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Críticas 40
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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9 de septiembre de 2015 4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La duda es la semilla del cambio. Esta es una verdad tan simple como poderosa; no en vano es, entre otras cosas, el mismísimo germen de la ciencia.
Un vistazo por encimita a Difret nos hará saber lo obvio: es la lucha legal de una abogada etíope (basada en una historia real no muy lejana en el tiempo), Meaza Ashenafi (Meron Getnet), quien le pone el pecho a toda una cultura nacional y sus tradiciones incuestionables para defender la vida de una pequeña niña, Hirut Assefa (Tizita Hagere), secuestrada y luego violada por su pretendiente a esposo, quien perpetúa con dicho acto una tradición antigua de su pueblo, y a quien Hirut le quita la vida para poder escapar. Así las cosas, en ese primer vistazo, esta viene a ser una película sobre la lucha por la igualdad de derechos de las mujeres, pero en una capa más esencial, Difret es una reflexión sobre la duda como necesidad ineludible para el cambio. El calvario de Hirut tiene lugar porque la duda aún no se ha sembrado y una tradición muy problemática se toma por inamovible.
Esta no es realmente una película sobre Hirut, a pesar de que sea en ella en quien se deposite toda la atracción empática del espectador (cosa, por cierto, problemática de esta producción, si me lo preguntan). Hirut es un personaje totalmente inocente y forzado por las circunstancias, que sirve solo como motor de la acción dramática y como pararrayos del infortunio y de las silenciosas muestras de simpatía del público. La protagonista de la película es en realidad su defensora, Meaza, quien se lo juega todo por esa defensa, no solo porque quiera evitar una injusticia, sino porque tiene la firme convicción de que debe cambiar toda una forma de pensar en su cultura.
Esta es la auténtica esencia y lo realmente interesante de la obra del director Zeresenay Mehari, pues la situación específica de ese contexto cultural etíope puede perderse por particular, pero la certeza de la duda como motor del cambio es algo innegablemente universal. Es por eso que al ver Difret, como espectador colombiano, uno se siente de alguna manera tocado, porque en nuestro país y en el mundo entero hay también muchas costumbres, muchas prácticas, muchas creencias y muchas verdades supuestamente absolutas que merecen ser puestas en crisis, a fin de cuentas esa es una de las labores principales del arte. Y al decir esto no me refiero solo a materia de derechos humanos, de inclusión y de género; me refiero a temas éticos en la raíz de nuestra cultura, a asuntos religiosos, políticos, medioambientales, sociales y espirituales que deberíamos mantener vivos a fuerza de crisis, porque la vida es movimiento (a todo nivel), de manera que las ideas inamovibles son momias sin utilidad.
Hay también, por supuesto, razones puramente estéticas para acercarse con curiosidad a Difret. Dos son los puntos que considero más valiosos de la película: en primer lugar, los aciertos visuales en estrecha armonía con la narración que su director alcanza por momentos. Así por ejemplo ese instante en que Hirut, tras la noticia de su profesor de que ha recomendado que la suban un grado en el colegio, deja escapar una sonrisa tímida, casi como si fuera un delito hacerlo, y justo cuando se ha ganado con un simple gesto de su cara al espectador, le cae encima la tragedia. O aquel otro en que su captor, a la mañana siguiente de haberla violado, le ofrece una diminuta taza de café sostenida en su mano enorme como una ofrenda que reafirma su sumisión de víctima. En segundo lugar, la música de David Schommer y David Eggar, llena de un poder vibrante que mueve las entrañas a través de las percusiones y los bajos para poner sutil y efectivamente al espectador en el lugar preciso, sin ser obvio; con elegancia y estilo.
Pero permítanme volver al asunto de la duda, esa que nace al ver la película y que desencadena la crisis ética al pensar que existen sistemas de valores diferentes a los que ha esparcido por el planeta la globalización y que, a lo mejor, no exista tal cosa como los universales de la moral. Esa duda que nace al jugar a ponerse en los zapatos del otro, en los de Hirut que pasa a ser asesina luego de ser la víctima, deshumanizándose por la fuerza y teniendo que olvidar que es solo una niña porque a los ojos del mundo sus senos en crecimiento la estigmatizan como mujer y como presa, pero también en los del victimario que termina muerto después de haber seguido con justa convicción una tradición que lo legitimaba.
