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7,4
2.365
10
9 de enero de 2015
9 de enero de 2015
23 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dave: - ¿Te ha gustado? (...)
Ginnie: - Sí, me ha gustado muchísimo (...)
Dave: - Pero, ¿qué es lo que te ha gustado?
Ginnie: - Todo.
Dave: - ¿Por ejemplo?
Ginnie: - Los personajes.
Dave: - Bien, pero ¿qué personaje?
Ginnie: - Todos.
Si uno fuera capaz de un amor tan puro como el de Ginnie, el personaje interpretado en la película por Shirley MacLaine, aquí terminaría esta reseña. Espero no invocar la confusión mental de su contrafigura, la intelectual Gwen French (Martha Hyer), si añado algún comentario más.
Como un torrente es, en primer lugar, un retrato detallista y cruel de una sociedad hipócrita, en la que las pequeñas virtudes, y la ocultación de los vicios, han reemplazado a la verdadera moral. También es testimonio de una época en la que el cine americano tenía aún capacidad de autocrítica: temas como la posición de la mujer, la represión sexual y el cultivo de las apariencias se abordan aquí con tremenda claridad.
El protagonista Dave Hirsh, interpretado por Frank Sinatra, vuelve después de la Segunda Guerra Mundial a su ciudad de provincias en el medio Oeste, Parkman: desengañado, alcohólico y sincero, su irrupción pone en cuestión la vida de escaparate, envuelta en las columnas jónicas de su mansión y en el ambiente autosatisfecho del club de la alta sociedad que frecuentan, de su hermano rico Frank (Arthur Kennedy), su mujer Agnes (Leora Dana) y su hija Dawn (Betty Lou Keim), así como el amigo de la familia, el profesor French (Larry Gates) y su hija Gwen; y también la vida cómoda y agridulce, tan autocomplaciente como autodestructiva, envuelta en humo, naipes y alcohol, del tahúr Bama (Dean Martin). Para todos ellos, su llegada recuerda a la del misterioso “ángel” interpretado por Terence Stamp en Teorema de Pasolini (1968).
En medio de este mundo cerrado, banal y masculino, el verdadero ángel no es Dave, sino Ginnie: el único personaje que ve claro desde el principio porque es capaz de amar sin comprender, sin tenerlo todo controlado.
Como un torrente no se reduce a la crítica social: es también un torrente de emociones, y resulta imposible no emocionarse en escenas como la de la seducción de Gwen en el cenador (cuando ella se suelta literalmente el pelo, que lleva siempre recogido en un peinado muy similar al de Dawn, la sobrina idealizada de Dave); la de la conversación de Ginnie y Gwen en el instituto, que contrapone dos formas de amor y, por extensión, dos modos de vida; y toda la escena posterior que transcurre en la casa de Bama, en la que Dave cambia repentinamente su forma de mirar a Ginnie.
Ginnie: - Sí, me ha gustado muchísimo (...)
Dave: - Pero, ¿qué es lo que te ha gustado?
Ginnie: - Todo.
Dave: - ¿Por ejemplo?
Ginnie: - Los personajes.
Dave: - Bien, pero ¿qué personaje?
Ginnie: - Todos.
Si uno fuera capaz de un amor tan puro como el de Ginnie, el personaje interpretado en la película por Shirley MacLaine, aquí terminaría esta reseña. Espero no invocar la confusión mental de su contrafigura, la intelectual Gwen French (Martha Hyer), si añado algún comentario más.
Como un torrente es, en primer lugar, un retrato detallista y cruel de una sociedad hipócrita, en la que las pequeñas virtudes, y la ocultación de los vicios, han reemplazado a la verdadera moral. También es testimonio de una época en la que el cine americano tenía aún capacidad de autocrítica: temas como la posición de la mujer, la represión sexual y el cultivo de las apariencias se abordan aquí con tremenda claridad.
El protagonista Dave Hirsh, interpretado por Frank Sinatra, vuelve después de la Segunda Guerra Mundial a su ciudad de provincias en el medio Oeste, Parkman: desengañado, alcohólico y sincero, su irrupción pone en cuestión la vida de escaparate, envuelta en las columnas jónicas de su mansión y en el ambiente autosatisfecho del club de la alta sociedad que frecuentan, de su hermano rico Frank (Arthur Kennedy), su mujer Agnes (Leora Dana) y su hija Dawn (Betty Lou Keim), así como el amigo de la familia, el profesor French (Larry Gates) y su hija Gwen; y también la vida cómoda y agridulce, tan autocomplaciente como autodestructiva, envuelta en humo, naipes y alcohol, del tahúr Bama (Dean Martin). Para todos ellos, su llegada recuerda a la del misterioso “ángel” interpretado por Terence Stamp en Teorema de Pasolini (1968).
