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6,1
1.546
4
16 de diciembre de 2013
16 de diciembre de 2013
21 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mucho ruido y pocas nueces (2013), no es un intento de Joss Whedon, un autor eminentemente popular, de entrar en la alta cultura adaptando a uno de sus autores fetiches y eso se agradece. Es un intento de hacer la opera prima que durante 16 años de carrera le ha sido arrebatada. Su primer salto a la gran pantalla fue forzado por los fans de Firefly tras haber cancelado la prometedora serie y resulto en un decepcionante y alargado “capítulo”; el segundo, fue una megaprodución por encargo de Marvel. Ahora, por fin, ha tenido la oportunidad de hacer una película barata e independiente, en blanco y negro, producida por su mujer, rodada por sus colaboradores y amigos habituales, rodada en su casa y con el material que él ha querido adaptar, tal y como le ha dado la gana: una falsa opera prima de un director que a estas alturas no tiene que ganarse al público y que no se encontraría con problemas de financiación. Se agradece notar en cada plano que los actores y el director están disfrutando con la película, pero además de la sospecha de cierta impostura, no es suficiente.
Todo parecía apuntar que el director de Buffy Cazavampiros, Dr. Horrible y Los vengadores, era perfecto para adaptar al dramaturgo inglés. Como él, es un autor absolutamente popular, escribe para el público, para hacerle pasar buenos ratos y, como él, lo hace disfrutando, por el mero placer de jugar con el lenguaje, crear personajes, enredos e historias. Whedon tiene ese valioso don de convertir una historia típica y vista repetidas veces -sea una serie de adolescentes con poderes, una spaceopera, o una típica película de superhéroes de Marvel- en un producto fresco, agradable, entretenido y con encanto; y lo hace solo disfrutando con su trabajo. Aun haciendo cine de género no se ciñe a rigurosos códigos y juega con el material que tiene entre manos, sea convirtiendo un capítulo de la serie en musical, sacrificando una escena por un chiste fácil pero desenfadado o terminando una comedia musical de forma perversa. Además, es experto en rodar escenas entre varios personajes en momentos de presión o camaradería -el grupo de amigos de Buffy, la tripulación de Firefly, o el grupo de Los Vengadores que debe aprender a trabajar en equipo-. Todo esto le convertían en un candidato perfecto para convertirse en el reverso cómico y popular del mejor adaptador de Shakespeare por excelencia: el conservador y grandilocuente -pero magnífico- Kenneth Branagh.
La apuesta de Whedon es atrevida y necesaria: situarse en el punto intermedio entre el elevado y conservador Kennet Branagh (Enrique V, 1989; Mucho ruido y pocas nueces, 1993; Hamlet, 1996) y el posmoderno destructor de textos Baz Luhrmann (Romeo + Julieta, 1996). Para ello trae el texto original de Shakespeare al presente, con personajes vestidos de traje y corbata, con teléfono móvil y gustos contemporáneos. El resultado es extraño y cuesta entrar en él, pero ese es el menor de los problemas.
¿Qué es lo que durante tanto tiempo nos ha fascinado de Shakespeare? No es que modificara ninguno de los hábitos teatrales de su tiempo, ni que los llevara a la perfección. Dicen que todas las habilidades dramáticas de Shakespeare eran superadas por alguno de sus coetáneos isabelinos como Christopher Marlowe, con quien se ha confundido a menudo al Cisne de Avon llegando a insinuarse que son el mismo autor (tras una ligera resurrección, claro). Lo que nos fascina del autor de Hamlet es, a pesar de la afectación del lenguaje, la humanidad de sus personajes -poeta de poetas llamaba Machado a Shakespeare- capaces de expresarse por sí mismos y transcender a su creador. Shakespeare disfruta manipulando el lenguaje y es capaz de sacrificarlo todo por una metáfora o un chiste. Por eso, el defecto imperdonable de la adaptación Joss Whedon es convertir a todos los personajes en parodias de sí mismos, y transformar el humor llano pero sofisticado de Shakespeare en unas ansias desenfrenadas de hacer el tonto en el mejor de los casos, o en el peor en un intento bufonesco y desesperado por hacer reír al espectador sin importar que con ello arrebate la humanidad de los personajes.
Los personajes de Mucho ruido y pocas nueces (2013), son del todo ridículos y, a menudo, carentes de dignidad -como el caso del insoportable y bufonesco guarda-; no nos podemos creer ni uno solo de ellos, como tampoco podemos creernos la historia ni las motivaciones de los personajes. No es que la película sea “la obra nihilista más amable que jamás se haya escrito” como decía Harold Bloom del texto original, sino un sinsentido bufonesco representado por caricaturas. A falta de leerme la obra original y comprobarlo, sospecho que esto se debe a la adaptación de Whedon, a su necesidad de hacer el tonto y no tomarse nada en serio el material que tenía entre manos, a su esfuerzo por resultar agradable al espectador y a un anacronismo tan salvaje que desrealiza los personajes.
Todo parecía apuntar que el director de Buffy Cazavampiros, Dr. Horrible y Los vengadores, era perfecto para adaptar al dramaturgo inglés. Como él, es un autor absolutamente popular, escribe para el público, para hacerle pasar buenos ratos y, como él, lo hace disfrutando, por el mero placer de jugar con el lenguaje, crear personajes, enredos e historias. Whedon tiene ese valioso don de convertir una historia típica y vista repetidas veces -sea una serie de adolescentes con poderes, una spaceopera, o una típica película de superhéroes de Marvel- en un producto fresco, agradable, entretenido y con encanto; y lo hace solo disfrutando con su trabajo. Aun haciendo cine de género no se ciñe a rigurosos códigos y juega con el material que tiene entre manos, sea convirtiendo un capítulo de la serie en musical, sacrificando una escena por un chiste fácil pero desenfadado o terminando una comedia musical de forma perversa. Además, es experto en rodar escenas entre varios personajes en momentos de presión o camaradería -el grupo de amigos de Buffy, la tripulación de Firefly, o el grupo de Los Vengadores que debe aprender a trabajar en equipo-. Todo esto le convertían en un candidato perfecto para convertirse en el reverso cómico y popular del mejor adaptador de Shakespeare por excelencia: el conservador y grandilocuente -pero magnífico- Kenneth Branagh.