Esta no es en realidad una película que descuelle por sus grandes impactos estéticos, si bien es un largometraje correcto y delicado. Esta es una obra dedicada, para bien o para mal, a hacer que el espectador ponga en crisis su sistema. Quizá no se atreva lo suficiente y no satisfaga apetitos de crudeza más vivos como el mío, pero aun así tiene la valía de invitar a dudar y de sembrar esa sana semilla.
10 de septiembre de 2015
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
“If you don’t have ability you wind up playing in a rock band”

Nadie se me vaya a ofender por estas palabras, el mensajero no tiene la culpa. Esta frase poco diplomática, tenga o no razón, pertenece a alguien con toda la autoridad para decir cosa semejante, Buddy Rich, el gigantesco baterista de Jazz neoyorquino, y sirven de inspiración al protagonista de Whiplash, Andrew Neyman (Miles Teller), para alcanzar su objetivo de llegar a ser tan grande como quien las dijo. El bueno de Buddy mira a Andrew, con cara de pocos amigos detrás de un platillo, desde un recorte pegado en la pared de su cuarto, para que de ninguna manera se le vaya a olvidar a ese chiquillo lleno de talento para golpear los parches y metales de la batería, que el éxito depende de su habilidad, que no será producto del azar de su genética prodigiosa, de la casualidad milagrosa de las rezanderas, ni mucho menos del trabajo de terceros, y que si quiere lograr su meta, debe consagrarse a un trabajo continuo y sacrificado.
El nombre de Damien Chazelle, el director de esta estupenda película, no lo conocía ni Dios, hasta que en 2013 se llevó el premio al mejor cortometraje en el Sundance Festival, con un corto del mismo nombre que esta película y que sería además su semilla. Un año después, su largometraje se llenó de nominaciones y premios, y con toda razón, porque Whiplash es una de las mejores películas de 2014, y sin duda la favorita de quien escribe, por ser un largometraje plagado de pericia audiovisual, con unos movimientos de cámara tan inteligentes y afines al desarrollo argumental y emocional de la película que hacen erizar los pelos; con unos planos dignos de enmarcar que arrugan de emoción el alma; con un montaje digno de ovaciones pensado a partir del beat, y con unas actuaciones merecedoras de todos los reconocimientos que han cosechado (tanto Milles Teller como J.K. Simons actúan aquí como si se les fuera la vida en ello).
Pero por encima de todo es una de las mejores de 2014 y mi favorita personal porque es en sí misma un recordatorio de algo que nuestras cómodas sociedades del siglo XXI necesitan tener siempre presente, tanto como los peces necesitan el agua: el éxito no es para los mediocres, la gloria no es para los llorones, la genialidad no es para los vagos. La grandeza demanda sacrificio. En cierto momento Fletcher (J.K. Simons), aquel energúmeno director musical que empuja a Andrew hasta el límite de lo éticamente aceptable, suelta como una bofetada esta perla lapidaria: “No hay dos palabras en nuestro idioma más dañinas que ¡buen trabajo!”, y cuánta razón parece tener este loco genial. En los tiempos que corren en los que a los niños se les dan medallitas solo por participar, en los que se nos enseña desde que estamos en pañales que es más importante la tranquilidad de la mediocre y segura monotonía que los esplendores del triunfo y la trascendencia, en los que el metrónomo de la buena conducta es la espantosa corrección política, la reflexión de esta película se hace, como poco, indispensable. No se me malinterprete, está muy bien que el racero de conducta contemporáneo no sea la obsesión ciega por la victoria que nos convierta en dementes inescrupulosos, pero ¿a dónde fue a parar la sana y visceral pasión que lleva a la grandeza?
