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Críticas ordenadas por utilidad
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7,3
51.968
8
22 de agosto de 2021
22 de agosto de 2021
30 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
No me gusta el uso de las etiquetas, tanto por lo que respecta a clasificar las películas por “supuestos” géneros, como tampoco para reducir un filme al trabajo de una sola personalidad, y ya sabemos que académica y popularmente, demasiado, cuando se habla de autoría, se suele minimizar ésta a lo que hace el director.
En este sentido, tanto en el caso de la cinta que nos ocupa (“The Thing, 1982), como en cualquier otro producto del celuloide, me da siempre un cierto repelusín, que éste sirva las más veces al encumbramiento o rajada despiadada del que está detrás de claqueta y cámara.
Por eso, “endiosar” o condenar al pillo de John Carpenter por esta realización, es hacer una caricatura de “La Cosa”, en vez de una crítica o análisis de la misma. Cierto es que el susodicho tiene arte y parte (más de lo primero que de lo segundo) en el asunto, pero ahí está también el currele de muchos otros a los que cabe tener en cuenta en el resultado final, que por eso salen todos y todas en los títulos de crédito; aunque, por falta de costumbre y/o educación, el personal suele abandonar la sala de cine o, en su caso, el streaming, antes de que termine la relación.
Un trabajo que parece ser que tuvo una larga gestación durante la década de los 70, y que, no sé porqué, me esnifa que (sólo es especulación), Ridley Scott saltó a la delantera con su “Alien” (1979), ambientado en otro contexto, pero con unos paralelismos demasiado claros y omnipresentes, como para pensar que, ya no tanto el que “The Thing” beba de “Alien”, como que, por algún rollo raro de esos que se dan en Hollywood, y que suelen quedarse entre bambolinas, los del “octavo pasajaro” le birlaron la idea a Bill Lancaster y a los productores “La Cosa”. Y aunque “Alien” tuvo a Sigourney Weaver, Ian Holm, Tom Skerrit, una enviadable partitura de Jerry Golsmith, y descaradamente más recursos para crear un horrendo bicho, con menos, Carpenter guía “The Thing” con una envidiable maestría, la misma o tanto mejor que la que exhibió en “Halloween” (1978), que con nada reventó taquillas. Lo cual me dice, vistos otros filmes bajo su dirección, que el tipo funciona sólo cuando a él, y sólo a él, le da la santísima gana, y que le importa menos de un pepino el que otras cintas que ha producido sean poco menos que bodrios para su constelación de fans. Tenemos a un personaje bastante cabroncete que, independientemente de las cartas que tenga, generalmente malas, sabe echar un buen “slam” cuando le apetece, y ese es el caso de “The Thing”. Lástima que no haya sido en muchas más del nada despreciable número que tiene a sus espaldas.
Me descorcho ante las mentes que se esfuerzan en endosar la pegatina de suspense, terror, ciencia ficción… a una cinta, como si de clases de manzanas se tratara. Cada pieza es única en sí misma; en su contexto, y con todos los elementos que la configuran. Y si forzamos las cosas, dados los gustos y antecedentes de Carpenter, así como la caracterización de los personajes y el ambiente en el que están, hasta “trazas” de Western encontramos en la película. Las bases norteamericana y noruega podrían ser perfectamente pueblos del “lejano oeste”, rodeados de un inhóspito y desértico páramo (en vez de arena y cactus, hielo y más hielo), y en el caso de los desventurados escandinavos, un pueblo saqueado por indios o bandoleros.
Ese paralelismo, más o menos implícito en el encuadre y el decorado que soberbiamente construye la fotografía de Dean Cundey, en el que la soledad de los residentes de la estación se acrecenta paradójicamente con el contraste de un vasto exterior, pero del que no hay escapatoria, se ve explicitado en la caracterización de unos personajes rudos, barbudos, jugadores de cartas y bebedores de “güisqui” para matar el tiempo, en lo que sería un fuerte desorganizado y decadente en términos de disciplina, y por ende vulnerable a cualquier ataque. De insolencia inusitada ya es la presencia del “cowboy” de turno (Kurt Russell), que será quién liderará el hacer de todos en la afanosa (e infructuosa en varios casos), labor de intentar salvar el pellejo.
Y ¿por qué no plantearse el hilo de la trama, sobretodo en su desarrollo de la mitad hasta el final, más o menos, como un duelo entre el rudo “pistolero” (Russell), y el malvado villano (“la cosa”)?… sólo que esta vez, en vez de revólveres, se usa el lanzallamas.
Aquí no son los apaches los que asaltan el enclave, sinó algo menos “neutralizable” o “destructible”. Lo que le da esta característica es que, como en toda historia de “buen" terror, el enemigo es invisible, inidentificable, incontrolable… y muy listo. Y, para más “inri”, en el momento en el que se manifiesta, no lo hace tal cual es, pues es algo informe, y manteniendo el anonimato de su apariencia física, provoca mayor pánico. Y el hecho de que los protas sean todos masculinos, con los supuestos atributos del género, el que unos hombretones de tal talla se cisquen en los pantalones lo hace más terrorífico.
Este terror infundido a través de la maldad “no manifiesta”, o manifiesta en forma de retazos gore, oníricos, o a base de pingües dosis de maquillaje, es lo que también vemos en obras maestras de terror como “El Exorcista” (1973), de William Friedkin, o, simplemente, con una máscara de látex (Halloween, 1978; del propio Carpenter). El realizador no abusa para nada de los viscosos y asquerosos planos de cabezas con patas de araña y abdómenes amputabrazos.
Otro ingrediente de la película para su exquisita receta, es el suspense, intriga y/o misterio, introducidos con la vivencia paranoica del: “¿quién es el asesino?” en ese grupo que precisamente necesita unión, camaradería y confianza para sobrevivir, y destruir o aislar al “desconocido” enemigo. Y sigue siendo desconocido porque, a pesar de que descubren “científicamente” como opera el ente alienígena, sigue escapándoseles del control, de lo que el “bicho” es capaz, y cómo actuar en consecuencia para evitar lo peor
En este sentido, tanto en el caso de la cinta que nos ocupa (“The Thing, 1982), como en cualquier otro producto del celuloide, me da siempre un cierto repelusín, que éste sirva las más veces al encumbramiento o rajada despiadada del que está detrás de claqueta y cámara.
Por eso, “endiosar” o condenar al pillo de John Carpenter por esta realización, es hacer una caricatura de “La Cosa”, en vez de una crítica o análisis de la misma. Cierto es que el susodicho tiene arte y parte (más de lo primero que de lo segundo) en el asunto, pero ahí está también el currele de muchos otros a los que cabe tener en cuenta en el resultado final, que por eso salen todos y todas en los títulos de crédito; aunque, por falta de costumbre y/o educación, el personal suele abandonar la sala de cine o, en su caso, el streaming, antes de que termine la relación.
Un trabajo que parece ser que tuvo una larga gestación durante la década de los 70, y que, no sé porqué, me esnifa que (sólo es especulación), Ridley Scott saltó a la delantera con su “Alien” (1979), ambientado en otro contexto, pero con unos paralelismos demasiado claros y omnipresentes, como para pensar que, ya no tanto el que “The Thing” beba de “Alien”, como que, por algún rollo raro de esos que se dan en Hollywood, y que suelen quedarse entre bambolinas, los del “octavo pasajaro” le birlaron la idea a Bill Lancaster y a los productores “La Cosa”. Y aunque “Alien” tuvo a Sigourney Weaver, Ian Holm, Tom Skerrit, una enviadable partitura de Jerry Golsmith, y descaradamente más recursos para crear un horrendo bicho, con menos, Carpenter guía “The Thing” con una envidiable maestría, la misma o tanto mejor que la que exhibió en “Halloween” (1978), que con nada reventó taquillas. Lo cual me dice, vistos otros filmes bajo su dirección, que el tipo funciona sólo cuando a él, y sólo a él, le da la santísima gana, y que le importa menos de un pepino el que otras cintas que ha producido sean poco menos que bodrios para su constelación de fans. Tenemos a un personaje bastante cabroncete que, independientemente de las cartas que tenga, generalmente malas, sabe echar un buen “slam” cuando le apetece, y ese es el caso de “The Thing”. Lástima que no haya sido en muchas más del nada despreciable número que tiene a sus espaldas.
Me descorcho ante las mentes que se esfuerzan en endosar la pegatina de suspense, terror, ciencia ficción… a una cinta, como si de clases de manzanas se tratara. Cada pieza es única en sí misma; en su contexto, y con todos los elementos que la configuran. Y si forzamos las cosas, dados los gustos y antecedentes de Carpenter, así como la caracterización de los personajes y el ambiente en el que están, hasta “trazas” de Western encontramos en la película. Las bases norteamericana y noruega podrían ser perfectamente pueblos del “lejano oeste”, rodeados de un inhóspito y desértico páramo (en vez de arena y cactus, hielo y más hielo), y en el caso de los desventurados escandinavos, un pueblo saqueado por indios o bandoleros.
Ese paralelismo, más o menos implícito en el encuadre y el decorado que soberbiamente construye la fotografía de Dean Cundey, en el que la soledad de los residentes de la estación se acrecenta paradójicamente con el contraste de un vasto exterior, pero del que no hay escapatoria, se ve explicitado en la caracterización de unos personajes rudos, barbudos, jugadores de cartas y bebedores de “güisqui” para matar el tiempo, en lo que sería un fuerte desorganizado y decadente en términos de disciplina, y por ende vulnerable a cualquier ataque. De insolencia inusitada ya es la presencia del “cowboy” de turno (Kurt Russell), que será quién liderará el hacer de todos en la afanosa (e infructuosa en varios casos), labor de intentar salvar el pellejo.
Y ¿por qué no plantearse el hilo de la trama, sobretodo en su desarrollo de la mitad hasta el final, más o menos, como un duelo entre el rudo “pistolero” (Russell), y el malvado villano (“la cosa”)?… sólo que esta vez, en vez de revólveres, se usa el lanzallamas.
