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Críticas ordenadas por utilidad
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5,5
112
5
9 de enero de 2017
9 de enero de 2017
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Convencional western que trata de seguir la senda trazada seis años antes por Fred Zinnemann en "Solo ante el peligro", aunque con menos fortuna e intención. El juez Jim Scott, interpretado por ese gran actor que era Fred MacMurray, aquí ya tratando de mantener el tipo como galán cuando había cumplido el medio siglo, debe tomar una decisión que puede enfrentarle no solamente a una banda de malhechores, sino incluso a la totalidad del pueblo, temeroso de su venganza; es decir, un hombre solo frente a los malvados y a su propia comunidad. Las complicaciones sentimentales no podían faltar, y su novia, la bella Joan Weldon (cuyo airoso cuello conviene destacar) parece tontear más de lo conveniente con el joven y atractivo sheriff (John Ericson). En fin, todo se desarrolla como es preceptivo, sin aburrir en ningún momento, aunque sin aportar tampoco nada nuevo ni de especial interés.

7,0
891
8
13 de abril de 2013
13 de abril de 2013
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Empieza la película con una secuencia de Virginia Cunningham sentada en un banco del jardín de una institución mental, en pleno diálogo consigo misma. Está enferma y se le ha diagnosticado un trastorno esquizofrénico.
Gracias a la impresionante interpretación de Olivia de Havilland (fue seleccionada para el Óscar) asistimos al despliegue de las secuencias de la enfermedad que la llevaron al internamiento, así como al de los antecedentes que, a juicio del médico que la atiende, el doctor Kik, pudieran hallarse en el origen de su dolencia.
Olivia de Havilland está bellísima. Sin apenas afeites, a piel desnuda. Su papel, por otra parte, en nada se parece a aquellos que le dieron fama de mujer dulce y sumisa: pensemos, por ejemplo, en la Melanie Hamilton de “Lo que el viento se llevó” o en la mayoría de las películas en las que compartió protagonismo con el gran macho Errol Flynn: “La carga de la brigada ligera”, “El capitán Blood”, “El caballero Adverse”, etcétera.
Tendemos a considerar los tratamientos aplicados en estos establecimientos mentales del pasado - electroshocks, hidroterapia, etc - casi como propios de salvajes, asimilándolos en muchas ocasiones a la tortura, sin detenernos a pensar que el nivel de la medicina en cada época de la historia es el que es y que dentro de unos pocos años se puede producir y se producirá sin duda el mismo orgulloso rechazo y la misma despectiva incomprensión hacia procedimientos curativos que hoy en día consideramos el colmo de la perfección terapéutica.
La extraordinaria imagen que da título a la película y que, además del nido de víboras, recuerda los círculos del infierno de Dante, se acompaña de una didáctica explicación por parte del doctor Kik, que bien se corresponde con lo que venimos diciendo en el párrafo anterior: si caer en un nido de víboras puede volver loco al más pintado, dice, ¿por qué no habrían de recuperar el juicio los locos sometidos a ese mismo tratamiento?. Podrá parecernos una explicación pueril, y sin duda lo es, pero está animada por un espíritu científico que trata siempre de rescatar al enfermo de su dolencia y, sobre todo, no olvidemos en manos de qué y de quién pone hoy en día su salud y su vida alegremente mucha gente de nuestro entorno: chamanes, nigromantes, etc.
La película se basa en una novela de Mary Jane Ward, quien, aquejada de trastornos psiquiátricos, pasó varios meses en un sanatorio. Su experiencia en el sanatorio le sirvió de base para la novela. El personaje del doctor Kik está aparentemente inspirado en el doctor Gerard Chrzanowski, quien trató a la autora durante su estancia en la institución mental y que fue uno de los primeros médicos en recurrir al psicoanálisis para el tratamiento de la esquizofrenia. Uno de los médicos de este centro declaró en una entrevista que la dificultad en pronunciar correctamente el difícil apellido de ese médico llevó a que se le impusiera el apodo de “doctor Kik”, mucho más fácil no sólo para los norteamericanos, sino también para gentes de otra procedencia.