Por allá en el 86 el Indio Solari hablaba sobre los psicópatas y venía a decir, básicamente, que serían los hombres más aptos, los héroes del siglo XXI “la desgraciada vanguardia de un nuevo sistema nervioso”. Aquel músico argentino sabía bien que en nuestras sociedades de la corrección política y las camitas mulliditas del anonimato, el psicópata campa a sus anchas aplastando(nos) a los zombificados mediocres con una facilidad pasmosa. Y es en esa realidad en donde Whiplash propone un nuevo tipo de heroicidad, una que en realidad ya había sido inventado hace marras pero que tenemos casi olvidada. El artista aquí es el nuevo héroe enfrentado, ya no a fuerzas externas, sino a un enemigo qua ha anidado dentro a punta de presión social. Así, Jim Neyman (Paul Reisner), el padre de Andrew, es la ejemplificación de esa moral hogareña llena de comodidad, tedio y miedo. Cargado de sincero convencimiento, intenta “proteger” a su hijo de la grandeza, porque claro, el mundo de la gloria es desconocido, peligroso y apabullante.
El mismo Andrew pone sobre la mesa la duda de si existe una línea hasta donde se pueda ir, si todo sacrificio está justificado en la persecución de la gloria. Pues bien, si a mí me lo preguntan, tratándose del arte, esto es un deber; en palabras de Fletcher, es “una necesidad absoluta” cobrar valentía y andar el camino del héroe, enfrentarse a lo desconocido fuera de la zona de confort, luchar contra el mundo entero si es menester, morir por dentro si es el caso y resucitar en el brillo de las grandes obras. Aunque claro, siempre se puede uno quedar a la fresca sombra de los grandes esperando a que la gravedad arroje sus frutos. Pues bien, si es Andrew Neyman el ejemplo a seguir o es en cambio una abominación moral patológica es algo que no puedo juzgar por usted, así que lo invito a enfrentarse a esta magnífica obra de arte y decidirlo. En cuanto sea posible, especialmente si es usted una persona con una pasión en la vida, vaya al cine a disfrutar de una película que, con suerte, le puede cambiar la vida.
9 de septiembre de 2015 4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un velo de encaje cubre pobremente una pequeña ventana. Mientras se escuchan los estertores del moribundo que habita el cuarto, el velo se infla levemente con el viento, como los pulmones llenos de huecos, casi inservibles de ese pobre hombre. Adentro, ese futuro cadáver es un ancla que reúne por un corto tiempo a una familia rota; afuera, cae una lluvia de cenizas sobre un mar de caña.
Con esa escena, mi favorita sin parangón de La tierra y la sombra me bastó para saber que estaba viendo la película de un poeta con el corazón quebrado, migado, hecho polvo y ceniza. También con esa escena tuve claro una vez más que no solo “el amor se escribe con llanto” como canta el bambuco de Álvaro Dalmar durante el metraje, sino que también el arte se escribe con la misma tinta y que ese dolor es pasto nutritivo para el genio artístico.

Saltémonos lo obvio. Seguramente todos mencionarán la relevancia de la ópera prima de Acevedo para el cine nacional y de sus premios en Cannes. Hagamos por un momento el ejercicio de pensar que esos premios no hubiesen tenido lugar, que este fuera un largometraje como cualquier otro que llega a nuestros ojos y del que no tuviéramos noticia alguna. Hecho esto, es cuando podemos hablar de por qué esta es una gran película, porque los premios… los premios son solo una recompensa a la virtud de esta obra de arte, así que da igual si llegaron o no para juzgarla.

Para empezar, este largometraje es estupendo porque alcanza ese nivel poco habitual que hace que una obra humana se convierta en arte. Acevedo consigue que una historia sencilla se cuele lentamente en el pecho del espectador y repte allá dentro hasta morderle el alma. Seguro, como me pasó a mí, son muchos los espectadores que han visto La tierra y la sombra y han quedado desasosegados y con una tristeza cruel que ni siquiera otorga el consuelo de romper en llanto. Esta película va directo al interruptor de la melancolía y la nostalgia, porque, a fin de cuentas, de eso, en gran medida, es de lo que trata. Esta es una historia sobre una gran tragedia de nuestro país, pero también sobre una tragedia universal, la del desarraigo, la de esa necesidad de supervivencia que nos obliga a abandonar los espacios, los cuerpos y la tierra para mantenernos con vida, tanto física como espiritualmente. Es por esto que el breve regreso a casa del protagonista de esta historia es la visita al reino de las sombras, de los recuerdos que se han llevado el tiempo y el fuego. Se trata del retorno a todo eso que está encerrado y oculto, como ese hijo moribundo al que se protege del polvo y la ceniza mediante el más deprimente y oscuro encierro. Esa rotunda capacidad para inocularnos el dolor del desarraigo y la nostalgia, quebrando a machetazos la idea bucólica del campo como un paraíso, es seguramente lo que hace que esta película sea tan notable y única en su forma de mirar.
