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4
24 de febrero de 2020
24 de febrero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los aficionados a los superhéroes y los seguidores a ultranza de Marvel están de enhorabuena. Para el resto de la humanidad, que, a juzgar por las cifras mareantes de recaudación, no debemos de ser muchos, 'Vengadores: la era de Ultrón' supone una nueva prueba de que un ordenador no sabe hacer cine. Domina producir 'blockbusters' en cadena, mientras que el gestor de todo ello, Joss Whedon, continúa emperrado en que, ante una persona que entra a una sala de cine, la única meta es entretenerlo durante dos horas. Como si aquel que viaja a Macondo lo hiciera solamente a pasar la tarde.
En este principio del ocaso de la fase dos del universo de Marvel, los Vengadores se enfrentan a Ultrón, una inteligencia artificial cuyo único deseo es exterminar a la raza humana. Básicamente, porque sí. No obstante, y pese a ser un villano casi omnipotente, el mayor rival de los protagonistas será su desunión, el riesgo de rivalizar entre ellos por ver quién tiene los músculos más hipertrofiados y cuál es el mejor camino para garantizar la paz y la seguridad del planeta. Además, aparecerán nuevos personajes para forjar alianzas inverosímiles en pos de igualar las fuerzas y regalar al espectador un clímax final que prohíba el parpadeo.
Whedon ya deja claro en los primeros minutos qué es lo que busca con esta continuación de una de las películas más taquilleras de la historia. La palabra clave es continuación. A través de un espectacular plano secuencia, se recrea en cada uno de los miembros del grupo -demostrando el daño que puede hacer al séptimo arte la ralentización de imágenes- para acabar en una 'splash page' de inmensa plasticidad y síntesis de lo que espera al público. La fórmula es calcada a la de las demás cintas de la saga, aunque se introducen aspectos que hacen más llevadero el visionado para aquellos que despreciamos a los superhéroes. Los combates imposibles, explosiones ensordecedoras, humor burdo, sobredosis de carisma, tramas ridículas, adoración preocupante por los efectos especiales... todo sigue patente y se multiplica para hacer aún más grande esta segunda parte. Sin embargo, Whedon pretendió mostrar algo más de amor hacia sus personajes tejiendo breves historias individuales con las que profundizar en ellos. Sería ingenuo afirmar que lo consigue, ya que son arquetípicas y simplonas, pero constituye un paso en la buena dirección. La tímida inclusión de debates filosóficos tampoco logra elevar la calidad del filme, centrado sobremanera en la acción superflua y aparatosa.
En el interminable reparto de estrellas que reúne el talonario de Marvel, Jeremy Renner y Mark Ruffalo destacan con luz propia, quizá porque el director priorizó sus respectivas subtramas. Pero todos saben muy bien qué papel juegan. Lo tienen tan claro como que el trabajo de posproducción será el que modele las mayores secuencias del largometraje y que su función se limita a recurrir al refranero popular para lanzar la chispa de humor o el eje de solemnidad que requiera ese instante fugaz entre estruendos, tiroteos y golpes. El diseño por ordenador hará el resto, relegando la trascendencia de un Whedon que ya demostró tener la osadía necesaria para imprimir su estilo en una adaptación de Shakespeare, pero que aquí vuelve a manifestar que prefiere plegarse ante esa parte de la humanidad cada vez más numerosa.
Diario de Navarra / La séptima mirada
En este principio del ocaso de la fase dos del universo de Marvel, los Vengadores se enfrentan a Ultrón, una inteligencia artificial cuyo único deseo es exterminar a la raza humana. Básicamente, porque sí. No obstante, y pese a ser un villano casi omnipotente, el mayor rival de los protagonistas será su desunión, el riesgo de rivalizar entre ellos por ver quién tiene los músculos más hipertrofiados y cuál es el mejor camino para garantizar la paz y la seguridad del planeta. Además, aparecerán nuevos personajes para forjar alianzas inverosímiles en pos de igualar las fuerzas y regalar al espectador un clímax final que prohíba el parpadeo.