Anatole Litvak puso un gran empeño en conseguir el máximo realismo para su película y para ello no dudó en exigir de todo el elenco artístico que le acompañara en sus visitas a diversas instituciones mentales y se informara sobre todo lo que tenía que ver con el tema básico del film. La propia Olivia de Havilland se mostró también extraordinariamente interesada y, cuando se lo permitían, asistía a las sesiones de terapia.
La película concluye con el curioso baile de los enfermos – única ocasión en que se permite la mezcla de los enfermos de ambos sexos. No debe perderse uno en el último tramo de la película la aparición de la bella e interesante Betsy Blair, ocho años antes de que Bardem la llamara para protagonizar su “Calle mayor”.
Gracias a la impresionante interpretación de Olivia de Havilland (fue seleccionada para el Óscar) asistimos al despliegue de las secuencias de la enfermedad que la llevaron al internamiento, así como al de los antecedentes que, a juicio del médico que la atiende, el doctor Kik, pudieran hallarse en el origen de su dolencia.
Olivia de Havilland está bellísima. Sin apenas afeites, a piel desnuda. Su papel, por otra parte, en nada se parece a aquellos que le dieron fama de mujer dulce y sumisa: pensemos, por ejemplo, en la Melanie Hamilton de “Lo que el viento se llevó” o en la mayoría de las películas en las que compartió protagonismo con el gran macho Errol Flynn: “La carga de la brigada ligera”, “El capitán Blood”, “El caballero Adverse”, etcétera.
Tendemos a considerar los tratamientos aplicados en estos establecimientos mentales del pasado - electroshocks, hidroterapia, etc - casi como propios de salvajes, asimilándolos en muchas ocasiones a la tortura, sin detenernos a pensar que el nivel de la medicina en cada época de la historia es el que es y que dentro de unos pocos años se puede producir y se producirá sin duda el mismo orgulloso rechazo y la misma despectiva incomprensión hacia procedimientos curativos que hoy en día consideramos el colmo de la perfección terapéutica.
La extraordinaria imagen que da título a la película y que, además del nido de víboras, recuerda los círculos del infierno de Dante, se acompaña de una didáctica explicación por parte del doctor Kik, que bien se corresponde con lo que venimos diciendo en el párrafo anterior: si caer en un nido de víboras puede volver loco al más pintado, dice, ¿por qué no habrían de recuperar el juicio los locos sometidos a ese mismo tratamiento?. Podrá parecernos una explicación pueril, y sin duda lo es, pero está animada por un espíritu científico que trata siempre de rescatar al enfermo de su dolencia y, sobre todo, no olvidemos en manos de qué y de quién pone hoy en día su salud y su vida alegremente mucha gente de nuestro entorno: chamanes, nigromantes, etc.
La película se basa en una novela de Mary Jane Ward, quien, aquejada de trastornos psiquiátricos, pasó varios meses en un sanatorio. Su experiencia en el sanatorio le sirvió de base para la novela. El personaje del doctor Kik está aparentemente inspirado en el doctor Gerard Chrzanowski, quien trató a la autora durante su estancia en la institución mental y que fue uno de los primeros médicos en recurrir al psicoanálisis para el tratamiento de la esquizofrenia. Uno de los médicos de este centro declaró en una entrevista que la dificultad en pronunciar correctamente el difícil apellido de ese médico llevó a que se le impusiera el apodo de “doctor Kik”, mucho más fácil no sólo para los norteamericanos, sino también para gentes de otra procedencia.
Anatole Litvak puso un gran empeño en conseguir el máximo realismo para su película y para ello no dudó en exigir de todo el elenco artístico que le acompañara en sus visitas a diversas instituciones mentales y se informara sobre todo lo que tenía que ver con el tema básico del film. La propia Olivia de Havilland se mostró también extraordinariamente interesada y, cuando se lo permitían, asistía a las sesiones de terapia.
La película concluye con el curioso baile de los enfermos – única ocasión en que se permite la mezcla de los enfermos de ambos sexos. No debe perderse uno en el último tramo de la película la aparición de la bella e interesante Betsy Blair, ocho años antes de que Bardem la llamara para protagonizar su “Calle mayor”.