En medio de este mundo cerrado, banal y masculino, el verdadero ángel no es Dave, sino Ginnie: el único personaje que ve claro desde el principio porque es capaz de amar sin comprender, sin tenerlo todo controlado.
Como un torrente no se reduce a la crítica social: es también un torrente de emociones, y resulta imposible no emocionarse en escenas como la de la seducción de Gwen en el cenador (cuando ella se suelta literalmente el pelo, que lleva siempre recogido en un peinado muy similar al de Dawn, la sobrina idealizada de Dave); la de la conversación de Ginnie y Gwen en el instituto, que contrapone dos formas de amor y, por extensión, dos modos de vida; y toda la escena posterior que transcurre en la casa de Bama, en la que Dave cambia repentinamente su forma de mirar a Ginnie.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La gran escena final en las ferias me parece ahora, recién vuelta a ver la película, quizá la más bella del cine americano clásico. En ella el azar o el destino reúne a todos los personajes para un desenlace que, como contrapunto de la sobriedad y el lento discurrir que hasta aquí ha tenido la película, está rodado como un número musical, en un estilo desatado y operístico, lleno de movimiento y color.
En ella tiene lugar también la transfiguración final del personaje de Ginnie: la caracterización de Shirley MacLaine ha tendido hasta entonces a resaltar la vulgaridad asociada a la condición humilde del personaje, que chapotea en torno a Dave como una especie de patito feo. Pero la intensidad de sus sentimientos la eleva a la condición de víctima trágica, y la película culmina, antes del último gesto de homenaje del epílogo, en la composición de una "pietà" profana, en la que ya sólo se muestra su belleza: la muerte la transforma en cisne.
navegandohaciamoonfleet.wordpress.com
En ella tiene lugar también la transfiguración final del personaje de Ginnie: la caracterización de Shirley MacLaine ha tendido hasta entonces a resaltar la vulgaridad asociada a la condición humilde del personaje, que chapotea en torno a Dave como una especie de patito feo. Pero la intensidad de sus sentimientos la eleva a la condición de víctima trágica, y la película culmina, antes del último gesto de homenaje del epílogo, en la composición de una "pietà" profana, en la que ya sólo se muestra su belleza: la muerte la transforma en cisne.
navegandohaciamoonfleet.wordpress.com
Documental

7,2
176
Documental
10
9 de enero de 2018
9 de enero de 2018
21 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes de empezar a escribir sobre una película como esta, en realidad sobre todas las películas, habría que recordar las palabras de advertencia de Danièle Huillet: "entre lo que uno siente cuando ve la película y lo que trata después de expresar, hay siempre un abismo".
Recurriendo una vez más al anacronismo ("Othon", "Lecciones de historia"), Huillet y Straub filman aquí espacios en los que, en otro tiempo, hubo revueltas o revoluciones, mientras que una voz en "off" lee textos que analizan las causas y consecuencias políticas de aquellos procesos. La primera parte se inicia dando vueltas hasta la saciedad en torno a un vacío: la desaparecida fortaleza de la Bastilla, emblema de la revolución de 1789, y luego contempla paisajes de la Francia rural a la luz de las palabras, de estructura también repetitiva, de una carta de Engels, leídas por Danièle Huillet. Aquí apenas se ven personas, que son sustituidas por sus propiedades: casas, coches, plantaciones; pero también, y sobre todo, está presente la naturaleza, los árboles, el canto de los pájaros, las nubes que pasan, despejando o velando la luz del sol.
La segunda parte, de mayor duración, está rodada en Egipto, y le sirve de contrapunto un texto de Mahmoud Hussein sobre las luchas sociales en aquel país entre 1945 y 1970, dicho por un hombre con acento árabe. Las tomas incluyen panorámicas de los campos y los caminos de tierra, las vías de ferrocarril siempre desiertas, y también largos planos fijos; cerca del final, un prolongado travelling a lo largo de un camino de sirga a la orilla de un canal responde al travelling circular que abría la primera parte. En el fondo, tampoco este recorrido conduce a ninguna parte, pero uno tiene la sensación de que para Egipto todavía hay esperanza: la visión dialéctica de las dos partes asigna a Francia el diagnóstico de “demasiado tarde”. A diferencia del campo francés, sumido en un letargo como de museo, Egipto aparece lleno de vida: como los Lumière, los Straub filman la salida de los obreros de una fábrica y el movimiento de personas, que interactúan con la cámara de un modo muy diferente al de los europeos, alrededor de sus puertas. En un plano posterior, en un árido barrio de construcción planificada, dejamos de escuchar, quizá por primera vez desde la secuencia inicial, el canto de los pájaros, pero este es sustituido por los silbidos de los niños, que provocan a un policía equipado con un látigo que trata de mantenerlos lejos de la carretera y de la cámara.
