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6,5
66.986
2
14 de noviembre de 2009
14 de noviembre de 2009
124 de 195 usuarios han encontrado esta crítica útil
Históricamente falsa, intelectualmente pobre, moralmente retorcida, políticamente oportunista y estéticamente desdeñable. Y, además, demagógica.
Es preciso ganarse el derecho a criticar. Y para criticar a las religiones sin que la crítica se convierta en un acto mezquino, antes hay que haberlas comprendido; y comprenderlas supone valorar con justeza su naturaleza y sus límites, su grandeza y su miseria. Eso implica, en este caso, entender que el cristianismo (con el que no me siento identificado y sí con la búsqueda independiente de la verdad de Hipatia) vino a salvar una sociedad en decadencia y la salvó, creando un mundo, como la cristiandad medieval, en línea con las grandes civilizaciones de su tiempo. Hay que ser capaz de deleitarse con el canto llano y la polifonía, abismarse en el bienaventurado silencio pétreo del románico, anonadarse con la espiritualidad de los Padres del Desierto, emocionarse con la belleza de los relatos artúricos, hay que ser capaz de comprender ese mundo y de percibir también las razones de su decadencia en la modernidad: el autoritarismo, el dogmatismo, el ansia de poder, la traición a sus ideales primeros y todas las perversiones múltiples del vaticanismo. Hay que saber diferenciar lo que es achacable al cristianismo y lo que es achacable a la civilización occidental (que desempeña, para bien o para mal, un papel singular en la historia con el que le tocó apechugar al cristianismo); hay que captar lo que fue el espíritu de Jesús y las manipulaciones de la burocracia eclesial, heredera de la estructura política del imperio romano; hay que entender, en definitiva, las dificultades y las exigencias de la supervivencia de un mensaje como el cristiano en esas circunstancias y ser capaz de discernir las luces y las sombras.
Habría que recordar aquellas líneas magníficas de Nietzsche en Ecce Homo sobre la práctica bélica: «Yo sólo lucho contra cosas que triunfan [...] Yo siempre lucho solo». Vilipendiar al cristianismo en unos tiempos en que el cristianismo se hunde y agoniza es un acto de mezquindad; y buscar la connivencia de la inmensa mayoría, su halago y su aplauso fácil, una debilidad sonrojante.
Hipatia, espíritu libre de toda ruindad, habría escupido a Amenábar a la cara.
Véase nota en el spoiler.
Es preciso ganarse el derecho a criticar. Y para criticar a las religiones sin que la crítica se convierta en un acto mezquino, antes hay que haberlas comprendido; y comprenderlas supone valorar con justeza su naturaleza y sus límites, su grandeza y su miseria. Eso implica, en este caso, entender que el cristianismo (con el que no me siento identificado y sí con la búsqueda independiente de la verdad de Hipatia) vino a salvar una sociedad en decadencia y la salvó, creando un mundo, como la cristiandad medieval, en línea con las grandes civilizaciones de su tiempo. Hay que ser capaz de deleitarse con el canto llano y la polifonía, abismarse en el bienaventurado silencio pétreo del románico, anonadarse con la espiritualidad de los Padres del Desierto, emocionarse con la belleza de los relatos artúricos, hay que ser capaz de comprender ese mundo y de percibir también las razones de su decadencia en la modernidad: el autoritarismo, el dogmatismo, el ansia de poder, la traición a sus ideales primeros y todas las perversiones múltiples del vaticanismo. Hay que saber diferenciar lo que es achacable al cristianismo y lo que es achacable a la civilización occidental (que desempeña, para bien o para mal, un papel singular en la historia con el que le tocó apechugar al cristianismo); hay que captar lo que fue el espíritu de Jesús y las manipulaciones de la burocracia eclesial, heredera de la estructura política del imperio romano; hay que entender, en definitiva, las dificultades y las exigencias de la supervivencia de un mensaje como el cristiano en esas circunstancias y ser capaz de discernir las luces y las sombras.
Habría que recordar aquellas líneas magníficas de Nietzsche en Ecce Homo sobre la práctica bélica: «Yo sólo lucho contra cosas que triunfan [...] Yo siempre lucho solo». Vilipendiar al cristianismo en unos tiempos en que el cristianismo se hunde y agoniza es un acto de mezquindad; y buscar la connivencia de la inmensa mayoría, su halago y su aplauso fácil, una debilidad sonrojante.
Hipatia, espíritu libre de toda ruindad, habría escupido a Amenábar a la cara.
Véase nota en el spoiler.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La filósofa neoplatónica Hipatia, a la que el crítico de El País, ingenua e ignorante víctima de la manipulación de Amenábar, calificaba de “astrónoma atea”, escribió cosas tan “ateas” como ésta (en contra de lo que se dice en la película, se conservan fragmentos de sus escritos):
“Unos pocos días más en este mundo,
y cada cual retornará a su origen;
la gota de sangre al corazón profundo,
el agua al río y el río al océano inmenso;
y la gota de rocío que cae del cielo ascenderá al cielo de nuevo,
liberándose del polvo que la lastraba,
deshelada la escarcha que la encadenaba a la hierba y a la tierra.
Y así, cada vez más alto, por entre lunas, estrellas y soles,
por entre los dioses y los padres de los dioses,
cada vez más pura a través de vidas sucesivas,
hasta que entre en la Unidad Absoluta y encuentre, por fin, su hogar.”
“Unos pocos días más en este mundo,
y cada cual retornará a su origen;
la gota de sangre al corazón profundo,
el agua al río y el río al océano inmenso;
y la gota de rocío que cae del cielo ascenderá al cielo de nuevo,
liberándose del polvo que la lastraba,
deshelada la escarcha que la encadenaba a la hierba y a la tierra.