Whedon ya deja claro en los primeros minutos qué es lo que busca con esta continuación de una de las películas más taquilleras de la historia. La palabra clave es continuación. A través de un espectacular plano secuencia, se recrea en cada uno de los miembros del grupo -demostrando el daño que puede hacer al séptimo arte la ralentización de imágenes- para acabar en una 'splash page' de inmensa plasticidad y síntesis de lo que espera al público. La fórmula es calcada a la de las demás cintas de la saga, aunque se introducen aspectos que hacen más llevadero el visionado para aquellos que despreciamos a los superhéroes. Los combates imposibles, explosiones ensordecedoras, humor burdo, sobredosis de carisma, tramas ridículas, adoración preocupante por los efectos especiales... todo sigue patente y se multiplica para hacer aún más grande esta segunda parte. Sin embargo, Whedon pretendió mostrar algo más de amor hacia sus personajes tejiendo breves historias individuales con las que profundizar en ellos. Sería ingenuo afirmar que lo consigue, ya que son arquetípicas y simplonas, pero constituye un paso en la buena dirección. La tímida inclusión de debates filosóficos tampoco logra elevar la calidad del filme, centrado sobremanera en la acción superflua y aparatosa.
En el interminable reparto de estrellas que reúne el talonario de Marvel, Jeremy Renner y Mark Ruffalo destacan con luz propia, quizá porque el director priorizó sus respectivas subtramas. Pero todos saben muy bien qué papel juegan. Lo tienen tan claro como que el trabajo de posproducción será el que modele las mayores secuencias del largometraje y que su función se limita a recurrir al refranero popular para lanzar la chispa de humor o el eje de solemnidad que requiera ese instante fugaz entre estruendos, tiroteos y golpes. El diseño por ordenador hará el resto, relegando la trascendencia de un Whedon que ya demostró tener la osadía necesaria para imprimir su estilo en una adaptación de Shakespeare, pero que aquí vuelve a manifestar que prefiere plegarse ante esa parte de la humanidad cada vez más numerosa.
Diario de Navarra / La séptima mirada

6,9
17.249
7
24 de febrero de 2020
24 de febrero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Paula tiene 16 años y su mundo la aprisiona. Se siente confortada por los suyos, pero sus obligaciones la abruman y no le permiten levantar la mirada. Y ella lo sabe. Por eso quiere escapar, aunque le apena dejar a su familia sin su nexo con la realidad. Desea volar y, para ello, necesita librarse de todas las cargas. El dilema estalla precisamente en un sueño que sus padres y su hermano son incapaces de compartir. Un conflicto mayor para una comedia familiar fabricada con los tintes adecuados para llenar las salas: una historia de superación de una joven provista de una naturalidad arrolladora, secuencias con carga emocional, un ritmo narrativo acelerado por personajes histriónicos y una compilación musical de temas que, al igual que la película, aúnan sentido comercial y artístico. Todo ello mezclado con una argamasa denominada sello de autor que cristaliza en una escena final con una Paula liberada, corriendo hacia lo desconocido y retratada en una foto fija con la misma sensación de libertad e incertidumbre que experimentó el niño Antoine Doinel tras devorar la playa huyendo del reformatorio.
'La familia Bélier' introduce al espectador en una granja de la campiña francesa, en la que tres de los miembros del clan son sordomudos. La hija ejerce de traductora y de enlace con su entorno, y sus labores pasan desde comprar alimentos para los animales o vender quesos, hasta convertirse en intérprete en la consulta del ginecólogo. Por un capricho del destino, acaba en una clase de canto, en la que su profesor descubre el innegable don que atesora su garganta. Una cualidad que puede abrirle las puertas de una carrera musical en París.
El director Eric Lartigau exprime en su quinto largometraje la caracterización de los personajes. Debido a su invalidez, todos expresan lo que piensan sin rodeos ni delicadezas, incrementando la comicidad de las situaciones. Los progenitores figuran en la mayoría de los gags, por lo que sus gestos siempre son exagerados y escoden un puñal detrás de cada diálogo. Pese a la obligación de mostrar en pantalla el uso del lenguaje de signos y que el público sea consciente de lo que se está diciendo a través de subtítulos, el realizador francés esquiva la desgana yendo al grano con facilidad. Se muestra seguro en la trama principal, sabiendo cuándo acelerar y en qué instantes detener la cámara para subrayar la profundidad emocional de las escenas, pero fracasa en las historias paralelas, en ocasiones demasiado elaboradas y, en otras, completamente nimias e intrascendentes. Además de lograr una perfecta empatía con los éxitos y fracasos de la protagonista, uno de los dos mayores aciertos de Lartigau fue contar con el repertorio musical de Michel Sardou, un cantante francés muy popular en el país vecino y cuya canción 'Je vole' encaja en el filme como si hubiera sido escrita para él.
