo, con el lenguaje, los actos, las prácticas.
Los Teletubbies, así, hacen comprender de forma precisa, con multitud de ejemplos muy claros, cómo se comienzan a formar (por apropiación dentro de un contexto cultural específico; lo que se ha llamado "simpracticidad") el lenguaje y el pensamiento humanos en estos primeros años críticos; podemos encontrar en uno solo de sus episodios, pues, lo que normalmente pediríamos a sesudos artículos o a extensos libros de pedagogía. Y, más allá de eso, los Teletubbies también nos ayudan a atisbar aspectos esenciales del Arte, su siempre posible apertura significativa a lo largo del paso del tiempo: cómo toda obra, su interés y validez, puede “nacer, “morir” y “renacer” con el avance de las experiencias de quien mira y oye.
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