Y así, cada vez más alto, por entre lunas, estrellas y soles,
por entre los dioses y los padres de los dioses,
cada vez más pura a través de vidas sucesivas,
hasta que entre en la Unidad Absoluta y encuentre, por fin, su hogar.”

8,0
2.200
10
23 de agosto de 2011
23 de agosto de 2011
68 de 83 usuarios han encontrado esta crítica útil
Béla Tarr, yo creo, ha reinventado el cine. Y lo ha hecho llevando al límite una concepción específica del tiempo cinematográfico que niega la idea convencional de temporalidad: esa concepción cuantitativa y cartesiana del tiempo —cómoda pero inaceptable— como magnitud homogénea y vacía, susceptible de ser llenada de acontecimientos que se suponen objetivamente observables. Ahora bien, ¿puede separarse el tiempo de los acontecimientos que lo constituyen? ¿Un bloque de tiempo es el mismo si es vivido por otro? Creo que Tarr diría que no.
Si añadimos que en todo acontecimiento hay siempre parte de interpretación, que no existe versión “objetiva” de un hecho humano, se puede entender ese repetido retorno sobre sí y la sustitución de la ficticia y engañosa línea recta de la narración (mera abstracción) por una sucesión de oleadas poéticas: planos secuencia que se cruzan, se solapan, se entrelazan, para fabricar el tejido mismo de lo real: danza de Shiva o tango de Satanás. Tarr lo ha dicho con incontestable claridad: «No quiero contar historias; quiero mostrar el fondo de la naturaleza humana». Y para acceder ahí, hay que arrancar los acontecimientos a la linealidad de la historia (y de la Historia) y a las convencionales leyes de nuestra idolatrada causalidad, romper la horizontalidad del despliegue cronológico y dejar que afloren las dimensiones ocultas de la temporalidad.
No hay paradoja en que el cine metafísico de Tarr parta de una estética hiperrealista, que potencia al extremo los detalles visuales y sonoros: textura de las ropas raídas, de paredes desconchadas, de una piel envejecida (todo trabajado siempre por la duración)... rumor de pasos, de respiración, de jeringuilla absorbiendo el líquido (!)... Omnipresencia de agua, tierra y barro en Sátantángó, obra esencialmente telúrica, “matérica”, que no materialista. Belleza sublime de las formas, expresión luminosa de la verdad de lo esencial: Tarr o la aparición de la belleza en todas las cosas.
Tampoco hay paradoja en partir de situaciones sociales definidas (pero, como en “Armonías...”, sin referencia espacio-temporal alguna, lo que libera de la anécdota) para llegar al mundo del alma y al alma del mundo. Tarr, cineasta en busca de lo absoluto, vincula las dos orillas del ser, uniendo sin confundir lo descriptivo y lo profético, lo personal y lo cósmico, lo social y lo ontológico, lo material y lo intangible, lo efímero y lo eterno: arco infinito que abarca el abismo de la existencia, en un ambiente (también como en “Armonías...”) de apocalipsis inminente.
Sus imágenes quedarán en mi memoria, hasta la próxima visión, como recuerdo indeleble de que, más allá —o más acá— de la banal cotidianidad, existe un mundo real. Tarr me proporciona, más que ningún otro cineasta, eso que Rudolph Otto llama “experiencia de lo numinoso”: una presencia “tremenda y fascinante” que, superando cualquier posibilidad de expresión, me deja sin habla y literalmente anonadado.
Si añadimos que en todo acontecimiento hay siempre parte de interpretación, que no existe versión “objetiva” de un hecho humano, se puede entender ese repetido retorno sobre sí y la sustitución de la ficticia y engañosa línea recta de la narración (mera abstracción) por una sucesión de oleadas poéticas: planos secuencia que se cruzan, se solapan, se entrelazan, para fabricar el tejido mismo de lo real: danza de Shiva o tango de Satanás. Tarr lo ha dicho con incontestable claridad: «No quiero contar historias; quiero mostrar el fondo de la naturaleza humana». Y para acceder ahí, hay que arrancar los acontecimientos a la linealidad de la historia (y de la Historia) y a las convencionales leyes de nuestra idolatrada causalidad, romper la horizontalidad del despliegue cronológico y dejar que afloren las dimensiones ocultas de la temporalidad.
No hay paradoja en que el cine metafísico de Tarr parta de una estética hiperrealista, que potencia al extremo los detalles visuales y sonoros: textura de las ropas raídas, de paredes desconchadas, de una piel envejecida (todo trabajado siempre por la duración)... rumor de pasos, de respiración, de jeringuilla absorbiendo el líquido (!)... Omnipresencia de agua, tierra y barro en Sátantángó, obra esencialmente telúrica, “matérica”, que no materialista. Belleza sublime de las formas, expresión luminosa de la verdad de lo esencial: Tarr o la aparición de la belleza en todas las cosas.
Tampoco hay paradoja en partir de situaciones sociales definidas (pero, como en “Armonías...”, sin referencia espacio-temporal alguna, lo que libera de la anécdota) para llegar al mundo del alma y al alma del mundo. Tarr, cineasta en busca de lo absoluto, vincula las dos orillas del ser, uniendo sin confundir lo descriptivo y lo profético, lo personal y lo cósmico, lo social y lo ontológico, lo material y lo intangible, lo efímero y lo eterno: arco infinito que abarca el abismo de la existencia, en un ambiente (también como en “Armonías...”) de apocalipsis inminente.