La apuesta de Whedon es atrevida y necesaria: situarse en el punto intermedio entre el elevado y conservador Kennet Branagh (Enrique V, 1989; Mucho ruido y pocas nueces, 1993; Hamlet, 1996) y el posmoderno destructor de textos Baz Luhrmann (Romeo + Julieta, 1996). Para ello trae el texto original de Shakespeare al presente, con personajes vestidos de traje y corbata, con teléfono móvil y gustos contemporáneos. El resultado es extraño y cuesta entrar en él, pero ese es el menor de los problemas.
¿Qué es lo que durante tanto tiempo nos ha fascinado de Shakespeare? No es que modificara ninguno de los hábitos teatrales de su tiempo, ni que los llevara a la perfección. Dicen que todas las habilidades dramáticas de Shakespeare eran superadas por alguno de sus coetáneos isabelinos como Christopher Marlowe, con quien se ha confundido a menudo al Cisne de Avon llegando a insinuarse que son el mismo autor (tras una ligera resurrección, claro). Lo que nos fascina del autor de Hamlet es, a pesar de la afectación del lenguaje, la humanidad de sus personajes -poeta de poetas llamaba Machado a Shakespeare- capaces de expresarse por sí mismos y transcender a su creador. Shakespeare disfruta manipulando el lenguaje y es capaz de sacrificarlo todo por una metáfora o un chiste. Por eso, el defecto imperdonable de la adaptación Joss Whedon es convertir a todos los personajes en parodias de sí mismos, y transformar el humor llano pero sofisticado de Shakespeare en unas ansias desenfrenadas de hacer el tonto en el mejor de los casos, o en el peor en un intento bufonesco y desesperado por hacer reír al espectador sin importar que con ello arrebate la humanidad de los personajes.
Los personajes de Mucho ruido y pocas nueces (2013), son del todo ridículos y, a menudo, carentes de dignidad -como el caso del insoportable y bufonesco guarda-; no nos podemos creer ni uno solo de ellos, como tampoco podemos creernos la historia ni las motivaciones de los personajes. No es que la película sea “la obra nihilista más amable que jamás se haya escrito” como decía Harold Bloom del texto original, sino un sinsentido bufonesco representado por caricaturas. A falta de leerme la obra original y comprobarlo, sospecho que esto se debe a la adaptación de Whedon, a su necesidad de hacer el tonto y no tomarse nada en serio el material que tenía entre manos, a su esfuerzo por resultar agradable al espectador y a un anacronismo tan salvaje que desrealiza los personajes.

7,6
33.040
8
15 de enero de 2013
15 de enero de 2013
13 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando un director tiene 30 años –dice Haneke en una entrevista- habla del amor que nace; cuando se tienen 70, del amor que acaba. Esto es saber madurar como director.
Michel Haneke tiene 70 años, y está dispuesto a adentrarse en un tema tabú para occidente: la vejez y las enfermedades degenerativas. El director austriaco muestra cómo el amor de una pareja de ancianos debe lidiar en soledad contra el fin de la vida sin perder la dignidad por el camino. No es casualidad que el tema sea tabú, toca muchas fibras sensibles.
Ante esta situación, para sacar a coalición un problema del que una envejecida Europa no quiere saber nada, la mejor opción es apostar por la sinceridad. Y demonios si lo consigue. Trato de hacer memoria pero no recuerdo un solo drama tan honesto, tan sincero como este.
En aras de la sinceridad, en “Amour”, forma y fondo son indivisibles. Cada plano aislado, cada imagen, es una propuesta estética engarzada en el pensamiento del autor y del filme. Haneke se ha deshecho de todo artificio. Con una mirada minimalista y sin salir del hogar de los dos ancianos, muestra el drama mediante hermosas miradas, capaces de reflejar el amor de los protagonistas y la rabia ante la enfermedad; silencios, tan expresivos o más que los formidables diálogos; movimientos de manos, a veces caricias, otras bofetadas, unas veces temblorosas, otras retorcidas; y el lento caminar de los ancianos. Fabuloso el pesado y a menudo preocupado andar de Jean-Louis Trintignant, quien da vida –y nunca fue más acertada la expresión- al personaje principal, aquel en cuyo dolor y progresión se centrará ante toda la película sin regodearse jamás en el sufrimiento.
En la estética propuesta por Haneke, la cámara apenas se mueve y si lo hace será con suavidad, como el sosegado montaje. Los largos plano secuencia –a menudo estáticos- logran un ritmo suave, lento pero constante, contemplativo, reflexivo y envolvente. El resultado, una parsimonia en la que el tiempo se suspende –aunque la enfermedad avanza deprisa-, capaz de introducirnos en la rutina de los ancianos, en sus vidas. Es así, con una sencillez meditada hasta el extremo, como desaparece todo artificio técnico, y la cámara deja de serlo para convertirse en una ventana desde la que contemplar una historia real. Real y sincera.
Haneke logra un intimismo honesto que no necesita mecanismos melodramáticos y lacrimógenos, es más, parece negar todo atisbo de emoción con una aparente frialdad formal causa del distanciamiento que caracteriza su estilo –a excepción tal vez de la galardonada “La Cinta Blanca” (Michael Haneke, 2009)-. No habrá banda sonora para remarcar e indicar al espectador cómo, cuándo y qué ha de sentir mediante penosas melodías que violen su llanto; no habrá primeros planos dirigidos directos al corazón, sino que serán escasos y absolutamente naturales, regidos tan solo por la fluidez de la historia. Y aun así, la emoción fluye por sí misma, por la violencia de la situación. Por el dolor de los protagonistas, de ambos; por la lucha por mantener la dignidad y la identidad, por ser fiel a la persona amada aun en los últimos momentos, por la vida que se apaga entre charcos incontinentes. La imagen, la sosegada puesta en escena, los silencios, las miradas, las manos, la banda de ruidos, la música exclusivamente intradiegética, las omnipresentes presencia de agua, y la entrada de una paloma son recursos expresivos más que suficientes para mostrar con maestría toda la profundidad y complejidad del tema tratado. No olvidemos que puede que visual o socialmente “Amour” sea menos ambiciosa que su anterior trabajo, pero no por ello menos compleja.