El otro gran reconocimiento que se le debe dar es haber descubierto a Louane Emera, una joven que despuntó en el programa televisivo 'La Voz' y que, en su debut en el cine, encandila con una espontaneidad innata y una increíble habilidad para atrapar las miradas. De hecho, su trabajo fue merecedor del César a la mejor actriz revelación. Gracias a la inocencia que aporta, la cinta conmueve muchísimo más y llega al clímax con un empaque sólido, sin las fisuras que una comedia banal podría haberle causado y que, en este caso, suponen solo antojos en la piel de una película interesante.
Diario de Navarra / La séptima mirada
'La familia Bélier' introduce al espectador en una granja de la campiña francesa, en la que tres de los miembros del clan son sordomudos. La hija ejerce de traductora y de enlace con su entorno, y sus labores pasan desde comprar alimentos para los animales o vender quesos, hasta convertirse en intérprete en la consulta del ginecólogo. Por un capricho del destino, acaba en una clase de canto, en la que su profesor descubre el innegable don que atesora su garganta. Una cualidad que puede abrirle las puertas de una carrera musical en París.
El director Eric Lartigau exprime en su quinto largometraje la caracterización de los personajes. Debido a su invalidez, todos expresan lo que piensan sin rodeos ni delicadezas, incrementando la comicidad de las situaciones. Los progenitores figuran en la mayoría de los gags, por lo que sus gestos siempre son exagerados y escoden un puñal detrás de cada diálogo. Pese a la obligación de mostrar en pantalla el uso del lenguaje de signos y que el público sea consciente de lo que se está diciendo a través de subtítulos, el realizador francés esquiva la desgana yendo al grano con facilidad. Se muestra seguro en la trama principal, sabiendo cuándo acelerar y en qué instantes detener la cámara para subrayar la profundidad emocional de las escenas, pero fracasa en las historias paralelas, en ocasiones demasiado elaboradas y, en otras, completamente nimias e intrascendentes. Además de lograr una perfecta empatía con los éxitos y fracasos de la protagonista, uno de los dos mayores aciertos de Lartigau fue contar con el repertorio musical de Michel Sardou, un cantante francés muy popular en el país vecino y cuya canción 'Je vole' encaja en el filme como si hubiera sido escrita para él.
El otro gran reconocimiento que se le debe dar es haber descubierto a Louane Emera, una joven que despuntó en el programa televisivo 'La Voz' y que, en su debut en el cine, encandila con una espontaneidad innata y una increíble habilidad para atrapar las miradas. De hecho, su trabajo fue merecedor del César a la mejor actriz revelación. Gracias a la inocencia que aporta, la cinta conmueve muchísimo más y llega al clímax con un empaque sólido, sin las fisuras que una comedia banal podría haberle causado y que, en este caso, suponen solo antojos en la piel de una película interesante.
Diario de Navarra / La séptima mirada
14 de enero de 2020
14 de enero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una habitación estrecha, de paredes blancas, sin decoración y con cortinas que no dejan ver el exterior encarcela a Viviane Amsalem. Durante cinco años, esta mujer israelí luchó por que un tribunal rabínico le concediera el divorcio de su marido, al que ya no quiere y al que abandonó en el hogar familiar. En casi dos horas de metraje, el espectador nunca va a escapar de esa sala -o la contigua de espera-, para sentir en sus propias carnes el agobio claustrofóbico de una sociedad moderna en la que el papel de la mujer aún se encuentra supeditado al del hombre. Si no existen motivos como el maltrato o el adulterio, la aceptación del divorcio recae en el marido. Y en este caso, él no está dispuesto a darle la libertad.
