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Críticas ordenadas por utilidad
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7
17 de septiembre de 2016
17 de septiembre de 2016
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuenta la cineasta que la idea de su película nace de un poemario que durante la lectura imaginó en su cabeza en forma de secuencias cinematográficas. Esto explica la poderosa fuerza de algunas de sus escenas, como la maravillosa danza acuática entre la niña protagonista y un Renault 4, en la que la autora –al igual que en otras ocasiones dentro de esta misma película– vuelve a realizar un espléndido uso de la música, como ya hiciese en su anterior trabajo, la fantástica «Abrir puertas y ventanas».
Durante el visionado de «La idea de un lago», uno se pregunta si la directora argentina tenía en mente el cine de Víctor Erice a la hora de plasmar en imágenes sus ideas, pues si el hecho de que la cinta gire en torno al misterio de un padre –en este caso desaparecido sin dejar rastro– trae reminiscencias de «El sur», es inevitable tener presente la obra clave de nuestro cine cuando la joven se esconde en el bosque para no dejarse encontrar, de igual manera que Estrella se ocultaba bajo la cama durante un día entero.
Comparte con el trabajo de Erice otros elementos fundamentales: el hecho de estar contada principalmente a través de los ojos inocentes de una niña y en particular la narración de un presente profundamente influido por un pasado incierto, envuelto en un misterio que a ratos se siente obligado y por momentos se nota autoimpuesto, por miedo a que la verdad sea revelada, por temor a asumir lo que es difícil de asimilar o sencillamente por la imposibilidad de creerlo.
La nueva obra de Milagros Mumenthaler –mucho más pulida que su ópera prima– no sacrifica su humildad para alcanzar las cotas de lirismo a las que aspira, sino que en todo momento se siente como una delicada e íntima joya cargada de belleza y poesía audiovisual en la que uno flota suave y delicadamente, abrazado por su calidez, como quien se deja llevar por las aguas del lago protagonista de esta preciosa historia de un pasado en un lugar, cuando nada parecía ser concreto sino abstracto: solo una idea de algo.
Durante el visionado de «La idea de un lago», uno se pregunta si la directora argentina tenía en mente el cine de Víctor Erice a la hora de plasmar en imágenes sus ideas, pues si el hecho de que la cinta gire en torno al misterio de un padre –en este caso desaparecido sin dejar rastro– trae reminiscencias de «El sur», es inevitable tener presente la obra clave de nuestro cine cuando la joven se esconde en el bosque para no dejarse encontrar, de igual manera que Estrella se ocultaba bajo la cama durante un día entero.
Comparte con el trabajo de Erice otros elementos fundamentales: el hecho de estar contada principalmente a través de los ojos inocentes de una niña y en particular la narración de un presente profundamente influido por un pasado incierto, envuelto en un misterio que a ratos se siente obligado y por momentos se nota autoimpuesto, por miedo a que la verdad sea revelada, por temor a asumir lo que es difícil de asimilar o sencillamente por la imposibilidad de creerlo.
La nueva obra de Milagros Mumenthaler –mucho más pulida que su ópera prima– no sacrifica su humildad para alcanzar las cotas de lirismo a las que aspira, sino que en todo momento se siente como una delicada e íntima joya cargada de belleza y poesía audiovisual en la que uno flota suave y delicadamente, abrazado por su calidez, como quien se deja llevar por las aguas del lago protagonista de esta preciosa historia de un pasado en un lugar, cuando nada parecía ser concreto sino abstracto: solo una idea de algo.

7,1
4.950
9
8 de agosto de 2016
8 de agosto de 2016
12 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adoro el cine de Rohmer tanto como odio a prácticamente todos y cada uno de sus personajes. Comprendo que la raíz de este odio es esa inestimable manía que tiene el realizador de no juzgar a ninguno de sus sujetos. De esta forma el juicio se traslada al espectador, que ve pasar por la pantalla a toda clase de manipuladores, cínicos, egoístas y desvergonzados que no dudarán en actuar –y camuflar sus actos– para obtener un beneficio propio.