7
9 de noviembre de 2011
9 de noviembre de 2011
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La historia arranca cuando en un club inglés algunos de sus socios descubren y comentan intrigados que otro socio, Ralph Denistoun, oficial del ejército por más señas, lleva los lóbulos de las orejas taladrados. Por descontado que nadie se ha atrevido a preguntarle la razón de tal anomalía. Sólo cuando uno de ellos coincide con Denistoun (Ray Milland) en un viaje en avión osa interrogarle. Y Denistoun se lo cuenta... y a nosotros, de paso.
Quizá "En las rayas de la mano" no se halle entre las mejores películas de Leisen - está muy lejos de las estupendas "Si no amaneciera", "Recuerdo de una noche" o "Mentira latente" - pero no deja de tener su interés, aunque solo sea por la suma de novedades que aporta. En primer lugar, y destacado, Marlene Dietrich muestra aquí los ojos más grandes de la historia del cine. En su improbable papel de gitana, a bordo de su carromato y dando consejos y diciendo la buenaventura a quien se le ponga por delante, no deja de tener su gracia ver a la protagonista de "El ángel azul" con la cara tintada y ataviada como se supone que irían las gitanas por la Alemania nazi. Ahora, eso sí, también se la ve tratando de cruzar el cauce de un
tumultuoso arroyo sobre un tronco de árbol calzada con zapatos de tacón. Esas famosas piernas había que realzarlas como fuera... Luego está el magnífico detalle del sarcasmo sangriento con que se trata un discurso de Hitler, transmitido por radio y escuchado devotamente por miembros de las SS a los que los ladridos de un perro furioso impide oír. La similitud fónica entre esos ladridos y el vociferante Führer no se le debe escapar al espectador atento. ¿Qué más?. Alguien ha hablado de la escasa química existente entre Ray Milland y la Dietrich, y es cierto: a través de un viaje en carromato, los dos solos, ella, enamorada y mostrándose abiertamente como gitana sumisa y orgullosa de su hombre, las escenas de pasión brillan por su ausencia, hasta el punto que uno llega a preguntarse si no habría de por medio consideraciones racistas que los mantuvieran alejados. Quizá sea más lógico atribuirlo a la falta de química, pero llama realmente la atención, más parece el viaje de un par de hermanos que el encuentro de una pareja de enamorados.
Quizá "En las rayas de la mano" no se halle entre las mejores películas de Leisen - está muy lejos de las estupendas "Si no amaneciera", "Recuerdo de una noche" o "Mentira latente" - pero no deja de tener su interés, aunque solo sea por la suma de novedades que aporta. En primer lugar, y destacado, Marlene Dietrich muestra aquí los ojos más grandes de la historia del cine. En su improbable papel de gitana, a bordo de su carromato y dando consejos y diciendo la buenaventura a quien se le ponga por delante, no deja de tener su gracia ver a la protagonista de "El ángel azul" con la cara tintada y ataviada como se supone que irían las gitanas por la Alemania nazi. Ahora, eso sí, también se la ve tratando de cruzar el cauce de un
tumultuoso arroyo sobre un tronco de árbol calzada con zapatos de tacón. Esas famosas piernas había que realzarlas como fuera... Luego está el magnífico detalle del sarcasmo sangriento con que se trata un discurso de Hitler, transmitido por radio y escuchado devotamente por miembros de las SS a los que los ladridos de un perro furioso impide oír. La similitud fónica entre esos ladridos y el vociferante Führer no se le debe escapar al espectador atento. ¿Qué más?. Alguien ha hablado de la escasa química existente entre Ray Milland y la Dietrich, y es cierto: a través de un viaje en carromato, los dos solos, ella, enamorada y mostrándose abiertamente como gitana sumisa y orgullosa de su hombre, las escenas de pasión brillan por su ausencia, hasta el punto que uno llega a preguntarse si no habría de por medio consideraciones racistas que los mantuvieran alejados. Quizá sea más lógico atribuirlo a la falta de química, pero llama realmente la atención, más parece el viaje de un par de hermanos que el encuentro de una pareja de enamorados.

