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Críticas 19
Críticas ordenadas por utilidad
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10 de febrero de 2018 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Abracadabrante sinfonía de los horrores, donde los poderes ocultos y malignos descargan un alud de delirio, paroxismo y estremecimiento. Una parafrenia plástica y mental tejida con emanaciones barrocas que sobresale por encima de cualquier otra película por la pura intensidad de la experiencia de verla y oírla. Suspiria, con la vibrante serie de choques y efectos audiovisuales que la cuajan, inventa una mirada perturbada situando al espectador en un estado perceptivo alterado, en el límite de lo insoportable. Actualmente, este filme de Dario Argento (Roma, 1940) es venerado como una tardía y sofisticada pieza de culto dentro de un tipo de terror que ya pasó.

Hijo de una época y una ornamentación, Argento, el sumo sacerdote del rojo arterial y el filo de cuchillo, había alcanzado la cima estética del giallo con el filme-puente Rojo Oscuro (1975). Dos años después inició el tríptico nigromántico de Las Tres Madres: Mater Suspiriorum, Mater Tenebrarum y Mater Lacrimarum, tres antiguas brujas que vivían, respectivamente, en Friburgo, Nueva York y Roma. La trilogía, inspirada en cierta tradición ocultista europea y en el poema en prosa Levana y Nuestras Señoras del Dolor de la obra Suspiria de Profundis (1845) del escritor dieciochesco y opiómano Thomas de Quincey, fue finalmente conclusa con la mediocre La Terza Madre (2007), en las antípodas de la sugestión de Inferno (1979) y su predecesora Suspiria (1977), ambas rodadas en la ya lejana década de los 70.

La leyenda al completo la contará en el prólogo de Inferno la voz en off del arquitecto Varelli: “Yo, Varelli, arquitecto residente en Londres, conocí a la Tres Madres y levanté sus tres casas. Una en Roma, otra en Nueva York y la tercera en Friburgo, Alemania. Demasiado tarde comprendí que desde esas tres casas, las Tres Madres ejercían su dominio sobre el mundo, expandiendo dolor, lágrimas y oscuridad. Mater Suspiriorum, la mayor de las tres, vive en la casa de Friburgo. Mater Lacrimarum, la más hermosa de las hermanas, ocupa la de Roma. Mater Tenebrarum, la más joven y cruel de las tres, controla Nueva York”.

Quien aportó una especial sensibilidad italiana contemporánea al género del thriller tras haber rodado cuatro referenciales gialli –entre ellos su conocida trilogía zoológica, con L’uccello dalle Piume di Cristallo (1970) como punta de lanza–, accede ahora a las honduras del horror abstracto, esotérico y apocalíptico, un territorio con cierto aroma lovecraftiano en el que predominan los elementos sobrenaturales y las exacerbaciones oníricas.

Suspiria, con un guión escrito por el mismo Argento y por la que entonces era su compañera sentimental, la actriz Daria Nicoladi, se construye como un perverso cuento de hadas (brujas) moderno con visos de pesadilla. Su trama, más febril que racional, bordeando lo expresionista y surreal, transcurre en una antigua academia de danza de Friburgo, la Tanz Akademie, albergada en una mansión estrambótica en una suerte de gótico reinventado, con pasillos laberínticos y colores estupefacientes, cuya fachada es una copia casi exacta del Haus zum Walfich, notable edificio histórico de la ciudad alemana donde fue escrito Elogio a la Locura (1511) del pensador Erasmo de Rotterdam.

El filme cuenta el pavoroso viaje de una virgen inocente, la joven bailarina americana Suzy Banyon (interpretada por Jessica Harper), que llega interna a la prestigiosa academia Tanz directamente desde Nueva York a fin de perfeccionar sus estudios de ballet. La víctima/heroína Suzy irá siendo testigo de las terribles muertes e inusitados hechos rayanos a lo paranormal que empiezan a sucederse en la institución, poblada por una maraña de personajes extravagantes y siniestros de comportamientos sospechosos (una profesora tipo gimnasta soviética hiperciclada de los años ochenta, un pianista ciego acompañado de su perro lazarillo, un niño lúgubre de colores hiposaturados, el imberbe Miguel Bosé y el resto de alumnas).

