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Críticas ordenadas por utilidad
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6,0
169
6
30 de junio de 2016
30 de junio de 2016
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cuco es ave que anuncia la primavera, como todo el mundo sabe, pero que el de esta película sea estéril es algo que tiene que ver con la historia de amor -con fingido embarazo histérico de por medio- y de inicio en la sexualidad que protagonizan una sobreactuadísima hasta el agotamiento Liza Minnelli y el apocado remedo de Dustin Hoffman de El graduado que es Wendell Burton, que cumple a la perfección su papel de seducido por la extravagante Pookie Adams, una joven insegura, algo neurótica y extravertida, que despliega un repertorio de dinamismo, jovialidad y supuesta inteligencia que acaban confundiendo a su pareja y haciéndole dudar de que, en efecto, esté enamorado de ella, más allá del placer compartido del inicio en la sexualidad, en una de las mejores escenas de la película. La ópera prima de Pakula, una película de “campus” y de adolescentes que salen por vez primera de casa de los padres y se enfrentan a las relaciones sociales y sentimentales sin otro apoyo que el de sus personalidades aún en periodo de formación tiene notabilísimos aciertos y serias debilidades. Las debilidades tienen que ver, básicamente, con la concepción de los personajes y la historia amorosa que se gesta entre ellos; los aciertos caen casi todos ellos del lado del gusto por la composición del plano, por la iluminación y por la habilidad de algunas secuencias como la de la borrachera multitudinaria en una fraternidad, en la que la protagonista, seriamente acomplejada, baja a lomos del compañero de habitación de su pareja lanzando por el hueco de la escalera el relleno de una almohada sobre los estudiantes que duermen la mona espatarrados por todo el edificio. La presencia del protagonista, en una playa, frente a una hilera de puertas viejas que no llevan a ninguna parte, apoyadas contra una pared, es otro de esos momentos mágicos de la película, de esos que revelan que hay un verdadero cineasta detrás de la cámara. Que haga ademán de ir a abrir una de ellas redondea la secuencia. La película tiene una canción empalagosa, cantada por los Sandpipers, cuyo gran éxito fue una versión, en castellano, de Guantanamera; una canción, Come saturday morning, nominada al Oscar a la mejor canción aquel año, que imita el estilo de las primeras de Simon y Garfunkel, y que se repite en exceso, acaso porque Pakula parece sentirse obligado a seguir el patrón de las películas románticas en las que han de filmarse esos paseos por la playa, esas carreras nerviosas de los enamorados que acaban en caída y en abrazo, ciertas arrobadas contemplaciones mutuas, etc. En todo caso, la película, desde la partida en el Greyhound de la protagonista y el subsecuente encuentro en el interior del autobús con el coprotagonista, tiene una factura fílmica muy superior a la media de tantas primeras películas en las que la ambición lo echa todo a perder. La contención de Pakula le permite, salvo esos momentos muertos ya indicados, una narración en la que se pone el acento en la interiorización de lo que acabará convirtiéndose en conflicto dramático, porque dos recién llegados a la Universidad no ignoran que la primera experiencia, sexual o amorosa, no puede ser la definitiva, la última, en la mayoría de las ocasiones. Si a eso añadimos la necesidad vital de la protagonista por ser reconocida, amada y valorada, una auténtica compulsión que la sitúa al mismo tiempo en la fragilidad permanente y en la más profunda de las desconfianzas, a causa de su inseguridad congénita, estamos ante un caso evidente de incompatibilidad de caracteres que impedirá que se consolide la relación entre ambos protagonistas, cuya sobreexposición no contribuye a una apreciación más positiva del caso de desencuentro que se ve venir desde el mismísimo comienzo de la película. La vida de campus es una ficción de vida independiente que tiene consecuencias serias para quienes no pueden asimilar que su capacidad de decisión tiene serios límites, de ahí que el principio de realidad se acabe entrometiendo, podríamos decir, en las idílicas relaciones de ambos jóvenes, hasta acabar convirtiéndose en una cuña que, finalmente, los separa. Se trata de una película sin final feliz, pero la opción realista se impone por sí sola. Pakula mantiene una esforzada objetividad ante la historia y la cámara no se inclina por potenciar ninguna perspectiva concreta de la relación. No cae en el