Aquí no son los apaches los que asaltan el enclave, sinó algo menos “neutralizable” o “destructible”. Lo que le da esta característica es que, como en toda historia de “buen" terror, el enemigo es invisible, inidentificable, incontrolable… y muy listo. Y, para más “inri”, en el momento en el que se manifiesta, no lo hace tal cual es, pues es algo informe, y manteniendo el anonimato de su apariencia física, provoca mayor pánico. Y el hecho de que los protas sean todos masculinos, con los supuestos atributos del género, el que unos hombretones de tal talla se cisquen en los pantalones lo hace más terrorífico.
Este terror infundido a través de la maldad “no manifiesta”, o manifiesta en forma de retazos gore, oníricos, o a base de pingües dosis de maquillaje, es lo que también vemos en obras maestras de terror como “El Exorcista” (1973), de William Friedkin, o, simplemente, con una máscara de látex (Halloween, 1978; del propio Carpenter). El realizador no abusa para nada de los viscosos y asquerosos planos de cabezas con patas de araña y abdómenes amputabrazos.
Otro ingrediente de la película para su exquisita receta, es el suspense, intriga y/o misterio, introducidos con la vivencia paranoica del: “¿quién es el asesino?” en ese grupo que precisamente necesita unión, camaradería y confianza para sobrevivir, y destruir o aislar al “desconocido” enemigo. Y sigue siendo desconocido porque, a pesar de que descubren “científicamente” como opera el ente alienígena, sigue escapándoseles del control, de lo que el “bicho” es capaz, y cómo actuar en consecuencia para evitar lo peor
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
(en estos tiempos de “plandemia”, ¿no les suena esto?, la paranoica pregunta de todos nosotros: ¿quién es el infectado?... presuponiendo que alguien o algunos lo están, con la consecuente desconfianza respecto a los que se tiene al lado; potenciada por la cultura y la educación en el individualismo que ya hace décadas se practica en nuestra sociedad).
Ese aura de misterio, que contribuye sin lugar a dudas a mantenernos en ascuas, me recuerda películas como “Estación Polar Cebra” (1968), de John Sturges, con los grandes Rock Hudson y Ernest Borgnine, o la también del estilo, protagonizada por Donald Shutherland, “Operación Isla del Oso” (1979), de Don Sharp.
Esa infusión de pánico y paranoia llega a su punto culminante con la fantástica escena del “test de la sangre”, que se realiza para descubrir quién está infectado. Una escena de gran valor “profético”, casi al extremo de la caricatura, que vemos cumplido en nuestros tiempos, en que las PCR están al orden del día para “descubrir” a los “sospechosos” de estar contagiados. ¡Cómo debe haber disfrutado el cineasta con esta corroboración del paso de los años !!
Siguiendo con la alusión al western, y lo aficionado que a él está Carpenter, ¿será casualidad (especulo de nuevo), que el escogido para la BSO fuera el maestro Ennio Morricone?
Bien sabido es que, igual que Alejandro Amenábar, John Carpenter ha escrito la paritura para piezas que él mismo ha realizado. Sin ir más lejos, y que ha quedado indeleble en nuestro imaginario, es la composición para Halloween. Con un simple acorde tritonal, y el despliegue minimalista del mismo a dos voces, consiguió uno de las más estremecedores y conocidos motivos de la historia del terror.
Carpenter es un director que no sólo tiene una base de cultura musical, sinó que también tiene claro qué es lo que quiere en la sucesión de secuencias del film. Morricone escribe bajo el dictado de lo que Carpenter tiene pensado (por un lado, es muy importante que ambas instancias se entiendan, para que la música haga su función en el todo de la película: realzar el dramatismo, actuar como los signos prosódicos, y dar el correspondiente relieve a las expresiones de la psicología de los personajes). Pero si Carpenter hubiera sido capaz de hacerlo él mismo, ¿es acaso la presencia de Morricone necesaria? ¿era tan sólo un reclamo publicitario, para así poderse igualar ante el público y la crítica, al trabajo que hicieran Jerry Goldsmith con “Alien”, o John Williams con “ET”?
En el caso de una comparativa, Morricone no cumple con el cometido antes mencionado, y sólo le veo la capacidad puntual de ornamentar unos huecos, en el ámbito del sonido, que los coros desgarradores y desfigurados de la voz del “bicho” no rellenan por si mismos. Aquí habría hecho falta un trabajo orquestal concienzudo para hacer de “The Thing”, algo todavía más terrorífico. Por las obras que conozco del italiano, no considero que éste estuviera especializado, en las historias de terror. Aunque sí luego demostró tener talento en la ciencia ficción con “Mision To Mars” (1999), de Brian de Palma.
“The Thing” es una película cuidadosamente concebida, organizada y estructurada, dotada de un ritmo trepidante desde su inicio hasta su fin, y en el que el elenco de artistas, sin ser de lo más glamuroso, pues la mayoría de ellos son secundarios históricos, a parte del ya legendario Kurt Russell, no desentonan en ningún momento.
El final es un elegante golpe de capote (para nada, a mi modo de ver, abierto), que deja a la imaginación del espectador, acometer la estocada mortal del macabro espectáculo, dentro del juego de innumerables elipses narrativas, estratégicamente distribuidas a lo largo del montaje. Carpenter sabe perfectamente que el mejor método para catalizar el crescendo del pánico, es que las “pequeñas células grises” (esto es de Poirot) del espectador sean capaces de fabular, extrapolando más allá de lo explícito.
Ese aura de misterio, que contribuye sin lugar a dudas a mantenernos en ascuas, me recuerda películas como “Estación Polar Cebra” (1968), de John Sturges, con los grandes Rock Hudson y Ernest Borgnine, o la también del estilo, protagonizada por Donald Shutherland, “Operación Isla del Oso” (1979), de Don Sharp.
Esa infusión de pánico y paranoia llega a su punto culminante con la fantástica escena del “test de la sangre”, que se realiza para descubrir quién está infectado. Una escena de gran valor “profético”, casi al extremo de la caricatura, que vemos cumplido en nuestros tiempos, en que las PCR están al orden del día para “descubrir” a los “sospechosos” de estar contagiados. ¡Cómo debe haber disfrutado el cineasta con esta corroboración del paso de los años !!
Siguiendo con la alusión al western, y lo aficionado que a él está Carpenter, ¿será casualidad (especulo de nuevo), que el escogido para la BSO fuera el maestro Ennio Morricone?
Bien sabido es que, igual que Alejandro Amenábar, John Carpenter ha escrito la paritura para piezas que él mismo ha realizado. Sin ir más lejos, y que ha quedado indeleble en nuestro imaginario, es la composición para Halloween. Con un simple acorde tritonal, y el despliegue minimalista del mismo a dos voces, consiguió uno de las más estremecedores y conocidos motivos de la historia del terror.
Carpenter es un director que no sólo tiene una base de cultura musical, sinó que también tiene claro qué es lo que quiere en la sucesión de secuencias del film. Morricone escribe bajo el dictado de lo que Carpenter tiene pensado (por un lado, es muy importante que ambas instancias se entiendan, para que la música haga su función en el todo de la película: realzar el dramatismo, actuar como los signos prosódicos, y dar el correspondiente relieve a las expresiones de la psicología de los personajes). Pero si Carpenter hubiera sido capaz de hacerlo él mismo, ¿es acaso la presencia de Morricone necesaria? ¿era tan sólo un reclamo publicitario, para así poderse igualar ante el público y la crítica, al trabajo que hicieran Jerry Goldsmith con “Alien”, o John Williams con “ET”?
En el caso de una comparativa, Morricone no cumple con el cometido antes mencionado, y sólo le veo la capacidad puntual de ornamentar unos huecos, en el ámbito del sonido, que los coros desgarradores y desfigurados de la voz del “bicho” no rellenan por si mismos. Aquí habría hecho falta un trabajo orquestal concienzudo para hacer de “The Thing”, algo todavía más terrorífico. Por las obras que conozco del italiano, no considero que éste estuviera especializado, en las historias de terror. Aunque sí luego demostró tener talento en la ciencia ficción con “Mision To Mars” (1999), de Brian de Palma.
“The Thing” es una película cuidadosamente concebida, organizada y estructurada, dotada de un ritmo trepidante desde su inicio hasta su fin, y en el que el elenco de artistas, sin ser de lo más glamuroso, pues la mayoría de ellos son secundarios históricos, a parte del ya legendario Kurt Russell, no desentonan en ningún momento.
El final es un elegante golpe de capote (para nada, a mi modo de ver, abierto), que deja a la imaginación del espectador, acometer la estocada mortal del macabro espectáculo, dentro del juego de innumerables elipses narrativas, estratégicamente distribuidas a lo largo del montaje. Carpenter sabe perfectamente que el mejor método para catalizar el crescendo del pánico, es que las “pequeñas células grises” (esto es de Poirot) del espectador sean capaces de fabular, extrapolando más allá de lo explícito.

4,5
3.048
5
26 de marzo de 2020
26 de marzo de 2020
27 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de recién vista la película, y ojeadas algunas críticas, coincido con algunos en que se queda corta: en tiempo, en imaginación y en brío. Si que es cierto que puede parecer que el ritmo es "lento" y puede llegar a "aburrir". Pero eso, para la clase de espectador medio que consume este producto puede ser argumento suficiente, pero no para quienes quieren ir un poco más allá del susto barato y de la trepidación (que para eso están las de Fast and Furious).
La aparente parsimonia a la que avanza la historia no es más (a mi modo de ver), que un recurso narrativo para explicar el insípido y monótono vacío existencial de sus personajes; ese "aburrimiento" que pueden percibir algunos espectadores, sería el espejo en el que pueden proyectar ese "nonsense" al que a veces vemos sumido el devenir de nuestras vidas en lo monótono: en los jóvenes (los empleados y la barista), que más allá de ello buscan lo excitante (en este caso lo paranormal), o se lo iventan (y con esto dan vida al mismo monstruo que crean en su imaginación); y los mayores (la decadente artista convertida en espiritista o medium, y el viejorro cansado de vivir).
Este plano contrasta con el suspense que se va generando, a expensas de alimentar el delirio intuitivo del expectador, y hacia la mitad de la cinta, mas o menos, el ritmo narrativo se va creciendo, alimentado por una banda sonora sinfónica (como pocas había podido disfrutar últimamente, porque la música siempre es la cenicienta de todo) que es de las pocas cosas que cabe ensalzar de la cinta.