Los hermanos Shlomi y Ronit Elkabetz cierran con esta película una trilogía sobre la familia, el matrimonio y el rol que desempeñan las mujeres en Israel. Para mostrar su situación, introducen al público en un juicio y descartan cualquier aderezo que contamine su mensaje. No hay acompañamiento musical ni movimientos de cámara, y los planos fijos siempre representan la mirada de alguno de los protagonistas. No por ello los encuadres dejan de estar trabajados, pero el mayor esfuerzo se centró en la confección del guion y en dirigir a un pequeño reparto que sabe muy bien cuál es el objetivo: plasmar la realidad en una certera y dura crítica al modo de vida israelí. Sin posibilidad de matrimonios civiles, la mujer tiene que amoldarse a las decisiones del marido, quien, además, dicta cómo debe comportarse, con qué amistades se relaciona o la manera en la que cría a los hijos.
La trama antepone la desesperanza de Viviane, incapaz de entender que los jueces no valoren la incompatibilidad que sufre su matrimonio, con la testarudez de su esposo, que todavía la quiere y que desea que vuelva a casa. Sin embargo, los períodos de prueba que el tribunal aconseja a la mujer no surten efectos beneficiosos, y ella siempre acaba regresando a esa habitación para implorar los papeles del divorcio. Los testigos -vecinos y familiares- citados para exponer la vida conyugal describen al marido como un hombre recto, noble y temeroso de Dios, que otorgó a su mujer todo lo que necesitó, además de darle independencia y no obligarla a seguir la estricta senda religiosa por la que él transita. Pero Viviane busca afecto y comprensión, cualidades que no encuentra en su marido y por las que clama que su matrimonio es inviable.
Los dos directores caminan seguros cuando el drama empatiza con la tristeza de Viviane, pero zozobran al introducir reacciones absurdas que, por otro lado, potencian la denuncia contra un sistema que menosprecia a las mujeres. La austeridad estilística queda compensada por una narrativa que pormenoriza el interior de los personajes, sobre todo el de la protagonista, aunque corre el riesgo de acabar siendo repetitiva. No obstante, ahí es cuando gana enteros la crítica, ya que resulta inconcebible que tanto el marido como los jueces demuestren un grado de incomprensión tan exacerbado.
La propia Ronit se encarga asimismo de encarnar a Viviane y logra trasladar al público sus sentimientos de desamparo y angustia, sin forzar el carácter de su personaje. El único que le planta cara en ese escenario teatral que supone la sala del juzgado es Sasson Gabai, rabino y hermano del marido, al que trata de ayudar para que su matrimonio salga con vida del tribunal.
Diario de Navarra / La séptima mirada
Los hermanos Shlomi y Ronit Elkabetz cierran con esta película una trilogía sobre la familia, el matrimonio y el rol que desempeñan las mujeres en Israel. Para mostrar su situación, introducen al público en un juicio y descartan cualquier aderezo que contamine su mensaje. No hay acompañamiento musical ni movimientos de cámara, y los planos fijos siempre representan la mirada de alguno de los protagonistas. No por ello los encuadres dejan de estar trabajados, pero el mayor esfuerzo se centró en la confección del guion y en dirigir a un pequeño reparto que sabe muy bien cuál es el objetivo: plasmar la realidad en una certera y dura crítica al modo de vida israelí. Sin posibilidad de matrimonios civiles, la mujer tiene que amoldarse a las decisiones del marido, quien, además, dicta cómo debe comportarse, con qué amistades se relaciona o la manera en la que cría a los hijos.
La trama antepone la desesperanza de Viviane, incapaz de entender que los jueces no valoren la incompatibilidad que sufre su matrimonio, con la testarudez de su esposo, que todavía la quiere y que desea que vuelva a casa. Sin embargo, los períodos de prueba que el tribunal aconseja a la mujer no surten efectos beneficiosos, y ella siempre acaba regresando a esa habitación para implorar los papeles del divorcio. Los testigos -vecinos y familiares- citados para exponer la vida conyugal describen al marido como un hombre recto, noble y temeroso de Dios, que otorgó a su mujer todo lo que necesitó, además de darle independencia y no obligarla a seguir la estricta senda religiosa por la que él transita. Pero Viviane busca afecto y comprensión, cualidades que no encuentra en su marido y por las que clama que su matrimonio es inviable.