En una entrevista sobre "Trop tôt, trop tard", Straub citó a Brakhage y "El arte de la visión": esto puede ayudar a situar la película, que se inserta con coherencia en su obra pero supone un paso más en su voluntad de transparencia ascética y sensual, de limpiar los ojos y los oídos, de aprender a cantar antes de poder volver a hablar; como escribió Nietzsche para el convaleciente, hastiado de ver cómo la historia se repite en el eterno retorno de la pequeñez humana:
“No sigas hablando, convaleciente –así le respondieron sus animales–, sino sal fuera donde el mundo está esperándote como un jardín.
¡Sal fuera junto a las rosas y las abejas y las bandadas de palomas! Pero de una manera especial junto a los pájaros que cantan, ¡para que de ellos aprendas a cantar!
Porque cantar es para convalecientes; al sano le gusta hablar.”
La película puede considerarse como un gesto político, más que como un texto político; aunque su objetivo fuera transmitir unas determinadas ideas, las imágenes, y los sonidos que las acompañan inseparablemente, tienen más peso en último término. No es que los cineastas se pasen al lado de Aarón y su visión burguesa de las imágenes, de la cultura (“Veneraos a vosotros mismos en este símbolo”); pero parecen más lejos que nunca de la cabeza de Moisés.
Los planos no siguen ningún esquema reconocible, ninguna voluntad “expresiva”: las panorámicas van y vuelven, como pretendiendo romper toda expectativa, o quizás volver a algo que pudo escaparse en la primera ojeada. Los dioses del azar y la paciencia, los únicos en que creen Straub y Huillet, regalan imágenes que ninguna representación podría igualar: el paso de un pájaro en vuelo, la nobleza de un campesino caminando con su azada al hombro, una mujer vestida de rojo por el centro de un camino, una joven que lee un libro mientras avanza a lomos de un burro… Y el viento, siempre presente, como señaló en su día Serge Daney, recordando que nada es inmutable, y también la frase de Endimion en "La fiera" (diálogo de Pavese adaptado por Straub en "Le genou d'Artemide"): "A veces pienso que somos como el viento que transcurre impalpable"; y el río, que disuelve el reflejo de los modernos edificios, gigantes con pies de barro.
Texto publicado en: https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/
Recurriendo una vez más al anacronismo ("Othon", "Lecciones de historia"), Huillet y Straub filman aquí espacios en los que, en otro tiempo, hubo revueltas o revoluciones, mientras que una voz en "off" lee textos que analizan las causas y consecuencias políticas de aquellos procesos. La primera parte se inicia dando vueltas hasta la saciedad en torno a un vacío: la desaparecida fortaleza de la Bastilla, emblema de la revolución de 1789, y luego contempla paisajes de la Francia rural a la luz de las palabras, de estructura también repetitiva, de una carta de Engels, leídas por Danièle Huillet. Aquí apenas se ven personas, que son sustituidas por sus propiedades: casas, coches, plantaciones; pero también, y sobre todo, está presente la naturaleza, los árboles, el canto de los pájaros, las nubes que pasan, despejando o velando la luz del sol.
La segunda parte, de mayor duración, está rodada en Egipto, y le sirve de contrapunto un texto de Mahmoud Hussein sobre las luchas sociales en aquel país entre 1945 y 1970, dicho por un hombre con acento árabe. Las tomas incluyen panorámicas de los campos y los caminos de tierra, las vías de ferrocarril siempre desiertas, y también largos planos fijos; cerca del final, un prolongado travelling a lo largo de un camino de sirga a la orilla de un canal responde al travelling circular que abría la primera parte. En el fondo, tampoco este recorrido conduce a ninguna parte, pero uno tiene la sensación de que para Egipto todavía hay esperanza: la visión dialéctica de las dos partes asigna a Francia el diagnóstico de “demasiado tarde”. A diferencia del campo francés, sumido en un letargo como de museo, Egipto aparece lleno de vida: como los Lumière, los Straub filman la salida de los obreros de una fábrica y el movimiento de personas, que interactúan con la cámara de un modo muy diferente al de los europeos, alrededor de sus puertas. En un plano posterior, en un árido barrio de construcción planificada, dejamos de escuchar, quizá por primera vez desde la secuencia inicial, el canto de los pájaros, pero este es sustituido por los silbidos de los niños, que provocan a un policía equipado con un látigo que trata de mantenerlos lejos de la carretera y de la cámara.