Sus imágenes quedarán en mi memoria, hasta la próxima visión, como recuerdo indeleble de que, más allá —o más acá— de la banal cotidianidad, existe un mundo real. Tarr me proporciona, más que ningún otro cineasta, eso que Rudolph Otto llama “experiencia de lo numinoso”: una presencia “tremenda y fascinante” que, superando cualquier posibilidad de expresión, me deja sin habla y literalmente anonadado.

8,0
6.132
10
1 de marzo de 2014
1 de marzo de 2014
52 de 56 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es difícil recoger en el espacio aquí permitido toda la riqueza de este film, cuya deslumbrante belleza plástica permite, por sí sola, calificarlo de “obra maestra”. Pero dejaré a un lado los aspectos más “formales” (convencionalmente hablando) para centrarme en ciertos puntos de su contenido, procurando no insistir en cosas que ya otros han dicho aquí con acierto.
Veo en la película una doble línea temática; la primera es la crisis creativa de Rublev ante el mal que observa en su mundo. A través de una serie de experiencias vitales que dan lugar a un proceso progresivo de maduración interior, y que, sobre todo a partir de la “fiesta”, van a ir minando su inocencia original, Rublev se va distanciando progresivamente del mundo; hay distancia del pueblo adormecido, alterado sólo por frenesíes insubstanciales como el provocado por el bufón, pero distancia también de la autoridad establecida, con la que, a diferencia de Kirilo, nunca se planteará colaborar. Dentro de su comunidad está distante del citado Kirilo, representante de un individualismo egoico y autoritario, y se separa también de su amigo Danila, representante de un tradicionalismo obediente y bondadoso, pero temeroso y no demasiado inspirado. Profundizar en la verdad implica avanzar en la soledad.
¿Para qué crear belleza en un mundo que la ignora e incluso se obstina en destruirla? La pregunta sigue tan vigente ahora como en el siglo XV y Tarkovski procede, me parece a mí, a una cierta modernización de la figura de Rublev, lo que no es ilegítimo, puesto que su propósito no es restablecer una realidad histórica. La retirada del mundo, la reclusión en su interior, es la salida natural para un hombre de aguda sensibilidad, abrumado por una realidad que le resulta literalmente incomprensible.
Importante en ese proceso es la presencia de Teófanes. La primera conversación de Andrei con Teófanes presenta a este como un personaje misántropo y desengañado; laico, a diferencia de Rublev, Teófanes cree en Dios pero no en el hombre; su postura, un tanto dualista, no le genera los problemas que le plantea a Rublev la necesidad de conciliar a Dios y el mundo. El de Teófanes es un Dios todopoderoso, en cuya absoluta transcendencia se refugia. El de Rublev, por el contrario, es un Dios sufriente que quiere salvar al mundo. Parece que, en concordancia con esto, Rublev se apartó hasta cierto punto de los criterios iconográficos bizantinos para ofrecer una imagen en algún sentido más “humanizada” de Dios (probablemente representaba en alguna medida la reacción humanista del Renacimiento naciente frente al espíritu más teocéntrico del Medioevo). Es la de Teófanes una actitud un tanto escéptica que Rublev no quiere aceptar, pero a la que se acercará de algún modo con el tiempo, si bien para entonces --en la segunda conversación, en la catedral saqueada-- tampoco Teófanes estará ya exactamente ahí --independientemente de que pueda estar vivo o muerto--.
Sorprende que esa situación que vive Rublev no le plantee problemas con su fe. Sus problemas parecen ser exclusivamente con el mundo, no con Dios. Rublev en ningún momento se revuelve, como Job, contra su Dios. La salida de la crisis podría haberse resuelto por un largo proceso de maduración interior, pero Tarkovski opta por otra solución: la revelación súbita que supone para él la aparición de Boriska. Se le podría, tal vez, reprochar a Tarkovski que esa revelación, para ser efectiva, no deja de requerir un proceso interior que haga posible su recepción, lo que, en la película, ciertamente no es perceptible. En todo caso, esa revelación permitirá la confluencia con una segunda línea temática, desarrollada en el episodio de la campana.
Tarkovski suspende ahí provisionalmente su identificación con Rublev y pasa a identificarse básicamente con Boriska. Tarkovski manifestó repetidas veces que se sentía profundamente unido a la tradición espiritual y cultural de su pueblo, cuyas últimas manifestaciones estaban en la literatura del siglo XIX (Dostoievski, Tolstoi...), pero esa tradición se había visto interrumpida. ¿Cómo volver a enlazar con ella? La tradición, tan importante en el cristianismo ortodoxo que Tarkovski compartía, se basa en la continuidad ininterrumpida. La posibilidad de recuperarla, una vez rota la cadena, ha dado lugar a profundos debates en el mundo de la espiritualidad, especialmente en contextos esotérico-teosóficos con los que Tarkovski parecía estar relativamente familiarizado. Boriska, a quien no le fue transmitido el secreto del oficio --y que se encuentra, por tanto, en idéntica situación que Tarkovski--, apela a una intuición interior para salvar el hiato: pretende “resucitar” en sí mismo y por sí mismo la tradición que había muerto con la muerte de su padre y recuperar así el “secreto” no transmitido, restaurando espiritualmente la cadena iniciática formalmente interrumpida. La Tradición, especialmente en el momento de crisis que implica la modernidad, no puede limitarse a una transmisión formal. Hace falta revivirla desde dentro. Es lo que hace Boriska. Es lo que pretende hacer Tarkovski, que es, en este sentido, optimista; desde una perspectiva más espiritualista que legalista, piensa que esa resurrección es posible, colocando la experiencia personal por encima del orden institucional.