El cine del francés es un cine cotidiano, formalmente sencillo, despojado de artificios narrativos, carente de virguerías visuales, centrado casi en exclusiva en los diálogos y en la construcción de sus complejos personajes, en apariencia tan simples como lo son a primera vista los humanos que nos rodean, pero que encierran en su fondo mucho más de lo que su presentación nos sugiere.
Es un cine inteligente que me atrevería a calificar –sin ser una virtud– incluso de intelectual, o al menos eso es lo que me sugieren seis visionados que en ningún momento sentí que apelasen a mis sentidos sino a mi razonamiento y entendimiento. La verdadera emoción de Rohmer forma parte, tal vez, del concepto «inteligencia emocional», no de la que pura y llanamente se desprende de las sensaciones más impulsivas, ajenas al filtro del raciocinio (¿o quizá lo uno tiene que ver con lo otro? ¿Es lo mismo? Tengo la sensación de que no, pero a veces no sé ya ni qué digo).
Cuando quedo maravillado ante este cine me pregunto por qué me pasa esto, si soy un tipo con ciertas ideas, de estos que admiran la explotación de los recursos audiovisuales, de la narración cinematográfica... siendo Rohmer un señor de diálogos, de texto, de literatura, de tinta sobre papel, no de imagen en celuloide, ¿qué es lo que veo en él? Me respondo que tal vez tenga que ver con las miradas que se intercambian, con la planificación de las escenas y con el planteamiento de algunas secuencias y el enfoque escogido para narrarlas, con el fluir de los diálogos y con la reacción a estos. Todo esto es cine, composición, atmósfera, montaje...
Sobre el papel, cada una de sus películas serían igual de perversas, incisivas e inteligentes, pero no habría chispa, no habría nada que me enamorase. En ausencia del cine, habría aplauso pero no devoción, y yo siento esto último por Rohmer, así que quizá pueda permitirme reducirlo todo a que él es un gran cineasta y «Pauline à la plage» una muestra de gran cine.
Al menos yo lo he gozado como tal, como una obra de altura en la que disfruto introduciéndome en la intrincada mente de cada uno de sus personajes, atravesando la inextricable maraña que tejen con sus siempre desafortunadas interacciones y odiándolos con fuerza a todos al tiempo que los comprendo, porque de eso va esto. De eso va siempre todo.
El cine del francés es un cine cotidiano, formalmente sencillo, despojado de artificios narrativos, carente de virguerías visuales, centrado casi en exclusiva en los diálogos y en la construcción de sus complejos personajes, en apariencia tan simples como lo son a primera vista los humanos que nos rodean, pero que encierran en su fondo mucho más de lo que su presentación nos sugiere.
Es un cine inteligente que me atrevería a calificar –sin ser una virtud– incluso de intelectual, o al menos eso es lo que me sugieren seis visionados que en ningún momento sentí que apelasen a mis sentidos sino a mi razonamiento y entendimiento. La verdadera emoción de Rohmer forma parte, tal vez, del concepto «inteligencia emocional», no de la que pura y llanamente se desprende de las sensaciones más impulsivas, ajenas al filtro del raciocinio (¿o quizá lo uno tiene que ver con lo otro? ¿Es lo mismo? Tengo la sensación de que no, pero a veces no sé ya ni qué digo).
Cuando quedo maravillado ante este cine me pregunto por qué me pasa esto, si soy un tipo con ciertas ideas, de estos que admiran la explotación de los recursos audiovisuales, de la narración cinematográfica... siendo Rohmer un señor de diálogos, de texto, de literatura, de tinta sobre papel, no de imagen en celuloide, ¿qué es lo que veo en él? Me respondo que tal vez tenga que ver con las miradas que se intercambian, con la planificación de las escenas y con el planteamiento de algunas secuencias y el enfoque escogido para narrarlas, con el fluir de los diálogos y con la reacción a estos. Todo esto es cine, composición, atmósfera, montaje...
Sobre el papel, cada una de sus películas serían igual de perversas, incisivas e inteligentes, pero no habría chispa, no habría nada que me enamorase. En ausencia del cine, habría aplauso pero no devoción, y yo siento esto último por Rohmer, así que quizá pueda permitirme reducirlo todo a que él es un gran cineasta y «Pauline à la plage» una muestra de gran cine.