Finalmente, la ingenua protagonista, cual Alicia en el Otro Lado, descubrirá que la Tanz Akademie no es lo que aparenta, sino que en realidad es la antesala que conduce al corazón mismo del Mal, regentado por un poderoso sabbat de brujas al mando de la inicua Helena Markosstá (inspirada en la ocultista rusa Helena Blavatsky, impulsora de la teosofía moderna), “La Reina Negra”, más conocida como la Mater Suspiriorum, la más vieja y sabia de Las Tres Madres.

Suspiria, atrapada en una rara poética de los enigmas, ha sido considerada en varios países como cine de arte. La masterpiece del italiano Dario Argento es una especie de iniciación maligna tanto para la protagonista como para el espectador que queda sublimada por una explosión de estilo sin precedentes en la tradición del fantastique.

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13 de marzo de 2018 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sergei M. Eisenstein (1898-1948), hombre muy culto y de asombrosas inquietudes artísticas, es el cineasta soviético más importante de todos los tiempos junto a Tarkovsky. Gran teórico del lenguaje fílmico, su manera de hacer cine ha dejado una huella permanente e imborrable en la centenaria historia del séptimo arte. Eisenstein, partiendo de la influencia que recibió del pionero D. W. Griffith, fue un innovador en el uso del montaje, concebido no ya como recurso narrativo o para enlazar escenas si no como un artilugio determinante del movimiento y el dramatismo expresivo.

El director, que consideraba innecesarios los movimientos de cámara, elaboró la teoría del ”montaje ideológico” o “montaje de atracciones”, que tiene sus raíces en los idiogramas japoneses y que consiste en la yuxtaposición de dos o más imágenes o signos para generar en la mente del espectador una emoción o significado más profundo, cuyo hallazgo dependerá exclusivamente de su interpretación intelectual. El Acorazado Potemkin es la perfecta traslación de esa teoría a la práctica cinematográfica, especialmente la famosa secuencia de la matanza en la escalinata de Odesa, todo un prodigio de ritmo, estilo y tensión dramática compuesto por 170 planos unidos por montaje que se alarga hasta los seis minutos.

Ucrania, Imperio ruso, junio de 1905. En un clima de fervor revolucionario generalizado, el acorazado Príncipe Potemkin de Táurida permanece anclado en el puerto de Odesa, en el mar Negro. Mientras la tripulación duerme, dos marineros miembros del Movimiento Revolucionario Clandestino, Vakulinchuck y Matushenko, muestran a sus compañeros el estado putrefacto de la carne que comen, infectada de gusanos. La sublevación de los navegantes, hartos del trato vejatorio e injusto de los oficiales zaristas, no tarda en llegar, apoderándose de fusiles y municiones. Más adelante, la población civil de Odesa se solidariza con ellos. Los cosacos del Zar reprimen la revuelta disparando contra la gente inocente.

Épica y explícitamente propagandística, El Acorazado Potemkin, que inicialmente se iba a titular Año 1905, fue un encargo del Comité Central del Partido Comunista para conmemorar el 20 aniversario de uno de los hitos premonitorios de la Revolución Rusa: el motín de los marineros del acorazado imperial Potemkin. La película, como La Huelga y Octubre, representa la magnificación de la figura de las masas y las causas colectivas, exaltando al hombre oprimido que decide rebelarse contra sus duras condiciones de vida. Como reza una cita de Lenin al comienzo de la proyección: “La revolución es guerra. Es la única realmente legitimada de todas las guerras conocidas por la historia”.

El Acorazado Potemkin, mezcla de elementos históricos, políticos, plásticos y simbólicos (el león que se despierta, el piano, la cruz, las gafas, los gusanos), es una de las películas que mejor ha sabido unir fondo y forma, es decir, el mensaje revolucionario con una estética igualmente agitadora, con predominancia de composiciones construtivistas, planos detalle de objetos e imágenes expresivas de rostros que plasman a la perfección la tensión e incertidumbre de los acontecimientos. La película, además, posee gran cantidad y variedad de planos, 1.029 en total, un número inaudito para la época, lo que le concede un ritmo ágil y dinámico de principio a fin.