En una entrevista sobre "Trop tôt, trop tard", Straub citó a Brakhage y "El arte de la visión": esto puede ayudar a situar la película, que se inserta con coherencia en su obra pero supone un paso más en su voluntad de transparencia ascética y sensual, de limpiar los ojos y los oídos, de aprender a cantar antes de poder volver a hablar; como escribió Nietzsche para el convaleciente, hastiado de ver cómo la historia se repite en el eterno retorno de la pequeñez humana:
“No sigas hablando, convaleciente –así le respondieron sus animales–, sino sal fuera donde el mundo está esperándote como un jardín.
¡Sal fuera junto a las rosas y las abejas y las bandadas de palomas! Pero de una manera especial junto a los pájaros que cantan, ¡para que de ellos aprendas a cantar!
Porque cantar es para convalecientes; al sano le gusta hablar.”
La película puede considerarse como un gesto político, más que como un texto político; aunque su objetivo fuera transmitir unas determinadas ideas, las imágenes, y los sonidos que las acompañan inseparablemente, tienen más peso en último término. No es que los cineastas se pasen al lado de Aarón y su visión burguesa de las imágenes, de la cultura (“Veneraos a vosotros mismos en este símbolo”); pero parecen más lejos que nunca de la cabeza de Moisés.
Los planos no siguen ningún esquema reconocible, ninguna voluntad “expresiva”: las panorámicas van y vuelven, como pretendiendo romper toda expectativa, o quizás volver a algo que pudo escaparse en la primera ojeada. Los dioses del azar y la paciencia, los únicos en que creen Straub y Huillet, regalan imágenes que ninguna representación podría igualar: el paso de un pájaro en vuelo, la nobleza de un campesino caminando con su azada al hombro, una mujer vestida de rojo por el centro de un camino, una joven que lee un libro mientras avanza a lomos de un burro… Y el viento, siempre presente, como señaló en su día Serge Daney, recordando que nada es inmutable, y también la frase de Endimion en "La fiera" (diálogo de Pavese adaptado por Straub en "Le genou d'Artemide"): "A veces pienso que somos como el viento que transcurre impalpable"; y el río, que disuelve el reflejo de los modernos edificios, gigantes con pies de barro.
Texto publicado en: https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/

6,9
3.034
9
18 de enero de 2013
18 de enero de 2013
23 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Alex / Denis Levant se cruza en el metro con una mujer encapuchada y vestida de blanco que, aunque él no lo sabe, estaba presente cuando murió su padre, también en el metro. Él acaba de abandonar a su novia, y siente un profundo amor a primera vista: se estira, agacha y contorsiona para atisbar los reflejos de ella, mezclados con las manchas abstractas de los túneles o de otros pasajeros, en el cristal de la ventanilla, en el espejo circular que hay junto a la puerta del vagón...
Ella parece Juliette Binoche, que luego se cambia de ropa (a lo largo de la película viste de rojo y de azul, como si Carax hubiera tenido una premonición de los tres colores de Kieslovski), y resulta ser Anna, la pareja del jefe de la banda (Michel Piccoli) para la que trabajaba su padre, que ahora quiere contratarlo para un golpe que sólo él, Alex, y sus manos, podrían sacar adelante: se trata de robar la valiosa vacuna, recién descubierta, contra un virus mortal que contagia a quienes hacen el amor sin amor. Son los años del sida, en los que el cometa Halley se acerca a la tierra, y la proximidad de esa masa estelar de polvo y hielo da lugar a temperaturas de más de 40 grados en París, y más tarde a que nieve en agosto.
En la película hay tantas cosas que sería imposible hacer un resumen que le hiciera justicia: como apunte de su vertiente musical, anotemos que en el contestador del teléfono de Alex suena al inicio la música del baile de las familias rivales de Romeo y Julieta de Prokofiev, y más tarde él expresa su amor imposible por su Juliette (Binoche) bailando la canción de David Bowie que el destino hace aparecer en la radio; en una imagen onírica, lo vemos poco después aprendiendo a andar, en paralelo a un niño que da sus primeros pasos, al son del tema principal de Candilejas de Chaplin, junto a los muros ante los que antes corría, bailaba y se contorsionaba siguiendo a Bowie.
Alex comenta, en un momento de la película, que las chicas le pedían que se limitara a ser simple... pero qué difícil es ser simple.