Al menos yo lo he gozado como tal, como una obra de altura en la que disfruto introduciéndome en la intrincada mente de cada uno de sus personajes, atravesando la inextricable maraña que tejen con sus siempre desafortunadas interacciones y odiándolos con fuerza a todos al tiempo que los comprendo, porque de eso va esto. De eso va siempre todo.

6,6
1.461
7
4 de diciembre de 2016
4 de diciembre de 2016
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Sorrow is nothing but worn-out joy» afirma uno de los protagonistas en un momento determinado de la película. Esta aseveración, consciente como tantas de su propia trascendencia, es una más en una cinta trufada de interesantes secuencias en las que dos amigos hablan del presente, del pasado, de todas esas cosas que llevan tiempo queriendo decirse y de aquellas nuevas que surgen durante el viaje que emprenden juntos.
Reichardt pone así especial atención en los diálogos, capaces para algunos de transformar una película interesante en una obra notable y una obra interesante en una película mediocre. Sin embargo, siendo justos con el medio artístico al que nos referimos, habría que preguntarse cuál es el peso que un elemento extracinematográfico como es el conjunto de frases pronunciadas por los actores, de carácter puramente literario, debe tener en una obra de carácter audiovisual. La respuesta para mí es bien sencilla.
El cine, que se sustenta en el empleo de los recursos asociados a la imagen y el sonido, se encuentra con el diálogo únicamente en lo que a lo audiovisual se refiere, es decir, en la forma en que las palabras son puestas en boca de los actores y en la conjunción de estas con la imagen que observamos y el sonido que las acompaña. Hay en «Old Joy» mucho talento puesto en este punto, pero no supone una lección distintiva de ello como podría serlo, por ejemplo, la magnífica «Before Sunset» de Richard Linklater o los mejores trabajos de Éric Rohmer.
Sin embargo, hay un punto en el que la obra de Reichardt brilla con luz propia, y es precisamente en el opuesto al diálogo, que no solo se trata de un elemento puramente (y casi exclusivamente) cinematográfico sino que es parte de lo que termina de dar sentido al propio medio artístico: la ausencia de diálogo. «El cine sonoro inventó el silencio» señaló Bresson, y aunque la talentosa cineasta se encuentra a años luz de los logros cinematográficos del galo, bien puede sentirse orgullosa de haber logrado diseñar una obra en la que sus elocuentes silencios son incluso más valiosos que sus interesantes palabras.
Es en ellos donde se construye la identidad de sus personajes, en lo que suponemos que ocupa sus pensamientos pero nunca se exterioriza, en las cosas que no se dicen y nosotros imaginamos y en la incomodidad y el pesar que nos inunda cuando se espera oír hablar a alguien pero ninguno se atreve a decir nada. La palabra es una garantía, es sólido sobre el que edificar. El silencio es algo abstracto, uno teme que se desvanezca o no se sienta su peso.
Levantar una cinta alrededor de sus diálogos es tarea fácil –el esfuerzo está en lograr que se sostenga–, levantarla en torno a sus silencios, es complicado. Kelly Reichardt no solo se atreve con lo difícil sino que consigue que todo compacte y se sostenga con éxito en el universo de lo difuso y fácilmente diluible, lo cual es doblemente difícil y, por supuesto, doblemente admirable.
Reichardt pone así especial atención en los diálogos, capaces para algunos de transformar una película interesante en una obra notable y una obra interesante en una película mediocre. Sin embargo, siendo justos con el medio artístico al que nos referimos, habría que preguntarse cuál es el peso que un elemento extracinematográfico como es el conjunto de frases pronunciadas por los actores, de carácter puramente literario, debe tener en una obra de carácter audiovisual. La respuesta para mí es bien sencilla.
El cine, que se sustenta en el empleo de los recursos asociados a la imagen y el sonido, se encuentra con el diálogo únicamente en lo que a lo audiovisual se refiere, es decir, en la forma en que las palabras son puestas en boca de los actores y en la conjunción de estas con la imagen que observamos y el sonido que las acompaña. Hay en «Old Joy» mucho talento puesto en este punto, pero no supone una lección distintiva de ello como podría serlo, por ejemplo, la magnífica «Before Sunset» de Richard Linklater o los mejores trabajos de Éric Rohmer.