estilo documental, está claro, porque la preocupación por la puesta en escena es constante en cada secuencia, pero sí que evita tomar partido por una u otro, algo que el espectador agradece profundamente. Se trata de un cine intimista, centrado en el mundo de la pareja que se abre a la experiencia de la vida con más ideales que ideas, pero describe con total veracidad el apabullante dominio que los sentimientos pueden acabar teniendo sobre los seres humanos. Con todo, el más serio hándicap de la película es, paradójicamente, el exceso de protagonismo de la protagonista, que la vuelve poco menos que “insoportable” para el espectador. Ignoro si Pakula se planteó hacer una película sobre un “caso clínico”, pero lo cierto es que la protagonista da para ello y para más, a juzgar por la seria perturbación de su personalidad. Es admirable, en consecuencia, que Pakula haya sabido sortear ese peligro y que nos haya entregado un retrato ajustado y sincero de lo que solo por parte del protagonista puede considerarse una representación de la juventud americana de clase media de finales de los 60, pero no por parte de la protagonista, dada su marcada personalidad casi patológica. La película, en tanto que ópera prima de un director que nos daría obras como Klute o Todos los hombres del presidente se ve con agrado, y se advierte, desde los primeros planos, que se trata ya de un director maduro que ha asimilado a la perfección las hechuras del cine clásico usamericano.
10
4 de febrero de 2017
4 de febrero de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dejé dicho que posiblemente pronto volvería a este Ojo Cosmológico, apenas hubiera visto, decía, El tercer secreto, de Charles Crichton, en cuyo visionado me metí al día siguiente de haber quedado fascinado por su felicísima y vital Hue and cry. Pues heme aquí, rendido fervorosamente al arte de Crichton en una película que, de haberla firmado Hitchcock, hoy nos parecería una de sus obras maestras. La fotografía de Douglas Slocombe, autor de la de El sirviente, de Losey, ha contribuido no poco a convertir la película en un espectacular juego de claroscuros que, en los innumerables planos antológicos que se suman en la película, le confieren un atmósfera más propia del cine negro tradicional que del thriller psicológico, subgénero que Crichton engrandece hasta conseguir una obra que va más allá del tema psiquiátrico para entrar de lleno en una visión desoladora de las personas atormentadas por su inestabilidad emocional y psicológica. La trama es tan sencilla como dinámica: un psiquiatra es asesinado, muere en brazos de la sirvienta que entra como cada mañana para cumplir con su jornada laboral, y pide que no se culpe a nadie de su muerte, que él es el único culpable de su muerte. La noticia impresiona a un periodista de investigación y paciente suyo, quien entra en contacto con la hija del psiquiatra a partir de su visita a la tía que acoge a la sobrina temporalmente. La niña, una interpretación literalmente antológica de Pamela Franklin, cuya naturalidad y capacidad para los múltiples cambios de registro que tiene el personaje la revelan como una actriz de mucho mérito –como luego demostró sobradamente en The Prime of Miss Jean Brodie, de Ronald Neame , se presenta un día en el set de televisión donde trabaja el periodista y le pide que investigue quién mató a su padre, porque ella está convencida de que fue asesinado, algo de lo que no tarda en convencerse el periodista, para quien el hecho de que el psiquiatra se suicidara lo vive como una contradicción insuperable y casi como una traición, como una estafa. Stephen Boyd, el inolvidable Mesala de Ben-Hur y el protagonista de la imaginativa Viaje Alucinante, de Fleischer, entre otras, aunque nunca citado por esta película en la que ofrece un recital interpretativo que bastaría para consagrar a cualquiera, con unos registros de voz tan seductores que es imposible no rendirse a la evidencia de su altísima categoría interpretativa. Para mí, desde hoy que he acabado de verla, esta actuación de Boyd figurará al lado de tantas otras como las de Bogarde, O’Toole, Hayden, Bogart y tantos otros a quienes hemos admirado siempre. Su presencia y su voz son impescindibles para darle al misterio el cuerpo de una aventura casi metafísica, más aún cuando tiene réplicas tan espectaculares como la de actores como Attenborough o actrices tan impactantes como una Diane Cilento que casi se lo merienda en un duelo interpretativo maravilloso. Gracias a la lista de los últimos pacientes que le da la hija, la película se estructura como una investigación