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Críticas ordenadas por utilidad
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7
20 de diciembre de 2007
20 de diciembre de 2007
43 de 56 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es Dublineses una película que gustará a todos los espectadores. Tienen su parte de razón aquellos que dicen que se aburrieron viéndola. Y es que tal vez la adaptación del cuento de Joyce debería haberse hecho de una forma más libre, trasladando esa cena a una época más cercana al espectador actual, de manera que el sentido de las convenciones y tratamientos sociales que se desarrollan no se le escape o éstas no le resulten demasiado anticuadas y tediosas. De todas maneras esta cuestión no le resta valor a la película, lo único que le resta son espectadores, ya que hay que considerar que, en caso de que perdurara, una adaptación más libre no evitaría que los modales de los personajes resultaran igualmente anticuados para un hipotético espectador futuro. Y será precisamente este espectador futuro (nosotros mismos) quien tenga que afrontar la extrañeza que muestra esta película. Mientras vemos Dublineses, ahora que se acerca Navidad, podemos pensar en el día de la Epifanía de aquel 1904, en los brindis esperanzados y amistosos de aquellos hombres, en la añoranza que sintieron por aquellos que ya no estaban... podemos pensar en ellos, ahora que ya no están. Y sin embargo, y en esto consiste una parte de la extrañeza antes mencionada, lo hacemos con una liviandad asombrosa, sin darnos cuenta del fardo que cargamos: la Navidad de 1904, la que vivieron los soldados en las trincheras de Verdun, aquella en la que el bufón echó sal en el vino del Rey... y lo hacemos creyéndonos inalcanzables al influjo de todos ellos, dando lugar, debido a nuestra mala conciencia, a lo que se ha dado en llamar la querella de los muertos contra los vivos. Y sin embargo, de repente, Gretta se siente alcanzada, demostrándonos que lo que creíamos perdido en realidad permanece latente, que el odio de los muertos es sólo paciente conmiseración.
Quiso el destino que el mismo día que zarpaba de Montevideo le anunciaran el compromiso nupcial de Violeta Olsen con un notario de provincias. Sobre la cubierta del barco, viendo alejarse las luces y la costa de aquella tierra que tanto le había dado, descubrió en sus bolsillos una moneda de aquel país del que, sobretodo ahora, se sentía ya extranjero. Lo tiró al mar tratando de sellar el tiempo vivido, confiando que el olvido aliviara el dolor.
Años más tarde, reconoció la efigie en una de las monedas con las que Adolfo trató, por error, de pagar el tranvía. Pensó en Violeta, ya muerta, y también pensó en el feliz penique, descansando durante todo ese tiempo en el fondo del océano. Fue entonces cuando le sobrevino el primer verso de su poema: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido.” (Borges)
Muchos años más tardes, cuando los mares ya se habían secado y una raza desconocida fatigaba el planeta, uno de estos seres dio a parar con la paciente moneda. Escrutó sus borrosas inscripciones, sopesó sus conocimientos de historia terrícola tratando de confeccionar una imagen. Un escalofrío recorrió sus circuitos.
Quiso el destino que el mismo día que zarpaba de Montevideo le anunciaran el compromiso nupcial de Violeta Olsen con un notario de provincias. Sobre la cubierta del barco, viendo alejarse las luces y la costa de aquella tierra que tanto le había dado, descubrió en sus bolsillos una moneda de aquel país del que, sobretodo ahora, se sentía ya extranjero. Lo tiró al mar tratando de sellar el tiempo vivido, confiando que el olvido aliviara el dolor.
Años más tarde, reconoció la efigie en una de las monedas con las que Adolfo trató, por error, de pagar el tranvía. Pensó en Violeta, ya muerta, y también pensó en el feliz penique, descansando durante todo ese tiempo en el fondo del océano. Fue entonces cuando le sobrevino el primer verso de su poema: “Sólo una cosa no hay. Es el olvido.” (Borges)
Muchos años más tardes, cuando los mares ya se habían secado y una raza desconocida fatigaba el planeta, uno de estos seres dio a parar con la paciente moneda. Escrutó sus borrosas inscripciones, sopesó sus conocimientos de historia terrícola tratando de confeccionar una imagen. Un escalofrío recorrió sus circuitos.