Lo lastimoso es que el guión queda muy desaprovechado. Y lo que desbarata la película sin lugar a dudas es: o bién la incompetencia del guionista para resolver el hilo; con lo que entonces la película se queda sin trama: sólo un montón de indicios inconexos, que (quizás soy tonto y no lo supe ver) se quedan ahí a modo de enseres flotando después de un naufragio. ¿Alguien me puede explicar, por ejemplo, la trascendencia o relevancia de la historia del viejo en relación con la trama principal? ¿o lo que significan los números de las habitaciones? las notas del piano.... y otros tantos elementos de "planting" cinematográfico que al final da la sensación que se quedan en nada?
Y luego, uno de los empleados (el que hace de crisol de donde nace la supuesta historia horrorífica del background del filme), de repente dice que se lo inventa todo, y se pira sin más, y cuando ya se le cree fuera del plano narrativo, reaparece como si se hubiera dejado algo encima del mostrador o en la taquilla.
En este sentido, demasiado chapucero. Y en el caso de que este desastre no fuere porque sacaron al guionista de un contáiner de basura (cosa bastante habitual desde que iniciamos el segundo lustro de los 2000), es también probable que el productor, por falta de moneys o porque ya se pasaban de la maldita hora y media de duración que ahora está tanto de moda con la excusa esa del nivel de "arousal" del espectador, diera un portazo final dando por listo el producto, considerándolo suficiente para los devoradores de palomitas y aspiradoras de cocacola o pepsi, pero dejándonos a los demás con cara de leles.
Y repito que es lástima, porque con la cantidad de elementos ricos en simbolismos que se manejan en un contexto reducido en espacio y tiempo (se desarrolla todo en un pequeño hotel, durante un fin de semana), con unas interpretaciones bastante buenas, una partitura genial y una fotografía más que brillante, se va todo al traste.
Espero que pagasen bien al compositor y a los músicos de la orquesta, porque a mi parecer, de los 750.000 dólares de presupuesto se echaron bastantes a la basura. Otras películas con mucho menos de la mitad, han logrado más miga, y se han convertido en referentes de culto.
En resumen, creo pues que la materia prima y las intenciones eran buenas, pero que no ha habido arrestos de desarrolllar y acabar bién la receta, que habría podido ser para chuparse los dedos.
La aparente parsimonia a la que avanza la historia no es más (a mi modo de ver), que un recurso narrativo para explicar el insípido y monótono vacío existencial de sus personajes; ese "aburrimiento" que pueden percibir algunos espectadores, sería el espejo en el que pueden proyectar ese "nonsense" al que a veces vemos sumido el devenir de nuestras vidas en lo monótono: en los jóvenes (los empleados y la barista), que más allá de ello buscan lo excitante (en este caso lo paranormal), o se lo iventan (y con esto dan vida al mismo monstruo que crean en su imaginación); y los mayores (la decadente artista convertida en espiritista o medium, y el viejorro cansado de vivir).
Este plano contrasta con el suspense que se va generando, a expensas de alimentar el delirio intuitivo del expectador, y hacia la mitad de la cinta, mas o menos, el ritmo narrativo se va creciendo, alimentado por una banda sonora sinfónica (como pocas había podido disfrutar últimamente, porque la música siempre es la cenicienta de todo) que es de las pocas cosas que cabe ensalzar de la cinta.
Lo lastimoso es que el guión queda muy desaprovechado. Y lo que desbarata la película sin lugar a dudas es: o bién la incompetencia del guionista para resolver el hilo; con lo que entonces la película se queda sin trama: sólo un montón de indicios inconexos, que (quizás soy tonto y no lo supe ver) se quedan ahí a modo de enseres flotando después de un naufragio. ¿Alguien me puede explicar, por ejemplo, la trascendencia o relevancia de la historia del viejo en relación con la trama principal? ¿o lo que significan los números de las habitaciones? las notas del piano.... y otros tantos elementos de "planting" cinematográfico que al final da la sensación que se quedan en nada?
Y luego, uno de los empleados (el que hace de crisol de donde nace la supuesta historia horrorífica del background del filme), de repente dice que se lo inventa todo, y se pira sin más, y cuando ya se le cree fuera del plano narrativo, reaparece como si se hubiera dejado algo encima del mostrador o en la taquilla.
En este sentido, demasiado chapucero. Y en el caso de que este desastre no fuere porque sacaron al guionista de un contáiner de basura (cosa bastante habitual desde que iniciamos el segundo lustro de los 2000), es también probable que el productor, por falta de moneys o porque ya se pasaban de la maldita hora y media de duración que ahora está tanto de moda con la excusa esa del nivel de "arousal" del espectador, diera un portazo final dando por listo el producto, considerándolo suficiente para los devoradores de palomitas y aspiradoras de cocacola o pepsi, pero dejándonos a los demás con cara de leles.
Y repito que es lástima, porque con la cantidad de elementos ricos en simbolismos que se manejan en un contexto reducido en espacio y tiempo (se desarrolla todo en un pequeño hotel, durante un fin de semana), con unas interpretaciones bastante buenas, una partitura genial y una fotografía más que brillante, se va todo al traste.
Espero que pagasen bien al compositor y a los músicos de la orquesta, porque a mi parecer, de los 750.000 dólares de presupuesto se echaron bastantes a la basura. Otras películas con mucho menos de la mitad, han logrado más miga, y se han convertido en referentes de culto.
En resumen, creo pues que la materia prima y las intenciones eran buenas, pero que no ha habido arrestos de desarrolllar y acabar bién la receta, que habría podido ser para chuparse los dedos.
10 de julio de 2021
10 de julio de 2021
26 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo empezar con el cartel en el que vemos tras una ventana asomarse algo como E.T. el Extraterrestre, y la mala traducción del título “The Uninvited” (“Presencias Extrañas”), que en esto los de la marca “spain” somos unos campeones (la traducción literal del inglés sería “La/el/los/las no invitado/a/as/os”, y si del inglés pasamos al francés, “les indésirables”, de ahí al castellano nos sale “lo no deseado”), ya seguro que las expectivas de los del susto palomitero y de los amantes de las criaturas ultramundanas, se ven defraudadas, porque lo que los hermanos Charles y Thomas Guard nos montan es un “thriller” o pieza de cine negro (o “neo-noir”, como dirían los académicos).
A parte de las apariciones de estampa mística del espíritu de la madre difunta de la protagonista, que no cumplen otra función que la decorativa o de realce dramático, no podemos hablar de una película de terror en su estricto sentido (en eso la podríamos comparar a la que Harrison Ford protagoniza en “Lo que la Verdad Esconde” (2000).
En lo que a género o familia de películas podríamos asemejarla, para así tener orientados y satisfechos a los amantes de las etiquetas, es a las películas de los años cuarenta, que hallaron una mina en el psicoanálisis y los argumentos basados en el desquiciamiento de sus personajes (léase “The Red House” (1947), de Delmer Daves; “Doble Vida” (1948), de George Cuckor; “Secret Beyond The Door” (1947), de Fritz Lang; “Recuerda”(1945), de Alfred Hitchcock, “The Strange Love of Martha Ivers” (1946), de Lewis Millestone…). Quítenle el color (o la saturación, como se diría técnicamente) a la imagen, que se quede en blanco y negro, y tenemos ahí a una de esas producciones de los grandes de los 40.
A parte de un homenaje a estas producciones y sus directores, se puede apreciar un recurso narrativo sobre el que basar y construir el hilo de esta cinta, técnicamente correcta, poéticamente atractiva, y formalmente con algunas deficiencillas.
Por más vueltas que le doy, no atino a adivinar cuál es el criterio, y qué institución o autoridad tiene la jurisdicción para darle a “The Uninvited”, el sello de “remake” de “Dos Hermanas”, a la que llaman la “original”, y de elaboración “chinoski” (japonesa, coreana, vietnamita, china… da lo mismo). No la he visto, y no sé si la veré, pero el caso es que reducir “Presencias Extrañas” a un simple remake, da para alguna que otra discrepancia; si és sólo porque lo soltó uno o varios de esos críticos del un periódico jurásico de los USA, y quien lo lee, repite como loro o cotorra amaestrada, sin más, “ah, pues es cierto, es un “remaque”… no había caído en la cuenta…”, sólo por apuntarse a la iluminada idea de turno, mal vamos.
“The Uninvited” es una amalgama de referencias que podemos identificar en el plano de la narrativa, del argumento, el guion… hasta en la banda sonora. En todos hay rastros evidentes de guiños a clásicos, tanto del terror (que, repetimos, esta película no puede ser clasificada como tal), como del thriller, el drama… hasta el telefilme de sobremesa. Y es que la película contiene varias características que encajan con este formato; una de ellas, varios de los elementos del set: la posición acomodada en la que aparentemente viven los protagonistas (una mansión con su embarcadero y su casa aneja, los coches,…) los vestuarios, el maquillaque de spot publicitario que gastan los actores, así como la base de “cuento de Blancanieves”, sobre la que se puede antojar la historia.
El argumento de intriga y misterio hace de “The Uninvited” una cinta que sería perfectamente programable para un viernes o un sábado después de cenar, cuando los muñacos ya están sobando, o incluso una segunda sesión de domingo por la tarde de Antena3.
Aunque toda esta glamurosa ambientación pueda resutar recargada y un tanto empalagosa, en un año 2009 en el que se realiza la película, en plena crisis económica, pasar 90 minutos visionándola, permite al espectador de esa clase social media, ya sea desde la butaca del cine, o apoltronados en el sofá, evadirse de las penalidades económicas y fantasear un poco sobre la vivienda y la familia (en este caso no tanto), ideales.
La banda sonora de Christopher Young, sin ser un exponente de las obras maestras del género a las que se referencia en este filme, cumple con su cometido, aportando el aura necesaria que envuelve el desarrollo de toda la historia. Una música sinfónica, que las veces peca de demasiado cómplice de la deriva al susto o sobresalto en las escenas en las que se aparece el fantasma de la madre de Anna, pero que contribuye a crear la atmósfera elegante e intrigante de todo el rodaje. De hecho, el efecto de los espantos en determinados momentos que se quiere introducir un clímax de terror, se debe más a los efectos de la partitura, que a la apariencia de espantapájaros del espectro vengador.