La contemplación de ese proceso en la figura de Boriska, llevará a Rublev a abandonar su silencio creativo, si bien de forma --podría objetarse-- no del todo comprensible: quince años de silencio no se derrumban tan fácilmente ante la tenacidad de un muchachito sin las ideas demasiado claras y que va tropezando en todas partes. Un poco irónicamente podría decirse que Tarkovski plantea un problema en la primera parte --una crisis existencial de carácter personal-- y resuelve otro distinto en la segunda --una crisis histórico-institucional--, pero se las apaña para matar dos pájaros de un tiro.
(termino en el spoiler)
Veo en la película una doble línea temática; la primera es la crisis creativa de Rublev ante el mal que observa en su mundo. A través de una serie de experiencias vitales que dan lugar a un proceso progresivo de maduración interior, y que, sobre todo a partir de la “fiesta”, van a ir minando su inocencia original, Rublev se va distanciando progresivamente del mundo; hay distancia del pueblo adormecido, alterado sólo por frenesíes insubstanciales como el provocado por el bufón, pero distancia también de la autoridad establecida, con la que, a diferencia de Kirilo, nunca se planteará colaborar. Dentro de su comunidad está distante del citado Kirilo, representante de un individualismo egoico y autoritario, y se separa también de su amigo Danila, representante de un tradicionalismo obediente y bondadoso, pero temeroso y no demasiado inspirado. Profundizar en la verdad implica avanzar en la soledad.
¿Para qué crear belleza en un mundo que la ignora e incluso se obstina en destruirla? La pregunta sigue tan vigente ahora como en el siglo XV y Tarkovski procede, me parece a mí, a una cierta modernización de la figura de Rublev, lo que no es ilegítimo, puesto que su propósito no es restablecer una realidad histórica. La retirada del mundo, la reclusión en su interior, es la salida natural para un hombre de aguda sensibilidad, abrumado por una realidad que le resulta literalmente incomprensible.
Importante en ese proceso es la presencia de Teófanes. La primera conversación de Andrei con Teófanes presenta a este como un personaje misántropo y desengañado; laico, a diferencia de Rublev, Teófanes cree en Dios pero no en el hombre; su postura, un tanto dualista, no le genera los problemas que le plantea a Rublev la necesidad de conciliar a Dios y el mundo. El de Teófanes es un Dios todopoderoso, en cuya absoluta transcendencia se refugia. El de Rublev, por el contrario, es un Dios sufriente que quiere salvar al mundo. Parece que, en concordancia con esto, Rublev se apartó hasta cierto punto de los criterios iconográficos bizantinos para ofrecer una imagen en algún sentido más “humanizada” de Dios (probablemente representaba en alguna medida la reacción humanista del Renacimiento naciente frente al espíritu más teocéntrico del Medioevo). Es la de Teófanes una actitud un tanto escéptica que Rublev no quiere aceptar, pero a la que se acercará de algún modo con el tiempo, si bien para entonces --en la segunda conversación, en la catedral saqueada-- tampoco Teófanes estará ya exactamente ahí --independientemente de que pueda estar vivo o muerto--.
Sorprende que esa situación que vive Rublev no le plantee problemas con su fe. Sus problemas parecen ser exclusivamente con el mundo, no con Dios. Rublev en ningún momento se revuelve, como Job, contra su Dios. La salida de la crisis podría haberse resuelto por un largo proceso de maduración interior, pero Tarkovski opta por otra solución: la revelación súbita que supone para él la aparición de Boriska. Se le podría, tal vez, reprochar a Tarkovski que esa revelación, para ser efectiva, no deja de requerir un proceso interior que haga posible su recepción, lo que, en la película, ciertamente no es perceptible. En todo caso, esa revelación permitirá la confluencia con una segunda línea temática, desarrollada en el episodio de la campana.
Tarkovski suspende ahí provisionalmente su identificación con Rublev y pasa a identificarse básicamente con Boriska. Tarkovski manifestó repetidas veces que se sentía profundamente unido a la tradición espiritual y cultural de su pueblo, cuyas últimas manifestaciones estaban en la literatura del siglo XIX (Dostoievski, Tolstoi...), pero esa tradición se había visto interrumpida. ¿Cómo volver a enlazar con ella? La tradición, tan importante en el cristianismo ortodoxo que Tarkovski compartía, se basa en la continuidad ininterrumpida. La posibilidad de recuperarla, una vez rota la cadena, ha dado lugar a profundos debates en el mundo de la espiritualidad, especialmente en contextos esotérico-teosóficos con los que Tarkovski parecía estar relativamente familiarizado. Boriska, a quien no le fue transmitido el secreto del oficio --y que se encuentra, por tanto, en idéntica situación que Tarkovski--, apela a una intuición interior para salvar el hiato: pretende “resucitar” en sí mismo y por sí mismo la tradición que había muerto con la muerte de su padre y recuperar así el “secreto” no transmitido, restaurando espiritualmente la cadena iniciática formalmente interrumpida. La Tradición, especialmente en el momento de crisis que implica la modernidad, no puede limitarse a una transmisión formal. Hace falta revivirla desde dentro. Es lo que hace Boriska. Es lo que pretende hacer Tarkovski, que es, en este sentido, optimista; desde una perspectiva más espiritualista que legalista, piensa que esa resurrección es posible, colocando la experiencia personal por encima del orden institucional.
La contemplación de ese proceso en la figura de Boriska, llevará a Rublev a abandonar su silencio creativo, si bien de forma --podría objetarse-- no del todo comprensible: quince años de silencio no se derrumban tan fácilmente ante la tenacidad de un muchachito sin las ideas demasiado claras y que va tropezando en todas partes. Un poco irónicamente podría decirse que Tarkovski plantea un problema en la primera parte --una crisis existencial de carácter personal-- y resuelve otro distinto en la segunda --una crisis histórico-institucional--, pero se las apaña para matar dos pájaros de un tiro.