8,4
28.779
9
9 de julio de 2008
9 de julio de 2008
45 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo reconozco, siempre he desconfiado un tanto del término cinefilia, esa indagación pormenorizada a través de los estantes y pasillos de la inabarcable Filmoteca. Me parecía que una dedicación tan exhaustiva tenía más de recuento de cadáveres o víctimas que de amor por ese ente esquivo llamado cine.
Será tal vez debido a mi naturaleza perezosa, pero siempre abrigué la convicción de que bastaba una sola película para poder amar el cine y que ese afortunado individuo contendría todas las demás posibles, las ya acabadas y las aún por concebir.
A pesar de que esa película no ha llegado a rodarse nunca es con las de Chaplin que descubrimos que ya existe, anterior a todas las que jamás lleguen a filmarse, referencia hacia la que escoran sus proas indefectiblemente y probablemente origen de todas ellas.
Cuando el viejo Scottie cantaba en fin de año (Auld Lang Syne) creí ver en los rostros entristecidos de las mujeres a Gretta (Dublineses), súbitamente atrapada por algo que pensó desaparecido. Y la introspección a la que esa música las lleva supone una ruptura -no se puede volver a bailar igual pese al jolgorio-, la misma que motivó a la Srta. Kubelik en una fiesta parecida, para nosotros posterior cronológicamente, en realidad la misma fiesta.
Y esa misma noche, pero en la cabaña, el sueño anhelante de Charlot prefigura la ensoñación a plena luz del día de aquel, en San Francisco, que tras un cambio de peinado y de traje es incapaz de discernir la realidad. ¿Son acaso el mismo hombre?
Considerando estos indicios no es de extrañar, entonces, la incesante búsqueda, ni las decepciones ni la envergadura de la tarea se presentan como obstáculos, ¿cómo renunciar a seguir el rastro de ese mundo que se introduce paulatinamente en el nuestro?
Será tal vez debido a mi naturaleza perezosa, pero siempre abrigué la convicción de que bastaba una sola película para poder amar el cine y que ese afortunado individuo contendría todas las demás posibles, las ya acabadas y las aún por concebir.
A pesar de que esa película no ha llegado a rodarse nunca es con las de Chaplin que descubrimos que ya existe, anterior a todas las que jamás lleguen a filmarse, referencia hacia la que escoran sus proas indefectiblemente y probablemente origen de todas ellas.
Cuando el viejo Scottie cantaba en fin de año (Auld Lang Syne) creí ver en los rostros entristecidos de las mujeres a Gretta (Dublineses), súbitamente atrapada por algo que pensó desaparecido. Y la introspección a la que esa música las lleva supone una ruptura -no se puede volver a bailar igual pese al jolgorio-, la misma que motivó a la Srta. Kubelik en una fiesta parecida, para nosotros posterior cronológicamente, en realidad la misma fiesta.
Y esa misma noche, pero en la cabaña, el sueño anhelante de Charlot prefigura la ensoñación a plena luz del día de aquel, en San Francisco, que tras un cambio de peinado y de traje es incapaz de discernir la realidad. ¿Son acaso el mismo hombre?
Considerando estos indicios no es de extrañar, entonces, la incesante búsqueda, ni las decepciones ni la envergadura de la tarea se presentan como obstáculos, ¿cómo renunciar a seguir el rastro de ese mundo que se introduce paulatinamente en el nuestro?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Año 2207.
Ninguna imagen ilustraba la portada del estuche de “The gold rush”, la única película rescatada del holocausto iconoclasta del s. XXII. El estuche, todo un éxito comercial en aquellos tiempos de recuperación económica, incluía lo siguiente:
-Un álbum con imágenes recuperadas, fragmentos inconexos que remitían a un todo.
-Un libreto repleto de hipótesis y conjeturas varias a propósito de la historia del cine.