Pero también está ahí el poder audiovisual que despliega Acebedo, con unos planos compuestos con esmero geométrico en los que la cámara interviene llena de expresividad, como si quisiera mostrarnos que está haciendo una mueca de dolor y tristeza aquí, o una de suspirante sonrisa más allá. A esa cámara, además, le confiere un movimiento pausado y cadencioso como el de las hojas de los cañaduzales, estableciendo un ritmo lacónico que transmite ese peso existencial de los personajes e incluso la incapacidad de respiración de aquel hijo enfermo que ya solo vive para esperar la muerte.
Como si no fuera ya bastante, la película también hace gala de un manejo del color lleno de elegancia y sutileza que crea una extraña atmósfera de desolación desértica en medio de los verdes cultivos de caña que inundan el horizonte.
Luego está todo el andamiaje simbólico, soberbio, pero hecho como con ganas de pasar desapercibido: esos pájaros que el niño llama y aguarda pero que nunca descienden del árbol para comer, esa sábana que amortaja al hombre enfermo incluso antes de fallecer y bajo la que en más de una ocasión vemos también cubierto a su pequeño hijo, ese formidable caballo que se le cuela en la casa y en los sueños al protagonista, esa omnipresente ceniza que va cubriendo a los vivos de muerte, esa cometa colorida alzando vuelo para anunciar el fin de la vida, …
Hay más, el propio sonido y la ausencia del mismo están allí al servicio de esa melancolía que se mueve lenta y que parece inofensiva, pero que abre tajos, tal como lo hacen, una vez más, las hojas de caña.
Es justo también mencionar el trabajo de los actores, quienes salidos de esa realidad que retrata Acevedo, llevan consigo las marcas del doloroso amor por la tierra y la familia en un microcosmos en el que ambos se vuelven polvo.

La tierra y la sombra es un poema audiovisual y como tal debe ser visto, leído, sufrido y disfrutado. Cuando el 23 de julio esté disponible en cartelera, olvídese usted de ir a verla porque ganó, entre otros premios, la cámara de oro en Cannes, o porque hay que apoyar al cine nacional, o porque todo el mundo habla de ella y hay que estar al día. Vaya por usted mismo, por lo que el hecho de verla y entregarse a ella representará como alimento para sus ojos y su alma. Vaya a verla porque el contacto con una obra de arte con tamaña capacidad de vulnerarlo es una experiencia pocas veces disponible que no debe nunca tomarse a la ligera.
28 de febrero de 2016 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anna (Juana Acosta) es una madre soltera que ama apasionadamente a su hijo de diez años, Nathan (Kolia Abiteboul). Phillippe (Agustin Legrand), el padre de Nathan, pretende quitarle a Anna la custodia de su hijo, quizá con toda razón, porque ella sufre una patología mental que se niega a aceptar y medicar. Irracionalmente desesperada, Anna decide raptar a su hijo y viajar junto con su actual pareja, Bruno (Bruno Clairefond), de vuelta a su país de origen, Colombia. Allí inician un Road Trip con el objetivo de llegar a la costa y vivir un sueño de escape imposible, irracional y autodestructivo, de aquellos a los que nos aferramos a pesar de reconocer absurdos. En ese viaje, Anna será progresivamente dominada por su inestabilidad mental y emocional.
