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Críticas ordenadas por utilidad
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10
22 de mayo de 2006
22 de mayo de 2006
128 de 149 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo que el rechazo que inspira Bergman se debe a dos factores:
1.- Que es sueco
2.- Que su galaxia temática gira en torno a la metafísica
Ambas cuestiones producen pereza por separado así que unidas son una invitación a la huida sin paliativos. Nos consideramos mediterráneos y, por tanto, consumidores naturales de sol, vida, pescado fresco y belleza femenina. Un sujeto que tiene como maestros a Kierkegaard y Strinderg no debe ser muy agradable, estoy de acuerdo en eso.
Mi desacuerdo se extiende a todo lo demás. Bergman consigue lo que sus maestros ni siquiera intentaron, ya que ellos tan sólo pretendían buscar un sentido a la existencia. El autor de "Como en un espejo" logra que a partir de esa búsqueda ética (que nos puede resultar indiferente o aburrida) se construya toda una poética. La prueba (entre otras muchas) es "Como en un espejo".
Es una película hermosísima. Tan hermosa como los restos de un barco encallado en la playa. Y contiene la escena de más intensa belleza de todo el cine europeo. Harriet Andersson lee en el diario de su cariñoso padre cómo éste confiesa con amargura que ni siquiera puede dejar reaccionar como un escritor cuando observa los dolorosos -pero literariamente atractivos- síntomas de la enfermedad incurable de su hija. La mujer cierra el dietario y la música de la Suite nº 2 de Bach (la ahora célebre "Zarabanda") irrumpe en la escena impregnándola de un agudo fatalismo. Ese chello..., nunca una nota me traspasó con tan limpia violencia, como un rayo de infinita tristeza.
1.- Que es sueco
2.- Que su galaxia temática gira en torno a la metafísica
Ambas cuestiones producen pereza por separado así que unidas son una invitación a la huida sin paliativos. Nos consideramos mediterráneos y, por tanto, consumidores naturales de sol, vida, pescado fresco y belleza femenina. Un sujeto que tiene como maestros a Kierkegaard y Strinderg no debe ser muy agradable, estoy de acuerdo en eso.
Mi desacuerdo se extiende a todo lo demás. Bergman consigue lo que sus maestros ni siquiera intentaron, ya que ellos tan sólo pretendían buscar un sentido a la existencia. El autor de "Como en un espejo" logra que a partir de esa búsqueda ética (que nos puede resultar indiferente o aburrida) se construya toda una poética. La prueba (entre otras muchas) es "Como en un espejo".
Es una película hermosísima. Tan hermosa como los restos de un barco encallado en la playa. Y contiene la escena de más intensa belleza de todo el cine europeo. Harriet Andersson lee en el diario de su cariñoso padre cómo éste confiesa con amargura que ni siquiera puede dejar reaccionar como un escritor cuando observa los dolorosos -pero literariamente atractivos- síntomas de la enfermedad incurable de su hija. La mujer cierra el dietario y la música de la Suite nº 2 de Bach (la ahora célebre "Zarabanda") irrumpe en la escena impregnándola de un agudo fatalismo. Ese chello..., nunca una nota me traspasó con tan limpia violencia, como un rayo de infinita tristeza.

7,8
57.850
10
18 de noviembre de 2005
18 de noviembre de 2005
182 de 259 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tippi Hedren sube al bote y comienza a cruzar la bahía. Entonces sucede algo que nos inquieta: se detiene el tiempo cinematográfico y pasa a coincidir con el tiempo real. El sonido cotidiano del fuera borda se nos antoja extraño, excepcional. Surge una pacífica angustia, la misma que tienen los marineros en medio de una calma absoluta. Y el pájaro escoge ese momento para atacar por primera vez: nada más lógico.
A partir de ahí, hasta la imagen final, todos nuestros esfuerzos por encontrar una respuesta a la conducta de los pájaros se inician siempre en el mismo pensamiento: aquella está provocada por la llegada de Tippi Hedren. Lo que más nos aterroriza del interminable crescendo de ataques es la plena consciencia de que éstos responden a una lógica muy precisa pero demasiado abstracta para formularla; con la excepción de que están relacionados con la llegada de Tippi Hedren (elemento extraño que desencadena cambios en un medio que se creía inalterable). Este carácter ineluctable de los procesos, que nosotros asimilamos siempre al reino animal, también nos aterroriza, porque nos deja moralmente desvalidos.