Mala sangre mezcla libremente elementos de distintos géneros (thriller, ciencia ficción, melodrama romántico, historia surrealista de amour fou, musical) y utiliza macguffins visuales para hacer avanzar la narración de forma poética (la escena del robo de la vacuna, la estrategia de salida del protagonista acosado por la policía, el homicidio del sosias de Jean Cocteau, el naipe que indica la ubicación del botín) al modo de Godard, pero aquí los propósitos son muy diferentes: Carax, como un moderno Peter Pan, se concentra en crear intensidad mediante la acumulación de ideas visuales y musicales, pintar atmósferas mediante oscuros reflejos y unas pocas manchas de colores puros, generar emoción con el movimiento, expresar su amor por Juliette Binoche, contar una vaga historia de amor y muerte cuya entidad se desvanece entre la abrumadora riqueza de los detalles que la puntúan.
Ella parece Juliette Binoche, que luego se cambia de ropa (a lo largo de la película viste de rojo y de azul, como si Carax hubiera tenido una premonición de los tres colores de Kieslovski), y resulta ser Anna, la pareja del jefe de la banda (Michel Piccoli) para la que trabajaba su padre, que ahora quiere contratarlo para un golpe que sólo él, Alex, y sus manos, podrían sacar adelante: se trata de robar la valiosa vacuna, recién descubierta, contra un virus mortal que contagia a quienes hacen el amor sin amor. Son los años del sida, en los que el cometa Halley se acerca a la tierra, y la proximidad de esa masa estelar de polvo y hielo da lugar a temperaturas de más de 40 grados en París, y más tarde a que nieve en agosto.
En la película hay tantas cosas que sería imposible hacer un resumen que le hiciera justicia: como apunte de su vertiente musical, anotemos que en el contestador del teléfono de Alex suena al inicio la música del baile de las familias rivales de Romeo y Julieta de Prokofiev, y más tarde él expresa su amor imposible por su Juliette (Binoche) bailando la canción de David Bowie que el destino hace aparecer en la radio; en una imagen onírica, lo vemos poco después aprendiendo a andar, en paralelo a un niño que da sus primeros pasos, al son del tema principal de Candilejas de Chaplin, junto a los muros ante los que antes corría, bailaba y se contorsionaba siguiendo a Bowie.
Alex comenta, en un momento de la película, que las chicas le pedían que se limitara a ser simple... pero qué difícil es ser simple.
Mala sangre mezcla libremente elementos de distintos géneros (thriller, ciencia ficción, melodrama romántico, historia surrealista de amour fou, musical) y utiliza macguffins visuales para hacer avanzar la narración de forma poética (la escena del robo de la vacuna, la estrategia de salida del protagonista acosado por la policía, el homicidio del sosias de Jean Cocteau, el naipe que indica la ubicación del botín) al modo de Godard, pero aquí los propósitos son muy diferentes: Carax, como un moderno Peter Pan, se concentra en crear intensidad mediante la acumulación de ideas visuales y musicales, pintar atmósferas mediante oscuros reflejos y unas pocas manchas de colores puros, generar emoción con el movimiento, expresar su amor por Juliette Binoche, contar una vaga historia de amor y muerte cuya entidad se desvanece entre la abrumadora riqueza de los detalles que la puntúan.

8,0
6.135
10
28 de julio de 2012
28 de julio de 2012
21 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Narrativa pero no explicativa, poética por su concepción basada en la analogía, por su precisión en la pintura de los detalles y las sensaciones, pero sin sombra de blandura ni narcisismo, Andrei Rubliov es una película sin concesiones, infinitamente ambiciosa, brillante e implacable. Su aparente dispersión se ve encauzada por la fuerza de arrastre de su corriente principal, que muestra precisamente la fuerza misteriosa que empuja al artista a cumplir su vocación casi religiosa en un mundo hostil (el personaje del monje Rubliov deja claro que su verdadera religión es el arte, y no la religión ortodoxa, con la que se permite licencias probablemente anacrónicas en su búsqueda personal de la verdad).
Nunca ningún director de cine había asumido antes con tal intensidad esta idea del arte como religión verdadera, creada por los filósofos y poetas del romanticismo, continuada por algunos herederos a lo largo del siglo XX (desde Heidegger hasta el surrealismo), y en ello radica el magnetismo de la figura de Tarkovsky, que desborda el ámbito de la cinefilia.
La película mezcla la épica y la lírica de forma esforzada y experimental, sin la simplicidad con que lo lograban los poemas medievales o, dentro de la tradición rusa, el Eugenio Oneguin de Puschkin. A pesar de su ambición (lograda) de recrear todo un mundo a la vez remoto y cercano, de su carácter coral y polifónico, la película transmite también la sensación de estar escrita en primera persona: Tarkovsky crea su correlato objetivo en la figura de Rubliov el artista espiritual (del que genera una biografía ficticia y simbólica). A su vez, Rubliov se reconoce en el personaje de Boriska, el constructor de la campana gigante: como él, Tarkovsky fue capaz de organizar y llevar a término un proyecto épico por su ambición y dimensiones, lleno de dificultades tanto internas como exteriores. Tarkovsky es ya en esta película tanto el joven lleno de talento que busca su lugar en el mundo del cine, como el artista maduro capaz de sintetizar sus obsesiones y de plasmarlas, o esculpirlas, en imágenes que se graban en la memoria. El plano en el que Boriska observa los flujos del metal fundido que llenan el molde de la campana parece el autorretrato del cineasta como organizador de un material ardiente.