(termino en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Tras su provisional identificación con Boriska, Tarkovski vuelve a identificarse con el Rublev “reconvertido”: Boriska podrá, así, seguir fundiendo campanas, y Rublev podrá seguir pintando: final feliz que Tarkovski necesitaba para poder seguir haciendo películas. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que Tarkovski, a la vez que partícipe del alma rusa y de la tradición cultural y espiritual de su pueblo, era también profundamente individualista, conflicto que aflora en ciertos momentos en su obra, de un modo o de otro.
Algunos puntos más particulares merecen un comentario. Por razón de espacio, me limito a tres. Primero, la discutida introducción de la pasión de Cristo en un marco formal ruso. Algunos se han preguntado: ¿quién la piensa? ¿Teófanes, Rublev, Fomá? Yo diría que Tarkovski; se trata de la introducción de un orden de realidad autónomo que plantea la intemporalidad e inespacialidad --para los cristianos, se entiende-- de la pasión de Cristo, que sucede en todo lugar y en todo tiempo. Por eso es posible conectar con ella sustrayéndose a la historia, y por eso Boriska será capaz de fabricar la campana. Se apunta aquí ese tema caro a Tarkovski de la “suspensión temporal” o, dicho de otro modo, la existencia de un orden de la temporalidad eminentemente cualitativo, un tiempo del alma, presente eterno que transciende la sucesión, más allá de la cronología convencional, y que será una verdadera piedra angular de toda su obra posterior.
Episodio que merece especial atención es la fiesta, que representa una tentación siempre presente en la espiritualidad rusa: el paganismo en tanto que intensificación inmanentista de una espiritualidad cosmológica que siempre marcó decisivamente el alma eslava y, por tanto, también el cristianismo ortodoxo, no así el católico, más “antropológico” y “acósmico”. Los abismos de una espiritualidad de la naturaleza debían fascinar a un hombre como Rublev (y a Tarkovski). Ante la contemplación de aquella celebración, todo en él se pone literalmente a arder, hasta sus ropas. Desde el momento en que Rublev descubre las luces en el bosque, su camino va a consistir en cuestionar y desaprender buena parte de lo aprendido.
Por último, la conversación entre Andrei y Danila en el campo, en un camino por el que asistimos al ir y venir del mensajero en su caballo. Para Danila, hombre de la institución, todo estaba planificado y sólo había que seguirlo. Andrei, por el contrario, se replantea todo a cada instante, incluido el lenguaje mismo de la religión, o, al menos, de la institución, para llegar a los fieles. Punto importante de su crisis que refleja la contradicción entre personalización interiorizante e institucionalización despersonalizante.
No hay más espacio. Esto son sólo unos pocos y esquemáticos apuntes, sin más pretensión que llamar la atención sobre ciertos aspectos de la historia que me parecen importantes.
P.D.: Espero que la ira de Dios se descargue, como se merece, sobre el autor de los subtítulos.
Algunos puntos más particulares merecen un comentario. Por razón de espacio, me limito a tres. Primero, la discutida introducción de la pasión de Cristo en un marco formal ruso. Algunos se han preguntado: ¿quién la piensa? ¿Teófanes, Rublev, Fomá? Yo diría que Tarkovski; se trata de la introducción de un orden de realidad autónomo que plantea la intemporalidad e inespacialidad --para los cristianos, se entiende-- de la pasión de Cristo, que sucede en todo lugar y en todo tiempo. Por eso es posible conectar con ella sustrayéndose a la historia, y por eso Boriska será capaz de fabricar la campana. Se apunta aquí ese tema caro a Tarkovski de la “suspensión temporal” o, dicho de otro modo, la existencia de un orden de la temporalidad eminentemente cualitativo, un tiempo del alma, presente eterno que transciende la sucesión, más allá de la cronología convencional, y que será una verdadera piedra angular de toda su obra posterior.
Episodio que merece especial atención es la fiesta, que representa una tentación siempre presente en la espiritualidad rusa: el paganismo en tanto que intensificación inmanentista de una espiritualidad cosmológica que siempre marcó decisivamente el alma eslava y, por tanto, también el cristianismo ortodoxo, no así el católico, más “antropológico” y “acósmico”. Los abismos de una espiritualidad de la naturaleza debían fascinar a un hombre como Rublev (y a Tarkovski). Ante la contemplación de aquella celebración, todo en él se pone literalmente a arder, hasta sus ropas. Desde el momento en que Rublev descubre las luces en el bosque, su camino va a consistir en cuestionar y desaprender buena parte de lo aprendido.
Por último, la conversación entre Andrei y Danila en el campo, en un camino por el que asistimos al ir y venir del mensajero en su caballo. Para Danila, hombre de la institución, todo estaba planificado y sólo había que seguirlo. Andrei, por el contrario, se replantea todo a cada instante, incluido el lenguaje mismo de la religión, o, al menos, de la institución, para llegar a los fieles. Punto importante de su crisis que refleja la contradicción entre personalización interiorizante e institucionalización despersonalizante.
No hay más espacio. Esto son sólo unos pocos y esquemáticos apuntes, sin más pretensión que llamar la atención sobre ciertos aspectos de la historia que me parecen importantes.
P.D.: Espero que la ira de Dios se descargue, como se merece, sobre el autor de los subtítulos.