detectivesca en el curso de la cual no solo el periodista de investigación elucida quién puede haber sido el asesino o la asesina del psiquiatra, sino también el alcance de sus propias carencias y disfunciones emocionales. En ese sentido, la escena postcoitum con Cilento, en el apartamento de ésta, tras haberse representado una pesadilla del protagonista con unas imágenes y una música logradísimas, en el curso del cual el protagonista menciona el nombre del psiquiatra de ambos, lo que revela a la mujer la verdadera naturaleza del acercamiento del periodista, es de una calidad extraordinaria. El periodista, agitado y afiebrado, despierta y no halla a la mujer a su lado; ésta está en la sala contigua, en la cocina, junto a una ventana que da a la ciudad, al Londres nocturno, pero el encuadre de la cocina nos ofrece una tabla de afilados cuchillos en la pared, en primer término, y al fondo, en la penumbra, la mujer en camisón.
Es evidente que no puedo desvelar el desenlace, porque realmente es de los que sorprenden al espectador para bien, pero encarezco a los escasos lectores de este Ojo Cosmológico que se apresuren a verla y a confirmarme o desmentirme este elogio hiperbólico que hago de la película. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar que uno de los motores que mueven a la hija es el hecho de que si no se demuestra que el padre fue asesinado, ella no cobrará el dinero del seguro que le permitirá seguir disfrutando de su casa, de la casa familiar, lo cual compromete al protagonista moralmente, una casa, por cierto, contigua a la del arquitecto Horace Walpole, como le revela la hija al periodista. En el título de la crítica he incluido el vínculo a través del cual puede verse en YouTube, que es como he tenido acceso a ella. Aunque me pasaré por mi videoteca de segunda mano para buscarla en CD y verla en la pantalla grande del salón. Estoy convencido de que si la estrenaran en salas comerciales, se convertiría en el éxito del año. Dicho y a ello: escribiré a los Cines Meliès, a ver si consigo que me hagan caso y la proyecten como se debe, con todos los honores que merece este peliculón que, como tantos otros, supongo, vive el sueño injusto del olvido. Está claro que me he convertido en un Crichtónfilo…
Es evidente que no puedo desvelar el desenlace, porque realmente es de los que sorprenden al espectador para bien, pero encarezco a los escasos lectores de este Ojo Cosmológico que se apresuren a verla y a confirmarme o desmentirme este elogio hiperbólico que hago de la película. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar que uno de los motores que mueven a la hija es el hecho de que si no se demuestra que el padre fue asesinado, ella no cobrará el dinero del seguro que le permitirá seguir disfrutando de su casa, de la casa familiar, lo cual compromete al protagonista moralmente, una casa, por cierto, contigua a la del arquitecto Horace Walpole, como le revela la hija al periodista. En el título de la crítica he incluido el vínculo a través del cual puede verse en YouTube, que es como he tenido acceso a ella. Aunque me pasaré por mi videoteca de segunda mano para buscarla en CD y verla en la pantalla grande del salón. Estoy convencido de que si la estrenaran en salas comerciales, se convertiría en el éxito del año. Dicho y a ello: escribiré a los Cines Meliès, a ver si consigo que me hagan caso y la proyecten como se debe, con todos los honores que merece este peliculón que, como tantos otros, supongo, vive el sueño injusto del olvido. Está claro que me he convertido en un Crichtónfilo…

5,1
47
6
6 de diciembre de 2016
6 de diciembre de 2016
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Julio Alymán, actor y actor de doblaje, voz habitual de Lionel Barrymore, fue el encargado de ponerle voz nada menos que a Pepe Isbert en uno de los últimos trabajos del insuperable actor. Que Isbert se presentara con voz tan relativamente clara y cristalina, le choca al espectador que tiene en la memoria como un bien preciado la voz rotísima de un actor tan poderoso como Pepe Isbert, un genio de la interpretación a fuerza de naturalidad y espontaneidad. En Perro golfo, de Domingo Viladomat, aun no teniendo el papel principal, Isbert contribuye a que la película se vea con el interés arqueológico con que se suelen ver estas películas en las que hay, acaso, más de antropología e historia viva que de interés dramático en una historia concreta. El motivo dinámico que dispara la historia, en este caso, es tan sencillo como el amor que le tiene a un perro, Lagartijo, el hijo del carnicero de un mercado de Madrid