7,0
794
8
30 de enero de 2015
30 de enero de 2015
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
El vestido puede cubrir, guarnecer, abrigar, disfrazar, proteger o adecuar a alguien y conviene elegirlo con tiento de acuerdo con el propósito, el destino o la actividad que pretendamos llevar a cabo. No es aconsejable ir a la montaña con un vestido de fiesta, como el soldado debe acudir al campo de batalla vestido para la ocasión. Hasta a los niños se les viste de manera especial cuando deben participar en algún acontecimiento social o religioso, como puedan ser el bautismo o la primera comunión. Pero, ¿cómo debería vestirse uno cuando solo se trata de escribir una aproximación a una película tan especial como “Condenados”, dirigida en 1953 por Manuel Mur Oti y que cuenta en sus principales papeles con Aurora Bautista, el pasmarote-mueble de José Suárez y Carlos Lemos? Tras larga reflexión, se me ocurre que lo más apropiado sería recurrir a la coraza y el yelmo, si no al turbante y el alfanje, para adecuarse a algo tan severo, tan riguroso, tan implacable, tan estricto, tan rígido, tan intolerante, tan calderoniano, en suma…
Estamos en La Mancha, una Mancha que se nos muestra como un tremendo secarral, un auténtico paisaje lunar, con una tierra gris y polvorienta que da la impresión, a los legos, de una esterilidad absoluta. Aurora Bautista, una antecedente, quizá menos ampulosa, de Nuria Espert, interpreta a Aurelia, una campesina que vive sola en su casa de labranza. A su entorno las tierras se agostan irremediablemente por más esfuerzos que ella hace, pues no dejamos de verla agarrada al azadón y tratando de remover esa tierra seca.
A esta situación de soledad se ha llegado porque el amo, su marido, está en la cárcel con una larga condena por haber matado a un hombre que la había mirado, a su juicio, con ojos de deseo. El pueblo, curiosamente, se ha puesto de parte del muerto y, sin distinción alguna, vuelve la espalda al asesino y a su mujer. Uno se pregunta por qué a ella también, y no halla otra respuesta que la necesidad dramática: si el pueblo no le hubiera hecho el vacío, no habría sido necesaria la ayuda y el trabajo de Juan.
La llegada de éste, un forastero que busca trabajo, ignora la actitud del pueblo respecto a la propietaria de la alquería y que, además, es inteligente, vigoroso y muy trabajador cambia radicalmente el escenario y el destino del cortijo: las cosechas se multiplican, los animales se reproducen en abundancia no vista hasta entonces y el molino vuelve a recibir grano para devolver harina. En fin, como en la Biblia sucede con la llegada de Jacob a casa de Labán, puro milagro.
Es evidente desde el primer momento que Juan no va a ser inmune al atractivo de su patrona, pese a que ella por su parte no da ningún paso por el camino de la seducción y se muestra tan solo amable y agradecida.
Resulta extraordinariamente interesante, sobre todo si lo comparamos con los procedimientos narrativos que el cine impondrá años después y hasta el presente, la secuencia que Mur Oti construye para transmitir al espectador el deseo de Juan por Aurelia. Y lo consigue con una imagen sencilla, sencillísima y que a buen seguro los censores (estamos, no lo olvidemos, en 1953, con un franquismo todavía joven, poderoso e implacable) dejaron pasar, sin caer posiblemente en la cuenta del tremendo poder de esa imagen.
En esa escena Aurelia, plantada en un rellano de la escalera de su casa, habla con Juan, quien se encuentra unos cuantos peldaños más abajo. Juan la ve en un contrapicado. Ella viste una amplia falda que la cubre hasta los tobillos y deja ver las enaguas debajo y los pies. La cámara, convertida en la mirada de Juan, se alza hasta los zapatos de Aurelia y de paso pone en evidencia que sus pies están separados, no exageradamente separados, pero sí separados. Lo suficiente. La imaginación se desata ardorosa, y los tobillos de Aurelia sugieren de forma clara las piernas y los muslos de la mujer. Es el latigazo del deseo en la cara de Juan. No hace falta más. Con una economía de medios, en todos los sentidos, sobresaliente, el director tumba la tijera de la censura, pero también pone en evidencia la reiteración grosera y facilona a que se llega en gran parte del cine que se rueda desde hace bastantes años. Esos gemidos, suspiros, gruñidos, chillidos y gritos a que se nos somete quieras que no cuando una pareja recibe el soplo del aliento de Eros son absolutamente ridículos, molestos, irreales y aburridos.