8,3
35.915
4
12 de noviembre de 2012
12 de noviembre de 2012
114 de 187 usuarios han encontrado esta crítica útil
No me gusta John Ford. O, para ser más, preciso: no me interesa. Personajes planos y ramplones, ya sea en su “bondad” o en su “maldad” --siempre según los cánones del maniqueísmo más simplista--, actuando como marionetas programadas con un limitado repertorio. Situaciones repetidas en tramas destinadas a satisfacer los anhelos de la parte más primaria de nuestra psique: que ganen los buenos y vivamos sin problemas, protegidos por la ley, bajo la mirada paternal de la autoridad benefactora. Vista una, vistas todas. Situaciones tópicas que algunos (o muchos) contemplan tan fascinados como el niño que escucha por centésima vez el cuento que se sabe de memoria. El asunto es que hay cosas que están muy bien en la infancia, pero que conviene replantearse en la edad adulta, a riesgo, si no, de convertirse en patologías crónicas. Y, sobre todo, creo yo, hay que saber distinguir con claridad el mito --en el sentido más profundo del término, es decir, el relato arquetípico que, en su abstracción, sintetiza la sencillez de lo esencial-- de su caricatura, que, en su esquematización, reduce todo a la simpleza de lo banal. Digan lo que digan los estructuralistas, entre Perceval y Rambo hay ciertas diferencias no completamente desdeñables.
Ford imprimía carácter a cuanto tocaba, no hay duda; por ejemplo, a los actores. Cada vez que veo a John Wayne me parece estar contemplando un autómata. ¿Cómo ese amasijo de gestos y reacciones estereotipadas puede resultar convincente para alguien? ¿De verdad que es posible imaginarse a este ser, supongo que humano, expresando alguna vez algo parecido a un pensamiento? Si los personajes centrales carecen de todo interés en las películas de Ford, los secundarios son dignos de integrarse en una antología ilustrada de la estupidez: en particular, esos personajillos grotescos, supuestamente cómicos --Ford se debía creer con “sentido del humor”-- que destinados, se diría, a la primera infancia, en lugar de gracia provocan vergüenza ajena.
El cine de Ford, fabricado a la medida de la mentalidad popular USA, es lo más semejante al cine por ordenador que se ha hecho hasta la fecha: se introducen en el programa unos pocos datos cuidadosamente escogidos desde la psicología de masas, se elaboran las posibles combinaciones, se eliminan algunas según ciertos criterios de exclusión, se adereza todo con un sentimentalismo de pacotilla, y ahí tenemos ya su vasta filmografía: bien hecha, completamente ajustada al gusto de las mayorías y perfectamente hueca. Su “lirismo” (tema recurrente en las críticas) me parece, con todos los respetos, el propio de los cuadros de ciervos; su contenido intelectual, similar al que pueda encontrarse en un tebeo para niños.
Termino en el spoiler
Ford imprimía carácter a cuanto tocaba, no hay duda; por ejemplo, a los actores. Cada vez que veo a John Wayne me parece estar contemplando un autómata. ¿Cómo ese amasijo de gestos y reacciones estereotipadas puede resultar convincente para alguien? ¿De verdad que es posible imaginarse a este ser, supongo que humano, expresando alguna vez algo parecido a un pensamiento? Si los personajes centrales carecen de todo interés en las películas de Ford, los secundarios son dignos de integrarse en una antología ilustrada de la estupidez: en particular, esos personajillos grotescos, supuestamente cómicos --Ford se debía creer con “sentido del humor”-- que destinados, se diría, a la primera infancia, en lugar de gracia provocan vergüenza ajena.
El cine de Ford, fabricado a la medida de la mentalidad popular USA, es lo más semejante al cine por ordenador que se ha hecho hasta la fecha: se introducen en el programa unos pocos datos cuidadosamente escogidos desde la psicología de masas, se elaboran las posibles combinaciones, se eliminan algunas según ciertos criterios de exclusión, se adereza todo con un sentimentalismo de pacotilla, y ahí tenemos ya su vasta filmografía: bien hecha, completamente ajustada al gusto de las mayorías y perfectamente hueca. Su “lirismo” (tema recurrente en las críticas) me parece, con todos los respetos, el propio de los cuadros de ciervos; su contenido intelectual, similar al que pueda encontrarse en un tebeo para niños.
Termino en el spoiler
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Asunto importante, desde mi punto de vista, es la distorsión generada en torno a la “conquista del Oeste”. Y en primer lugar (aunque no se trate aquí directamente) el tema de los indios: uno de los genocidios más bárbaros y crueles de los últimos siglos, convertido en gesta heroica por obra y gracia del militarismo yanqui. Ahí la responsabilidad del western en general, y de Ford en particular, es notoria e ineludible, aunque pocos la quieran ver. Y no se me venga con ironías supuestamente ingeniosas sobre la corrección política. Que se critique el western desde posiciones edulcoradas no significa que no se pueda criticar desde otras más rigurosas. Algunos olvidan un pequeño detalle: los indios estaban allí, aquella era SU tierra, y los colonos blancos (los “buenos” tanto como los “malos”) fueron sencillamente invasores en nombre de la sacrosanta civilización occidental.
Por supuesto que la función del arte no es describir la realidad histórica, pero tampoco lo es ponerse al servicio de su deformación interesada, y el problema puede ser que al final uno se acabe creyendo que la vida en el Oeste fue realmente como nos la cuentan Ford, Mann, Leone y compañía. Me permito recomendar un estimable y no muy conocido western: “Meek’s Cutoff”; sin ser, en mi opinión, una obra maestra, puede ser un buen antídoto a la imagen de ese Oeste infantil, de vaqueros de cartón, tipo John Wayne, y alternativa interesante, también, a los convencionalismos de Hollywood en el lenguaje formal.