El mecanismo es imparable, las barreras de lo soportable se van traspasando y se alcanza el clímax con...
A partir de ahí, hasta la imagen final, todos nuestros esfuerzos por encontrar una respuesta a la conducta de los pájaros se inician siempre en el mismo pensamiento: aquella está provocada por la llegada de Tippi Hedren. Lo que más nos aterroriza del interminable crescendo de ataques es la plena consciencia de que éstos responden a una lógica muy precisa pero demasiado abstracta para formularla; con la excepción de que están relacionados con la llegada de Tippi Hedren (elemento extraño que desencadena cambios en un medio que se creía inalterable). Este carácter ineluctable de los procesos, que nosotros asimilamos siempre al reino animal, también nos aterroriza, porque nos deja moralmente desvalidos.
El mecanismo es imparable, las barreras de lo soportable se van traspasando y se alcanza el clímax con...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
la muerte de la maestra, horrible y, lo que es peor, gratuita. Ya todo puede suceder: es una clase de terrorismo psicológico imposible de aguantar.
Al final, Tippi Hedren vuelve a cruzar la bahía en sentido contrario y todos los procesos han terminado de desatarse. Y nuestra búsqueda de sentido sigue como al principio.
Quizás los pájaros atacan para que nos preguntemos por qué atacan.
Al final, Tippi Hedren vuelve a cruzar la bahía en sentido contrario y todos los procesos han terminado de desatarse. Y nuestra búsqueda de sentido sigue como al principio.
Quizás los pájaros atacan para que nos preguntemos por qué atacan.

7,2
74.128
8
7 de abril de 2014
7 de abril de 2014
127 de 154 usuarios han encontrado esta crítica útil
En “El Gran Hotel Budapest” hay una escena que el espectador sabe cómo va a terminar desde el principio; en ella, un hombre sigue a otro para matarlo por las calles de la ciudad. La víctima huye arbitrariamente hacia el gran museo que será su ratonera, en donde tiene lugar una persecución absurda cuyo protagonista es el propio escenario (secuencia que me recuerda a otra parecida de “Cortina rasgada”). ¿Por qué tanto sin sentido? ¿Por puro capricho del narrador? ¿Porque es un gran escenario para un crimen, nada más? Me inclino claramente por el sí: una monumental broma pesada sin duda, como toda la película –ya se darán cuenta los que la vean- que va ensartando disparates argumentales sin descanso. ¿Hay que tomársela en serio?
Creo que depende. Si me preguntan a mí, diría que intenten ser justos con “El Gran Hotel Budapest”; es la historia que narra un viejo, que escribe otro viejo, que lee una joven y que finalmente nos llega a nosotros al final de la cadena. Mirada en conjunto desde uno de los extremos, como digo, es una burla. Vista desde el otro extremo, es el colmo de la coherencia.
Una primera clave hay que buscarla en la manera en que está contada, la forma en que está traducida a imágenes.
“El Gran Hotel Budapest” es, quizás más que cualquier otra cosa, un homenaje a las historias, a los que saben contarlas, a los que saben escucharlas, a los que las protagonizan, a sus escenarios, a todo lo que ya no existe salvo en la memoria de los que han vivido en esas historias y, sobre todo, a los que las imaginan sin haberlas vivido porque alguien se las transmitió para que fuesen suyas para siempre. Es, de manera coherente, una experiencia visual pura y lo es porque de las historias bien contadas no surgen reflexiones ni discursos, sino imágenes y aromas.
Y en ese territorio está película no tiene rival. Está contada acudiendo a un formalismo extremo, geométrico, lleno de planos estáticos y movimientos milimétricos cosidos con increíble mimo entre sí; cada composición es autosuficiente y hermosa en sí misma, pero encadena a la siguiente con fluidez. Son las imágenes que toda historia bien contada nos deja.