Puede que a muchos desagrade esta propuesta del director, ya sea por el tema o por el trato recibido. Puede parecer excesivamente sobrio, aunque nunca frío. Puede que haya quien esperase más intensidad, quien creyera que la nueva película del director de “Funny Games” (Michael Haneke, 1997) dolería más, sería más impactante (aún). Algunos, en especial aquellos que acuden motivados por su anterior palma de oro, tal vez se esperaran un producto más “cinematográfico”. Y no les falta razón, pero es que “Amour”, en cierto modo, no es cine, es la realidad. Y duele. Duele ver la degradación de la persona amada, la evaporación de su orgullo y dignidad, la prolongación de una existencia y sufrimiento impuesto; ver una desesperada luz en los ojos ante la impotencia del cuerpo. Duele en el alma, ver como la persona a quien amas es tratada como un objeto, cómo su propio cuerpo y el entorno la deshumaniza. Duele hasta la desesperación verse en la tesitura de atraparla con una sábana para poder liberarla al fin.
Decía Hemingway que nadie puede escribir mal si siente y escribe con sinceridad acerca de las cosas que desea decir. “Amour”, de Michael Haneke es una muy buena película. Lo digo con total honestidad.
Michel Haneke tiene 70 años, y está dispuesto a adentrarse en un tema tabú para occidente: la vejez y las enfermedades degenerativas. El director austriaco muestra cómo el amor de una pareja de ancianos debe lidiar en soledad contra el fin de la vida sin perder la dignidad por el camino. No es casualidad que el tema sea tabú, toca muchas fibras sensibles.
Ante esta situación, para sacar a coalición un problema del que una envejecida Europa no quiere saber nada, la mejor opción es apostar por la sinceridad. Y demonios si lo consigue. Trato de hacer memoria pero no recuerdo un solo drama tan honesto, tan sincero como este.
En aras de la sinceridad, en “Amour”, forma y fondo son indivisibles. Cada plano aislado, cada imagen, es una propuesta estética engarzada en el pensamiento del autor y del filme. Haneke se ha deshecho de todo artificio. Con una mirada minimalista y sin salir del hogar de los dos ancianos, muestra el drama mediante hermosas miradas, capaces de reflejar el amor de los protagonistas y la rabia ante la enfermedad; silencios, tan expresivos o más que los formidables diálogos; movimientos de manos, a veces caricias, otras bofetadas, unas veces temblorosas, otras retorcidas; y el lento caminar de los ancianos. Fabuloso el pesado y a menudo preocupado andar de Jean-Louis Trintignant, quien da vida –y nunca fue más acertada la expresión- al personaje principal, aquel en cuyo dolor y progresión se centrará ante toda la película sin regodearse jamás en el sufrimiento.
En la estética propuesta por Haneke, la cámara apenas se mueve y si lo hace será con suavidad, como el sosegado montaje. Los largos plano secuencia –a menudo estáticos- logran un ritmo suave, lento pero constante, contemplativo, reflexivo y envolvente. El resultado, una parsimonia en la que el tiempo se suspende –aunque la enfermedad avanza deprisa-, capaz de introducirnos en la rutina de los ancianos, en sus vidas. Es así, con una sencillez meditada hasta el extremo, como desaparece todo artificio técnico, y la cámara deja de serlo para convertirse en una ventana desde la que contemplar una historia real. Real y sincera.
Haneke logra un intimismo honesto que no necesita mecanismos melodramáticos y lacrimógenos, es más, parece negar todo atisbo de emoción con una aparente frialdad formal causa del distanciamiento que caracteriza su estilo –a excepción tal vez de la galardonada “La Cinta Blanca” (Michael Haneke, 2009)-. No habrá banda sonora para remarcar e indicar al espectador cómo, cuándo y qué ha de sentir mediante penosas melodías que violen su llanto; no habrá primeros planos dirigidos directos al corazón, sino que serán escasos y absolutamente naturales, regidos tan solo por la fluidez de la historia. Y aun así, la emoción fluye por sí misma, por la violencia de la situación. Por el dolor de los protagonistas, de ambos; por la lucha por mantener la dignidad y la identidad, por ser fiel a la persona amada aun en los últimos momentos, por la vida que se apaga entre charcos incontinentes. La imagen, la sosegada puesta en escena, los silencios, las miradas, las manos, la banda de ruidos, la música exclusivamente intradiegética, las omnipresentes presencia de agua, y la entrada de una paloma son recursos expresivos más que suficientes para mostrar con maestría toda la profundidad y complejidad del tema tratado. No olvidemos que puede que visual o socialmente “Amour” sea menos ambiciosa que su anterior trabajo, pero no por ello menos compleja.
Puede que a muchos desagrade esta propuesta del director, ya sea por el tema o por el trato recibido. Puede parecer excesivamente sobrio, aunque nunca frío. Puede que haya quien esperase más intensidad, quien creyera que la nueva película del director de “Funny Games” (Michael Haneke, 1997) dolería más, sería más impactante (aún). Algunos, en especial aquellos que acuden motivados por su anterior palma de oro, tal vez se esperaran un producto más “cinematográfico”. Y no les falta razón, pero es que “Amour”, en cierto modo, no es cine, es la realidad. Y duele. Duele ver la degradación de la persona amada, la evaporación de su orgullo y dignidad, la prolongación de una existencia y sufrimiento impuesto; ver una desesperada luz en los ojos ante la impotencia del cuerpo. Duele en el alma, ver como la persona a quien amas es tratada como un objeto, cómo su propio cuerpo y el entorno la deshumaniza. Duele hasta la desesperación verse en la tesitura de atraparla con una sábana para poder liberarla al fin.
Decía Hemingway que nadie puede escribir mal si siente y escribe con sinceridad acerca de las cosas que desea decir. “Amour”, de Michael Haneke es una muy buena película. Lo digo con total honestidad.

7,2
44.352
5
6 de enero de 2013
6 de enero de 2013
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1862, Víctor Hugo publicó la que muchos consideramos su obra maestra: Los Miserables, una obra que en sus propias palabras “será siempre un todo indivisible […] una Biblia, no una Biblia divina sino una Biblia humana. Un libro múltiple que resume un siglo”: el mejor retrato del Paris decimonónico. Una obra con una visión crítica y sabia de su época, pero llena de amor; una obra que suda humanidad, que sangra épica e intensidad. Una novela inolvidable de casi 2000 páginas. ¿Cómo adaptar semejante monstruosidad? La respuesta es obvia, no se puede; pero a Hooper no le torturaba demasiado esta pregunta, él se ha propuesto adaptar una adaptación previa, la adaptación del musical de éxito, no el libro, y eso, amigos míos, se nota.