Nunca ningún director de cine había asumido antes con tal intensidad esta idea del arte como religión verdadera, creada por los filósofos y poetas del romanticismo, continuada por algunos herederos a lo largo del siglo XX (desde Heidegger hasta el surrealismo), y en ello radica el magnetismo de la figura de Tarkovsky, que desborda el ámbito de la cinefilia.
La película mezcla la épica y la lírica de forma esforzada y experimental, sin la simplicidad con que lo lograban los poemas medievales o, dentro de la tradición rusa, el Eugenio Oneguin de Puschkin. A pesar de su ambición (lograda) de recrear todo un mundo a la vez remoto y cercano, de su carácter coral y polifónico, la película transmite también la sensación de estar escrita en primera persona: Tarkovsky crea su correlato objetivo en la figura de Rubliov el artista espiritual (del que genera una biografía ficticia y simbólica). A su vez, Rubliov se reconoce en el personaje de Boriska, el constructor de la campana gigante: como él, Tarkovsky fue capaz de organizar y llevar a término un proyecto épico por su ambición y dimensiones, lleno de dificultades tanto internas como exteriores. Tarkovsky es ya en esta película tanto el joven lleno de talento que busca su lugar en el mundo del cine, como el artista maduro capaz de sintetizar sus obsesiones y de plasmarlas, o esculpirlas, en imágenes que se graban en la memoria. El plano en el que Boriska observa los flujos del metal fundido que llenan el molde de la campana parece el autorretrato del cineasta como organizador de un material ardiente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Auténtica novela de formación en la tradición del romanticismo alemán, el propio devenir de la narración muestra, a través de su estructura circular, que la serenidad y verdad suprema que transmiten la Trinidad o el Pantocrátor (retrato de un Dios omnipotente pero no terrorífico) de Rubliov se alcanzan tras superar los estadios de la ingenuidad del talento puro (del joven Rubliov inconsciente del mundo, y de Boriska) y del silencio de la desesperación. Pero la película va más allá de sus intenciones programáticas, al igual que desborda el marco del cine histórico o narrativo convencional: como es sabido, y al margen del movimiento conceptual, la justificación última de la obra artística no está en sus intenciones sino en sus detalles, y Tarkovsky recrea empáticamente el contexto vital de su antepasado medieval recurriendo a elementos que figuran en sus iconos (árboles, caballos o palomas), y a su propia experiencia personal de la lluvia, la nieve o el fuego, que consigue transmitir de forma casi física.
Todo el episodio introductorio, ajeno a la historia narrada, es en sí mismo una metáfora de la crisis vital del protagonista, y su conclusión se resume en otra metáfora visual, la del caballo que cae (de la que hay un eco posterior en el capítulo bélico). El episodio de la pasión de Andrei refleja una pasión viviente con resonancias pictóricas de otras épocas, prefigurando la obra de videoartistas como Bill Viola o Cristina Lucas. El admirable Solonitsin fija en la cámara su mirada de extraña pureza en un momento clave de su conversación con el fantasma de Theophan Grec, y las escenas bélicas incluyen pasajes a cámara lenta -entre ellas, la muerte del ayudante de Rubliov que, alcanzado por una flecha, tropieza en su huida a través de un arroyo llegando a salpicar a la cámara: en estos y otros momentos, la intensidad del director-demiurgo rompe el velo de la convención de la invisibilidad, y el medio (la cámara) se hace evidente en sí mismo, se convierte en protagonista. Así también, aunque sea durante unos segundos, el árbol que descubre Boriska al final de una molesta raíz, que le devuelve su mirada en un contraplano que se eleva sobre el joven conmovido mediante un movimiento de grúa -completamente gratuito desde el punto de vista racional... y sin embargo tan convincente como la imagen de los caballos bajo la lluvia que cierra la película. En este tipo de hallazgos se concentra su capacidad de inspiración siempre renovada, que se sobrepone a todas sus debilidades y desequilibrios.