¿Que John Ford sabe contar historias con destreza? Vale, concedido. Para quien entienda el cine como una técnica de contar anécdotas, comprendo que Ford pueda resultar estimable. Pero yo creo que, como dice Béla Tarr (le cito textualmente), “el cine no está hecho para contar historias; su función, como arte, es otra muy distinta: acercarnos a los seres, ayudarnos a comprender de qué está hecha la vida, hacernos captar el misterio de la naturaleza humana”. Desde esa perspectiva, y aunque tenga películas peores (de hecho, ésta, “Pasión de los fuertes” y “La diligencia” me parecen sus westerns más salvables), John Ford me aporta, siendo magnánimo, muy poco. Entre un buen tebeo y una tragedia de Shakespeare sigue habiendo una insoslayable diferencia de nivel. Análoga, a mi entender, a la que puede haber entre Ford, Hawks, Walsh o Peckinpah por un lado, y, pongamos por caso, Dreyer, Tarkovsky, Bergman, Tarr o Angelopoulos, por otro. “Estamos hablando de cosas distintas”, dirán algunos. Tal vez; pero, entonces, aceptemos que no todo tiene el mismo valor.
Por supuesto que la función del arte no es describir la realidad histórica, pero tampoco lo es ponerse al servicio de su deformación interesada, y el problema puede ser que al final uno se acabe creyendo que la vida en el Oeste fue realmente como nos la cuentan Ford, Mann, Leone y compañía. Me permito recomendar un estimable y no muy conocido western: “Meek’s Cutoff”; sin ser, en mi opinión, una obra maestra, puede ser un buen antídoto a la imagen de ese Oeste infantil, de vaqueros de cartón, tipo John Wayne, y alternativa interesante, también, a los convencionalismos de Hollywood en el lenguaje formal.
¿Que John Ford sabe contar historias con destreza? Vale, concedido. Para quien entienda el cine como una técnica de contar anécdotas, comprendo que Ford pueda resultar estimable. Pero yo creo que, como dice Béla Tarr (le cito textualmente), “el cine no está hecho para contar historias; su función, como arte, es otra muy distinta: acercarnos a los seres, ayudarnos a comprender de qué está hecha la vida, hacernos captar el misterio de la naturaleza humana”. Desde esa perspectiva, y aunque tenga películas peores (de hecho, ésta, “Pasión de los fuertes” y “La diligencia” me parecen sus westerns más salvables), John Ford me aporta, siendo magnánimo, muy poco. Entre un buen tebeo y una tragedia de Shakespeare sigue habiendo una insoslayable diferencia de nivel. Análoga, a mi entender, a la que puede haber entre Ford, Hawks, Walsh o Peckinpah por un lado, y, pongamos por caso, Dreyer, Tarkovsky, Bergman, Tarr o Angelopoulos, por otro. “Estamos hablando de cosas distintas”, dirán algunos. Tal vez; pero, entonces, aceptemos que no todo tiene el mismo valor.

7,1
1.729
10
15 de septiembre de 2011
15 de septiembre de 2011
46 de 52 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Más de lo mismo” dicen algunos críticos enfurecidos. Y es verdad: Tarr, en efecto, se repite; insiste en su reflexión sobre el fondo del alma humana; e insiste en un lenguaje formal rebosante de belleza. Bendita monotonía...
En todo caso, hay matices. Tarr se sitúa aquí, según yo lo veo, en una perspectiva distinta a la de “Armonías de Werckmeister”, su anterior película. En “Armonías...”, el individuo —Janos— se enfrentaba a la colectividad; pero no estaba solo; había otros con los que aliarse en la resistencia (o, al menos, en la “melancolía”): Eszter el musicólogo, sobre todo, y también Lajos el zapatero y su mujer. En “El hombre de Londres”, Maloin está solo, no tiene a nadie; por no tener, ni siquiera tiene enfrente a una turba enfurecida: no hay gentes que se reúnan en la plaza a las que observar o de las que guardarse; ni tampoco helicópteros de los que escapar; la masa gregaria y la élite del poder están aquí abstraídas, y “lo otro” es un ente rigurosamente despersonalizado, anónimo e intangible, a lo sumo reflejado veladamente en la fantasmal figura del “comprensivo” Morrison, en la kafkiana pareja de “amables” vendedores o en la, en definitiva, inofensiva dueña del supermercado. Maloin no tiene nada con lo que enfrentarse; a su alrededor no hay más que vacío; por eso entabla una absurda pelea con su mujer, consigo mismo. Ya no queda nada más que la pura y simple ausencia.
En mi crítica a “Sátantangó” aludía a la unión de los opuestos en el cine de Béla Tarr. En “El hombre de Londres” es como si esa oposición se esencializara hasta sus términos más radicales: como si ya sólo estuvieran presentes el ser y la nada. Y los dos —parece pensar Béla Tarr— son sospechosa e inquietantemente semejantes. “El hombre de Londres” es mucho más abstracta, más esquemática en su planteamiento, que las películas anteriores, más desnuda, más seca y más áspera. Aquí Tarr ahonda un paso más en el alma humana. Y cuanto más se profundiza en el abismo interior, por una especie de simetría cósmica, más presente se hace el vacío exterior. O viceversa.
[sigo en el spoiler]
En todo caso, hay matices. Tarr se sitúa aquí, según yo lo veo, en una perspectiva distinta a la de “Armonías de Werckmeister”, su anterior película. En “Armonías...”, el individuo —Janos— se enfrentaba a la colectividad; pero no estaba solo; había otros con los que aliarse en la resistencia (o, al menos, en la “melancolía”): Eszter el musicólogo, sobre todo, y también Lajos el zapatero y su mujer. En “El hombre de Londres”, Maloin está solo, no tiene a nadie; por no tener, ni siquiera tiene enfrente a una turba enfurecida: no hay gentes que se reúnan en la plaza a las que observar o de las que guardarse; ni tampoco helicópteros de los que escapar; la masa gregaria y la élite del poder están aquí abstraídas, y “lo otro” es un ente rigurosamente despersonalizado, anónimo e intangible, a lo sumo reflejado veladamente en la fantasmal figura del “comprensivo” Morrison, en la kafkiana pareja de “amables” vendedores o en la, en definitiva, inofensiva dueña del supermercado. Maloin no tiene nada con lo que enfrentarse; a su alrededor no hay más que vacío; por eso entabla una absurda pelea con su mujer, consigo mismo. Ya no queda nada más que la pura y simple ausencia.