Ninguna película puede recrear la experiencia que supone semejante lectura. Los Miserables es de esos libros que piden una entrega de varios meses, pero a cambio te acompaña durante toda la vida. Tal vez aquí esté el por qué a tantos lectores les ha decepcionado el encuentro audiovisual. Yo, como ellos, no pude separar mi visionado de mis recuerdos, pero esto no tiene por qué suponer la decepción. Como adaptación de una adaptación, Tom Hooper – el director de la galardonada El Discurso del Rey - acierta en no pretender recrear la experiencia lectora, probablemente sí la del musical. Al no haber tenido el gusto no puedo juzgarlo. Hooper tan solo (!) pretende proporcionar una experiencia cinematográfica inolvidable y no reparará en artimañas para conseguirlo.
Como musical, la película va directa a la emoción alcanzando por momentos una gran intensidad. Con una historia y personajes como los que tiene de partida, y con semejante música, admitámoslo, tenía el partido –y a los espectadores- ganados de antemano.
Pero no todo son aciertos, como adaptación del musical se encuentra encorsetada por sus ventajas e inconvenientes. Por un lado tiene canciones magníficas – At the End of the Day, I Dreamed a Dream, Do You Hear the People Sing?, entre otras. Pero también algunas más flojas como las ñoñadas de Marius y Cosette, y probablemente se eche en falta un protagonismo mayor de la orquesta, sin voces –a menudo sin nada que aportar a la imagen- robando protagonismo. Los diálogos cantados, eso sí, pueden convencer, apasionar o agotar, aunque depende de cada cual. Por otro lado, el formato musical dilata demasiado unos momentos que debe compensar con largos saltos entre una canción y otra. El resultado es la sensación de que todo va demasiado rápido y el intento de condensar se queda en lo superficial. Se echan en faltas más canciones longitudinales que hagan progresar la acción.
Pero si el film funciona tan bien no es solo por la música, sino por los personajes que hay detrás, algo de lo que el director sabe aprovecharse con un excelente reparto. Es cierto que de la obra coral que es Los Miserables se convierte en una historia de dos personajes que tal vez debió llamarse Jean Valjean, pero con el paso de un medio a otro no pudo haber decisión más acertada. Hugh Jackman da vida a un convincente Jean Valjean, que tal vez tenga la voz menos acertada del reparto, pero logra plasmar a la perfección los conflictos por los que pasa el personaje, ya sea por su rostro, o por algún ingenuo juego de luces. También tenemos el mejor inspector Javert – un más que correcto Russel Crowe- que he podido ver en la gran pantalla. El primero que no es demonizado durante tres cuartas partes de la película. Personaje que prestará la que para mí es una de las escenas más intensas del film.
Rodeando a estos personajes surgen unos secundarios a la altura, menos desarrollados, sí, pero excelentemente caracterizados. Los Thénardiers son convertidos en dos bufones de opereta, en el contrapunto cómico, pero hay que ver cómo iluminan la pantalla cada vez que Sacha Baron Cohen y Helena Bonham Carter salen a escena con su pegadiza y desenfadada melodía. De la camarilla del café ABC hay poco que destacar salvo Gavroche, y la química de camaradería que reflejan los personajes. Gavroche, encarnación del espíritu de la revolución francesa, tiene una gracia, un carisma, que ganará las simpatías hasta del más escéptico. Lástima darle un final tan poco convincente. Por su parte Éponine, interpretada por la cantante original del musical Samantha Barks, y, probablemente, la mejor voz del reparto, logra hacer casi creíble lo que si fuera por el guión no lo sería.
Quería evitarlo para no comenzar a despotricar, pero toca hablar de Marius y Cosette. Ni las buenas voces de los actores evita que cada minuto suyo en escena –en especial cuando el peso cae en su relación- sea desquiciante. ¿Soy el único que querría patear el inmaculado rostro de Marius cada vez que aparece en primerísimo plano? ¿Dios, alguien ha llegado a contarlos? Cosette de mayor es insufrible, que vuelva a la posada de los Thenardier! Aaaaa fregar!
Y me dejo el mejor personaje para el final, Fantine, papel por el que probablemente Anne Hathaway se lleve un Oscar. Protagoniza la primera escena conmovedora del film –no olvidéis llevar clínex-, y con ella ganará el corazón de más de uno. Es una escena donde el uso del primerísimo plano sostenido cobra pleno sentido –la única de la película donde está justificado más allá de las limitaciones del director- logrando uno de los momentos álgidos.
(continúa en el spoiler pero sin spoiler)
Ninguna película puede recrear la experiencia que supone semejante lectura. Los Miserables es de esos libros que piden una entrega de varios meses, pero a cambio te acompaña durante toda la vida. Tal vez aquí esté el por qué a tantos lectores les ha decepcionado el encuentro audiovisual. Yo, como ellos, no pude separar mi visionado de mis recuerdos, pero esto no tiene por qué suponer la decepción. Como adaptación de una adaptación, Tom Hooper – el director de la galardonada El Discurso del Rey - acierta en no pretender recrear la experiencia lectora, probablemente sí la del musical. Al no haber tenido el gusto no puedo juzgarlo. Hooper tan solo (!) pretende proporcionar una experiencia cinematográfica inolvidable y no reparará en artimañas para conseguirlo.
Como musical, la película va directa a la emoción alcanzando por momentos una gran intensidad. Con una historia y personajes como los que tiene de partida, y con semejante música, admitámoslo, tenía el partido –y a los espectadores- ganados de antemano.