La composición de Young se acopla con maestría al ritmo narrativo, y ya sólo con los primeros compases de cada track o secuencia da pistas para predisponernos emocionalmente ante lo que sucederá. Jamás estorbante, acentúa la intuición anticipativa del espectador.
El tema principal, como una especie de valse o canción infanto-juvenil del principio, que oiremos retomar con los títulos de crédito finales, y en algún momento central, es de una especial belleza evocadora de los de la saga original de Poltergeist (1982), o de Rosemary’s Baby (“La Semilla del Diablo”) (1968).
No podemos cantar excelencias del trabajo de los actores, ni por su caracterización, ni por su labor interpretativa. Exceptuando el efímero papel de Dean Paul Gibson como Dr. Silberling, los roles masculinos de Jesse Moss (Matt) y de David Strathairn (Steven, padre de Anna), no consiguen pasar el nivel de pedazos de alcornoque, que su condición de secundarios no justifica. A ello contribuye la bastante mala calidad de unos diálogos, que es imperdonable que hayan descuidado, haciendo zozobrar todo el conjunto de la obra.
A parte de las apariciones de estampa mística del espíritu de la madre difunta de la protagonista, que no cumplen otra función que la decorativa o de realce dramático, no podemos hablar de una película de terror en su estricto sentido (en eso la podríamos comparar a la que Harrison Ford protagoniza en “Lo que la Verdad Esconde” (2000).
En lo que a género o familia de películas podríamos asemejarla, para así tener orientados y satisfechos a los amantes de las etiquetas, es a las películas de los años cuarenta, que hallaron una mina en el psicoanálisis y los argumentos basados en el desquiciamiento de sus personajes (léase “The Red House” (1947), de Delmer Daves; “Doble Vida” (1948), de George Cuckor; “Secret Beyond The Door” (1947), de Fritz Lang; “Recuerda”(1945), de Alfred Hitchcock, “The Strange Love of Martha Ivers” (1946), de Lewis Millestone…). Quítenle el color (o la saturación, como se diría técnicamente) a la imagen, que se quede en blanco y negro, y tenemos ahí a una de esas producciones de los grandes de los 40.
A parte de un homenaje a estas producciones y sus directores, se puede apreciar un recurso narrativo sobre el que basar y construir el hilo de esta cinta, técnicamente correcta, poéticamente atractiva, y formalmente con algunas deficiencillas.
Por más vueltas que le doy, no atino a adivinar cuál es el criterio, y qué institución o autoridad tiene la jurisdicción para darle a “The Uninvited”, el sello de “remake” de “Dos Hermanas”, a la que llaman la “original”, y de elaboración “chinoski” (japonesa, coreana, vietnamita, china… da lo mismo). No la he visto, y no sé si la veré, pero el caso es que reducir “Presencias Extrañas” a un simple remake, da para alguna que otra discrepancia; si és sólo porque lo soltó uno o varios de esos críticos del un periódico jurásico de los USA, y quien lo lee, repite como loro o cotorra amaestrada, sin más, “ah, pues es cierto, es un “remaque”… no había caído en la cuenta…”, sólo por apuntarse a la iluminada idea de turno, mal vamos.
“The Uninvited” es una amalgama de referencias que podemos identificar en el plano de la narrativa, del argumento, el guion… hasta en la banda sonora. En todos hay rastros evidentes de guiños a clásicos, tanto del terror (que, repetimos, esta película no puede ser clasificada como tal), como del thriller, el drama… hasta el telefilme de sobremesa. Y es que la película contiene varias características que encajan con este formato; una de ellas, varios de los elementos del set: la posición acomodada en la que aparentemente viven los protagonistas (una mansión con su embarcadero y su casa aneja, los coches,…) los vestuarios, el maquillaque de spot publicitario que gastan los actores, así como la base de “cuento de Blancanieves”, sobre la que se puede antojar la historia.
El argumento de intriga y misterio hace de “The Uninvited” una cinta que sería perfectamente programable para un viernes o un sábado después de cenar, cuando los muñacos ya están sobando, o incluso una segunda sesión de domingo por la tarde de Antena3.
Aunque toda esta glamurosa ambientación pueda resutar recargada y un tanto empalagosa, en un año 2009 en el que se realiza la película, en plena crisis económica, pasar 90 minutos visionándola, permite al espectador de esa clase social media, ya sea desde la butaca del cine, o apoltronados en el sofá, evadirse de las penalidades económicas y fantasear un poco sobre la vivienda y la familia (en este caso no tanto), ideales.
La banda sonora de Christopher Young, sin ser un exponente de las obras maestras del género a las que se referencia en este filme, cumple con su cometido, aportando el aura necesaria que envuelve el desarrollo de toda la historia. Una música sinfónica, que las veces peca de demasiado cómplice de la deriva al susto o sobresalto en las escenas en las que se aparece el fantasma de la madre de Anna, pero que contribuye a crear la atmósfera elegante e intrigante de todo el rodaje. De hecho, el efecto de los espantos en determinados momentos que se quiere introducir un clímax de terror, se debe más a los efectos de la partitura, que a la apariencia de espantapájaros del espectro vengador.
La composición de Young se acopla con maestría al ritmo narrativo, y ya sólo con los primeros compases de cada track o secuencia da pistas para predisponernos emocionalmente ante lo que sucederá. Jamás estorbante, acentúa la intuición anticipativa del espectador.
El tema principal, como una especie de valse o canción infanto-juvenil del principio, que oiremos retomar con los títulos de crédito finales, y en algún momento central, es de una especial belleza evocadora de los de la saga original de Poltergeist (1982), o de Rosemary’s Baby (“La Semilla del Diablo”) (1968).
No podemos cantar excelencias del trabajo de los actores, ni por su caracterización, ni por su labor interpretativa. Exceptuando el efímero papel de Dean Paul Gibson como Dr. Silberling, los roles masculinos de Jesse Moss (Matt) y de David Strathairn (Steven, padre de Anna), no consiguen pasar el nivel de pedazos de alcornoque, que su condición de secundarios no justifica. A ello contribuye la bastante mala calidad de unos diálogos, que es imperdonable que hayan descuidado, haciendo zozobrar todo el conjunto de la obra.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Emily Browning (Anna), la ya veteranilla Elisabeth Banks (Rachel, la madrastra), y Arielle Kebbel (Alex), la hermana de Emily, forman la tríada estelar del reparto, y las que llevan el peso de un elenco de interpretaciones irregular según el personaje, y algo flojo en general.
En el caso de Strathaim, su carácter muermo queda algo camuflado, al suponerse que se trata de una persona que ha perdido a su familia: a su esposa de enfermedad, a su hija mayor en un accidente doméstico, y a la pequeña majara perdida en un sanatorio mental después de intentar cortarse las venas. No es el caso de Matt, que el pobre, a la postre de tener una inteligencia emocional inversamente proporcional a su atractivo físico, desaparece de la escena, ahogado en el mar, antes de revelarle a Anna lo único importante que el guión le hubiese podido permitir desvelar (pero era demasiado pronto, a medio metraje).
No por ello se puede decir que Banks, Browning y Kebbel (ésta de un modo más secundario, pero que salva su personaje propio y el de Anna), estén espléndidas. Lo que habría podido ser una soberbia intervención, se desvanece con la sobreactuada histeria en la cena de invitados, en la que Anna le hace caer el asado al suelo, y se jiba el banquete. Así como la postiza puesta en escena de su intento de sedar a Anna, para calmarla, en lo que ante nuestros ojos quiere hacerle parecer la mala. Con lo que su bien construída figura del inicio, se hace añicos (suerte que acaba muerta en el contenedor de basuras, con lo que ya no cabe que vaya a menos).
Personificada y pintarrajeada como la Bacall en El Exorcista (1973), antes de quedar requeteposesa por el demonio (para ello se guardan el make up para el monigote del fantasma), Emily Browning es salvada no por su buen hacer, sinó por todo lo que aportan los demás personajes, la cámara y la narrativa musical, que potencian todo lo que se quiere que percibamos de su alterado mundo interior, que al final se revela como la clave de todos los misterios: es ella, la que sin superar el trauma, mata a Rachel (bién empleado le está a la sujeta, ya que no deja de ser alguien realmente interesado, y causante de lo que sucedió); y como la memoria le hace descubrir cuando se da cuenta de que su hermana no es más que un espectro; que ella, accidentalmente fue la que provocó la explosión que acaba con la vida de Alex y de su madre, en su intento de incendiar la casa cuando pilla a su padre liado con la cuidadora (Rachel).
Con este factor sorpresa, el guión cierra su bién configurada estructura, sin que podamos reprocharle poca originalidad por usar un recurso que pusieron de moda, por ejemplo, Shyamalan con El Sexto Sentido (1999), o Amenábar con Los Otros (2001), que consiste simple y básicamente en cambiar la perspectiva subjetiva, y que en cualquier relato de misterio se da cuando se descubre la identidad del ladrón, el asesino, o lo que sea el causante de los males de los protagonistas. En el caso de “The Uninvited”, las pistas están más que cantadas, y no se necesitaría a Hércules Poirot, Scherlock Holmes, Colombo o Jessica Fletcher para resolver la trama. Sin embargo, obedeciendo a les leyes de la atención y la percepción, que nos hacen centrar en la “malvada” Rachel, nos la cuelan de lleno, y con ello logran el efectismo de la sorpresa final. Ni siquiera en ese momento, la Browning consigue ser creíble y hacer un auténtico número dramático sin miedo a pasarse de histriónica. Más bién al contrario, se queda con cara de pánfila, como diciendo sin más: “ah, si fui yo… perdón, no lo sabía”.
Una pregunta curiosa que me hice en acabar de ver el filme: ¿cuál de las cuatro se supone que es la intrusa? El fantasma de la madre? ¿Rachel, la madrastra que enciende la mecha de todo chingándose al marido de la enferma a la que cuidaba? ¿Alex, que al final resulta ser otro ente en las alucinaciones psicóticas de Anna? ¿O ésta, que regresa del sanatorio para ponerlo todo patas arriba?