¿Va esto hacia algún lado o es un simple experimento formalista? “El Gran Hotel Budapest” nos recuerda que entre la Causalidad de la Historia y la casualidad de la historia hay un abismo…, muy pequeño, que un buen contador de historias debe convertir en escenario de juego y diversión sin suprimirlo del todo: sólo debe difuminarlo. En ese margen mínimo, que un personaje se deje atrapar estúpidamente en un maravilloso museo vacío responde a la misma lógica que la escena de la avioneta de “Con la muerte en los talones”, la de marcar un territorio de superioridad del contador de la historia sobre sus personajes y sobre sus espectadores; si la soberanía absoluta del autor impone una lógica que le pertenece a él, el instrumento que utiliza aquí para derrotar a los personajes y a nosotros mismos es el humor. Creo que si el espectador no se ríe desde el primer chiste, “El Gran Hotel Budapest” le parecerá una indignante tomadura de pelo y el personaje del museo morirá en vano, así de frágil es esta película.
Creo que depende. Si me preguntan a mí, diría que intenten ser justos con “El Gran Hotel Budapest”; es la historia que narra un viejo, que escribe otro viejo, que lee una joven y que finalmente nos llega a nosotros al final de la cadena. Mirada en conjunto desde uno de los extremos, como digo, es una burla. Vista desde el otro extremo, es el colmo de la coherencia.
Una primera clave hay que buscarla en la manera en que está contada, la forma en que está traducida a imágenes.
“El Gran Hotel Budapest” es, quizás más que cualquier otra cosa, un homenaje a las historias, a los que saben contarlas, a los que saben escucharlas, a los que las protagonizan, a sus escenarios, a todo lo que ya no existe salvo en la memoria de los que han vivido en esas historias y, sobre todo, a los que las imaginan sin haberlas vivido porque alguien se las transmitió para que fuesen suyas para siempre. Es, de manera coherente, una experiencia visual pura y lo es porque de las historias bien contadas no surgen reflexiones ni discursos, sino imágenes y aromas.
Y en ese territorio está película no tiene rival. Está contada acudiendo a un formalismo extremo, geométrico, lleno de planos estáticos y movimientos milimétricos cosidos con increíble mimo entre sí; cada composición es autosuficiente y hermosa en sí misma, pero encadena a la siguiente con fluidez. Son las imágenes que toda historia bien contada nos deja.
¿Va esto hacia algún lado o es un simple experimento formalista? “El Gran Hotel Budapest” nos recuerda que entre la Causalidad de la Historia y la casualidad de la historia hay un abismo…, muy pequeño, que un buen contador de historias debe convertir en escenario de juego y diversión sin suprimirlo del todo: sólo debe difuminarlo. En ese margen mínimo, que un personaje se deje atrapar estúpidamente en un maravilloso museo vacío responde a la misma lógica que la escena de la avioneta de “Con la muerte en los talones”, la de marcar un territorio de superioridad del contador de la historia sobre sus personajes y sobre sus espectadores; si la soberanía absoluta del autor impone una lógica que le pertenece a él, el instrumento que utiliza aquí para derrotar a los personajes y a nosotros mismos es el humor. Creo que si el espectador no se ríe desde el primer chiste, “El Gran Hotel Budapest” le parecerá una indignante tomadura de pelo y el personaje del museo morirá en vano, así de frágil es esta película.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero si se ríe, las imágenes destaparán el aroma que llevan dentro. No hay mejor forma de retratar un mundo perdido que destilar su aroma. Entre referencias a Ophuls y Klimt, la evocación de la Europa anterior a la Primera Guerra Mundial que ya estaba petrificada en el tiempo que transcurre la historia (como el personaje de Madame D, vieja dama cuyo espacio natural parece efectivamente un sarcófago) es sometida a un proceso similar al “aire de nobleza” embotellado con que se perfuma el protagonista y que sirve para definirlo: nostálgico, caballeroso, humanista y también pícaro. En cualquier caso, y esta es la segunda clave de la película, alguien que cree firmemente que existe al menos una cosa que debe legarse como modesta herencia después de tanta comedia y tragedia.
En un momento de inspiración humorística el anhelo de recuperar el óleo “Muchacho con manzana” de un inexistente maestro renacentista da lugar nada menos que a la destrucción de una acuarela del muy existente pintor decadentista Egon Schiele. Al final, el cuadro se salva como un legado que nos entregan para interpretar y valorar. ¿Qué significa y qué significa que sea lo único que queda de la historia de un viejo, que cuenta otro viejo, que lee una joven y que finalmente nos llega a nosotros? Creo que todos lo sabemos, aunque no acertemos con la palabra para definir aquello que es perdurable en medio de la ruina espiritual, la obscenidad y la estupidez.