Pero no todo son aciertos, como adaptación del musical se encuentra encorsetada por sus ventajas e inconvenientes. Por un lado tiene canciones magníficas – At the End of the Day, I Dreamed a Dream, Do You Hear the People Sing?, entre otras. Pero también algunas más flojas como las ñoñadas de Marius y Cosette, y probablemente se eche en falta un protagonismo mayor de la orquesta, sin voces –a menudo sin nada que aportar a la imagen- robando protagonismo. Los diálogos cantados, eso sí, pueden convencer, apasionar o agotar, aunque depende de cada cual. Por otro lado, el formato musical dilata demasiado unos momentos que debe compensar con largos saltos entre una canción y otra. El resultado es la sensación de que todo va demasiado rápido y el intento de condensar se queda en lo superficial. Se echan en faltas más canciones longitudinales que hagan progresar la acción.
Pero si el film funciona tan bien no es solo por la música, sino por los personajes que hay detrás, algo de lo que el director sabe aprovecharse con un excelente reparto. Es cierto que de la obra coral que es Los Miserables se convierte en una historia de dos personajes que tal vez debió llamarse Jean Valjean, pero con el paso de un medio a otro no pudo haber decisión más acertada. Hugh Jackman da vida a un convincente Jean Valjean, que tal vez tenga la voz menos acertada del reparto, pero logra plasmar a la perfección los conflictos por los que pasa el personaje, ya sea por su rostro, o por algún ingenuo juego de luces. También tenemos el mejor inspector Javert – un más que correcto Russel Crowe- que he podido ver en la gran pantalla. El primero que no es demonizado durante tres cuartas partes de la película. Personaje que prestará la que para mí es una de las escenas más intensas del film.
Rodeando a estos personajes surgen unos secundarios a la altura, menos desarrollados, sí, pero excelentemente caracterizados. Los Thénardiers son convertidos en dos bufones de opereta, en el contrapunto cómico, pero hay que ver cómo iluminan la pantalla cada vez que Sacha Baron Cohen y Helena Bonham Carter salen a escena con su pegadiza y desenfadada melodía. De la camarilla del café ABC hay poco que destacar salvo Gavroche, y la química de camaradería que reflejan los personajes. Gavroche, encarnación del espíritu de la revolución francesa, tiene una gracia, un carisma, que ganará las simpatías hasta del más escéptico. Lástima darle un final tan poco convincente. Por su parte Éponine, interpretada por la cantante original del musical Samantha Barks, y, probablemente, la mejor voz del reparto, logra hacer casi creíble lo que si fuera por el guión no lo sería.
Quería evitarlo para no comenzar a despotricar, pero toca hablar de Marius y Cosette. Ni las buenas voces de los actores evita que cada minuto suyo en escena –en especial cuando el peso cae en su relación- sea desquiciante. ¿Soy el único que querría patear el inmaculado rostro de Marius cada vez que aparece en primerísimo plano? ¿Dios, alguien ha llegado a contarlos? Cosette de mayor es insufrible, que vuelva a la posada de los Thenardier! Aaaaa fregar!
Y me dejo el mejor personaje para el final, Fantine, papel por el que probablemente Anne Hathaway se lleve un Oscar. Protagoniza la primera escena conmovedora del film –no olvidéis llevar clínex-, y con ella ganará el corazón de más de uno. Es una escena donde el uso del primerísimo plano sostenido cobra pleno sentido –la única de la película donde está justificado más allá de las limitaciones del director- logrando uno de los momentos álgidos.
(continúa en el spoiler pero sin spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Sin embargo parece que Hooper no ha sabido ir mucho más allá del material de partida, no ha sido capaz de llevar Broadway a París, se ha quedado en el escenario en lugar de mostrar el espíritu de una apasionante capital decimonónica; como sí lograba en parte con Londres en El Discurso del Rey. Así, toda la película transcurre sobre prácticamente los mismos escenarios. Destacan por la extenuante repetición, el mismo cruce de calles (atención al perfecto orden geométrico de las barricadas) donde tiene lugar la revolución y el Point Neuf con Notre Dame de fondo, donde transcurre toda la exploración a la psicología de Javert.
Si cuando pienso en un musical pienso en coreografías y en espectáculo, cuando pienso en el de Los miserables, añado épica y grandeza; y si además se trata de una revolución decimonónica, pienso en pólvora, humo, sudor, sangre y rostros compungidos. No encontré nada de ello. Para remarcar el drama, que debería destacar por sí mismo, el director nos acosa con continuos primeros planos, encuadres holandeses gratuitos y una cámara al hombro que habrá a quien moleste (personalmente fue lo que menos me desagradó de la dirección). Para colmo, la lucha en las barricadas de Hooper consisten en una docena de modelos siendo disparados y hasta degollados sin derramar ni una gota de sangre. Solo veremos sangre cuando le toque su turno para poder tacharlo de la lista. Y esto es lo que más me ha molestado de una película tan irregular, su ansía por agradar a todos los públicos, por no incomodar a nadie. Su comercialidad. Su prefabricación para la gala de los Oscar.
En una revolución quiero ver sudor y sangre, quiero lágrimas de ira y no de dulce canto amanerado, quiero humo, sangre y pólvora. Quiero épica, quiero ponerme ebrio de libertad e idealismo. Y al ver los bajos fondos de París no me conformo con una fotografía grotesca pero excesivamente plástica y artificial, quiero inhalar el hedor, quiero que desagrade, que no se quede en una propuesta estética superficial propia del Tim Burton de Dark Shadows.
Los Miserables de Hooper no es la película del año, no es la adaptación que merecía Víctor Hugo, tan solo es el eco distorsionado de una obra maestra, un eco que a pesar de la distancia y los errores no ha perdido su fuerza; un eco capaz de transportarnos, de proporcionar una intensa (y superficial) experiencia a todo espectador; y a los afortunados que conocimos la historia, hacernos rememorar y revivir la lectura, esta sí, una experiencia inolvidable.
Si cuando pienso en un musical pienso en coreografías y en espectáculo, cuando pienso en el de Los miserables, añado épica y grandeza; y si además se trata de una revolución decimonónica, pienso en pólvora, humo, sudor, sangre y rostros compungidos. No encontré nada de ello. Para remarcar el drama, que debería destacar por sí mismo, el director nos acosa con continuos primeros planos, encuadres holandeses gratuitos y una cámara al hombro que habrá a quien moleste (personalmente fue lo que menos me desagradó de la dirección). Para colmo, la lucha en las barricadas de Hooper consisten en una docena de modelos siendo disparados y hasta degollados sin derramar ni una gota de sangre. Solo veremos sangre cuando le toque su turno para poder tacharlo de la lista. Y esto es lo que más me ha molestado de una película tan irregular, su ansía por agradar a todos los públicos, por no incomodar a nadie. Su comercialidad. Su prefabricación para la gala de los Oscar.