Los dos directores caminan seguros cuando el drama empatiza con la tristeza de Viviane, pero zozobran al introducir reacciones absurdas que, por otro lado, potencian la denuncia contra un sistema que menosprecia a las mujeres. La austeridad estilística queda compensada por una narrativa que pormenoriza el interior de los personajes, sobre todo el de la protagonista, aunque corre el riesgo de acabar siendo repetitiva. No obstante, ahí es cuando gana enteros la crítica, ya que resulta inconcebible que tanto el marido como los jueces demuestren un grado de incomprensión tan exacerbado.
La propia Ronit se encarga asimismo de encarnar a Viviane y logra trasladar al público sus sentimientos de desamparo y angustia, sin forzar el carácter de su personaje. El único que le planta cara en ese escenario teatral que supone la sala del juzgado es Sasson Gabai, rabino y hermano del marido, al que trata de ayudar para que su matrimonio salga con vida del tribunal.
Diario de Navarra / La séptima mirada

6,5
13.961
7
14 de enero de 2020
14 de enero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Abel Morales está sentado en su escritorio. Inmigrante llegado a Nueva York, dirige una empresa de transporte de combustible que crece a pasos agigantados debido a su poderosa ambición. Brota la sangre en 1981, el año más violento en la historia de la ciudad de los rascacielos. Tiempo de gánsteres, de asesinatos, de robos, de tiroteos... de no poder levantar un imperio sin ensuciarse las manos. Abel Morales, sentado en su escritorio, había intentado no salirse del camino correcto, hacer todo conforme a las leyes y nunca caer en la tentación de avanzar casillas en el tablero dejando un reguero de pólvora. Recibe una llamada, otro camión robado. Su abogado le informa de que lo van a llevar a juicio, acusado de prácticas fraudulentas. El banco lo ha dejado colgado en mitad de un negocio crucial. Su mujer, hija de un capo, le insiste en que actúe ante la inseguridad que vive la familia, amenazada por los matones de las empresas competidoras. Abel Morales, sin levantarse de su mesa, le lanza una mirada fría y dura, y con la fuerza que desprendía Michael Corleone le dice: “Yo me ocupo”. El espectador reza entonces por que coja el teléfono y, después de haberlo visto zancadilleado y ninguneado por no aprovechar los atajos, demuestre a sus rivales lo efectiva que puede ser en los negocios la cabeza de un caballo entre las sábanas.
Pero en esta historia no hay ningún Luca Brasi. El director y guionista J.C. Chandor confiere a su personaje una moralidad inquebrantable que pone a prueba la construcción del sueño americano, tal y como en su primera película, 'Margin Call', asaltó las entrañas del egoísmo y la avidez en el origen de la crisis financiera. Y al igual que en 'Cuando todo está perdido', su protagonista demuestra que nada ni nadie conseguirá derribarlo. El tercer filme de la carrera del cineasta estadounidense deja patente que, pese a no contar con una narrativa demasiado seductora, la magnífica descripción de sus personajes resulta incontestable. De Abel Morales descubriremos su faceta empresarial a través de los discursos a sus trabajadores; su bondad, al arropar a uno de sus camioneros heridos; y su fuerza, en los enfrentamientos con todo aquel que por su actitud reclamaría una respuesta violenta.
La falta de ritmo es la única pega que se le puede achacar. De manera deliberada, J.C. Chandor despliega la trama con un pulso pausado y evitando las secuencias de acción para no ensañarse con muertes y persecuciones. Y lo filma con una belleza aplastante. Tapar un agujero de bala en un tanque de combustible con un pañuelo doblado resume el cariz que atesora la cinta, envuelta en una fotografía sombría de tonos ocres y grisáceos, y elevada por unas interpretaciones arrolladoras. Estos dos aspectos atrapan el interés del público, que debería haber caído prisionero del desarrollo del argumento si se hubiera potenciado la fluidez narrativa.