En el caso de Strathaim, su carácter muermo queda algo camuflado, al suponerse que se trata de una persona que ha perdido a su familia: a su esposa de enfermedad, a su hija mayor en un accidente doméstico, y a la pequeña majara perdida en un sanatorio mental después de intentar cortarse las venas. No es el caso de Matt, que el pobre, a la postre de tener una inteligencia emocional inversamente proporcional a su atractivo físico, desaparece de la escena, ahogado en el mar, antes de revelarle a Anna lo único importante que el guión le hubiese podido permitir desvelar (pero era demasiado pronto, a medio metraje).
No por ello se puede decir que Banks, Browning y Kebbel (ésta de un modo más secundario, pero que salva su personaje propio y el de Anna), estén espléndidas. Lo que habría podido ser una soberbia intervención, se desvanece con la sobreactuada histeria en la cena de invitados, en la que Anna le hace caer el asado al suelo, y se jiba el banquete. Así como la postiza puesta en escena de su intento de sedar a Anna, para calmarla, en lo que ante nuestros ojos quiere hacerle parecer la mala. Con lo que su bien construída figura del inicio, se hace añicos (suerte que acaba muerta en el contenedor de basuras, con lo que ya no cabe que vaya a menos).
Personificada y pintarrajeada como la Bacall en El Exorcista (1973), antes de quedar requeteposesa por el demonio (para ello se guardan el make up para el monigote del fantasma), Emily Browning es salvada no por su buen hacer, sinó por todo lo que aportan los demás personajes, la cámara y la narrativa musical, que potencian todo lo que se quiere que percibamos de su alterado mundo interior, que al final se revela como la clave de todos los misterios: es ella, la que sin superar el trauma, mata a Rachel (bién empleado le está a la sujeta, ya que no deja de ser alguien realmente interesado, y causante de lo que sucedió); y como la memoria le hace descubrir cuando se da cuenta de que su hermana no es más que un espectro; que ella, accidentalmente fue la que provocó la explosión que acaba con la vida de Alex y de su madre, en su intento de incendiar la casa cuando pilla a su padre liado con la cuidadora (Rachel).
Con este factor sorpresa, el guión cierra su bién configurada estructura, sin que podamos reprocharle poca originalidad por usar un recurso que pusieron de moda, por ejemplo, Shyamalan con El Sexto Sentido (1999), o Amenábar con Los Otros (2001), que consiste simple y básicamente en cambiar la perspectiva subjetiva, y que en cualquier relato de misterio se da cuando se descubre la identidad del ladrón, el asesino, o lo que sea el causante de los males de los protagonistas. En el caso de “The Uninvited”, las pistas están más que cantadas, y no se necesitaría a Hércules Poirot, Scherlock Holmes, Colombo o Jessica Fletcher para resolver la trama. Sin embargo, obedeciendo a les leyes de la atención y la percepción, que nos hacen centrar en la “malvada” Rachel, nos la cuelan de lleno, y con ello logran el efectismo de la sorpresa final. Ni siquiera en ese momento, la Browning consigue ser creíble y hacer un auténtico número dramático sin miedo a pasarse de histriónica. Más bién al contrario, se queda con cara de pánfila, como diciendo sin más: “ah, si fui yo… perdón, no lo sabía”.
Una pregunta curiosa que me hice en acabar de ver el filme: ¿cuál de las cuatro se supone que es la intrusa? El fantasma de la madre? ¿Rachel, la madrastra que enciende la mecha de todo chingándose al marido de la enferma a la que cuidaba? ¿Alex, que al final resulta ser otro ente en las alucinaciones psicóticas de Anna? ¿O ésta, que regresa del sanatorio para ponerlo todo patas arriba?
13 de junio de 2021
13 de junio de 2021
25 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
La productora H Collective, por mano de James Gunn, parece apostar por un producto que hibrida,principalmente dos géneros cinematográficos: el de terror, que así es como nos aparece catalogada la película, con el fantástico de super héroes. Dentro del género de terror, además, podemos hallar trazas de varios subgéneros, en múltiples referencias o guiños en los que identificar otras producciones, algunas de ellas de culto: desde el asesinato en serie, pasando por el “gore” sanguinolento, el infante psicópata y asesino, hasta el arquetipo de la esencia del mal encarnado.
Con esta operación, como utilizando una fórmula matemática con la que mezclar ingredientes de varias recetas para recombinar un nuevo cóctel, se gestó “Brightburn”, que por lo menos comercialmente dio sus frutos, ya que los seis millones de dólares de presupuesto con que se levantó el filme se recuperaron con creces en taquilla, donde se recaudaron más de treinta y tres.
Asimismo, la recepción de la crítica, aunque algo dispar, otorga a esta producción una generosa calificación media en diferentes medios y plataformas de cine, sobretodo por parte de la audiencia.
Y es que, a parte de jugársela, porque el combinar dos categorías narrativas diferentes no tiene porque garantizar el éxito, aunque por separado cada una tenga su constelación de incondicionales, el director David Yarovesky aplica un arriesgado juego de inversiones en el simbolismo del argumento, que requiere un cierto nivel de pericia para que el resultado sea mínimamente digno.
Con apenas media docena de cintas en el zurrón , el joven realizador no deja de ser un envite para los que sueltan la pasta, pero esto suele ser común en el mundo de la empresa norteamericana. Para ellos, fue suficiente el éxito de “Hive” (2015), en la que Yarovesky ya hizo algo similar.
Lo que asomará finalmente en la pantalla, aún contando que tendrá sus detractores, abarca el interés (por lo menos), de un considerable espectro de afines, que no dejarán de ver algo original en línea del tipo de ficción de qué más gustan.
Además, como suele ocurrir en los pubs más arregladitos, el cubata se nos sirve con sus cubitos, y un toque especiado que le da el sarcástico tono subyacente, bastante visible en varios momentos del desarrollo de la trama; el barniz de humor negro que resaltan no pocas escenas, es una de las características que pueden despertar nuestra simpatía hacia los personajes y las situaciones que viven. Incluso en la que uno de los policías que acuden a inspeccionar la casa de Brandon acaba como si un “velociraptor” se lo hubiera trincado, dejándolo todo perdido de vísceras, esconde en su horripilante (y asquerosilla) apariencia, ese punto de cruel sadismo satírico, para conectar con la vena sociópata de cada espectador.
La fotografía toma unos encuadres bastante reducidos de las localizaciones espacio temporales, y ello obliga a un cierto esfuerzo de extrapolación mental, para dar continuidad al todo del “set” en el que se circunscribe la acción; sus límites se ciñen a la tramoya formada por una pequeña localidad estadounidense, y a sus forestales entornos.
Hay que reconocer que la mano de Michael Dallatorre sabe sacar luminosos y coloridos planos de los bosques y parques del pueblo donde se sucede todo, en contraste con las sombrías secuencias nocturnas de las que reviste las fechorías de Brandon, y la premonición de su advenimiento.
La partitura original de Tim Williams, más potente que inquietante, otorga peso específico al dramatismo, hasta el punto de darle demasiado portento sobre lo modestos o más simples que son otros aspectos. A nivel extradiegético, los efectos de las cuerdas, el metal y la percusión, así como algunos de sintetizador, son los que cargan con el peso de la misión de crear y mantener una atmósfera inquietante y aterradora. En los títulos de crédito finales, y más a nivel diegético, la canción “Bad Guy” de Billie Eilish es la que tiene el cometido de recordarnos ese carácter ácido y socarrón con el que se nos cuenta lo malvado que ha sido (y será… ) nuestro angelito Brandon. A todo esto, he visto el videoclip original de esta canción, y su imagen transmite exactamente ese mismo valor irónicamente apologético del travieso, aspirante a gamberro (musicalmente horrorosa).
En general, los personajes están bien construidos, y las relaciones entre ellos son el centro de gravedad alrededor del que se teje el argumento. Sin duda, el núcleo de la fuerza de atracción hacia la cinta es el tan temible, como a veces estrafalario, Brandon; si ominoso y espeluznante se muestra cuando fulmina con su mirada, se convulsiona como poseído de una fuerza externa maligna en el granero, o le rebotan las balas ante la desesperada mirada impotente de su padre, incomprensiblemente ridículo y chocarrero se antoja con el atuendo que usa para mostrarse en acción de sus trastadas (a excepción de cuando atiza a sus compis de cole).
Elisabeth Banks (Tori, madre de Bryan), con una carrera que se remonta hasta 1999, con títulos reconocidos en sus espaldas, ya sea como prota o como secundaria (Los Juegos del Hambre, La Cumbre, Presencias Extrañas, Los Próximos Tres Días,…), en el papel de madre devota, fiel y protectora hasta lo inconcebible de su hijo, es el segundo puntal sobre el que se sostiene la interpretación, cerrando el triángulo de los principales un menos conocido David Denman, que hace un notable esfuerzo para resultar creíble en la posición de un padre con el que nos identificamos en su paulatino descubrimiento de lo que es su “hijo”, a la par que sus temores se van convirtiendo en mortal pesadilla.
El resto, poco aportan a la cinta, tanto por su efimeridad en la historia, como por lo poco convincente que alguno resulta (por ejemplo Becky Wahlstrom, que interpreta a la malograda madre de Erica Connor, compañera de escuela de Brandon, hacia la que éste vierte un interés amoroso, pero demostradamente malsano y posesivo).
Con esta operación, como utilizando una fórmula matemática con la que mezclar ingredientes de varias recetas para recombinar un nuevo cóctel, se gestó “Brightburn”, que por lo menos comercialmente dio sus frutos, ya que los seis millones de dólares de presupuesto con que se levantó el filme se recuperaron con creces en taquilla, donde se recaudaron más de treinta y tres.
Asimismo, la recepción de la crítica, aunque algo dispar, otorga a esta producción una generosa calificación media en diferentes medios y plataformas de cine, sobretodo por parte de la audiencia.
Y es que, a parte de jugársela, porque el combinar dos categorías narrativas diferentes no tiene porque garantizar el éxito, aunque por separado cada una tenga su constelación de incondicionales, el director David Yarovesky aplica un arriesgado juego de inversiones en el simbolismo del argumento, que requiere un cierto nivel de pericia para que el resultado sea mínimamente digno.