Esta ópera prima, con diez años de proceso de desarrollo a sus espaldas –tiempo que se le ve a una película que se siente reposada, reflexiva y pensada– es, entre otras cosas, la demostración de la valía como creador de Jacques Tulemonde Vidal, un realizador al que se le nota el saber hacer de la labor del cine y a quien hay que seguirle la pista. Su dirección es verdaderamente inteligente, en especial porque demuestra tener la rara capacidad de renunciar a la grandilocuencia estética en pos de la exploración emocional de sus personajes como elemento central, en una historia que lo necesita. Tulemonde se pone al servicio de sus personajes y pliega los deseos de la composición visual y quizá incluso narrativa a sus pulsiones y mutaciones, muy en la línea del documental; cosa rara en el cine de ficción y que aquí, por ser tan justificado, funciona a la perfección. El relato en Anna nace del interior de los personajes, imprimiendo así una carga de realismo emocional pocas veces vista con esa calidad en el cine colombiano.
En una narración sencilla que podría no parecer gran cosa, el ritmo en el guion, la dirección y el montaje, atendiendo al detalle con el ojo de un sastre curtido, consigue atrapar al espectador de forma poderosa y hacerlo sufrir en un proceso empático de impacto con los sentimientos de los todos los personajes. Constantemente estamos viviendo el ejercicio de ponernos en sus zapatos, y no solo en los de la protagonista, sino también en los de los secundarios, quienes son dibujados con una complejidad pasmosa, incluso si tienen una presencia mínima en pantalla. Se padece, pues, emocionalmente, porque es el recorrido de unos sentimientos muy cercanos de desarraigo, de desesperación, de separación, de miedo, de posesión, y se sufre dramáticamente porque la narración es tensa en esa contemplación impotente de la patología de la protagonista, siempre a punto de explotar.
Esto es posible no solo por el talento del director en su evidente profundización en la labor con los actores, sino también por el hecho de que el trabajo de los mismos es impecable, especialmente el de Juana Acosta, sin duda en su mejor papel a hasta la fecha. Ese papel de una madre insegura, llena de miedos, con un amor imperfecto y colosal, se torna jugosamente complejo en un juego naturalista entre la ocultación protocolaria y la explosión antisocial de sus miedos e inseguridades. Difícilmente la podrían alcanzar los demás intérpretes, aunque todos son francamente notables, en especial Bruno Clairefond, quien en esa relación de noviazgo con Anna sufre en carne propia el desarraigo, la impotencia y el miedo mientras a su vez se va convirtiendo en un segundo padre en actitud de íntima renuncia a sus propias necesidades y deseos. También de aplauso es la interpretación de Kolia Abiteboul, aquel niño que con los pocos recursos racionales a su disposición, que su corta edad le permiten, soporta, dúctil, una ola de emociones que amenaza con aplastarlo.
En definitiva, Anna es una película potente en esa aparente sencillez que en realidad oculta una profundidad emocional portentosa.
30 de octubre de 2015 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera vez que se presentó en Colombia la nueva película de José Luis Rugeles, había gente de esa de bien que se salía abochornada del Teatro Heredia en Cartagena. Alias María dio apertura, por allá en marzo, al Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias 2015 y, según parece, hubo quienes, en una impresionante explosión de miopía, vieron en la película una apología a la guerrilla, según luego me informaron los rumores de la ventolera cartagenera (otras teorías afirman que el público abandonaba la sala solo porque la silletería en refinado ángulo recto, solo apto para espaldas de petimetres, del histórico teatro es insufrible para ver cine, pero quedémonos con la primera versión que la segunda no tiene sustancia).
Rugeles nos cuenta aquí la historia de María (Karen Torres), una culicagadita de trece años a quien los caminos de la vida han llevdo a formar parte de la guerra, como pasa por miles en Colombia (22.000 según algunos). A esta chiquilla se le encomienda la misión de llevar sano y salvo al bebé de su comandante fuera del campamento y dejarlo en manos de unos civiles que se harán cargo de él, porque, claro está, en el bárbaro universo de la guerra en el monte, engendrar vida está prohibido. Como dice paradójicamente el médico simpatizante del grupo revolucionario (Julio Pachón), “no vamos a llenar esta selva de niños”. Y la tarea le cala hondo a María porque, cómo no, está ocultamente embarazada.