-Un disco brillante y blanco con una inscripción en letras azules: “The gold rush”.
-Un tubo de pastillas con caras de diferente color (blanca y azul).
-Una receta médica para rellenar el tubo de pastillas.
Las instrucciones insistían en que, una vez finalizado el visionado de la película, debía tomarse una de las pastillas, la cara blanca sobre la lengua. Tras su ingestión el espectador la olvidaba, permitiendo así la supervivencia del cine originario. La sociedad entera de aquel siglo vivía habiendo visto a Charlot pero sin poder recordarlo.
Tras el visionado a solas en su casa, abatido por la extinción repentina de aquel mundo en blanco y negro, el cinéfilo decidió no tomar el remedio que se le prescribía. ¡Que el cine muriera en él si era el precio que debía pagar por no olvidar aquellas imágenes!
Precisamente, en una serie de largas noches de insomnio, era la de aquel vagabundo andrajoso la que le asaltaba a los pies de la cama. No se le aparecía nunca solo, sino siempre de la mano de otras presencias, apariciones que dedujo eran las de aquellas películas perdidas y que reclamaban agónicamente su lugar en el mundo.
¿Lo creerás? Al igual que el vampiro, el cinéfilo apenas se defendió.
Ninguna imagen ilustraba la portada del estuche de “The gold rush”, la única película rescatada del holocausto iconoclasta del s. XXII. El estuche, todo un éxito comercial en aquellos tiempos de recuperación económica, incluía lo siguiente:
-Un álbum con imágenes recuperadas, fragmentos inconexos que remitían a un todo.
-Un libreto repleto de hipótesis y conjeturas varias a propósito de la historia del cine.
-Un disco brillante y blanco con una inscripción en letras azules: “The gold rush”.
-Un tubo de pastillas con caras de diferente color (blanca y azul).
-Una receta médica para rellenar el tubo de pastillas.
Las instrucciones insistían en que, una vez finalizado el visionado de la película, debía tomarse una de las pastillas, la cara blanca sobre la lengua. Tras su ingestión el espectador la olvidaba, permitiendo así la supervivencia del cine originario. La sociedad entera de aquel siglo vivía habiendo visto a Charlot pero sin poder recordarlo.
Tras el visionado a solas en su casa, abatido por la extinción repentina de aquel mundo en blanco y negro, el cinéfilo decidió no tomar el remedio que se le prescribía. ¡Que el cine muriera en él si era el precio que debía pagar por no olvidar aquellas imágenes!
Precisamente, en una serie de largas noches de insomnio, era la de aquel vagabundo andrajoso la que le asaltaba a los pies de la cama. No se le aparecía nunca solo, sino siempre de la mano de otras presencias, apariciones que dedujo eran las de aquellas películas perdidas y que reclamaban agónicamente su lugar en el mundo.
¿Lo creerás? Al igual que el vampiro, el cinéfilo apenas se defendió.
8
4 de diciembre de 2007
4 de diciembre de 2007
33 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
La popular mancha roja de Júpiter es una tormenta que se estima existe desde hace más de 300 años, un remolino cuyo tamaño podría englobar el de la Tierra entera.
Júpiter, vivido desde la habitación en la que escribo, es menos una roca enorme y lejana que una colorida imaginación: sus vientos huracanados se nos antojan incapaces de volar ningún sombrero. Considerar la realidad de esa zona ventosa, tratar de imaginar que ahora, siempre, sopla un viento hostil allá lejos puede acabar desembocando en una sensación de terror que ya atenazó al francés (el mal de Pascal, "espacios que ignoro y que me ignoran"). Es importante, para no sucumbir al vértigo propio de este mal, ni tan siquiera plantearse un primer elemento de la serie: el cráter donde aguarda y se oxida el robot de la Mars Pathfinder; las violentas sacudidas del volcán gigante de Ío; profundos mares de azufre, lluvias ácidas que caen sobre extensas llanuras... y al final está Solaris. En definitiva, ese vértigo antes mencionado es producido por la incertidumbre ante el sentido de todos esos lugares insondables, absurdos y reales, el sentido de lo existente.