y el empeño del padre por deshacerse del perro. El niño en cuestión es el protagonista de la película y se trata de Paquito Ruano Almansa, un niño cantor ignorado hoy en día porque no tuvo la proyección de otros niños cantores anteriores como Joselito o Marisol. Se quedó ciego a causa de una enfermedad y publicó algunos discos a finales de los 60, con una versión de "San Francisco" de Scott Mackenzie, en la que su voz suena como si fuera el mismísimo Raphael. El niño en cuestión, en la película, se encarga de cantar para atraer a las clientas, y lo hace con una canción que propiamente parece de Vainica Doble y concebida para "Con las manos en la masa", a juzgar por el acierto de la canción de Salvador Ruiz de Luna, compositor que fuera profesor de la famosa Escuela Oficial de Cinematografía y autor de algunas bandas sonoras como la de esta misma película, en la que se incluyen varias canciones, una de las cuales, esta del reclamo del genero del padre carnicero es, ya digo, muy meritoria. Junto a otros niños que trabajan como recaderos en el mercado para sus familias, más otros que completan la pandilla, se las ingeniarán todos ellos para, una vez que Lagartijo ha sido robado por el carnicero para entregárselo al mayordomo de la embajadora, intentar recuperarlo, robándole ellos a su vez el perro al mayordomo de la embajadora de Estados Unidos, que ha creado una escuela de adiestramiento canino par proveer de perros lazarillo a las personas ciegas, entre las cuales está el hermano de la florista de quien el padre viudo del niño cantor, el carnicero, esta enamorado. La película es deliciosamente ingenua e infantil, y todo transcurre, con absoluto realismo, en una historia cuya índole fantástica no esconde ciertas visiones de la dureza de la vida incluso en época tan distanciada de la guerra como 1961. La película tiene un sí se sabe qué de serie televisiva de espacio único, como Farmacia de guardia y similares, dadas las muchas secuencias que se ruedan en el recinto del mercado, y las relaciones cotidianas de solidaridad que se dan entre los comerciantes que, a su vez, son vecinos, como el carnicero y la florista. El Madrid e la cotidianeidad, en el que despuntan signos de la modernidad como que haya una embajadora norteamericana, en vez de un embajador, o la propia iniciativa de los perros guía, las secuencias de cuyo adiestramiento componen, con ciegos y perros moviéndose sincronizadamente, un extraño ballet a medio camino entre una metáfora de la alienación y la esclavitud y un ballet entusiasta de la seguridad vial. Para organizar el intercambio de perros, el robado al mayordomo de la embajadora por Lagartijo, el perro de la banda y, sobre todo, del hijo del carnicero, entra en escena el guarda del mercado que vive en él, Pepe Isbert, un viejo combatiente de la guerra de Cuba que se erige en capitán de los jovencísimos soldados y prepara un plan para intercambiar los perros. Cuando llega a ojos de la embajadora la carta reivindicativa de "Los cinco vengadores", así deciden firmarla, la diplomática, que ya ha supervisado el adiestramiento de Lagartijo para que sirva de perro lazarillo del hermano de la florista, y enterada por este de la verdad del asunto, decide recibir " a cuerpo de reyes", a los miembros de la banda, incluido su viejo "capitán". Como se advierte, nos movemos, en cierta manera, en el ámbito de la poética de "Calabuig", de Berlanga y otras obras en las que se mezcla la lírica con el buen fondo de las clases populares y la cotidianeidad de personajes apegados, como los chicos, a códigos de comportamiento propios de una manera de ser, como críos que son, propia de todas las épocas, y que se pueden advertir en obras como "Emilio y los detectives", por ejemplo, o, literariamente, una aventura de "Los cinco", de Enyd Blyton. La interpretación de Isbert es soberbia, así como la de todos los críos sin excepción y, por supuesto, la del resto de protagonistas, como la propia embajadora, Sun De Sanders, una actriz hoy desconocida que trabajó en España hasta 1965 y de la que me ha sido difícil hallar un rastro que me descubra su carrera. La película está rodada en un blanco y negro que refleja a la perfección la vida sombría y en parte lúgubre de las gentes en aquel momento. Tiene un arranque, con protagonismo absoluto del perro que promete una línea casi neorrealista que luego no se confirma. En todo caso, es un perfecto ejemplo de realismo costumbrista amable que no escarba en las miserias sociales de la época y que enfoca desde el optimismo las siempre difíciles relaciones humanas o de estos con los animales.