Todo el episodio introductorio, ajeno a la historia narrada, es en sí mismo una metáfora de la crisis vital del protagonista, y su conclusión se resume en otra metáfora visual, la del caballo que cae (de la que hay un eco posterior en el capítulo bélico). El episodio de la pasión de Andrei refleja una pasión viviente con resonancias pictóricas de otras épocas, prefigurando la obra de videoartistas como Bill Viola o Cristina Lucas. El admirable Solonitsin fija en la cámara su mirada de extraña pureza en un momento clave de su conversación con el fantasma de Theophan Grec, y las escenas bélicas incluyen pasajes a cámara lenta -entre ellas, la muerte del ayudante de Rubliov que, alcanzado por una flecha, tropieza en su huida a través de un arroyo llegando a salpicar a la cámara: en estos y otros momentos, la intensidad del director-demiurgo rompe el velo de la convención de la invisibilidad, y el medio (la cámara) se hace evidente en sí mismo, se convierte en protagonista. Así también, aunque sea durante unos segundos, el árbol que descubre Boriska al final de una molesta raíz, que le devuelve su mirada en un contraplano que se eleva sobre el joven conmovido mediante un movimiento de grúa -completamente gratuito desde el punto de vista racional... y sin embargo tan convincente como la imagen de los caballos bajo la lluvia que cierra la película. En este tipo de hallazgos se concentra su capacidad de inspiración siempre renovada, que se sobrepone a todas sus debilidades y desequilibrios.

7,7
4.040
10
21 de marzo de 2014
21 de marzo de 2014
20 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas de Buster Keaton nos retrotraen, no ya a la infancia del cine, sino a nuestra propia infancia, al primer momento en que las vimos –o en el que ellas nos vieron, como apuntaba Jean-Louis Schefer en su libro "L’homme ordinaire du cinéma". El mismo personaje de Keaton se asemeja mucho a un niño, en su timidez y su obstinación melancólica, su infinito despiste y su osadía, y ante todo por su imposibilidad de comportarse como una persona “razonable”. Su personaje parece incapaz de hacer con sencillez las cosas más elementales, pero a cambio consigue proezas casi imposibles.
Según los análisis de Foucault, entre las instancias más sutiles y penetrantes a través de las que el poder actúa en nuestras sociedades se encuentran las leyes no escritas de lo que se entiende por “normalidad”. Pues bien, toda la obra de Keaton es como una oda a la “a-normalidad”, un ejemplo práctico de la disociación entre la norma burguesa y la vida lograda: se diría que cuando hace esfuerzos por normalizarse, el personaje alcanza el abismo de la desgracia y la infelicidad, y a la inversa.
Frente al delirio de sus primeros cortometrajes, las películas más largas que Keaton empezó a concebir hacia mediados de los años 20 muestran un arte más complejo, una trama deliberada en la que los gags se integran para lograr una unidad superior, siempre dentro de un espíritu subversivo –lo que explica la atracción que despertaron entre los surrealistas.
El navegante es uno de los mejores ejemplos, en su narración sistemática de los inicios de la convivencia de una pareja. Lo inverosímil de las circunstancias de su reunión en solitario en un barco a la deriva, por una oscura peripecia bélica, forma parte de su marco genérico y de su encanto de época; pero la película describe la evolución de esta pareja de marinos de agua dulce, simbólicamente recién casados, con una precisión implacablemente moderna: su tendencia al desencuentro, sus ataques inconscientes, sus disimulos ridículos y sus patéticos fracasos.
Como dice Freddy Buache en una reseña sobre la película, el personaje de Keaton queda descrito a la perfección en la primera escena: es alguien que, para visitar a su novia que vive en la casa de enfrente, monta en su Rolls conducido por un chófer. Su primer contacto con el elemento acuático se produce cuando, por descuido, pensando en otra cosa, se introduce vestido en su bañera: una imagen reveladora de lo que le espera a lo largo de la trama.
Algo empieza a cambiar en él desde que deja su lujoso hogar lleno de criados y embarca por capricho en un crucero (concebido en su delirio para una luna de miel que el azar convierte en cruelmente real): una ráfaga de viento le arrebata permanentemente su sombrero, atributo viril; la falta de respuesta a sus palmadas en el restaurante desierto le hacen ver que tendrá que empezar a valerse por sí mismo.
Luego encuentra a su chica, que rechazó su primera declaración pero que, como ocurre a veces en la realidad, aparece en el barco a pesar de todo; pero la reunión de la pareja no resuelve los problemas básicos de supervivencia: su primera experiencia en la cocina demuestra que ella es casi tan inútil como él.
Como un niño que está lejos de su cama, por la noche tiene miedo de los fantasmas; aunque lo que realmente lo aterroriza, claro está, es la proximidad de su amada. En una escena en la que ambos se inclinan sobre una vela, sus sombras se besan prefigurando el deseo incumplido de sus cuerpos. Incapaces de permanecer en sus camarotes, la primera noche en el barco acaba con la pareja durmiendo al raso en la cubierta, calados absurdamente por una lluvia repentina que admitiría una interpretación psicoanalítica.