Solaris es una obra que Tarkovsky tenía que hacer, que le venía como anillo al dedo. Los personajes de la película, entre algún que otro escalofrío y entre algún momento especialmente hilarante, dialogan explícitamente sobre el tema y junto con los elementos circunstanciales de la película (el océano resplandeciente bajo la ventana, la cama compartida del camarote, etc.) nos hacen sentir la incertidumbre de la que hablamos. Es entonces cuando...
Júpiter, vivido desde la habitación en la que escribo, es menos una roca enorme y lejana que una colorida imaginación: sus vientos huracanados se nos antojan incapaces de volar ningún sombrero. Considerar la realidad de esa zona ventosa, tratar de imaginar que ahora, siempre, sopla un viento hostil allá lejos puede acabar desembocando en una sensación de terror que ya atenazó al francés (el mal de Pascal, "espacios que ignoro y que me ignoran"). Es importante, para no sucumbir al vértigo propio de este mal, ni tan siquiera plantearse un primer elemento de la serie: el cráter donde aguarda y se oxida el robot de la Mars Pathfinder; las violentas sacudidas del volcán gigante de Ío; profundos mares de azufre, lluvias ácidas que caen sobre extensas llanuras... y al final está Solaris. En definitiva, ese vértigo antes mencionado es producido por la incertidumbre ante el sentido de todos esos lugares insondables, absurdos y reales, el sentido de lo existente.
Solaris es una obra que Tarkovsky tenía que hacer, que le venía como anillo al dedo. Los personajes de la película, entre algún que otro escalofrío y entre algún momento especialmente hilarante, dialogan explícitamente sobre el tema y junto con los elementos circunstanciales de la película (el océano resplandeciente bajo la ventana, la cama compartida del camarote, etc.) nos hacen sentir la incertidumbre de la que hablamos. Es entonces cuando...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
...descubrimos que la película es una historia de amor no por casualidad. El autor lo plantea como una respuesta que tal vez los personajes no acaben de comprender (¿quién sabe si el mismo océano?) pero que no por eso desdeñan: el discurso de Hari en la biblioteca, una vez ya sabe quién es, me parece una culminación muy acertada de la obra, tanto es así que la trama principal de la obra (el contacto con el océano) es despachada de forma un tanto precipitada.
Vi la película antes de leer la novela. No creo poder decir nada mejor de la primera que me dejó con ganas de volver a Solaris
Vi la película antes de leer la novela. No creo poder decir nada mejor de la primera que me dejó con ganas de volver a Solaris

7,5
7.075
7
2 de abril de 2008
2 de abril de 2008
30 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
1.
Acusado de un delito que desconoce y que nadie parece querer revelarle, el procesado no puede evitar considerar que tal vez sí haya hecho algo, que a fin de cuentas sí sea culpable. El sentido común se recompone y, con furia, no acepta este sometimiento, intenta revocar la sentencia. Todo aquel al que acude, todo aquel que acaba conociendo su desdichado destino, le presta una solícita ayuda, una comprensión tierna e infinita, pero algo en sus gestos les delata: no confían en realidad en la reversibilidad del proceso. Así, en esa suerte de escalera hacia el cadalso que es la travesía del Sr. K., cada uno de sus escalones (los compañeros de oficina, la súbitamente interesada vecina, la criada del abogado) cumplen la misma y ejecutoria función.
2.
Orson Welles volviendo a hacer de las suyas. Me refiero a que, de todos los papeles que podía elegir para interpretar, no elige el de un protagonista azorado por una presunta injusticia, sino que el suyo más bien es el de la presencia inquietante, aquel con una media sonrisa socarrona que nos hace pensar que nos escamotea algo, al igual que al desgraciado de K pendiente de su salvación. Y lo consigue con eficacia, ya que las escenas en las que aparece en pantalla son especialmente intensas.