Con apenas media docena de cintas en el zurrón , el joven realizador no deja de ser un envite para los que sueltan la pasta, pero esto suele ser común en el mundo de la empresa norteamericana. Para ellos, fue suficiente el éxito de “Hive” (2015), en la que Yarovesky ya hizo algo similar.
Lo que asomará finalmente en la pantalla, aún contando que tendrá sus detractores, abarca el interés (por lo menos), de un considerable espectro de afines, que no dejarán de ver algo original en línea del tipo de ficción de qué más gustan.
Además, como suele ocurrir en los pubs más arregladitos, el cubata se nos sirve con sus cubitos, y un toque especiado que le da el sarcástico tono subyacente, bastante visible en varios momentos del desarrollo de la trama; el barniz de humor negro que resaltan no pocas escenas, es una de las características que pueden despertar nuestra simpatía hacia los personajes y las situaciones que viven. Incluso en la que uno de los policías que acuden a inspeccionar la casa de Brandon acaba como si un “velociraptor” se lo hubiera trincado, dejándolo todo perdido de vísceras, esconde en su horripilante (y asquerosilla) apariencia, ese punto de cruel sadismo satírico, para conectar con la vena sociópata de cada espectador.
La fotografía toma unos encuadres bastante reducidos de las localizaciones espacio temporales, y ello obliga a un cierto esfuerzo de extrapolación mental, para dar continuidad al todo del “set” en el que se circunscribe la acción; sus límites se ciñen a la tramoya formada por una pequeña localidad estadounidense, y a sus forestales entornos.
Hay que reconocer que la mano de Michael Dallatorre sabe sacar luminosos y coloridos planos de los bosques y parques del pueblo donde se sucede todo, en contraste con las sombrías secuencias nocturnas de las que reviste las fechorías de Brandon, y la premonición de su advenimiento.
La partitura original de Tim Williams, más potente que inquietante, otorga peso específico al dramatismo, hasta el punto de darle demasiado portento sobre lo modestos o más simples que son otros aspectos. A nivel extradiegético, los efectos de las cuerdas, el metal y la percusión, así como algunos de sintetizador, son los que cargan con el peso de la misión de crear y mantener una atmósfera inquietante y aterradora. En los títulos de crédito finales, y más a nivel diegético, la canción “Bad Guy” de Billie Eilish es la que tiene el cometido de recordarnos ese carácter ácido y socarrón con el que se nos cuenta lo malvado que ha sido (y será… ) nuestro angelito Brandon. A todo esto, he visto el videoclip original de esta canción, y su imagen transmite exactamente ese mismo valor irónicamente apologético del travieso, aspirante a gamberro (musicalmente horrorosa).
En general, los personajes están bien construidos, y las relaciones entre ellos son el centro de gravedad alrededor del que se teje el argumento. Sin duda, el núcleo de la fuerza de atracción hacia la cinta es el tan temible, como a veces estrafalario, Brandon; si ominoso y espeluznante se muestra cuando fulmina con su mirada, se convulsiona como poseído de una fuerza externa maligna en el granero, o le rebotan las balas ante la desesperada mirada impotente de su padre, incomprensiblemente ridículo y chocarrero se antoja con el atuendo que usa para mostrarse en acción de sus trastadas (a excepción de cuando atiza a sus compis de cole).
Elisabeth Banks (Tori, madre de Bryan), con una carrera que se remonta hasta 1999, con títulos reconocidos en sus espaldas, ya sea como prota o como secundaria (Los Juegos del Hambre, La Cumbre, Presencias Extrañas, Los Próximos Tres Días,…), en el papel de madre devota, fiel y protectora hasta lo inconcebible de su hijo, es el segundo puntal sobre el que se sostiene la interpretación, cerrando el triángulo de los principales un menos conocido David Denman, que hace un notable esfuerzo para resultar creíble en la posición de un padre con el que nos identificamos en su paulatino descubrimiento de lo que es su “hijo”, a la par que sus temores se van convirtiendo en mortal pesadilla.
El resto, poco aportan a la cinta, tanto por su efimeridad en la historia, como por lo poco convincente que alguno resulta (por ejemplo Becky Wahlstrom, que interpreta a la malograda madre de Erica Connor, compañera de escuela de Brandon, hacia la que éste vierte un interés amoroso, pero demostradamente malsano y posesivo).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Los actores de reparto van dando el pego, sobretodo Matt L. Jones, (amigo del padre de Brandon), y Meredith Hagner (hermana de Tori, y psicóloga orientadora de la escuela dónde va éste).
El guión arranca la historia con brío, generando intriga e inquietud: no sabemos que deparará a estos desesperados padres por tener un vástago, con la “milagrosa” e inesperada llegada de lo que les cae del cielo (valga la redundancia). La forma en que Brandon llega, nos retrotrae a la historia de Superman: mismo contexto, ambiente rural… por lo tanto ahí ya intuimos parte de lo que vendrá, sólo que invertido en el orden de la naturaleza del legendario superhéroe.
Una fase inicial nos enseña como Kyle y Tori Breyer se dejan la piel para educar con todo su esmero a este regalo venido de vete a saber donde (véase la escena del cumpleaños, en la que el padre se niega a que le regalen una escopeta al niño, cosa por otra parte socialmente aceptada en la cultura de aquella parte de yanquilandia).
Pero el caso es que nuestro “garbancito”, poco a poco, se va convirtiendo en un potencial monstruo, autor de las más deleznables canalladas, haciendo gala de una maldad sin freno en su desparpajo; en la meseta central de la trama, asistimos a una consecución de desmanes, que además va in crescendo, desde romperle la mano a la que se supone que le pone (yo tenia entendido que a las chicas se les “pedía la mano”, no se les rompía), hasta cargarse al marido de su tía de la manera más cruel y despiadada (luego hará lo propio con sus progenitores).
Ya ven pues, que la cosa como que acaba con las ganas de criar peques…
En la recta final, asistimos con el mismo desespero del padre intentando convencer a la madre sobreprotectora de que su hijo no es lo que ella cree, y a la impotencia y espanto de ver que el intento de “sacrificar” a la criatura de un tiro “por el bién de todos”, acaba con la bala rebotando (está claro que el canijo tiene superpoderes), y el triste final del desdichado Kyle.
Claramente referenciando a Superman, la madre descubre que el metal de la “cápsula” o “nave” en la que aterrizó Brandon, es lo único que lo puede lastimar. Pero ese metal acaba clavado en ella, y el muchacho, en un ascenso ritual bajo el cielo nocturno, la eleva como cuando Lois es subida por su amado héroe, pero no para volar con ella, sinó para soltarla i rematarla del tortazo, como un quebrantahuesos. Gran poder evocador tiene este final, pero con resultados diferentes, por obvias razones.
Este paralelismo inverso con la figura de Superman, lo tenemos analógico en la figura del Damien de “La Profecía”…: todos los que intentan neutralizarle (por lo menos en las dos primeras entregas), acaban muertos, y él se va de rositas del pifostio.
La pieza de metal con la que Tori intenta acabar con la vida de su hijo, es a “Brightburn” lo que las Siete Dagas son a “La Profecía” y “La Maldición de Damien”, que acaban, o sin usarse, o clavadas en el vientre equivocado. En fin, que no hay piedad ni misericordia para los que no se apuntan al carro del malo, llamémosle Brandon o Damien.
A la par, resulta evidente, no hace falta que Sherlock Holmes saque la lupa para ello, que la figura del antes mencionado Superman, bebe descaradamente del mito del Mesías del Cristianismo. O acaso no es bastante análoga la historia de Jesús de Nazaret? (alguien que viene milagrosamente del cielo, con superpoderes con los que ayuda a los demás).
Supermán es a Cristo, lo que Brandon es al Anticristo; o, visto de otra manera, Brandon es la inversión de Supermán, como figura invertida del Cristo es el Anticristo. Al final, un bonito cuadro de referencias de las que se sirve David Yarovesky para elaborar su receta, que de calle puede confiar en que el público la despache sin remilgos, ya que está incrustada en el imaginario colectivo de todos (eficacia probada).
Así, pues, si os van las matemáticas, resolvemos esta regla de tres: … “equis” igual a: “Anti Supermán”.
El guión arranca la historia con brío, generando intriga e inquietud: no sabemos que deparará a estos desesperados padres por tener un vástago, con la “milagrosa” e inesperada llegada de lo que les cae del cielo (valga la redundancia). La forma en que Brandon llega, nos retrotrae a la historia de Superman: mismo contexto, ambiente rural… por lo tanto ahí ya intuimos parte de lo que vendrá, sólo que invertido en el orden de la naturaleza del legendario superhéroe.
Una fase inicial nos enseña como Kyle y Tori Breyer se dejan la piel para educar con todo su esmero a este regalo venido de vete a saber donde (véase la escena del cumpleaños, en la que el padre se niega a que le regalen una escopeta al niño, cosa por otra parte socialmente aceptada en la cultura de aquella parte de yanquilandia).
Pero el caso es que nuestro “garbancito”, poco a poco, se va convirtiendo en un potencial monstruo, autor de las más deleznables canalladas, haciendo gala de una maldad sin freno en su desparpajo; en la meseta central de la trama, asistimos a una consecución de desmanes, que además va in crescendo, desde romperle la mano a la que se supone que le pone (yo tenia entendido que a las chicas se les “pedía la mano”, no se les rompía), hasta cargarse al marido de su tía de la manera más cruel y despiadada (luego hará lo propio con sus progenitores).
Ya ven pues, que la cosa como que acaba con las ganas de criar peques…
En la recta final, asistimos con el mismo desespero del padre intentando convencer a la madre sobreprotectora de que su hijo no es lo que ella cree, y a la impotencia y espanto de ver que el intento de “sacrificar” a la criatura de un tiro “por el bién de todos”, acaba con la bala rebotando (está claro que el canijo tiene superpoderes), y el triste final del desdichado Kyle.