Sin embargo, hay un punto en el que la obra de Reichardt brilla con luz propia, y es precisamente en el opuesto al diálogo, que no solo se trata de un elemento puramente (y casi exclusivamente) cinematográfico sino que es parte de lo que termina de dar sentido al propio medio artístico: la ausencia de diálogo. «El cine sonoro inventó el silencio» señaló Bresson, y aunque la talentosa cineasta se encuentra a años luz de los logros cinematográficos del galo, bien puede sentirse orgullosa de haber logrado diseñar una obra en la que sus elocuentes silencios son incluso más valiosos que sus interesantes palabras.
Es en ellos donde se construye la identidad de sus personajes, en lo que suponemos que ocupa sus pensamientos pero nunca se exterioriza, en las cosas que no se dicen y nosotros imaginamos y en la incomodidad y el pesar que nos inunda cuando se espera oír hablar a alguien pero ninguno se atreve a decir nada. La palabra es una garantía, es sólido sobre el que edificar. El silencio es algo abstracto, uno teme que se desvanezca o no se sienta su peso.
Levantar una cinta alrededor de sus diálogos es tarea fácil –el esfuerzo está en lograr que se sostenga–, levantarla en torno a sus silencios, es complicado. Kelly Reichardt no solo se atreve con lo difícil sino que consigue que todo compacte y se sostenga con éxito en el universo de lo difuso y fácilmente diluible, lo cual es doblemente difícil y, por supuesto, doblemente admirable.
6 de octubre de 2017
6 de octubre de 2017
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una hermosa secuencia de la película, Jean le implora a Juliette que no le cuente cómo termina su historia, a lo que ella responde que no le sería posible porque ni siquiera ella misma lo sabe. Atrapados en el huracán autorreferencial que nada disimuladamente desata y alimenta el autor con la figura de Jean-Pierre Leaud como señuelo, es sencillo desviar la atención del hecho de que la naturalidad no es aquí tanto una virtud como una consecuencia y que la vitalidad que desprende la obra es más una característica que un triunfo del cineasta.
Si bien la respuesta de Juliette puede interpretarse literalmente como la imposibilidad de conocer nuestro futuro, está claro que, en una cinta en la que el emblemático actor Jean-Pierre Leaud, que viene de filmar «La Mort de Louis XIV», interpreta a un anciano intérprete que no sabe cómo representar su muerte, uno no puede evitar, aunque sea meramente por motivos lúdicos, jugar a leer cada elemento –en especial aquellos que parecen sentenciar las secuencias– como una referencia a la propia obra, algo que tendría mucho sentido en una película como «Le lion est mort ce soir», nacida de la improvisación y en la que nadie puede conocer el final de nada porque en ningún lugar está escrito.
Es en este punto descrito donde confluyen por primera vez dos particularidades del planteamiento conceptual de la cinta, insustanciales por sí mismas, que hacen funcionar la película gracias a la interacción mutua entre ellas, alimentándose de forma constante a lo largo de todo el metraje. En otras palabras, la fuerza del protagonista autorreferencial –por escoger el ejemplo más básico– solo tiene sentido porque la película se crea en tiempo real a la vez que se filma y la fuerza de la filmación improvisada solo tiene sentido –al menos en este caso, claro– porque es una película que habla sobre sí misma.
Es así como, sin aparecer escrito en ninguna parte, asistimos al encariñamiento de unos niños con un anciano actor, un hecho que es al mismo tiempo ficción –porque ocurre en la obra– y al mismo tiempo real –porque ocurrió de verdad– pero que no ocurrió en un pasado más o menos lejano del que se está realizando una recreación sino que tuvo lugar en el mismo instante en que se inventó la ficción, de forma que, con mayor o menor voluntad, Suwa captura con su cámara un hecho vital de manera no documental. Es decir, hace ficción de lo real interviniendo en la realidad, escribiendo en el aire, esculpiendo en lugar del mármol la propia vida.