En definitiva, una adaptación fiel de la obra literaria a la que sin embargo le reprocharía no haber intentado una interpretación tan apegada a la obra original, así como una marcada insistencia en el uso de lo kafkiano como simplemente absurdo cuando este adjetivo se abre a una consideración mucho más amplia.
3.
–Dime, tú, mi valiente amigo, que hombro con hombro hemos luchado contra tormentas y galernas, que supiste llevar mi nave a buen puerto, ¿por qué no puedes salvarme ahora?, ¿por qué me ajusticias con el lento puñal del tiempo?
Y tú, mi fiel esposa de compartido lecho, alivio y consuelo en la funesta hora, ¿por qué tan delicadamente ocultas mi destino?, ¿por qué me matas pacientemente con el veneno de tu comprensión?
- No te compadezcas. También tú eres mi callado verdugo.
4.
“En la representación o simulacro de proceso que solemos llamar vida humana, no hay jueces, no hay acusados, ni mucho menos inocentes y culpables, sólo hay verdugos” (en el artículo “Tres novelas que cambiaron el mundo” incluido en “Lecturas compulsivas”, F. de Azúa).
“Lo que ocurre en la cocina es el secreto de los que allí se sientan, y éstos lo guardan contra mí. Cuanto más tiempo se duda ante la puerta, más extraño se vuelve uno. ¿Qué pasaría si alguien abriera la puerta y me preguntara algo? ¿No aparecería yo acaso como alguien que quiere guardar su secreto?” (en “Regreso al hogar”, dentro de los Cuentos completos de Kafka).
Acusado de un delito que desconoce y que nadie parece querer revelarle, el procesado no puede evitar considerar que tal vez sí haya hecho algo, que a fin de cuentas sí sea culpable. El sentido común se recompone y, con furia, no acepta este sometimiento, intenta revocar la sentencia. Todo aquel al que acude, todo aquel que acaba conociendo su desdichado destino, le presta una solícita ayuda, una comprensión tierna e infinita, pero algo en sus gestos les delata: no confían en realidad en la reversibilidad del proceso. Así, en esa suerte de escalera hacia el cadalso que es la travesía del Sr. K., cada uno de sus escalones (los compañeros de oficina, la súbitamente interesada vecina, la criada del abogado) cumplen la misma y ejecutoria función.
2.
Orson Welles volviendo a hacer de las suyas. Me refiero a que, de todos los papeles que podía elegir para interpretar, no elige el de un protagonista azorado por una presunta injusticia, sino que el suyo más bien es el de la presencia inquietante, aquel con una media sonrisa socarrona que nos hace pensar que nos escamotea algo, al igual que al desgraciado de K pendiente de su salvación. Y lo consigue con eficacia, ya que las escenas en las que aparece en pantalla son especialmente intensas.
En definitiva, una adaptación fiel de la obra literaria a la que sin embargo le reprocharía no haber intentado una interpretación tan apegada a la obra original, así como una marcada insistencia en el uso de lo kafkiano como simplemente absurdo cuando este adjetivo se abre a una consideración mucho más amplia.
3.
–Dime, tú, mi valiente amigo, que hombro con hombro hemos luchado contra tormentas y galernas, que supiste llevar mi nave a buen puerto, ¿por qué no puedes salvarme ahora?, ¿por qué me ajusticias con el lento puñal del tiempo?
Y tú, mi fiel esposa de compartido lecho, alivio y consuelo en la funesta hora, ¿por qué tan delicadamente ocultas mi destino?, ¿por qué me matas pacientemente con el veneno de tu comprensión?
- No te compadezcas. También tú eres mi callado verdugo.
4.
“En la representación o simulacro de proceso que solemos llamar vida humana, no hay jueces, no hay acusados, ni mucho menos inocentes y culpables, sólo hay verdugos” (en el artículo “Tres novelas que cambiaron el mundo” incluido en “Lecturas compulsivas”, F. de Azúa).