En una revolución quiero ver sudor y sangre, quiero lágrimas de ira y no de dulce canto amanerado, quiero humo, sangre y pólvora. Quiero épica, quiero ponerme ebrio de libertad e idealismo. Y al ver los bajos fondos de París no me conformo con una fotografía grotesca pero excesivamente plástica y artificial, quiero inhalar el hedor, quiero que desagrade, que no se quede en una propuesta estética superficial propia del Tim Burton de Dark Shadows.
Los Miserables de Hooper no es la película del año, no es la adaptación que merecía Víctor Hugo, tan solo es el eco distorsionado de una obra maestra, un eco que a pesar de la distancia y los errores no ha perdido su fuerza; un eco capaz de transportarnos, de proporcionar una intensa (y superficial) experiencia a todo espectador; y a los afortunados que conocimos la historia, hacernos rememorar y revivir la lectura, esta sí, una experiencia inolvidable.

6,7
26.251
8
17 de enero de 2014
17 de enero de 2014
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
He puesto a sonar “Like a Rolling Stone” seguida de “Hang Me, Oh Hang” mientras trato de ordenar mis sensaciones sobre la última gran película de Joel y Ethan Coen. No solo por continuidad con el maravilloso final de la película, sino porque mis conocimientos musicales y de folk no dan para mucho más. Un ligero problema a la hora de disfrutar “Inside Llewyn Davis”. La voz de Dylan se confunde con los ecos de Oscar Isaac cantando “Hang Me, Oh Hang Me”, y aunque siento cierta traición en haber sacrificado la guitarra acústica por la eléctrica en mis altavoces, no dejo de escuchar la voz cínica de Dylan preguntándome How does it feel? How does it feel?
Acabo de ver ese homenaje a la ignorada música folk de finales de los cincuenta, cuando, mientras se gestaba un cambio en el Village, aún había para quien una canción, si no era nueva y sonaba familiar, era una canción folk. La historia parece salida de una de estas canciones. Un músico fracasado, con su guitarra a cuestas, que alterna entre sofá y sofá y autostop en la carretera, no encuentra hueco en el panorama musical en cambio para su amor y respeto por la auténtica música folk, aquella creada por gentes corrientes y transmitidas por la tradición oral; un hombre que solo quiere ganarse la vida con lo que le apasiona, viviendo el día a día, sin rendirse a las presiones del mercado, ni de la música pop, ni de la nueva forma de vida de un reciente Estado del Bienestar. Y aquí estoy yo, informándome sobre cierto tipo de folk con un interés renovado -minipunto para los Coen-, y para poder contarles cómo se siente “Inside Llewyn Davis” How does it feel?
Una gran historia, espléndida fotografía, mejor música y buen hacer tras la cámara; estructura circular, viajes vitales a ninguna parte pero que cambian, siempre cambian, Ulises y un guía espiritual en forma de gato de fuerte carga simbólica; toques surrealistas, un brillante humor que surge natural sobre el drama, personajes geniales con el sello de sus directores; y una sinceridad sorprendente. No cabe duda, tenemos lo mejor de los Coen. Muchos dirán que una de sus obras maestra, al menos, quienes amen esta música. Pero si alguno no se lo pregunta lo haré yo, ¿se puede disfrutar “Inside Llewyn Davis” siendo un ignorante musical? Sí, igual que se puede disfrutar del folk aun teniendo un oído como el mío.
Incluso alguien tan torpe como yo puede comprender que los Coen están diseccionando un panorama de cambio para la música folk en el que se juega con el género con canciones como “Please Mr. Kennedy", un cambio que cristalizará con Bob Dylan y el fracaso y olvido de músicos como Llewyn Davis. Un panorama con parada obligatoria en el gordo fantasma del jazz y un silencioso poeta beat. Pero dejen si quieren de lado el homenaje, los guiños a la época, la reflexión sobre la evolución del folk -para algunos, como nuestro protagonista, más que un estilo musical-; desechen la mitad de la película, y tal vez lo mejor, y quédense si quieren con la historia que se nos canta. ¿Conocen la sensación de estar estancado, de ser el hermano tonto del Rey Midas que todo lo que toca convierte en mierda? How does it feel? Esa sensación de estar sentado en la estación, dejando pasar tren tras tren -o un barco mercante tras otro- por no gustarte su destino; sentado sin moverte, mirando las vías How does it feel? sin poder salir de la estación y sin estar dispuesto a ceder y sumarte al carro How does it feel? Empecinado en que no estás en medio de la carretera, en que debe tratarse de una encrucijada, que no solo lleva Akron, aunque el camino en que insistes tomar no existe porque no llegue a ninguna tarde How does it feel? Ese momento en que te dices vivir el presente cuando se debe tan solo a un rechazo al futuro. La sensación de que para triunfar, para seguir avanzando, para madurar o meramente sobrevivir, debes traicionar una parte de ti mismo. How does it feel? Da igual que para el nuevo héroe homérico y fracasado de los Coen se trate de la pureza del folk, puede que sea lo de menos. Si conocen esa tragicómica sensación de no poder volver atrás con tu compañero suicidado -¡desde el puente de Washington!-, en la que coger el próximo barco mercante -mientras aún estás a tiempo- es admitir el fracaso y empecinarse en no hacerlo fracasar, entonces, podéis reducir la música de la película a una mera banda sonora de lujo, que “Inside Llewyn Davis” seguirá siendo una de vuestras favoritas del año. Pondran folk de fondo, rememorarán cómo se siente la película, y decidirán escuchar más de esta maravillosa música. “Hang Me, Oh Hang me”
Acabo de ver ese homenaje a la ignorada música folk de finales de los cincuenta, cuando, mientras se gestaba un cambio en el Village, aún había para quien una canción, si no era nueva y sonaba familiar, era una canción folk. La historia parece salida de una de estas canciones. Un músico fracasado, con su guitarra a cuestas, que alterna entre sofá y sofá y autostop en la carretera, no encuentra hueco en el panorama musical en cambio para su amor y respeto por la auténtica música folk, aquella creada por gentes corrientes y transmitidas por la tradición oral; un hombre que solo quiere ganarse la vida con lo que le apasiona, viviendo el día a día, sin rendirse a las presiones del mercado, ni de la música pop, ni de la nueva forma de vida de un reciente Estado del Bienestar. Y aquí estoy yo, informándome sobre cierto tipo de folk con un interés renovado -minipunto para los Coen-, y para poder contarles cómo se siente “Inside Llewyn Davis” How does it feel?