«Le lion est mort ce soir» procede entonces más que ninguna otra obra de una particular ordenación y explotación de los elementos de nuestra propia realidad. Es ficción sobre la realidad al tiempo que realidad sobre la ficción y no es de extrañar que en su seno trate el asunto de las visiones y la duda entre lo experimentado y lo imaginado pues, en cierta forma, hay momentos en ella más auténticos que la propia realidad, un tratamiento sincero y verídico de la manipulada realidad filmada que claro está es, a la vez, en la mayoría de los casos, más verdadera que la ficción.
Todo esto da sentido a una secuencia final en la que conviven todas las dualidades posibles: la muerte y la vida, lo real y lo imaginado, lo vivido y lo soñado, lo experimentado y lo interpretado. Ante tantas preguntas, Suwa escoge de entre todos los posibles el discurso más elocuente: unos delicados movimientos de cámara que culminan en un maravilloso y milimetrado fundido en negro. Literal o referencialmente, Jean-Pierre Leaud tenía razón:
Todas las historias terminan igual.
Si bien la respuesta de Juliette puede interpretarse literalmente como la imposibilidad de conocer nuestro futuro, está claro que, en una cinta en la que el emblemático actor Jean-Pierre Leaud, que viene de filmar «La Mort de Louis XIV», interpreta a un anciano intérprete que no sabe cómo representar su muerte, uno no puede evitar, aunque sea meramente por motivos lúdicos, jugar a leer cada elemento –en especial aquellos que parecen sentenciar las secuencias– como una referencia a la propia obra, algo que tendría mucho sentido en una película como «Le lion est mort ce soir», nacida de la improvisación y en la que nadie puede conocer el final de nada porque en ningún lugar está escrito.
Es en este punto descrito donde confluyen por primera vez dos particularidades del planteamiento conceptual de la cinta, insustanciales por sí mismas, que hacen funcionar la película gracias a la interacción mutua entre ellas, alimentándose de forma constante a lo largo de todo el metraje. En otras palabras, la fuerza del protagonista autorreferencial –por escoger el ejemplo más básico– solo tiene sentido porque la película se crea en tiempo real a la vez que se filma y la fuerza de la filmación improvisada solo tiene sentido –al menos en este caso, claro– porque es una película que habla sobre sí misma.
Es así como, sin aparecer escrito en ninguna parte, asistimos al encariñamiento de unos niños con un anciano actor, un hecho que es al mismo tiempo ficción –porque ocurre en la obra– y al mismo tiempo real –porque ocurrió de verdad– pero que no ocurrió en un pasado más o menos lejano del que se está realizando una recreación sino que tuvo lugar en el mismo instante en que se inventó la ficción, de forma que, con mayor o menor voluntad, Suwa captura con su cámara un hecho vital de manera no documental. Es decir, hace ficción de lo real interviniendo en la realidad, escribiendo en el aire, esculpiendo en lugar del mármol la propia vida.
«Le lion est mort ce soir» procede entonces más que ninguna otra obra de una particular ordenación y explotación de los elementos de nuestra propia realidad. Es ficción sobre la realidad al tiempo que realidad sobre la ficción y no es de extrañar que en su seno trate el asunto de las visiones y la duda entre lo experimentado y lo imaginado pues, en cierta forma, hay momentos en ella más auténticos que la propia realidad, un tratamiento sincero y verídico de la manipulada realidad filmada que claro está es, a la vez, en la mayoría de los casos, más verdadera que la ficción.
Todo esto da sentido a una secuencia final en la que conviven todas las dualidades posibles: la muerte y la vida, lo real y lo imaginado, lo vivido y lo soñado, lo experimentado y lo interpretado. Ante tantas preguntas, Suwa escoge de entre todos los posibles el discurso más elocuente: unos delicados movimientos de cámara que culminan en un maravilloso y milimetrado fundido en negro. Literal o referencialmente, Jean-Pierre Leaud tenía razón:
Todas las historias terminan igual.
8
14 de enero de 2023
14 de enero de 2023
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me ha alegrado mucho que me encante esto porque la última película de Claire Denis que me había encantado cumple este año una década, y no es algo que estuviese llevando especialmente bien siendo una de mis cineastas favoritas con esa mágica habilidad para no fallar casi nunca conmigo.