La situación se enriquece con la llegada de José, el marido, interpretado por Carlos Lemos, a quien, sin saber muy bien la razón, la justicia le ha aplicado una importante reducción de pena y lo ha puesto en libertad. Como es muy natural en un personaje tan suspicaz y sensible, le basta una mirada en amplitud para darse cuenta de la situación: la visión del mundo sustentada por el islam más fundamentalista se queda corta si la comparamos con la representada por este marido salido de la cárcel cuya experiencia en ella, como suele ser habitual, de poco ha servido para enmendarle. La tragedia está, pues, servida.
La realización de Mur Oti es impecable y el guión, que sigue las líneas marcadas por una pieza teatral de José Suárez Carreño, galardonada con el premio Lope de Vega de teatro de 1951, también. Es una película que no debieran perderse los colectivos feministas más furibundos y arrebatados. Tendrán motivos más que sobrados para airarse…
Estamos en La Mancha, una Mancha que se nos muestra como un tremendo secarral, un auténtico paisaje lunar, con una tierra gris y polvorienta que da la impresión, a los legos, de una esterilidad absoluta. Aurora Bautista, una antecedente, quizá menos ampulosa, de Nuria Espert, interpreta a Aurelia, una campesina que vive sola en su casa de labranza. A su entorno las tierras se agostan irremediablemente por más esfuerzos que ella hace, pues no dejamos de verla agarrada al azadón y tratando de remover esa tierra seca.
A esta situación de soledad se ha llegado porque el amo, su marido, está en la cárcel con una larga condena por haber matado a un hombre que la había mirado, a su juicio, con ojos de deseo. El pueblo, curiosamente, se ha puesto de parte del muerto y, sin distinción alguna, vuelve la espalda al asesino y a su mujer. Uno se pregunta por qué a ella también, y no halla otra respuesta que la necesidad dramática: si el pueblo no le hubiera hecho el vacío, no habría sido necesaria la ayuda y el trabajo de Juan.
La llegada de éste, un forastero que busca trabajo, ignora la actitud del pueblo respecto a la propietaria de la alquería y que, además, es inteligente, vigoroso y muy trabajador cambia radicalmente el escenario y el destino del cortijo: las cosechas se multiplican, los animales se reproducen en abundancia no vista hasta entonces y el molino vuelve a recibir grano para devolver harina. En fin, como en la Biblia sucede con la llegada de Jacob a casa de Labán, puro milagro.
Es evidente desde el primer momento que Juan no va a ser inmune al atractivo de su patrona, pese a que ella por su parte no da ningún paso por el camino de la seducción y se muestra tan solo amable y agradecida.
Resulta extraordinariamente interesante, sobre todo si lo comparamos con los procedimientos narrativos que el cine impondrá años después y hasta el presente, la secuencia que Mur Oti construye para transmitir al espectador el deseo de Juan por Aurelia. Y lo consigue con una imagen sencilla, sencillísima y que a buen seguro los censores (estamos, no lo olvidemos, en 1953, con un franquismo todavía joven, poderoso e implacable) dejaron pasar, sin caer posiblemente en la cuenta del tremendo poder de esa imagen.
En esa escena Aurelia, plantada en un rellano de la escalera de su casa, habla con Juan, quien se encuentra unos cuantos peldaños más abajo. Juan la ve en un contrapicado. Ella viste una amplia falda que la cubre hasta los tobillos y deja ver las enaguas debajo y los pies. La cámara, convertida en la mirada de Juan, se alza hasta los zapatos de Aurelia y de paso pone en evidencia que sus pies están separados, no exageradamente separados, pero sí separados. Lo suficiente. La imaginación se desata ardorosa, y los tobillos de Aurelia sugieren de forma clara las piernas y los muslos de la mujer. Es el latigazo del deseo en la cara de Juan. No hace falta más. Con una economía de medios, en todos los sentidos, sobresaliente, el director tumba la tijera de la censura, pero también pone en evidencia la reiteración grosera y facilona a que se llega en gran parte del cine que se rueda desde hace bastantes años. Esos gemidos, suspiros, gruñidos, chillidos y gritos a que se nos somete quieras que no cuando una pareja recibe el soplo del aliento de Eros son absolutamente ridículos, molestos, irreales y aburridos.