Una gran historia, espléndida fotografía, mejor música y buen hacer tras la cámara; estructura circular, viajes vitales a ninguna parte pero que cambian, siempre cambian, Ulises y un guía espiritual en forma de gato de fuerte carga simbólica; toques surrealistas, un brillante humor que surge natural sobre el drama, personajes geniales con el sello de sus directores; y una sinceridad sorprendente. No cabe duda, tenemos lo mejor de los Coen. Muchos dirán que una de sus obras maestra, al menos, quienes amen esta música. Pero si alguno no se lo pregunta lo haré yo, ¿se puede disfrutar “Inside Llewyn Davis” siendo un ignorante musical? Sí, igual que se puede disfrutar del folk aun teniendo un oído como el mío.
Incluso alguien tan torpe como yo puede comprender que los Coen están diseccionando un panorama de cambio para la música folk en el que se juega con el género con canciones como “Please Mr. Kennedy", un cambio que cristalizará con Bob Dylan y el fracaso y olvido de músicos como Llewyn Davis. Un panorama con parada obligatoria en el gordo fantasma del jazz y un silencioso poeta beat. Pero dejen si quieren de lado el homenaje, los guiños a la época, la reflexión sobre la evolución del folk -para algunos, como nuestro protagonista, más que un estilo musical-; desechen la mitad de la película, y tal vez lo mejor, y quédense si quieren con la historia que se nos canta. ¿Conocen la sensación de estar estancado, de ser el hermano tonto del Rey Midas que todo lo que toca convierte en mierda? How does it feel? Esa sensación de estar sentado en la estación, dejando pasar tren tras tren -o un barco mercante tras otro- por no gustarte su destino; sentado sin moverte, mirando las vías How does it feel? sin poder salir de la estación y sin estar dispuesto a ceder y sumarte al carro How does it feel? Empecinado en que no estás en medio de la carretera, en que debe tratarse de una encrucijada, que no solo lleva Akron, aunque el camino en que insistes tomar no existe porque no llegue a ninguna tarde How does it feel? Ese momento en que te dices vivir el presente cuando se debe tan solo a un rechazo al futuro. La sensación de que para triunfar, para seguir avanzando, para madurar o meramente sobrevivir, debes traicionar una parte de ti mismo. How does it feel? Da igual que para el nuevo héroe homérico y fracasado de los Coen se trate de la pureza del folk, puede que sea lo de menos. Si conocen esa tragicómica sensación de no poder volver atrás con tu compañero suicidado -¡desde el puente de Washington!-, en la que coger el próximo barco mercante -mientras aún estás a tiempo- es admitir el fracaso y empecinarse en no hacerlo fracasar, entonces, podéis reducir la música de la película a una mera banda sonora de lujo, que “Inside Llewyn Davis” seguirá siendo una de vuestras favoritas del año. Pondran folk de fondo, rememorarán cómo se siente la película, y decidirán escuchar más de esta maravillosa música. “Hang Me, Oh Hang me”

7,4
40.305
8
26 de octubre de 2013
26 de octubre de 2013
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adaptando libremente la novela gráfica “El Azul es un Color Cálido” de Julie Maroh, en su nueva película Abdel Kechiche se ha propuesto narrar la “Vida (sentimental) de Adéle”. El primer cambio respecto al cómic (que no he leído) es el título. A lo largo del film se conserva esa identificación del color azul con la protagonista y su crecimiento, pero realmente, lo importante del relato no es otra cosa que su personaje. El segundo cambio, y el más importante, es el nombre de la protagonista. Kechiche ha encontrado a una actriz maravillosa, Adèle Exarchopoulos, y ha creado un papel a su medida.
No estamos ante una película feminista, aunque sea un film de mujeres; ni ante una película homosexual, aunque las protagonistas puedan serlo; estamos ante una historia de crecimiento personal, de conocimiento de uno mismo, de encuentro con el deseo y de sus repercusiones. El director tunecino nos ha introducido visceralmente en la intimidad de su protagonista para mostrárnosla de forma natural y transparente, sin filtros ni afectaciones. Debemos de ver a Adéle y aceptarla tal y como es. Y gracias a la formidable actuación y a la dirección no es difícil encariñarnos con ella.
Todas las virtudes y defectos de la película vienen de esta ambición de desnudar la intimidad de la protagonista en su totalidad, sin esconder nada, tratando de abarcarlo todo con naturalidad.
En su afán por mostrarlo todo sin filtros, sin recurrir al drama o la comedia, manteniendo un registro neutro, la Palma de Oro 2013 peca de un extendido metraje que aunque atrapa, pesa. Está todo demasiado bien estructurado. Estructurado en dos partes diferenciadas -ascenso y caída, amor y desamor, tonos azules y amarillos-rojizos en Emma, recepción de clases e impartición de ellas, etc.- y cada parte dividida en distintos movimientos cuadriculados, sobretodo en la primera parte, marcados e introducidos por los momentos escolares en los que se reflexiona y adelanta explícitamente lo que ocurrirá a continuación. La película está también demasiado bien ligada, avanzando siempre sobre terreno adelantado y asentado de antemano. Además, hemos de admitir que si bien la película es medianamente valiente e innovadora en sus imágenes, no lo es tanto en la historia que hay detrás. Así, el metraje excesivo, la calculada estructura, la linealidad, predictibilidad y la convencionalidad de la historia se alían con ese tono intencionalmente neutro capaz de expresar con transparencia las emociones más que de contagiarlas, para poner una fina barrera entre Adéle y el espectador. Una estrechísima barrera que dificulta la identificación con la protagonista y la inmersión total en la historia y, en definitiva, hace que la “La Vida de Adéle” sea una excelente película, pero no la obra maestra que algunos podíamos esperar visto la unanimidad con que fue acogida en Cannes.