Pero Keaton consigue sobreponerse a estas dificultades iniciales a través de su característica línea quebrada: en vez de limitarse a abrir una lata o cocer unos huevos como lo haría todo él mundo, él necesita transformar la cocina del barco en un enrevesado mecanismo de precisión; luego desciende al fondo marino para reparar una avería en el casco de la embarcación, en una escena que parece una parodia poética de los viajes espaciales, desde el lejano Viaje a la luna de Mélies; y finalmente se enfrenta casi con éxito a una tribu de caníbales polinesios.
Tras la superación de estas pruebas consigue ser digno del amor de su compañera de viaje: pero su unión física, simbolizada en el clásico beso final, desestabiliza de nuevo todo su mundo y lo pone literalmente patas arriba.
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Según los análisis de Foucault, entre las instancias más sutiles y penetrantes a través de las que el poder actúa en nuestras sociedades se encuentran las leyes no escritas de lo que se entiende por “normalidad”. Pues bien, toda la obra de Keaton es como una oda a la “a-normalidad”, un ejemplo práctico de la disociación entre la norma burguesa y la vida lograda: se diría que cuando hace esfuerzos por normalizarse, el personaje alcanza el abismo de la desgracia y la infelicidad, y a la inversa.
Frente al delirio de sus primeros cortometrajes, las películas más largas que Keaton empezó a concebir hacia mediados de los años 20 muestran un arte más complejo, una trama deliberada en la que los gags se integran para lograr una unidad superior, siempre dentro de un espíritu subversivo –lo que explica la atracción que despertaron entre los surrealistas.
El navegante es uno de los mejores ejemplos, en su narración sistemática de los inicios de la convivencia de una pareja. Lo inverosímil de las circunstancias de su reunión en solitario en un barco a la deriva, por una oscura peripecia bélica, forma parte de su marco genérico y de su encanto de época; pero la película describe la evolución de esta pareja de marinos de agua dulce, simbólicamente recién casados, con una precisión implacablemente moderna: su tendencia al desencuentro, sus ataques inconscientes, sus disimulos ridículos y sus patéticos fracasos.
Como dice Freddy Buache en una reseña sobre la película, el personaje de Keaton queda descrito a la perfección en la primera escena: es alguien que, para visitar a su novia que vive en la casa de enfrente, monta en su Rolls conducido por un chófer. Su primer contacto con el elemento acuático se produce cuando, por descuido, pensando en otra cosa, se introduce vestido en su bañera: una imagen reveladora de lo que le espera a lo largo de la trama.
Algo empieza a cambiar en él desde que deja su lujoso hogar lleno de criados y embarca por capricho en un crucero (concebido en su delirio para una luna de miel que el azar convierte en cruelmente real): una ráfaga de viento le arrebata permanentemente su sombrero, atributo viril; la falta de respuesta a sus palmadas en el restaurante desierto le hacen ver que tendrá que empezar a valerse por sí mismo.
Luego encuentra a su chica, que rechazó su primera declaración pero que, como ocurre a veces en la realidad, aparece en el barco a pesar de todo; pero la reunión de la pareja no resuelve los problemas básicos de supervivencia: su primera experiencia en la cocina demuestra que ella es casi tan inútil como él.
Como un niño que está lejos de su cama, por la noche tiene miedo de los fantasmas; aunque lo que realmente lo aterroriza, claro está, es la proximidad de su amada. En una escena en la que ambos se inclinan sobre una vela, sus sombras se besan prefigurando el deseo incumplido de sus cuerpos. Incapaces de permanecer en sus camarotes, la primera noche en el barco acaba con la pareja durmiendo al raso en la cubierta, calados absurdamente por una lluvia repentina que admitiría una interpretación psicoanalítica.
Pero Keaton consigue sobreponerse a estas dificultades iniciales a través de su característica línea quebrada: en vez de limitarse a abrir una lata o cocer unos huevos como lo haría todo él mundo, él necesita transformar la cocina del barco en un enrevesado mecanismo de precisión; luego desciende al fondo marino para reparar una avería en el casco de la embarcación, en una escena que parece una parodia poética de los viajes espaciales, desde el lejano Viaje a la luna de Mélies; y finalmente se enfrenta casi con éxito a una tribu de caníbales polinesios.
Tras la superación de estas pruebas consigue ser digno del amor de su compañera de viaje: pero su unión física, simbolizada en el clásico beso final, desestabiliza de nuevo todo su mundo y lo pone literalmente patas arriba.
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