Siempre que disfruto mucho de estas cintas en las que pasas todo el metraje trabajando con cada minúscula pieza de información para intentar llenar los huecos que deliberadamente se han ido dejando me pregunto cómo funcionará en ese segundo visionado que siempre aspiro a darle a todo lo que me gusta. ¿Qué pasará con una obra en la que no dejas de hacerte preguntas cuando tengas todas las respuestas?
La primera vez aquí es irrepetible, el progresivo desamparo de los protagonistas se contagia a través de nuestra propia desorientación, privados inicialmente de todo contexto y construyendo nuestra idea de los personajes únicamente a través de conversaciones en las que nunca dejamos de tener la sensación de que todos los implicados podrían estar mintiendo a cada frase, sin nada que uno pueda dar por fiable o real, a ratos ni siquiera nuestra propia simpatía por los protagonistas y su destino.
Sin embargo, la intriga a la que da forma Denis, llevada a hombros por su habitual fisicidad y su impresionante habilidad para cargar de tensión y llenar de interés hasta la escena más rutinaria, lejos de venirse abajo cuando se completan los huecos se fortalece abriendo nuevos caminos, contestando a las preguntas más básicas (¿Dónde estamos? ¿Quién es quién? ¿Qué está pasando?) con nuevas y múltiples cuestiones sobre las intenciones, los pensamientos y los sentimientos de cada personaje y las implicaciones de cada acción que se va encadenando.
La obra se pliega conforme se despliega y nunca deja de mutar ni termina de agotarse, porque su misterio no se encuentra en lo efímero del relato, sino que está codificado en los intensos primeros planos de una increíble Margaret Qualley, en el tono paranoico y romántico y apasionado y desesperanzado y cálido y angustiante y en el magnetismo que Denis imprime a cada diálogo y a cada mirada y a cada gesto y a cada roce y a cada triste baile en un club nocturno bajo una tenue luz púrpura mientras suena Tindersticks y una vez más todo como siempre vibra como nunca.
In a way... In a way, you were good to me.
Siempre que disfruto mucho de estas cintas en las que pasas todo el metraje trabajando con cada minúscula pieza de información para intentar llenar los huecos que deliberadamente se han ido dejando me pregunto cómo funcionará en ese segundo visionado que siempre aspiro a darle a todo lo que me gusta. ¿Qué pasará con una obra en la que no dejas de hacerte preguntas cuando tengas todas las respuestas?
La primera vez aquí es irrepetible, el progresivo desamparo de los protagonistas se contagia a través de nuestra propia desorientación, privados inicialmente de todo contexto y construyendo nuestra idea de los personajes únicamente a través de conversaciones en las que nunca dejamos de tener la sensación de que todos los implicados podrían estar mintiendo a cada frase, sin nada que uno pueda dar por fiable o real, a ratos ni siquiera nuestra propia simpatía por los protagonistas y su destino.
Sin embargo, la intriga a la que da forma Denis, llevada a hombros por su habitual fisicidad y su impresionante habilidad para cargar de tensión y llenar de interés hasta la escena más rutinaria, lejos de venirse abajo cuando se completan los huecos se fortalece abriendo nuevos caminos, contestando a las preguntas más básicas (¿Dónde estamos? ¿Quién es quién? ¿Qué está pasando?) con nuevas y múltiples cuestiones sobre las intenciones, los pensamientos y los sentimientos de cada personaje y las implicaciones de cada acción que se va encadenando.
La obra se pliega conforme se despliega y nunca deja de mutar ni termina de agotarse, porque su misterio no se encuentra en lo efímero del relato, sino que está codificado en los intensos primeros planos de una increíble Margaret Qualley, en el tono paranoico y romántico y apasionado y desesperanzado y cálido y angustiante y en el magnetismo que Denis imprime a cada diálogo y a cada mirada y a cada gesto y a cada roce y a cada triste baile en un club nocturno bajo una tenue luz púrpura mientras suena Tindersticks y una vez más todo como siempre vibra como nunca.
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