Este capítulo de Sherlock presenta un ambicioso proyecto que, desde el punto de vista cinematográfico, parte de la hipótesis (casi de la convicción) de que la sorpresa, el desconcierto y lo inverosímil son los mejores aliados par mantener la atención.

Pero, entre la atracción y el rechazo que tal planteamiento suscita, el espectador se siente indefenso, a veces vapuleado y un poco bobo por dejarse implicar en el juego avieso que la película le propone.

Su virtud es su defecto.
Los giros imprevistos que se imprimen al argumento, su abuso de lo insólito y su carencia del criterio de la mesura hacen mella en la credibilidad del film y a veces resulta inevitable juzgar que nos hallamos en el contexto del realismo mágico en lugar de en el ámbito de una trama detectivesca.

Casta aproximación de rostros y de labios hasta apuntar en escena un primer plano del beso.
William Heise captó a los actores en su interpretación y parece que resultó una toma afortunada y controvertida.
Un modo para que el cine siguiera con paso firme por ese camino que apenas comenzaba a recorrer.

Como en casi todas las filmaciones de esta época (nos encontramos en 1896), correspondió a una cámara fija el honor de dar testimonio del ósculo.

Este Holmes que nos sitúa en un escenario jamás imaginado por Conan Doyle tiene muchas virtudes y, desde el punto de vista cinematográfico, posee un potencial casi ilimitado.
Pero en este episodio no han sabido sacarle partido.

Hay que reconocer su gran originalidad y su magnífica puesta en escena, pero la desmesura en la complejidad del argumento se convierte en mal enemigo cuando la trama adopta forma de farragosa sucesión de hechos muy rebuscados o se adentra en un laberinto lleno de marañas y de implicaciones casi insondables.

Grandioso espectáculo para un argumento de proporciones épicas de carácter histórico y voluntad de trascendencia que se incorpora a la pantalla mecida por una banda sonora solemne y grandilocuente.
K. Vidor maneja los hilos con precisión para que todas las partes brillen y combina los espacios abiertos con los planos muy cortos, la escaramuza guerrera con el intimismo y el candelabro de siete brazos con la lucha fratricida.
Pero también la soberbia con la humildad, el apasionamiento con la melancolía, la palabra bíblica con el rito pagano y el amor con la religión y la expiación.
Película de rango mayor por su argumento pero también por su excelente factura cinematográfica, por su capacidad de fabulación y por la magnífica interpretación de sus protagonistas Y. Brynner, G. Sanders y G. Lollobrigida.

El detective de los pasitos cortos y del bigote engominado aparece postrado en silla de ruedas y gravemente enfermo pero su ingenio no ha perdido perspicacia y los guionistas tampoco han olvidado sus recursos para hacer buen cine.
En el episodio se intercalan los fantasmas del pasado con las amenazas del presente en una intriga en la que cada personaje ocupa su lugar, cada frase posee significado y en cada escena se advierte ese toque de encanto cinematográfico que convierte el argumento en un guiño de complicidad para el espectador.

D. Suchet, que a la sazón contaba 66 años de edad, ofrece una nueva interpretación magistral para un papel particularmente difícil y comprometido.
Es lo que cabía esperar como epítome de sus muchos años de excelente carrera asumiendo la personalidad de H. Poirot.