Estructurada en cinco actos como las tragedias griegas, se rodó en escenarios naturales y para reproducir el Príncipe Potemkin se utilizó un buque gemelo llamado “Los 12 Apóstoles”. En las secuencias de masas participaron las tripulaciones de la Armada del mar Negro, actores del teatro Proletkut y la población de Odesa. La película fue prohibida en la Alemania nazi, Gran Bretaña, España (aunque se pudo ver durante la Segunda República), Francia y otros países por su contenido revolucionario.

Cinta emblemática y muy influyente de la vanguardia soviética y del cine mudo, realizada por Eisenstein con sólo 27 años, seguramente es una de las más estudiadas en las escuelas de cine por sus novedosos aportes técnicos y estéticos, sobre todo por emplear el montaje como medio para transmitir ideas, emociones y actitudes. En 1958, un jurado de especialistas cinematográficos la escogió como la mejor película de la historia. Filme vibrante y de inexorable fuerza.

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10 de febrero de 2018 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mario Bava (San Remo, 1914-Roma, 1980) es uno de los grandes maestros del cine de terror europeo del siglo XX. Hijo del reconocido director de fotografía de cine mudo Eugenio Bava y padre del también cineasta Lamberto Bava, estudió Bellas Artes y trabajó en sus inicios como operador fotográfico para figuras tan destacadas como Roberto Rossellini, Raoul Walsch y Jacques Tourneur.

Tras completar dos películas de Riccardo Freda, I Vampiri (1956) y Caltiki, il Mostro Inmortale (1959), Mario Bava dirigió su primer filme completo, La Máscara del Demonio (1960), piedra angular del gotico all’italiana y cinta que transformó a Barbara Steele en una actriz de culto. A partir de entonces, el genio de los colores vívidos cultivaría el “género” (terror, giallo, ciencia ficción, péplum, adaptaciones de cómic, misterio), pero siempre desde la óptica de un autor y la sensibilidad plástica de un artista.

Extremando las propiedades formales y de contenido de La Muchacha que Sabía Demasiado (1963) y debiendo esperar todavía su eclosión productora con el triunfo de El Pájaro de las Plumas de Cristal (Dario Argento, 1969), Mario Bava funda el giallo, subgénero del thriller y el terror italiano que encierra una personalísima cualidad estética y narrativa cuya definición arranca de las primeras colecciones policíacas de la editorial Mondadori, que tenían las portadas de emblemático color amarillo.

Seis Mujeres para el Asesino viene a resumir la nueva corriente del giallo, a la vez que certifica el talento visual de Bava y su hábil capacidad para extraer provecho del espacio y el decorado. La historia se desarrolla casi en un único escenario, una lujosa villa en las afueras de Roma que sirve de salón de alta costura, un sitio con una ambientación tan elegante como opresiva, con mobiliario barroco y tapicería lujuriosa. Marca de la casa, el filme se aprovecha de una iluminación expresionista, un cromatismo saturado hasta lo irreal y un gusto voyeurista en la ejecución de los crímenes, a la postre, el momento culminante. Por su parte, la banda sonora, dulcemente siniestra, se asimila al latin jazz, con toques de mambo y solos de trompeta.

Tratado de la crueldad. Sinfonía del horror ejercida sobre un microcosmos de personajes mezquinos o grotescos, enviciadas sus relaciones de erotismo turbio y tara psicológica. Jóvenes y hermosas modelos asesinadas brutalmente bajo un manto de secretos ocultos. El aroma a veneno, a perfidia. La espantosa cara oculta de la dolce vita. Y ese asesino todopoderoso y de apariciones contundentes, portador de una límpida máscara blanca y vestido con gabardina, guantes y sombrero negros para esconder su identidad. El asesinato como instante epifánico, en Bava elevado a la categoría de arte.