“Lo que ocurre en la cocina es el secreto de los que allí se sientan, y éstos lo guardan contra mí. Cuanto más tiempo se duda ante la puerta, más extraño se vuelve uno. ¿Qué pasaría si alguien abriera la puerta y me preguntara algo? ¿No aparecería yo acaso como alguien que quiere guardar su secreto?” (en “Regreso al hogar”, dentro de los Cuentos completos de Kafka).
8
28 de octubre de 2008
28 de octubre de 2008
26 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
No sólo hierbajos y zarzales crecen en la campiña abandonada que rodea los barracones de los campos de concentración -espacio yermo y ahíto de historia-, también de ella brota el ruido.
Adentrándose aún recelosa por los vestigios del holocausto, la imagen nace deslindada de la voz que narra, sabiéndose responsable del malestar que esta última expresa: sospechando de la monumentalidad del recinto –producida por la historia, relato de los vencedores-, constatando lo incompleto de la ruina, ¿cómo poder llegar a recordar lo sucedido?, ¿cómo se recuerda algo que no se ha vivido?
Por senderos de distinto orden transitan entonces ambas, voz e imagen, la primera lamentando no poder sino mostrar la superficie de la historia, la cáscara vacía de lo acontecido; la segunda volviéndose más y más opaca en su narración documental a través de testimonios gráficos (la pila de cadáveres desnudos, los rostros enjutos…). Parecen compadecerse por su incapacidad para superar el límite, para rescatar una miga de verdad.
En realidad es todo pura estrategia, aspiran secretamente a producir lo que sintió el poeta mientras observaba a la lejanía desde lo alto de la montaña:
[…] e mi sovvien l’eterno,
E le morte stagioni, e la presente
E viva, e il suon di lei […]
[...y me sobreviene lo eterno,
Y las muertas estaciones, y las presentes
Y vivas, y el sonido de ellas...]
(L’infinito, G. Leopardi)
De la conjunción afortunada de imagen y voz surge un rumor como de lejana caballería al galope, estrépito que se siente más con el cuerpo que con el oído y que configura un momento de verdad histórica, de captura de un instante perdido en el tiempo.
Este temblor que sobrecoge al corazón es también “el llanto sin fin de la humanidad”, aquél al que las líneas finales nos instan a escuchar antes que “sobrevivir a estas ruinas con nuestra mirada sincera, como si el antiguo monstruo yaciera aplastado para siempre bajo los escombros.”
Adentrándose aún recelosa por los vestigios del holocausto, la imagen nace deslindada de la voz que narra, sabiéndose responsable del malestar que esta última expresa: sospechando de la monumentalidad del recinto –producida por la historia, relato de los vencedores-, constatando lo incompleto de la ruina, ¿cómo poder llegar a recordar lo sucedido?, ¿cómo se recuerda algo que no se ha vivido?
Por senderos de distinto orden transitan entonces ambas, voz e imagen, la primera lamentando no poder sino mostrar la superficie de la historia, la cáscara vacía de lo acontecido; la segunda volviéndose más y más opaca en su narración documental a través de testimonios gráficos (la pila de cadáveres desnudos, los rostros enjutos…). Parecen compadecerse por su incapacidad para superar el límite, para rescatar una miga de verdad.
En realidad es todo pura estrategia, aspiran secretamente a producir lo que sintió el poeta mientras observaba a la lejanía desde lo alto de la montaña:
[…] e mi sovvien l’eterno,
E le morte stagioni, e la presente
E viva, e il suon di lei […]
[...y me sobreviene lo eterno,
Y las muertas estaciones, y las presentes
Y vivas, y el sonido de ellas...]
(L’infinito, G. Leopardi)
De la conjunción afortunada de imagen y voz surge un rumor como de lejana caballería al galope, estrépito que se siente más con el cuerpo que con el oído y que configura un momento de verdad histórica, de captura de un instante perdido en el tiempo.
Este temblor que sobrecoge al corazón es también “el llanto sin fin de la humanidad”, aquél al que las líneas finales nos instan a escuchar antes que “sobrevivir a estas ruinas con nuestra mirada sincera, como si el antiguo monstruo yaciera aplastado para siempre bajo los escombros.”
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