En un momento de inspiración humorística el anhelo de recuperar el óleo “Muchacho con manzana” de un inexistente maestro renacentista da lugar nada menos que a la destrucción de una acuarela del muy existente pintor decadentista Egon Schiele. Al final, el cuadro se salva como un legado que nos entregan para interpretar y valorar. ¿Qué significa y qué significa que sea lo único que queda de la historia de un viejo, que cuenta otro viejo, que lee una joven y que finalmente nos llega a nosotros? Creo que todos lo sabemos, aunque no acertemos con la palabra para definir aquello que es perdurable en medio de la ruina espiritual, la obscenidad y la estupidez.
8
17 de febrero de 2013
17 de febrero de 2013
110 de 121 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se dice en la película: “Cuando cumples diecisiete, te olvidas que una vez tuviste dieciséis”. Es muy extraño; con la infinita, abrumadora, incalculable cantidad de títulos dedicados a la adolescencia, ninguno ha sido capaz de filmar con una mínima aproximación una auténtica fiesta. En esta película llevan al protagonista a la casa de un conocido y le dicen: “Y esto es una fiesta”. Y, vaya, aquello es una fiesta. La primera que veo en una pantalla que se parece a las reales.
Es difícil para mí explicar por qué una película que contiene tantos elementos que un talibán debería calificar de tópicos – la escenas montadas con canciones, el profe de Literatura que recomienda “El guardián entre el centeno”, aunque a mí la historia me recuerda más a “Retorno a Brideshead” de Evelyn Waugh- me ha dejado al final de proyección, a la que hemos asistido un total de ocho personas, mirando embobado el desfile de créditos mientras mi impaciente esposa me esperaba en la puerta. Y por qué al salir me he visto en la imperiosa necesidad de decirle:”Es “Heroes”, de David Bowie”.
Quizás es porque el autor de esta película, cuyo espantoso título me gustaría no repetir, no confunde el sentimiento con la sensiblería, ni la dulzura con la bollería industrial, ni se ve en la obligación de ser cruel para ser gracioso, ni orienta a sus actores para que en los momentos dramáticos se parezcan a De Niro o Meryl Streep. Ni tampoco se deja aconsejar sobre cómo filmar su historia, porque es suya y no del montador ni del ayudante de dirección, que seguro que lo miró con desdén porque no había estudiado cine en una escuela.
O quizás porque, aunque lo olvidamos al cumplir diecisiete años, no ha habido un acontecimiento mayor en nuestra vida que cuando hicimos nuestro primer amigo siendo un adolescente. Ese tipo que, más que la chica a la que besamos por primera vez, nos abrió el mundo definitivamente, nos contaminó de música desconocida y nos mostró que ir a una fiesta es como descubrir un planeta nuevo. Qué banal suena pero qué hermoso es en realidad. Tanto que debo mandar esta crítica ahora mismo porque mañana me arrepentiré de haberla escrito.
De la misma forma que en la adolescencia uno se enamora de chicas por motivos leves y extravagantes, por ejemplo que te llamó por tu nombre al minuto de conocerla, de adulto uno puede enamorarse de películas por razones muy imprecisas, si no esperabas nada de ella, si decides bajar la guardia y te coge desprevenido, o si ves reflejada en la pantalla una situación idéntica a la que viviste cuando tenías dieciséis años y que olvidaste cuando cumpliste diecisiete. Cuando llegaste al final de un túnel maravilloso y tuviste que seguir viviendo. Cuando dejaste de ser el héroe de tu propia vida.
Es difícil para mí explicar por qué una película que contiene tantos elementos que un talibán debería calificar de tópicos – la escenas montadas con canciones, el profe de Literatura que recomienda “El guardián entre el centeno”, aunque a mí la historia me recuerda más a “Retorno a Brideshead” de Evelyn Waugh- me ha dejado al final de proyección, a la que hemos asistido un total de ocho personas, mirando embobado el desfile de créditos mientras mi impaciente esposa me esperaba en la puerta. Y por qué al salir me he visto en la imperiosa necesidad de decirle:”Es “Heroes”, de David Bowie”.