En mi crítica a “Sátantangó” aludía a la unión de los opuestos en el cine de Béla Tarr. En “El hombre de Londres” es como si esa oposición se esencializara hasta sus términos más radicales: como si ya sólo estuvieran presentes el ser y la nada. Y los dos —parece pensar Béla Tarr— son sospechosa e inquietantemente semejantes. “El hombre de Londres” es mucho más abstracta, más esquemática en su planteamiento, que las películas anteriores, más desnuda, más seca y más áspera. Aquí Tarr ahonda un paso más en el alma humana. Y cuanto más se profundiza en el abismo interior, por una especie de simetría cósmica, más presente se hace el vacío exterior. O viceversa.
[sigo en el spoiler]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En efecto, Maloin es la imagen misma de la miseria, no ya física sino ontológica: no se siente místicamente unido a ningún cosmos, como Janos, ni encuentra, como éste, signos teofánicos en ninguna parte; no tiene explicaciones para el mundo, como Eszter, ni la voluntad de encerrarse, como el musicólogo, en su casa, entre otras cosas porque no puede: Maloin no tiene piano ni sabe quién fue Bach, y en su mundo nocturno no brillan las estrellas; si llegara a sus manos el planisferio celeste que Janos tenía colgado en la pared, seguramente lo utilizaría para encender la estufa; ni siquiera tiene aspiraciones de cambiar de vida, como Futaki y sus colegas, en “Sátantangó”, ni una mujer a la que amar (o, al menos, desear), como Karrer, en “La condena”. Su vida carece de todo aliciente, oscuramente apresado en una realidad hostil a la que se sabe condenado; reducido a la más absoluta impotencia, su existencia se reduce a mover hacia delante y hacia atrás, como un robot programado, las palancas que maneja desde la torre que le encierra con su simbólico enrejado. Pero Maloin, imagen viva del hombre contemporáneo, más que apresado en su torre —simple exteriorización de su alma—, está en realidad apresado en sí mismo. Y si una grieta parece abrirse inesperadamente en los sólidos muros de su mundo-prisión, con la consiguiente posibilidad de escapar, tal posibilidad pronto se revelará ficticia. En este mundo, la esperanza es una broma perversa del diablo, la trampa que hunde a un nivel más hondo en la desesperanza.
Sería interesante, analizar el proceso de evolución intelectual que se plasma en la filmografía de Tarr. No es posible aquí por razones de espacio, pero señalemos brevemente que si su primera etapa desde “Nido familiar” (1978) hasta “Almanaque de otoño” (1985) corresponde a un cine netamente social, “La condena” (1988) supone no sólo un cambio obvio a nivel estético, sino también a nivel ideológico. Hay ahí un viraje hacia una visión más existencialista, que se profundiza en “Sátantangó” (1994), donde todo adquiere ya, decididamente, una dimensión mucho más ontológica que sociológica o psicológica. “Armonías de Werckmeister” (2000) marca una, en cierto sentido, sorprendente apertura —si bien teñida de escepticismo— hacia lo metafísico y lo transcendente, aunque sólo sea, en definitiva, para señalar su ausencia. El camino que va de “Armonías...” a “El hombre de Londres” (2007) es quizá el que separa (o el que une) la desesperanza radical y el puro y simple nihilismo (dicho sea sin la más mínima intención valorativa desde ningún punto de vista); trayecto que me hace pensar en Cioran, con el que posiblemente Tarr se sienta no poco identificado. Veremos qué nos depara “El caballo de Turín” (2011)...
Y confiemos en que —aunque sea para aburrimiento de algunos— Tarr reconsidere su negativa a hacer más cine y nos siga ofreciendo “más de lo mismo”; y cuanto más de “lo mismo”, mejor.
Sería interesante, analizar el proceso de evolución intelectual que se plasma en la filmografía de Tarr. No es posible aquí por razones de espacio, pero señalemos brevemente que si su primera etapa desde “Nido familiar” (1978) hasta “Almanaque de otoño” (1985) corresponde a un cine netamente social, “La condena” (1988) supone no sólo un cambio obvio a nivel estético, sino también a nivel ideológico. Hay ahí un viraje hacia una visión más existencialista, que se profundiza en “Sátantangó” (1994), donde todo adquiere ya, decididamente, una dimensión mucho más ontológica que sociológica o psicológica. “Armonías de Werckmeister” (2000) marca una, en cierto sentido, sorprendente apertura —si bien teñida de escepticismo— hacia lo metafísico y lo transcendente, aunque sólo sea, en definitiva, para señalar su ausencia. El camino que va de “Armonías...” a “El hombre de Londres” (2007) es quizá el que separa (o el que une) la desesperanza radical y el puro y simple nihilismo (dicho sea sin la más mínima intención valorativa desde ningún punto de vista); trayecto que me hace pensar en Cioran, con el que posiblemente Tarr se sienta no poco identificado. Veremos qué nos depara “El caballo de Turín” (2011)...
Y confiemos en que —aunque sea para aburrimiento de algunos— Tarr reconsidere su negativa a hacer más cine y nos siga ofreciendo “más de lo mismo”; y cuanto más de “lo mismo”, mejor.
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