Manierista en cuanto creadora de un estilo propio, demente y macabra a la vez que sofisticada, Seis Mujeres para el Asesino es una obra maestra de violencia gráfica sin descendencia directa, hasta que llegó Dario Argento, cinco años después, para redefinir el subgénero. Ahora el giallo existe, de verdad. Sei Donne per l’Assassino, puro giallo de un cineasta-autor único e intransferible. Más que una película de suspense, un manifiesto estético y teórico ya con todas sus características vivas.

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10 de febrero de 2018 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dixon “Dix” Steele (Humphrey Bogart), un insolente y famoso guionista en horas bajas con fama de conflictivo, es propuesto para adaptar un mediocre best seller. Para que le explique el argumento, ya que él no ha leído el libro, Dixon invita a su apartamento a la joven Mildred, una chica que trabaja en el club que frecuenta. Con lo que no cuenta el guionista, es que al día siguiente la mujer aparecerá asesinada, convirtiéndose en el principal sospechoso.

En el interrogatorio al que le somete la policía conoce a la testigo Laurel Grey (Gloria Grahame), su nueva y atractiva vecina, quien admite que le “vigila” porque siente una “curiosa atracción al encontrarlo un hombre interesante”. Ella le proporciona una coartada (supuestamente) falsa. A partir de entonces, ambos se enamoran e inician una idílica relación, que se empieza a resquebrajar cuando Laurel descubre la vena violenta de Dixon y empieza a dudar de su inocencia.

Nicholas Ray (Wisconsin, 1911-Nueva York, 1979) fue estudiante de arquitectura, bisexual y adicto al alcohol y las anfetaminas. David Thomson dijo de él que era “el poeta del desencanto de América”. Con En un Lugar Solitario, Ray creó uno de los filmes de cine negro más ambiguos y poéticos que se han rodado; una obra esencial del género que deambula entre el thriller psicológico, el drama romántico, la intriga y un cínico retrato sobre Hollywood. En realidad, es una love story apasionada y torrencial, que roza la patología, en medio de una historia de puro cine negro, la cual acaba de forma muy poco complaciente para el espectador, repleta de pesimismo y amargura feroz.

La trama, con puntos de conexión con Sospecha, de Hitchcock, toca temas escabrosos como el maltrato y la duda y se enriquece con derivaciones morales relacionadas con el acoso que ejercen las “fuerzas oscuras” sobre un crispado escritor de Hollywood, a quien pretenden imputar un crimen que tal vez no haya cometido. En la película también hay lugar para sondear la libertad e ilusión por la vida de un hombre incomprendido, afligido por una crisis personal y profesional e imposibilitado de alcanzar la felicidad debido a sus lastres emocionales. Parece ser que el personaje está inspirado en la figura real del guionista Albert Maltz (1908-1985).

En un Lugar Solitario adapta la novela homónima de Dorothy B. Hughes publicada en 1947. Muy de Bogart y de Ray, la cinta refleja de una manera especial el momento de ambos en el tiempo de su realización. Humphrey Bogart, además de asumir el papel principal, ejerció de productor a través de su propia compañía, Santana Pictures. Absolutamente convincente como Dixon, su ambiguo retrato psicológico, rico en matices, constituye una de las mayores virtudes de la película, enseñando el carácter enérgico y rebelde que tenía el actor en la vida real. Por otro lado, también se evidencia la relación tensa del director con la que entonces era su esposa, Gloria Grahame, que encarna a una mujer disfrazada de falsa femme fatale, enigmática y de elegancia erótica. Como curiosidad, cabe apuntar que Nicholas Ray se divorció de ella justo antes de finalizar el rodaje, casándose después la actriz con el hijo del propio Nicholas, el que había sido su hijastro. Tanto Bogart como Grahame componen, seguramente, las mejores interpretaciones de su carrera.

Elegante y de intensa pulsión dramática, bordada por la excelente fotografía en blanco y negro de Burnett Guffey y con un tratamiento del decorado y el espacio próximo a Fritz Lang, En un Lugar Solitario vuelve a atestiguar la destreza de Nicholas Ray a la hora de captar las sombrías y atormentadas atmósferas del género noir. Su quinto filme, anclado en una época, la de los cincuenta, donde aún se contaban historias estimulantes, es maravilloso. Obra adulta, compleja y muy real, contaminada por la pasión, el deseo y la adversidad.