Quizás es porque el autor de esta película, cuyo espantoso título me gustaría no repetir, no confunde el sentimiento con la sensiblería, ni la dulzura con la bollería industrial, ni se ve en la obligación de ser cruel para ser gracioso, ni orienta a sus actores para que en los momentos dramáticos se parezcan a De Niro o Meryl Streep. Ni tampoco se deja aconsejar sobre cómo filmar su historia, porque es suya y no del montador ni del ayudante de dirección, que seguro que lo miró con desdén porque no había estudiado cine en una escuela.
O quizás porque, aunque lo olvidamos al cumplir diecisiete años, no ha habido un acontecimiento mayor en nuestra vida que cuando hicimos nuestro primer amigo siendo un adolescente. Ese tipo que, más que la chica a la que besamos por primera vez, nos abrió el mundo definitivamente, nos contaminó de música desconocida y nos mostró que ir a una fiesta es como descubrir un planeta nuevo. Qué banal suena pero qué hermoso es en realidad. Tanto que debo mandar esta crítica ahora mismo porque mañana me arrepentiré de haberla escrito.
De la misma forma que en la adolescencia uno se enamora de chicas por motivos leves y extravagantes, por ejemplo que te llamó por tu nombre al minuto de conocerla, de adulto uno puede enamorarse de películas por razones muy imprecisas, si no esperabas nada de ella, si decides bajar la guardia y te coge desprevenido, o si ves reflejada en la pantalla una situación idéntica a la que viviste cuando tenías dieciséis años y que olvidaste cuando cumpliste diecisiete. Cuando llegaste al final de un túnel maravilloso y tuviste que seguir viviendo. Cuando dejaste de ser el héroe de tu propia vida.

6,4
6.524
9
13 de mayo de 2008
13 de mayo de 2008
104 de 116 usuarios han encontrado esta crítica útil
No pretendo dar lecciones, no soy nadie. Topaz debe ser una mala película porque todo el mundo, salvo cuatro talibanes, piensa que lo es. Porque hasta Truffaut piensa que lo es. Esto sólo pretende ser una reflexión sobre el cine de Hitchcock en general, del que "Topaz" me parece un ejemplo bastante puro.
En el cine de Hitchcock jamás ha importado qué se cuenta. O, por decirlo correctamente, siempre importan cosas distintas de las que aparentemente se cuentan. ¿Habrá algo más demencial que el argumento de "Con la muerte en los talones"? Cary Grant llega a la casa colgada sobre el vacío y no se le ocurre mejor idea que escalarla por el lado del precipicio. ¿Necesitamos entender por qué hace semejante estupidez? Yo no, porque la situación da pie a una escena no sólo genial, sino genuinamente visual: Cary Grant observando la conversación de Mason y Landau. Un maravilloso juego de miradas e identificaciones del que podemos disfrutar gracias a que el bueno de Cary ha arriesgado su vida gratuitamente.
Si sumamos a este mecanismo otro componente básico en la mirada de Hitchcock, el humor, creo que obtendremos la óptica más adecuada para defender una película como "Topaz".
Olvidemos la trama. Olvidemos a los actores (no todos son malos, John Vernon está genial, y Piccoli tiene su gracia). Olvidemos el qué y centrémonos en el cómo. Empecemos por el principio.
La escena inicial, la huida de la familia soviética, es una escena de tensión narrada sólo con imágenes, el único diálogo (el de la chica con la empleada) no se escucha y está rodado desde la perspectiva del "que la padece", el agente que persigue a la familia. Ese cambio de punto de vista (tan hitchcockiano, véase la escena antes citada de "Con la muerte en los talones") tiene un efecto anticonvencional: es una escena de clímax rodada como un anticlímax (otra vez "Con la muerte en los talones", ver la escena previa al avión). La lejanía de los personajes y el silencio provocan curiosidad y la sensación de estar a merced de la situación. Toda la secuencia es modélica. La ausencia de música, el uso de los espacios y del sonido cortante de la porcelana impactando contra el suelo recuerdan al mejor Hitchcock de "Marnie" (las zapatillas de la ladrona), de "Cortina Rasgada" (la escena del museo) o de "Los pájaros" (la escena del campesino muerto).
¿Qué importa si todo es enrevesado, si el plan para atrapar al topo francés es un insulto a la inteligencia, si el yerno dibujante es tontorrón? La escenificación que Hitchcock hace de ello es magistral, no sólo en la secuencia...