Y sin embargo, hay algo en la película fascinante. Kechiche pega la cámara al rostro de su criatura como si quisiera acariciarla con ella, penetrar en su esencia y radiografiar su cuerpo e intimidad. El director trata de romper toda barrera física para introducirse inquisitivamente en el alma de Adéle hasta desnudarla en toda su belleza y su miseria. El resultado es una estética que no oculta ni filtra las imágenes para mostrar, en toda su profundidad, la vida sentimental de Adéle: un estilo de un maravilloso y carnal naturalismo. Parece que toda la preocupación de la cámara fuera hacer un retrato sincero y honesto de la protagonista, entre lo mórbido de Schiele y lo florido de Klimt. Un retrato en que la carnosa boca de Adéle, a menudo entreabierta, como cuando duerme, besa con pasión, o mastica espaguetis, es el núcleo central desde el que parte la cámara para mostrarnos con sensibilidad todo su cuerpo sin dejar escapar nada. Ni el llanto desgarrador, ni el moco que se desliza y cruza los labios, ni el sexo lésbico en explícitas y naturales escenas de diez minutos, nada es censurado o edulcorado por la cámara. Nada de esto es gratuito. Adéle no es un ser excepcional, sino un ser humano con sus deseos privados, sus miedos, sus contradicciones y sus defectos, una persona que ama y sufre, y esto no podía ser mostrado de una forma más natural a la que opta Kechiche. Sin ello, la conversación final en el restaurante no tendría esa sinceridad que llega a doler.
En La Vida de Adéle, las actuaciones de las dos magníficas protagonistas, la historia y la cámara se funden logrando una estética fascinante. Ese íntimo naturalismo carnal y sincero es sin duda la causa del éxito de la película pero también de sus defectos. Cuando finalmente la cámara se aleja del rostro que trató con tanto mimo y honestidad, cuando, por fin (¡tras tres horas de película!), la cámara deja marchar a una Adéle ya adulta, la impresión que queda en el espectador es como el azul. Cálida, hermosa, natural, y algo fría.
No estamos ante una película feminista, aunque sea un film de mujeres; ni ante una película homosexual, aunque las protagonistas puedan serlo; estamos ante una historia de crecimiento personal, de conocimiento de uno mismo, de encuentro con el deseo y de sus repercusiones. El director tunecino nos ha introducido visceralmente en la intimidad de su protagonista para mostrárnosla de forma natural y transparente, sin filtros ni afectaciones. Debemos de ver a Adéle y aceptarla tal y como es. Y gracias a la formidable actuación y a la dirección no es difícil encariñarnos con ella.
Todas las virtudes y defectos de la película vienen de esta ambición de desnudar la intimidad de la protagonista en su totalidad, sin esconder nada, tratando de abarcarlo todo con naturalidad.
En su afán por mostrarlo todo sin filtros, sin recurrir al drama o la comedia, manteniendo un registro neutro, la Palma de Oro 2013 peca de un extendido metraje que aunque atrapa, pesa. Está todo demasiado bien estructurado. Estructurado en dos partes diferenciadas -ascenso y caída, amor y desamor, tonos azules y amarillos-rojizos en Emma, recepción de clases e impartición de ellas, etc.- y cada parte dividida en distintos movimientos cuadriculados, sobretodo en la primera parte, marcados e introducidos por los momentos escolares en los que se reflexiona y adelanta explícitamente lo que ocurrirá a continuación. La película está también demasiado bien ligada, avanzando siempre sobre terreno adelantado y asentado de antemano. Además, hemos de admitir que si bien la película es medianamente valiente e innovadora en sus imágenes, no lo es tanto en la historia que hay detrás. Así, el metraje excesivo, la calculada estructura, la linealidad, predictibilidad y la convencionalidad de la historia se alían con ese tono intencionalmente neutro capaz de expresar con transparencia las emociones más que de contagiarlas, para poner una fina barrera entre Adéle y el espectador. Una estrechísima barrera que dificulta la identificación con la protagonista y la inmersión total en la historia y, en definitiva, hace que la “La Vida de Adéle” sea una excelente película, pero no la obra maestra que algunos podíamos esperar visto la unanimidad con que fue acogida en Cannes.
Y sin embargo, hay algo en la película fascinante. Kechiche pega la cámara al rostro de su criatura como si quisiera acariciarla con ella, penetrar en su esencia y radiografiar su cuerpo e intimidad. El director trata de romper toda barrera física para introducirse inquisitivamente en el alma de Adéle hasta desnudarla en toda su belleza y su miseria. El resultado es una estética que no oculta ni filtra las imágenes para mostrar, en toda su profundidad, la vida sentimental de Adéle: un estilo de un maravilloso y carnal naturalismo. Parece que toda la preocupación de la cámara fuera hacer un retrato sincero y honesto de la protagonista, entre lo mórbido de Schiele y lo florido de Klimt. Un retrato en que la carnosa boca de Adéle, a menudo entreabierta, como cuando duerme, besa con pasión, o mastica espaguetis, es el núcleo central desde el que parte la cámara para mostrarnos con sensibilidad todo su cuerpo sin dejar escapar nada. Ni el llanto desgarrador, ni el moco que se desliza y cruza los labios, ni el sexo lésbico en explícitas y naturales escenas de diez minutos, nada es censurado o edulcorado por la cámara. Nada de esto es gratuito. Adéle no es un ser excepcional, sino un ser humano con sus deseos privados, sus miedos, sus contradicciones y sus defectos, una persona que ama y sufre, y esto no podía ser mostrado de una forma más natural a la que opta Kechiche. Sin ello, la conversación final en el restaurante no tendría esa sinceridad que llega a doler.
En La Vida de Adéle, las actuaciones de las dos magníficas protagonistas, la historia y la cámara se funden logrando una estética fascinante. Ese íntimo naturalismo carnal y sincero es sin duda la causa del éxito de la película pero también de sus defectos. Cuando finalmente la cámara se aleja del rostro que trató con tanto mimo y honestidad, cuando, por fin (¡tras tres horas de película!), la cámara deja marchar a una Adéle ya adulta, la impresión que queda en el espectador es como el azul. Cálida, hermosa, natural, y algo fría.
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