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5 de abril de 2018 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hungría, a finales de los años ochenta. La monótona vida de una fría y pequeña ciudad se ve alterada con la llegada de una compañía ambulante que promete exhibir a la ballena más grande del mundo. Este insólito acontecimiento, además de un clima sofocante de caza de brujas contra disidentes, provoca una ola de recelo y desconfianza en la comunidad, que acabará reaccionando de forma violenta ante la posibilidad de ver destruido su status quo. Frente a la masa humana, oscura, un individuo, el joven y soñador János Valuska (Lars Rudolph), siempre interesado por el conocimiento ajeno y el misterio de las cosas que le rodean, sí se siente fascinado por lo que ve: un enorme cetáceo muerto con un ojo que le mira.

El formalista y matérico Béla Tarr se ha convertido en los últimos tiempos en el mejor exponente del cine llamado metafísico o espiritual. Tarr convierte Armonías de Werckmeister en un poema visual radicalmente hermoso y melancólico, a la vez que perturbador y pre-apocalíptico, a medio camino entre lo místico, o meramente existencialista, y lo político. Alegoría del caos y la barbarie, de la tiranía colectiva, del autoritarismo o simplemente de cómo el hombre reacciona ante una amenaza desconocida y desestabilizante. Para el húngaro, en cualquier caso, la vía de escape es la misma: alienación, locura, autodestrucción. “Melancolía de la Resistencia” es el título de la novela en que se basa el filme.

El cadáver de la ballena gigante, un trozo de carne putrefacta en medio de una plaza brumosa y en pleno centro de Europa, es una de las imágenes más evocadoras, inquietantes y extrañamente bellas que ha generado el cine en las últimas décadas, más preocupado por vender espectáculos pirotécnicos que en provocar auténtica emoción. La ballena como símbolo de una Hungría o Europa agonizante, fuera de contexto, de la frustrada utopía revolucionaria, de la llegada del capitalismo y el progreso, o un retrato figurado –elevado y pútrido– de la condición humana.

El director de El Caballo de Turín, su autodeclarada última película, da una clase magistral de lenguaje cinematográfico, como antes hizo Bresson. Tarr, que también prescinde de lo meramente accesorio, emplea una cámara metafísica que, poco a poco, sin que te des cuenta, todo lo escudriña; que a veces parece que no se mueve pero que no para de hacerlo. El relato, aunque fragmentado, posee una cohesión estilística y rítmica asombrosa, donde personajes, ideas y acontecimientos están perfectamente armonizados. Los prolongados e hipnóticos planos secuencia, guardianes del tiempo, acompañados por el sonido, la preciosa música de Mihály Vig y la estilizada y táctil fotografía en blanco y negro de Gábor Medvigy, ayudan a que parezca que lo que ves está pasando a tiempo real.

En Armonías de Werckmeister destacan muchos momentos. Uno de los más mágicos es el epílogo, un interminable plano secuencia rebosante de lirismo y emoción pura. En una taberna mugrienta a punto de cerrar, János hace representar el funcionamiento de la rotación de la tierra alrededor del sol y de los eclipses, poniendo a los parroquianos ebrios a girar como si fueran astros y satélites. Dice el joven: “Y ahora, veremos una explicación que nos ayudará a comprender, incluso a gente sencilla como nosotros, el significado de la inmortalidad. Lo único que os pido es que caminéis conmigo por la inmensidad en la que la constancia, la quietud y la paz, reinan en un vacío infinito…”.

Obra maestra del cine contemporáneo en su vena más filosófica y autoral, atemporal y cósmica, donde la ligazón de forma y contenido está a la altura de maestros como Tarkovsky, Ozu y Dreyer. Armonías de Werckmeister es una pesimista y devastadora reflexión sobre las raíces de la violencia, pero ante todo es un milagro cinematográfico en los tiempos que corren.

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