Claramente referenciando a Superman, la madre descubre que el metal de la “cápsula” o “nave” en la que aterrizó Brandon, es lo único que lo puede lastimar. Pero ese metal acaba clavado en ella, y el muchacho, en un ascenso ritual bajo el cielo nocturno, la eleva como cuando Lois es subida por su amado héroe, pero no para volar con ella, sinó para soltarla i rematarla del tortazo, como un quebrantahuesos. Gran poder evocador tiene este final, pero con resultados diferentes, por obvias razones.
Este paralelismo inverso con la figura de Superman, lo tenemos analógico en la figura del Damien de “La Profecía”…: todos los que intentan neutralizarle (por lo menos en las dos primeras entregas), acaban muertos, y él se va de rositas del pifostio.
La pieza de metal con la que Tori intenta acabar con la vida de su hijo, es a “Brightburn” lo que las Siete Dagas son a “La Profecía” y “La Maldición de Damien”, que acaban, o sin usarse, o clavadas en el vientre equivocado. En fin, que no hay piedad ni misericordia para los que no se apuntan al carro del malo, llamémosle Brandon o Damien.
A la par, resulta evidente, no hace falta que Sherlock Holmes saque la lupa para ello, que la figura del antes mencionado Superman, bebe descaradamente del mito del Mesías del Cristianismo. O acaso no es bastante análoga la historia de Jesús de Nazaret? (alguien que viene milagrosamente del cielo, con superpoderes con los que ayuda a los demás).
Supermán es a Cristo, lo que Brandon es al Anticristo; o, visto de otra manera, Brandon es la inversión de Supermán, como figura invertida del Cristo es el Anticristo. Al final, un bonito cuadro de referencias de las que se sirve David Yarovesky para elaborar su receta, que de calle puede confiar en que el público la despache sin remilgos, ya que está incrustada en el imaginario colectivo de todos (eficacia probada).
Así, pues, si os van las matemáticas, resolvemos esta regla de tres: … “equis” igual a: “Anti Supermán”.

5,2
1.067
8
23 de mayo de 2022
23 de mayo de 2022
23 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para todos aquellos a quienes todavía tocó hacer la “mili” les sonará lo de las “imaginarias”, las guardias que, por turnos, hacían los cuarteleros mientras todo el mundo estaba durmiendo. De ellas, decían que la peor era la tercera imaginaria, puesto que partía el sueño de la noche, por estar entre las dos y las cuatro de la madrugada.
En general, es lo que hacen todas las personas que, por mor de las características de su trabajo, se dedican a sus tareas laborales cuando el resto de peña está sobando. Tal idea, es uno de los presupuestos de planteamiento básico del argumento de “Last Shift”… una policía (novata, joven, un tanto insegura, pero decidida a cumplir su cometido como una buena profesional que es, por imperativo genealógico), se encarga de hacer el último turno de vigilancia de una desballestada comisaría, de la que quedan sólo los restos o deshechos de lo que fue usado por los habitantes de aquella estación, y ahora por inservible u obsoleto se ha quedado ahí, como rancio y funesto memorial, esperando a que una compañía de limpieza venga a despacharlo al fin del turno de la prota.
Si se hubiese tratado de un veterano(a) del servicio, igual hubiese mandado a tomar por culo al mando que se le hubiese ocurrido la “brillante” idea de colocarlo(a) en semejante cuchitril a las tantas de la noche (no me veo a Clint Eastwood o al Shutherland de 24h. cumpliendo tal cometido), o sea que se la carga una primeriza por real decreto, que sustituye en el aparentemente efímero cargo a un sénior que le da las instrucciones al uso, a parte de las llaves. Un agente que, a su vez, a parte de granado de paso, parece estar más quemado que un fósforo usado.
Si no fuera por las anticipaciones que el cerebro genera ágilmente en saber que se trata de un producto de terror (y aun así), uno ya piensa en la horita y media de bostezos que podrá compartir con la actriz principal en el berenjenal en el que nos han puesto (es una película en la que nos podemos virtualmente pasar todo el rato al “lado” del personaje, pues tiene una especial capacidad de absorción diegética). En efecto, el set y el encuadre de la acción está tan focalizado y reducido casi (y digo casi porque tenemos dos fugaces escenas exteriores en las inmediaciones) a las cuatro paredes del tugurio en cuestión, que en los 90 minutos que dura el metraje uno puede llegar a creer que comparte espacio y charla con la bella Juliana Harkavy (interpretando a la agente Jessica Loren). Y no precisamente una larga y aburrida “imaginaria”, sinó una asfixiante, lúgubre y adrenalítica aventura, primero de exploración, y después de intento de huída de lo que antaño había sucedido en el desballestado acuartelamiento policial.
Desde el principio, tanto el trabajo de direción de Di Blasi como las habilidades interpretativas de Harkavy se compenetran para conseguir que nos identifiquemos con la situación de la oficial novicia, especialmente para todos aquellos que en algún momento nos hayamos dedicado a tareas parejas, sin necesariamente llevar encima todo el pertrecho de un agente, pero en el mismo tedioso, pero a la vez estimulante en sus principios, pues todo trabajo tiene esa parte incial que mezcla expectación con inquietud e incertidumbre, marco de un trabajo en el que la soledad será la principal compañera en las horas de currele.
Las experiencias que yo mismo viví durante tres veranos, dedicándome a vigilar de noche en un ya vetusto camping para veraneantes adictos a lo simple, sencillo, barato y “de toda la vida”, me situaron al lado de la tan pardilla como valiente oficial de policía.
Por mucho que uno o una le eche ganas, estas labores crean un vacío que la mente intentará enseguida, por todos los medios, rellenar a base de horas de pensamientos, divagaciones… y, en última instancia el sopor, sobretodo a las puertas de terminar el turno, cuando ya asoman las 7 de la mañana. Tan sólo las puntuales y efímeras “apariciones” (valga la redundancia), de personajes y personajas que, por lo que sea, rondan por ahí a las tantas de la vigília, constituyen el único contacto (por lo menos en apariencia) con la realidad, a la que nos podremos agarrar en medio de tanto hueco espacio-temporal.
Un fantástico trabajo que el propio realizador lleva a cabo en el manejo del guión, con el apoyo de Scott Polley, nos ubica en una doble tesitura que no se nos hará diáfana hasta el final del metraje, y que demostrará que la creatividad y el ingenio están por encima de las posibilidades presupostarias de una cinta que, sin saber cuál era el monto pecuniario destinado para producirla, claramente se nos antoja de bajo caché en este sentido.
A pesar de ello, tenemos una factura técnica en la que destaca una ágil fotografía que contribuye sobremanea a crear la atmósfera necesaria para hacer el delirante viaje con la principal: Austin F. Schmidt, al mando de la cámara, ayuda sobremanera a delimitar los espacios narrativos: un exterior nocturno, que se nos antoja como una especie de limbo, al qual Jennifer accederá en contadas ocasiones, como frágil punto (no demasiado “iluminado”) de contacto con una objetividad que cada vez más a duras penas le servirá de apoyo para mantener los “pies en tierra”.
El paulatino estrés, y consiguiente desquiciamento del prácticamente único personaje sobre el que nos focalizaremos, nuestro referente, nos llevarán a hacernos una batería de reflexiones i preguntas sobre la salud mental de la oficial Jennifer, ya no sólo en el momento en el que le empieza a desbordar todo, sinó ya desde un principio: la conversación telefónica del inicio con su madre, justo antes de entrar en la comisaría, denotan un quebradizo equilibrio de sus facultades, a la par que con la manifestación de un nada despreciable síndrome de dependencia de la chica hacia sus seres queridos.
No es de extrañar, dado que su padre, también policía, en la misma comisaría que ella guarda con tanto celo competencial, en aquél mismo lugar, junto a otros compañeros suyos,
En general, es lo que hacen todas las personas que, por mor de las características de su trabajo, se dedican a sus tareas laborales cuando el resto de peña está sobando. Tal idea, es uno de los presupuestos de planteamiento básico del argumento de “Last Shift”… una policía (novata, joven, un tanto insegura, pero decidida a cumplir su cometido como una buena profesional que es, por imperativo genealógico), se encarga de hacer el último turno de vigilancia de una desballestada comisaría, de la que quedan sólo los restos o deshechos de lo que fue usado por los habitantes de aquella estación, y ahora por inservible u obsoleto se ha quedado ahí, como rancio y funesto memorial, esperando a que una compañía de limpieza venga a despacharlo al fin del turno de la prota.
Si se hubiese tratado de un veterano(a) del servicio, igual hubiese mandado a tomar por culo al mando que se le hubiese ocurrido la “brillante” idea de colocarlo(a) en semejante cuchitril a las tantas de la noche (no me veo a Clint Eastwood o al Shutherland de 24h. cumpliendo tal cometido), o sea que se la carga una primeriza por real decreto, que sustituye en el aparentemente efímero cargo a un sénior que le da las instrucciones al uso, a parte de las llaves. Un agente que, a su vez, a parte de granado de paso, parece estar más quemado que un fósforo usado.
Si no fuera por las anticipaciones que el cerebro genera ágilmente en saber que se trata de un producto de terror (y aun así), uno ya piensa en la horita y media de bostezos que podrá compartir con la actriz principal en el berenjenal en el que nos han puesto (es una película en la que nos podemos virtualmente pasar todo el rato al “lado” del personaje, pues tiene una especial capacidad de absorción diegética). En efecto, el set y el encuadre de la acción está tan focalizado y reducido casi (y digo casi porque tenemos dos fugaces escenas exteriores en las inmediaciones) a las cuatro paredes del tugurio en cuestión, que en los 90 minutos que dura el metraje uno puede llegar a creer que comparte espacio y charla con la bella Juliana Harkavy (interpretando a la agente Jessica Loren). Y no precisamente una larga y aburrida “imaginaria”, sinó una asfixiante, lúgubre y adrenalítica aventura, primero de exploración, y después de intento de huída de lo que antaño había sucedido en el desballestado acuartelamiento policial.
Desde el principio, tanto el trabajo de direción de Di Blasi como las habilidades interpretativas de Harkavy se compenetran para conseguir que nos identifiquemos con la situación de la oficial novicia, especialmente para todos aquellos que en algún momento nos hayamos dedicado a tareas parejas, sin necesariamente llevar encima todo el pertrecho de un agente, pero en el mismo tedioso, pero a la vez estimulante en sus principios, pues todo trabajo tiene esa parte incial que mezcla expectación con inquietud e incertidumbre, marco de un trabajo en el que la soledad será la principal compañera en las horas de currele.