Alias María no es una apología de nada más que del antibelicismo y el respeto por el derecho de los menores a no tener que hacer parte de la guerra. Eso sobra decirlo, pero por si acaso lo dejo anotado. Lo que sí es esta película es una obra con coraje. Rugeles se da el lujo aquí de ser un pionero en el sentido de que por primera vez en la historia de nuestra cinematografía aborda el conflicto bélico nacional atreviéndose a poner el punto de vista en un bando históricamente satanizado por el monodiscurso nacional. Y lo hace de una manera muy interesante porque los personajes de esta historia, los niños de la guerra (y sabemos bien que en nuestra guerra “triangular” los hay en más de una punta, por no decir que en las tres), son a los ojos del espectador, inevitablemente, víctimas. Eso sí, tengo que decirlo, me quedé yo con las ganas (por perversiones del gusto, quizá) de ver la otra cara de esas víctimas, pues a fin de cuentas, la guerra, incluso cuando toca a los niños, crea también victimarios, y la historia nos ha enseñado que un niño puede ser también un monstruo.
Obras como estas son las que tienen una capacidad profunda de inocular duda y crisis reflexiva. Cuando la vi la primera vez me hizo recordar aquella vez en que estando al otro lado del Atlántico un buen amigo conmemoraba alegremente una efeméride del EZLN mexicano. En ese momento caí por primera vez en cuenta de la manera eficaz y sistemática como me habían formado en Colombia para entender el conflicto armado de nuestro país de manera maniquea y sesgada, siempre con un único discurso oficial y taimado que nos priva de toda posibilidad de duda. Es en medio de ese discurso normativo en el que se nos ha enseñado que los guerrilleros son los antagonistas (los “malos” de nuestra película, como si la cosa fuera tan sencilla) en donde Rugeles se atreve a poner el punto de vista en ese actor del conflicto y hacer que el ejército y los paramilitares sean fuerzas enemigas peligrosas y fantasmales para los protagonistas. De los “patiamarados” de las fuerzas armadas legales nacionales solo tenemos noticia lejana y a los “paracos” los vemos pasar como a las langostas devoradoras, casi como monstruos de cuento que tranquilos después de una masacre cantan una canción infantil ominosa para imponerse como fuerza de terror frente a una María a punto de mearse en los pantalones.
En fin, Alias María demuestra la suficiente sensatez como para hacer ver que en últimas en esta historia no hay realmente bandos, solo unos pobres condenados a muerte, almas en pena que solo siguen órdenes como forma para malgastar el tiempo hasta morir, y lo hace con el realismo y la crudeza necesarios para que los mojigatos se molesten y huyan, pero a la vez con la suficiente sensibilidad para que sintamos una pena incómoda y culposa por lo que vemos y sabemos que sucede con tanta constancia y cercanía.
Ese solo ejercicio valiente de cruzar la línea “enemiga” para escudriñar una problemática como la del reclutamiento de menores y dar testimonio de otra cara de las numerosas que tiene el poliedro de nuestro conflicto nacional es de por sí mérito suficiente para que los espectadores acudan a ver esta película. Pero hay más que eso. También es de reseñar, por ejemplo, el hecho de que, a diferencia de lo que pasa en alguna reciente producción nacional sobre el conflicto armado y su violencia que prefiero no nombrar, en Alias María se evidencia un proceso de investigación e inmersión responsable para, aquí sí, dar una mirada novedosa y justa, cosa que se comprueba, además, al saber que detrás de este largometraje hay toda una iniciativa social de talleres actorales con niños en zonas del país con diferentes índices de riesgo.
Este largometraje se cimienta, pues, en la premisa de que “Ningún niño debería saber cómo luchar una guerra”.
Voy a ser franco: existe la posibilidad de que usted experimente con esta película una rara sensación de sospechosa monotonía en cierto punto, pero si se sobrepone a ella, se dará cuenta de que es una astuta trampa de Rugeles, quien reconstruye en su película un mundo de repetición infinita que se vuelve una cárcel agobiante. Imagínese usted por un segundo lo que debe ser vivir la vida entre cambuches en la selva, con el temor del plomo constante en la nuca. Intente ir más allá de eso y tome atenta nota de las bellas composiciones que recorren el largometraje de principio a fin.
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