Por suerte, el realizador contaba con dos de los mejores actores del momento. Jessica Chastain aprovecha sus escasas escenas para desplegar el hastío ante su situación, que le hiere el orgullo por ser hija de quien es. Pero es comprensible que la cámara no se separe de Oscar Isaac. Con una presencia que recuerda al Al Pacino de 'Tarde de perros' o 'Serpico', sus miradas llevan implícita la carga dramática que Michael Corleone aportó al cine. Aunque en este caso, el personaje opte por no traicionar sus principios. ¿Recuerdan? “Yo no soy así, Kay”.
Diario de Navarra / La séptima mirada
Pero en esta historia no hay ningún Luca Brasi. El director y guionista J.C. Chandor confiere a su personaje una moralidad inquebrantable que pone a prueba la construcción del sueño americano, tal y como en su primera película, 'Margin Call', asaltó las entrañas del egoísmo y la avidez en el origen de la crisis financiera. Y al igual que en 'Cuando todo está perdido', su protagonista demuestra que nada ni nadie conseguirá derribarlo. El tercer filme de la carrera del cineasta estadounidense deja patente que, pese a no contar con una narrativa demasiado seductora, la magnífica descripción de sus personajes resulta incontestable. De Abel Morales descubriremos su faceta empresarial a través de los discursos a sus trabajadores; su bondad, al arropar a uno de sus camioneros heridos; y su fuerza, en los enfrentamientos con todo aquel que por su actitud reclamaría una respuesta violenta.
La falta de ritmo es la única pega que se le puede achacar. De manera deliberada, J.C. Chandor despliega la trama con un pulso pausado y evitando las secuencias de acción para no ensañarse con muertes y persecuciones. Y lo filma con una belleza aplastante. Tapar un agujero de bala en un tanque de combustible con un pañuelo doblado resume el cariz que atesora la cinta, envuelta en una fotografía sombría de tonos ocres y grisáceos, y elevada por unas interpretaciones arrolladoras. Estos dos aspectos atrapan el interés del público, que debería haber caído prisionero del desarrollo del argumento si se hubiera potenciado la fluidez narrativa.
Por suerte, el realizador contaba con dos de los mejores actores del momento. Jessica Chastain aprovecha sus escasas escenas para desplegar el hastío ante su situación, que le hiere el orgullo por ser hija de quien es. Pero es comprensible que la cámara no se separe de Oscar Isaac. Con una presencia que recuerda al Al Pacino de 'Tarde de perros' o 'Serpico', sus miradas llevan implícita la carga dramática que Michael Corleone aportó al cine. Aunque en este caso, el personaje opte por no traicionar sus principios. ¿Recuerdan? “Yo no soy así, Kay”.
Diario de Navarra / La séptima mirada

6,7
8.818
7
14 de enero de 2020
14 de enero de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Clichés, tópicos y lugares comunes atestan el metraje. El protagonista, un sacerdote de un pequeño pueblo en la costa irlandesa, oyó la llamada de Dios cuando su mujer ascendió a los cielos. Inerte por la tristeza, hipotecó sin avales su hígado y apartó de su lado a una hija que, años después, regresa a abrazarlo tras haber intentado coger ese atajo que empieza en la muñeca y termina sin salida. Sopla el viento. Y se ven parajes verdes poblados por tipos que lo mismo levantan un vaso que empuñan un bate de madera. Porque todos sus feligreses presentan taras emocionales gigantescas, y él los escucha con ánimo redentor y un aura de santidad que crepita al chocar con un cuerpo que entiende el pecado. La música orquestal satura de melancolía las escenas, mientras la cámara se mueve de forma pausada y enfoca en primeros planos los rostros que, en ocasiones, miran al espectador reclamándole que comparta su locura. Ni la forma ni el contenido resultan novedosos para retratar los siete días en los que un hombre debe poner en orden su vida antes de despedirse. Y, sin embargo y a pesar de sus excesos, la efectividad de 'Calvary' es indiscutible.