7,5
3.994
10
22 de enero de 2017
22 de enero de 2017
6 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Volver a los viejos mitos de juventud tiene algo de arriesgada jugada del azar. Nunca sabemos quién habrá cambiado más, si el espectador que fuimos y ya no somos o la obra de arte que nos maravilló y quizás ahora nos decepcione, como suele pasar tan a menudo, incluso con obras tan sólidas que, diríase, habrían de prevalecer contra la erosión implacable del tiempo. Antonioni ha sido siempre un cineasta muy particular, asociado al concepto de incomunicación y al del hastío burgués en una sociedad neurótica e insociable que él, supuestamente, ha descrito como nadie antes. El eclipse es una película estándar dentro de su filmografía, ajustada a los cánones básicos de su cine, pero con algunas singularidades que hacen de ella una obra cinematográficamente excepcional, dado el laconismo de la protagonista, el misterio de su crisis existencial y la recreación de ese doloroso estado de ánimo en los paisajes urbanos en los que la cámara se recrea casi con afán documental, si bien los planos desangelados de los edificios, ciertas composiciones de volúmenes arquitectónicos dentro del plano, el enfoque moroso en ciertas texturas, como el pajizo que recubre un edificio en construcción, o un apilamiento de ladrillos que evocan con mágica perspectiva una ciudad -en una escena casi idéntica a la que Godard realizó con envases de productos comerciales, por cierto-, contribuyen a la creación de una atmósfera que otorga a la obra una especie de condición futurista, como si se nos hablase, no del presente, Roma, 1962, sino de una distopía en la que los barrios de calles desiertas, silenciosas, por las que los transeúntes se aventuran como por un espacio prohibido o controlado, nos hablara de algo así como de una sociedad posnuclear en la que los supervivientes de la especie hubieran perdido su personalidad singular. La historia es apenas un pretexto para describir un personaje, Vittoria, enigmática y deslumbrante Mónica Vitti, a mayor gloria de la cual está construida la película, aquejada por la insatisfacción vital radical, que acaba de abandonar a su novio, un acaudalado hombre de negocios, amante del arte y del lujo, a juzgar por la casa donde ella le comunica su decisión tras lo que se refiere como una noche “movida” en la que se han dicho incluso lo indecible. El ritmo ceremonial de la ruptura, el juego de planos estáticos en los que los personajes mantienen una distancia helada, incluso en los que ni siquiera los dos forman parte de él, del plano, como si se quisiera traducir en la imagen la ruptura de los amantes, indica al espectador que ha entrado en un universo de silencio y de significados en el que los planos nunca serán en modo alguno gratuitos, antes al contrario, todos ellos están como sobrecargados de información que conviene leer con atención, y he de reconocer que Antonioni es heredero de maestrías, en ese arte de la descripción, sea en plano fijo, sea en barrido de cámara, como la de Ophüls, o la de Dreyer, por poner directores hasta cierto punto cercanos a la sensibilidad del director de Ferrara. La película no tarda, después de una excursión nocturna con unas amigas vecinas, incluida una espectacular danza africana de la Vitti, en una suerte de viaje antropológico a través de la decoración del piso de la vecina que vive habitualmente en África, en dar un giro tan sorprendente como espectacular e imantador, porque la protagonista va en busca de su madre al lugar donde tiene, podría decirse, su hábitat cotidiano: la Bolsa de Roma. Desde que la cámara entra en el edificio de la Bolsa, el antiguo Templo de Adriano, asistimos a unas secuencias enloquecedora en las que el ambiente mortecino de la realidad, incluidas, sorpresivamente, las propias calles del centro de Roma, contrastan con el