La situación se enriquece con la llegada de José, el marido, interpretado por Carlos Lemos, a quien, sin saber muy bien la razón, la justicia le ha aplicado una importante reducción de pena y lo ha puesto en libertad. Como es muy natural en un personaje tan suspicaz y sensible, le basta una mirada en amplitud para darse cuenta de la situación: la visión del mundo sustentada por el islam más fundamentalista se queda corta si la comparamos con la representada por este marido salido de la cárcel cuya experiencia en ella, como suele ser habitual, de poco ha servido para enmendarle. La tragedia está, pues, servida.
La realización de Mur Oti es impecable y el guión, que sigue las líneas marcadas por una pieza teatral de José Suárez Carreño, galardonada con el premio Lope de Vega de teatro de 1951, también. Es una película que no debieran perderse los colectivos feministas más furibundos y arrebatados. Tendrán motivos más que sobrados para airarse…
6
9 de noviembre de 2011
9 de noviembre de 2011
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las primeras cosas que llama la atención de esta película,filmada en Berlín, es el nivel de destrucción de la ciudad a los diez años de acabada la guerra. Ya no se ven aquellas impresionantes acumulaciones de cascotes y de calles bordeadas de edificios de los que solo queda en pie alguna que otra pared que pueden verse en "Alemania, año cero", en menor medida en "Vencedores o vencidos", o de forma impresionante en los documentales de las tropas soviéticas en su triunfante e implacable avance hacia el corazón de la ciudad. Pero aparecen aquí y allá, como un involuntario espolvoreado de realismo, grandes edificios destruidos que dan cuenta de la situación. Cuando estuve en Berlín poco después de alzado el muro, la ignorancia y tontería de mis veinte años sólo pudo constatar la existencia de numerosos e inexplicables solares y no fui capaz de interesarme por la razón de su existencia. Es ahora que uno cae en la cuenta de que esos solares eran ya el último paso en la eliminación de los restos. La película gira en torno de los lingotes de oro nazi descubiertos por las tropas aliadas en el fondo de un canal y de su repatriación a Gran Bretaña. Mai Zetterling que, como tantas mujeres alemanas en la posguerra, ha tenido que dejar de lado cualquier prejuicio moral para sobrevivir, vive en uno de estos edificios que amenazan ruina, donde ha acogido a un grupo de niños huérfanos de guerra y tiene la aspiración de ofrecerles un futuro más esperanzador en Brasil. A Richard Widmark, policía militar del ejército de ocupación norteamericano, enamorado de ella, se le enciende una lucecita en la imaginación que alumbra un plan para que esos niños puedan emigrar.
La película, como no podía de ser menos - Mark Robson es un director acreditado con 33 títulos a sus espaldas - mantiene el interés hasta el final y la máxima pega que se le puede poner es que nadie sabe cómo concluir con una trama en la que se debe decidir si el bueno que comete maldades con una finalidad generosa es digno o no de un perdón dramático. Sobre todo para la época, ese final solo podía resolverse en la confusión y en esta película el final es confuso: absoluciones y condenas caen sobre los personajes de forma arbitraria.
La película, como no podía de ser menos - Mark Robson es un director acreditado con 33 títulos a sus espaldas - mantiene el interés hasta el final y la máxima pega que se le puede poner es que nadie sabe cómo concluir con una trama en la que se debe decidir si el bueno que comete maldades con una finalidad generosa es digno o no de un perdón dramático. Sobre todo para la época, ese final solo podía resolverse en la confusión y en esta película el final es confuso: absoluciones y condenas caen sobre los personajes de forma arbitraria.
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