Comenzando por un inicio arrebatador. Una primera frase demoledora que abre un diálogo en el que una voz invisible en un confesionario le cuenta al protagonista que sufrió abusos sexuales de un cura cuando era un niño, y le alerta de que él, pese a ser inocente, expiará su culpa el siguiente domingo a balazos en una playa. En esa semana, el sacerdote -que, a diferencia del público, conoce la identidad del asesino- se reunirá con los miembros de su parroquia para tratar de ayudarlos por última vez.
La dirección de John Michael McDonagh, cuya firma aparece también al pie del guion, reniega de excentricidades o sellos de autor para transmitir de un modo claro y conciso lo que desea: ahondar en la vida interior del protagonista y emocionar con su entereza frente a la amenaza de muerte. No obstante, sus cualidades se presentan a través de sus relaciones con el resto de personajes. Es en este aspecto donde radica la principal fuerza del filme, gracias a unos diálogos que profundizan en la espiritualidad del clérigo y en los anhelos de sus vecinos, sin perder realismo y con una validez asombrosa. De hecho, el realizador irlandés se excede con el uso de la música y con el carácter extremo de algunos de los habitantes del pueblo en su objetivo de conmover al espectador. Pero lo logra. Y mucho mejor que en su debut en el 2011 con 'El irlandés', película con la que comparte toques de un humor negro innato, aunque no tan ácido como en su ópera prima. La trama, con reminiscencias de 'western' y que no decae en ningún momento por el deseo de conocer quién es el antagonista, escapa de la crítica a la pederastia, ya que la acción se centra en describir la personalidad del cura y en cómo trata de buscar el afecto de sus feligreses.
Todo lo anterior hubiera fracasado si McDonagh no contara con el que se está convirtiendo en su actor fetiche, Brendan Gleeson. Impresiona la cantidad de matices que aporta a su actuación el intérprete irlandés. La paz y serenidad que transmite en sus paseos por la playa contrastan con la ira que desata cuando se le provoca, la firmeza con la que desafía a sus interlocutores y el amor, la comprensión, la tristeza y el cansancio de un ser humano noble y compasivo que pone a prueba su alma en su camino al Calvario.
Diario de Navarra / La séptima mirada
Comenzando por un inicio arrebatador. Una primera frase demoledora que abre un diálogo en el que una voz invisible en un confesionario le cuenta al protagonista que sufrió abusos sexuales de un cura cuando era un niño, y le alerta de que él, pese a ser inocente, expiará su culpa el siguiente domingo a balazos en una playa. En esa semana, el sacerdote -que, a diferencia del público, conoce la identidad del asesino- se reunirá con los miembros de su parroquia para tratar de ayudarlos por última vez.
La dirección de John Michael McDonagh, cuya firma aparece también al pie del guion, reniega de excentricidades o sellos de autor para transmitir de un modo claro y conciso lo que desea: ahondar en la vida interior del protagonista y emocionar con su entereza frente a la amenaza de muerte. No obstante, sus cualidades se presentan a través de sus relaciones con el resto de personajes. Es en este aspecto donde radica la principal fuerza del filme, gracias a unos diálogos que profundizan en la espiritualidad del clérigo y en los anhelos de sus vecinos, sin perder realismo y con una validez asombrosa. De hecho, el realizador irlandés se excede con el uso de la música y con el carácter extremo de algunos de los habitantes del pueblo en su objetivo de conmover al espectador. Pero lo logra. Y mucho mejor que en su debut en el 2011 con 'El irlandés', película con la que comparte toques de un humor negro innato, aunque no tan ácido como en su ópera prima. La trama, con reminiscencias de 'western' y que no decae en ningún momento por el deseo de conocer quién es el antagonista, escapa de la crítica a la pederastia, ya que la acción se centra en describir la personalidad del cura y en cómo trata de buscar el afecto de sus feligreses.
Todo lo anterior hubiera fracasado si McDonagh no contara con el que se está convirtiendo en su actor fetiche, Brendan Gleeson. Impresiona la cantidad de matices que aporta a su actuación el intérprete irlandés. La paz y serenidad que transmite en sus paseos por la playa contrastan con la ira que desata cuando se le provoca, la firmeza con la que desafía a sus interlocutores y el amor, la comprensión, la tristeza y el cansancio de un ser humano noble y compasivo que pone a prueba su alma en su camino al Calvario.
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