desbordamiento de actividad frenética y aulladora que llena las secuencias con una vitalidad que nada tiene que ver ni con la protagonista ni con el extrarradio pacífico donde habita ni con los devastadores silencios que, fuera de ella, la Bolsa, acongojan a la desconcertada protagonista. En la Bolsa aparece el coprotagonista, un Alain Delon que actúa como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que ser agente de bolsa, quien lleva las inversiones de la madre, lo que le permite autopresentarse a la protagonista con el desparpajo, la seguridad y la simpatía arrolladora a la que no será inmune la protagonista. Hay un afán documental inequívoco en las secuencias de la Bolsa, y Antonioni fue documentalista por vocación, también, y prueba de ello es que actúen auténticos agentes de cambio y bolsa profesionales en la película, a quienes Antonioni filma con una pasión que es totalmente correspondida por la verdad contundente del retrato de esa actividad totalmente opaca para los espectadores no puestos en el negocio. ¡Qué prodigio de contraste el hecho de suspender la actividad durante un minuto de homenaje a un colega fallecido ¡por infarto! y la consiguiente reanudación de las contrataciones desquiciadas en las que nunca se llega a saber, aunque si intuir, qué negocios de alto riesgo se fraguan en esas tensas conversaciones a grito pelado! La oportunidad que escoge Antonioni es la de una caída generalizada de la Bolsa y unas pérdidas escalofriantes que afectan a casi todos los presentes, como se advierte en unas escenas de pánico y desolación en la que los inversores -que echan pestes de los partidos de izquierda que buscan su ruina…- cruzan los espacios de la institución a medio camino entre el colapso orgánico, la depresión anímica y la desorientación total.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
¡Qué magnífica crónica de la actividad bursátil! Toda la vida inexistente en el cansino ritmo de la vida de la protagonista y en los barrios silenciosos y retirados estalla en la Bolsa alrededor de unas inversiones que constituyen el patrimonio de quienes arriesgan en ella sus dineros, algo así, como el núcleo fundamental de la persona, en esos inversores. Es paradójico que la pasión se concentre más alrededor del dinero que, por ejemplo, en la relativamente fría sexualidad de los protagonistas, porque, como le dice Vittoria al personaje de Delon: Me gustaría no amarte…, o amarte mejor. La indefinición, la ausencia de pasión, la extrañeza fundamental de la existencia que no se deja confundir por los sentimientos, la conciencia de la propia fugacidad en contraste con la solidez de la arquitectura, en permanente expansión, todo ello “es” el contenido real de la película, no expuesto en diálogos brillantes o reflexiones sesudas, sino en imágenes, un alud de imágenes que exigen del espectador el cierre del discurso con esos materiales que le suministra Antonioni, y ahí sí que el director no peca jamás de ambiguo, del mismo modo que es meridianamente claro cuando enfoca el diario tabloide que abre un transeúnte y advertimos el riesgo no imposible de una guerra nuclear, en un año, 1962, que fue el de la crisis de los misiles cubanos entre Usamérica y Rusia, que literalmente pusieron la humanidad al borde de esa conflagración exterminadora. Siempre se ha dicho, y su condición de tópico no le resta un ápice de verdad, que el cine se construye, básicamente, con imágenes, no con palabras ni con música ni con efectos especiales, aunque, bien usados, son elementos, esos tres, con los que se han hecho verdaderas obras de arte. El cine comercial suele fiarse más de la historia que de las imágenes que la cuentan; el cine verdadero, sin embargo, solo sabe contar la historia a través de las imágenes. Este es el caso de Antonioni. Esta es la grandeza de su meditación en imágenes sobre la existencia.