Las experiencias que yo mismo viví durante tres veranos, dedicándome a vigilar de noche en un ya vetusto camping para veraneantes adictos a lo simple, sencillo, barato y “de toda la vida”, me situaron al lado de la tan pardilla como valiente oficial de policía.
Por mucho que uno o una le eche ganas, estas labores crean un vacío que la mente intentará enseguida, por todos los medios, rellenar a base de horas de pensamientos, divagaciones… y, en última instancia el sopor, sobretodo a las puertas de terminar el turno, cuando ya asoman las 7 de la mañana. Tan sólo las puntuales y efímeras “apariciones” (valga la redundancia), de personajes y personajas que, por lo que sea, rondan por ahí a las tantas de la vigília, constituyen el único contacto (por lo menos en apariencia) con la realidad, a la que nos podremos agarrar en medio de tanto hueco espacio-temporal.
Un fantástico trabajo que el propio realizador lleva a cabo en el manejo del guión, con el apoyo de Scott Polley, nos ubica en una doble tesitura que no se nos hará diáfana hasta el final del metraje, y que demostrará que la creatividad y el ingenio están por encima de las posibilidades presupostarias de una cinta que, sin saber cuál era el monto pecuniario destinado para producirla, claramente se nos antoja de bajo caché en este sentido.
A pesar de ello, tenemos una factura técnica en la que destaca una ágil fotografía que contribuye sobremanea a crear la atmósfera necesaria para hacer el delirante viaje con la principal: Austin F. Schmidt, al mando de la cámara, ayuda sobremanera a delimitar los espacios narrativos: un exterior nocturno, que se nos antoja como una especie de limbo, al qual Jennifer accederá en contadas ocasiones, como frágil punto (no demasiado “iluminado”) de contacto con una objetividad que cada vez más a duras penas le servirá de apoyo para mantener los “pies en tierra”.
El paulatino estrés, y consiguiente desquiciamento del prácticamente único personaje sobre el que nos focalizaremos, nuestro referente, nos llevarán a hacernos una batería de reflexiones i preguntas sobre la salud mental de la oficial Jennifer, ya no sólo en el momento en el que le empieza a desbordar todo, sinó ya desde un principio: la conversación telefónica del inicio con su madre, justo antes de entrar en la comisaría, denotan un quebradizo equilibrio de sus facultades, a la par que con la manifestación de un nada despreciable síndrome de dependencia de la chica hacia sus seres queridos.
No es de extrañar, dado que su padre, también policía, en la misma comisaría que ella guarda con tanto celo competencial, en aquél mismo lugar, junto a otros compañeros suyos,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
fue víctima de lo que parecía un ritual satánico, incluso después de haber apresado y enchironado a un peligroso grupo o secta de adoradores de vete a saber qué poderes malignos.
Esta quebradiza naturaleza de las “luces” de la agente Loren queda magníficamente dibujada en los destellos, cada vez más frecuentes y exagerados de la fría luz de la que está provista el edificio, alternados con los episodios de oscuridad absoluta que la policía intenta iluminar, a veces en vano, con su linterna, encerrada en la propia celda en la que ella ha puesto finalmente al vagabundo que merodeaba por el lugar. Ello, combinado con los flashes casi subliminales de las imágenes de los adoradores de la secta, que parece acechar incluso todavía desde el más allá, y de las visiones de las jóvenes doncellas con sus cabezas cubiertas con sacos de ropa y sus canciones infantiles (presuntamente preparadas para la suerte de inmolación/ tortura/masacre ritual); todo pintarrajeado con restos rojos de sangre que le dan el toque más gore al asunto. Aprisionados con la protagonista en esta su realidad construída, nos hace debatir sobre esta dualidad sobrenatural versus delirio psicótico, red en la que quedamos atrapados como espectadores.
Éste es el golpe maestro deA DiBlasi: conseguir que nuestro cerebro, primero casi imperceptiblemente, y posteriormente con una gradual, hasta exponencial al final de la cinta, vaya debatiéndose entre la realidad objetiva de lo sobrenatural, y la posibilidad de que la tipa se vaya volviendo majara por momentos, asfixiada por los recuerdos, la tristeza de la pérdida de su padre, su referente, y por consiguiente una rabia y delirio de vengarle que lamentablemente se traduce en la matanza de los pobres desgraciados de la compañía de limpieza, que aparecen en el peor lugar, en el peor momento. Un desenlace, con el consiguiente e inmediatamente posterior abatimiento de la protagonista a manos del compañero a quién había relevado en el turno anterior. ¿Es este final la representación de la consumación de una maldición satánica que engulle el destino del personaje de Harkavy? ¿O se puede plantear el asunto desde una hermenéutica puramente psiquiátrica des de la que explicar un trauma mal resuelto?
Ahí deja el guión ambas posibilidades; aunque, bien mirado, tampoco se autoexcluyen. El debate entre figura fondo-forma, no tiene, en este caso, porqué resolverse en favor de una ocpión u otra. Puede integrar ambas, i el que haya un “tertium quid”, todavía hace más interesante y enriquece el planteamiento del script. Más allá de un simple giro que revela un cambio de óptica en el que se basa el efectismo de directores como Amenábar o Shyalaman con sus planteamientos tan de moda entre mediados de los noventa y principios de los dos mil.
Al trabajo de DiBlasi le falta una banda sonora más sólida, y un montaje más claro. La música original del advenedizo Adam Barber no aporta, y más bién resulta no sólo prescindible, sinó que llega a molestar su presencia, restando efecto a lo que otros aspectos de la factura técnica intentan conseguir. Con varias producciones sin trascendencia en su currículum, y echado a mezclar música con tecnología, se antoja una especie de “new age” bastante bisoño, sin demasiadas nociones, y con aires de cubrir el expediente como se pueda.
A ratos, el montaje marea bastante, con tanto flashback injertado un poco a la babalá. Combinando los vaivenes lumínicos y los saltos de luz interior a oscuridad absoluta, y, de ahí, al fogonazo sustón de las carotas de los espíritus y almas malignas, las veces parece confundir bastante, y darnos la impresión de que estamos en una “karmesse” de terror en Port Aventura por la época del “Halloween”…
Pero a pesar de estos y otros defectillos menores, estamos ante un producto que ha sido muy infravalorado, y que tenía mucho que decir del potencial de su director que, con poco, hizo gala de un muy buen trabajo, merecedor de las orejas, el rabo, y la vuelta a hombros.
Esta quebradiza naturaleza de las “luces” de la agente Loren queda magníficamente dibujada en los destellos, cada vez más frecuentes y exagerados de la fría luz de la que está provista el edificio, alternados con los episodios de oscuridad absoluta que la policía intenta iluminar, a veces en vano, con su linterna, encerrada en la propia celda en la que ella ha puesto finalmente al vagabundo que merodeaba por el lugar. Ello, combinado con los flashes casi subliminales de las imágenes de los adoradores de la secta, que parece acechar incluso todavía desde el más allá, y de las visiones de las jóvenes doncellas con sus cabezas cubiertas con sacos de ropa y sus canciones infantiles (presuntamente preparadas para la suerte de inmolación/ tortura/masacre ritual); todo pintarrajeado con restos rojos de sangre que le dan el toque más gore al asunto. Aprisionados con la protagonista en esta su realidad construída, nos hace debatir sobre esta dualidad sobrenatural versus delirio psicótico, red en la que quedamos atrapados como espectadores.
Éste es el golpe maestro deA DiBlasi: conseguir que nuestro cerebro, primero casi imperceptiblemente, y posteriormente con una gradual, hasta exponencial al final de la cinta, vaya debatiéndose entre la realidad objetiva de lo sobrenatural, y la posibilidad de que la tipa se vaya volviendo majara por momentos, asfixiada por los recuerdos, la tristeza de la pérdida de su padre, su referente, y por consiguiente una rabia y delirio de vengarle que lamentablemente se traduce en la matanza de los pobres desgraciados de la compañía de limpieza, que aparecen en el peor lugar, en el peor momento. Un desenlace, con el consiguiente e inmediatamente posterior abatimiento de la protagonista a manos del compañero a quién había relevado en el turno anterior. ¿Es este final la representación de la consumación de una maldición satánica que engulle el destino del personaje de Harkavy? ¿O se puede plantear el asunto desde una hermenéutica puramente psiquiátrica des de la que explicar un trauma mal resuelto?
Ahí deja el guión ambas posibilidades; aunque, bien mirado, tampoco se autoexcluyen. El debate entre figura fondo-forma, no tiene, en este caso, porqué resolverse en favor de una ocpión u otra. Puede integrar ambas, i el que haya un “tertium quid”, todavía hace más interesante y enriquece el planteamiento del script. Más allá de un simple giro que revela un cambio de óptica en el que se basa el efectismo de directores como Amenábar o Shyalaman con sus planteamientos tan de moda entre mediados de los noventa y principios de los dos mil.
Al trabajo de DiBlasi le falta una banda sonora más sólida, y un montaje más claro. La música original del advenedizo Adam Barber no aporta, y más bién resulta no sólo prescindible, sinó que llega a molestar su presencia, restando efecto a lo que otros aspectos de la factura técnica intentan conseguir. Con varias producciones sin trascendencia en su currículum, y echado a mezclar música con tecnología, se antoja una especie de “new age” bastante bisoño, sin demasiadas nociones, y con aires de cubrir el expediente como se pueda.
A ratos, el montaje marea bastante, con tanto flashback injertado un poco a la babalá. Combinando los vaivenes lumínicos y los saltos de luz interior a oscuridad absoluta, y, de ahí, al fogonazo sustón de las carotas de los espíritus y almas malignas, las veces parece confundir bastante, y darnos la impresión de que estamos en una “karmesse” de terror en Port Aventura por la época del “Halloween”…
Pero a pesar de estos y otros defectillos menores, estamos ante un producto que ha sido muy infravalorado, y que tenía mucho que decir del potencial de su director que, con poco, hizo gala de un muy buen trabajo, merecedor de las orejas, el rabo, y la vuelta a hombros.
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