En el cine de Hitchcock jamás ha importado qué se cuenta. O, por decirlo correctamente, siempre importan cosas distintas de las que aparentemente se cuentan. ¿Habrá algo más demencial que el argumento de "Con la muerte en los talones"? Cary Grant llega a la casa colgada sobre el vacío y no se le ocurre mejor idea que escalarla por el lado del precipicio. ¿Necesitamos entender por qué hace semejante estupidez? Yo no, porque la situación da pie a una escena no sólo genial, sino genuinamente visual: Cary Grant observando la conversación de Mason y Landau. Un maravilloso juego de miradas e identificaciones del que podemos disfrutar gracias a que el bueno de Cary ha arriesgado su vida gratuitamente.
Si sumamos a este mecanismo otro componente básico en la mirada de Hitchcock, el humor, creo que obtendremos la óptica más adecuada para defender una película como "Topaz".
Olvidemos la trama. Olvidemos a los actores (no todos son malos, John Vernon está genial, y Piccoli tiene su gracia). Olvidemos el qué y centrémonos en el cómo. Empecemos por el principio.
La escena inicial, la huida de la familia soviética, es una escena de tensión narrada sólo con imágenes, el único diálogo (el de la chica con la empleada) no se escucha y está rodado desde la perspectiva del "que la padece", el agente que persigue a la familia. Ese cambio de punto de vista (tan hitchcockiano, véase la escena antes citada de "Con la muerte en los talones") tiene un efecto anticonvencional: es una escena de clímax rodada como un anticlímax (otra vez "Con la muerte en los talones", ver la escena previa al avión). La lejanía de los personajes y el silencio provocan curiosidad y la sensación de estar a merced de la situación. Toda la secuencia es modélica. La ausencia de música, el uso de los espacios y del sonido cortante de la porcelana impactando contra el suelo recuerdan al mejor Hitchcock de "Marnie" (las zapatillas de la ladrona), de "Cortina Rasgada" (la escena del museo) o de "Los pájaros" (la escena del campesino muerto).
¿Qué importa si todo es enrevesado, si el plan para atrapar al topo francés es un insulto a la inteligencia, si el yerno dibujante es tontorrón? La escenificación que Hitchcock hace de ello es magistral, no sólo en la secuencia...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
...de la muerte de Juanita, sino también:
- Repitiendo el tema del "observador impotente", en la escena del soborno en las NNUU
- Componiendo un cuadro estático impresionante (que recuerda a una "Piedad") con los agentes torturados por los cubanos
- Encontrando la tensión sin forzar la planificación en la entrevista a Phillipe Noiret (¡ese cajón que se abre y se cierra!)
- Resolviendo en un elegantísimo plano secuencia la cumbre franco-americana, que va "de lo general a lo particular", concluyendo con la soledad de Piccoli.
Y no olvidemos el humor, que lo impregna todo:
- Un disidente soviético finalmente convertido en burgués tipo "five o'clok tea"
- Unos dirigentes cubanos que gastan barba, puros y gestos copiados de su líder
- Una hamburguesa en la delegación cubana
- Una cinta fúnebre que se corta en un momento especialmente macabro ("descanse en paz", chiste negrísimo sobre el futuro del espía sobornado)
- Un espía francés que se interesa más por la comida que por los informes de la OTAN
Y un director inglés que no puede hacer una película mala ni queriendo.
- Repitiendo el tema del "observador impotente", en la escena del soborno en las NNUU
- Componiendo un cuadro estático impresionante (que recuerda a una "Piedad") con los agentes torturados por los cubanos
- Encontrando la tensión sin forzar la planificación en la entrevista a Phillipe Noiret (¡ese cajón que se abre y se cierra!)
- Resolviendo en un elegantísimo plano secuencia la cumbre franco-americana, que va "de lo general a lo particular", concluyendo con la soledad de Piccoli.
Y no olvidemos el humor, que lo impregna todo:
- Un disidente soviético finalmente convertido en burgués tipo "five o'clok tea"
- Unos dirigentes cubanos que gastan barba, puros y gestos copiados de su líder
- Una hamburguesa en la delegación cubana
- Una cinta fúnebre que se corta en un momento especialmente macabro ("descanse en paz", chiste negrísimo sobre el futuro del espía sobornado)
- Un espía francés que se interesa más por la comida que por los informes de la OTAN
Y un director inglés que no puede hacer una película mala ni queriendo.
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