6,9
37.111
8
17 de marzo de 2017
17 de marzo de 2017
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Demos por bueno un guion que hubiera requerido algún complemento de acción paralela para ubicar más en la realidad real lo que en pantalla se presenta como una venganza teatral ceñida al núcleo duro de la violencia vengativa, prescindiendo de un contexto cuya desaparición extraña tanto, como la posible e ineludible investigación policial paralela a las andanzas vengadoras del protagonista. Antonio de la Torre ha escogido, para esta película, una imitación del Jose Coronado de La caja 507, un calco del replicante Robert Patrick que persigue a Schwarzenegger en Terminator 2, a juzgar por la frialdad impertérrita que exhibe a lo largo de todo el metraje y que sin duda le habrá venido exigida por el guion. El planteamiento de la película no se aparta un ápice del subgénero del héroe que ha de vengar la muerte de familiares o novias o amistades profundas, es decir, una épica de western que algunos planos de la película refuerzan, como el descenso de los pies del coche al suelo tomado por debajo de la carrocería del vehículo o ciertos enfoques del protagonista empuñando el fusil y apuntando a la víctima, cuyo destino se agradece que suceda fuera de plano, después de una escena tan violenta como la del sótano del gimnasio, de la que el protagonista y el rival de la banda que ha de conducirle a los otros compañeros del golpe en el que murió su novia, de lo que uno se entera apenas podemos visualizar su asesinato en una cinta de la cámara de la tienda donde esta trabajaba con su padre, que queda en coma, del mismo modo que, desde nada más iniciarse la trama, se ve venir la labor de topo que va a realizar el damnificado para resarcirse de sus pérdidas. La trama está perfectamente urdida y todo encaja, con cierta generosidad, para lograr la aquiescencia del público, porque la virtud de la película es la de no desviar la atención ni por un momento en posibles tramas paralelas o en elementos propios de la realidad que, acaso, debieran de haber sido utilizados, como la inevitable alarma policial que el suceso del gimnasio por fuerza ha de haber activado. Hay una parte importante de la película que está rodada siguiendo las pautas de la más pura road movie en la que secuestrador y secuestrado interactúan para modificar, siquiera levemente sus conductas; algo que no sucede, sin embargo, con el miembro de la banda con quien, en su labor de topo, más confianza parece tener. El contraste entre lo sucedido y la vida posterior de los atracadores, encapuchados entonces, despersonalizados, y en la actualidad, como los conoce el protagonista, todos con una vida absolutamente normal y familiar convierte la venganza en un proceso abstracto, al margen de los caminos de la posible redención o de la compasión y el perdón: el protagonista vive más en la idea de la represalia feroz que en su ejecución material, aunque no titubea lo más mínimo a la hora de cobrarse la venganza. Solo en la escena del gimnasio cede, realmente, a la ira legítimamente humana ante el horror del rostro anodino, soez, vulgar y mancillador del delincuente de medio pelo y, sin embargo, capaz de todo. La puesta en escena, ajustada a la vida real de barrios populares, con locales como el bar. que actúan casi como centros de socialización, además de la espléndida fiesta de la comunión de quien llega a convertirse casi en amigo íntimo, tiene una estética que ya hemos visto en películas como Grupo 7, de Alberto Rodríguez, que, se quiera o no, actúa en Tarde para la ira, como un referente narrativo indiscutible. Las localizaciones exteriores, tanto en el pueblo donde el protagonista “esconde” a la mujer y a la hija, como en el pueblo adonde van a buscar a uno de los atracadores, permiten unos planos panorámicos hermosos y casi alegóricos, a juzgar por la austeridad de un paisaje en estricta correlación con el yermo espiritual del alma del protagonista, un auténtico desalmado por amor, capaz de cualquier bajeza, como de los héroes negativos se espera, para consumar su venganza. No me extraña que la película, aunque no sea redonda, haya gustado enormemente al público, porque, sin llegar al nivel de excelencia de Isla Mínima, donde Arévalo actúa extraordinariamente, se codea con obras del subgénero como las que he indicado al comienzo de esta crítica. Veremos lo que está por venir.
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