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7,0
80.167
8
22 de abril de 2012
22 de abril de 2012
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
La condición de artesano de Ang Lee ha quedado patente ya a lo largo de su trayectoria cinematográfica y de todos es sabido que este realizador tailandés es capaz de pasar de la comedia a las artes marciales y de éstas al western sin el menor sonrojo, aunque no siempre con resultados afortunados. No hay nada que nos haga atisbar en el cine de Lee un sello de autoría, al menos en lo que a estilo se refiere, aunque lo vemos capaz de asumir guiones ajenos y ponerlos en imágenes con una sobriedad que quizá le viene de su oriente natal.
Lee ya se aproximó al western en “Cabalga con el diablo”, tras el Oscar de “Tigre y dragón”, pero a mi modo de ver se equivocó al elegir el proyecto y aquella película sobre la Guerra de Secesión se convirtió en una obra tediosa y larga que hacía aguas por todas partes. Con “Brokeback Mountain”, el tailandés vuelve a pasear su cámara por el oeste americano con mejor oficio, porque es un gran realizador y lo respalda un guión muy sólido en el que despunta la mano de Larry McMurtry, escritor de probada solvencia.
Hemos de elogiar de esta película su sobria narración, en la que Lee prescinde de florituras sentimentales y se limita a contar una historia de amor entre hombres sin recaer en tópicos y empleando una frialdad y una distancia admirables. El realizador se deja empapar por el guión y lo filma sin concesiones, mostrando la dureza del paisaje y desnudando a los personajes con absoluto vigor. A ritmo de country y a golpe de encuentro y desencuentro, la película va discurriendo a través del tiempo con pausada sencillez, casi como un texto literario.
Y detrás de todo eso está Ang Lee, sobrio y discreto, haciendo funcionar los mecanismos de la maquinaria cinematográfica, rindiéndole pleitesía a un guión excelente, pero otorgándole a la vez un carácter de cosa propia al menos en lo que a la realización se refiere. “Brokeback Mountain” es una obra directa y valiente que parece filmada al margen de Hollywood y de eso tiene mucha culpa el propio ang Lee, que save hilvanar los mimbres que le ofrecen y tejer con ellos películas intensas y sensibles, que no sensibleras. Para eso es un gran artesano.
Lee ya se aproximó al western en “Cabalga con el diablo”, tras el Oscar de “Tigre y dragón”, pero a mi modo de ver se equivocó al elegir el proyecto y aquella película sobre la Guerra de Secesión se convirtió en una obra tediosa y larga que hacía aguas por todas partes. Con “Brokeback Mountain”, el tailandés vuelve a pasear su cámara por el oeste americano con mejor oficio, porque es un gran realizador y lo respalda un guión muy sólido en el que despunta la mano de Larry McMurtry, escritor de probada solvencia.
Hemos de elogiar de esta película su sobria narración, en la que Lee prescinde de florituras sentimentales y se limita a contar una historia de amor entre hombres sin recaer en tópicos y empleando una frialdad y una distancia admirables. El realizador se deja empapar por el guión y lo filma sin concesiones, mostrando la dureza del paisaje y desnudando a los personajes con absoluto vigor. A ritmo de country y a golpe de encuentro y desencuentro, la película va discurriendo a través del tiempo con pausada sencillez, casi como un texto literario.
Y detrás de todo eso está Ang Lee, sobrio y discreto, haciendo funcionar los mecanismos de la maquinaria cinematográfica, rindiéndole pleitesía a un guión excelente, pero otorgándole a la vez un carácter de cosa propia al menos en lo que a la realización se refiere. “Brokeback Mountain” es una obra directa y valiente que parece filmada al margen de Hollywood y de eso tiene mucha culpa el propio ang Lee, que save hilvanar los mimbres que le ofrecen y tejer con ellos películas intensas y sensibles, que no sensibleras. Para eso es un gran artesano.
17 de enero de 2019
17 de enero de 2019
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces resulta preferible enjuiciar algunas películas tomando hacia ellas cierta distancia; separando, por decirlo así, el fondo de la forma. Y uno es consciente de lo arduo de la tarea, de lo complejo que supone admitir que una obra es formalmente buena, pero tramposa en su mensaje, en el poso que pretende dejar una vez concluida. Tal vez, si empleáramos tales mimbres para juzgar obras clásicas de la historia del cine, algunas de ellas no pasarían el corte debido a sus taras narrativas o simplemente a su inconfundible tufo adoctrinador.
El húngaro Ladislao Vajda debió encontrar en el imaginario español un buen caldo de cultivo para contar historias, y en su industria cinematográfica adecuado acomodo para hacerlo a sus anchas. Más o menos. Lo cierto es que descubrió en el mundo infantil y en el actor Pablito Calvo un quizá inesperado filón del que supo extraer tres películas de éxito que perviven en la memoria colectiva. Pero también fue el delicado universo de la infancia quien le dio jugoso material para su única obra maestra, El cebo, esa terrorífica y oscura película que, aunque no lo parezca, también le pertenece.
Vajda y el escritor José María Sánchez Silva ya habían colaborado en la exitosa Marcelino, pan y vino, y tal vez quisieron repetir la fórmula. Inspirándose esta vez en una obra firmada a pachas por el mencionado Sánchez Silva y Luis de Diego, María, matrícula de Bilbao sigue los pasos de Luiso, un niño cuyos abuelo y padre pretenden que no abandone la tradición marinera familiar y aprenda el oficio de patrón de barco.
Todo esto a pesar de las reticencias de su madre y su tía, que han imaginado para el crío un futuro muy distinto, más halagüeño, y las dudas del propio chaval. Así que, para despertar su dormida vocación naval, el padre se lo lleva con él en sus viajes, lo que suscita una serie de acontecimientos que también sacarán a la luz una antigua tragedia familiar.
Vajda narra todo esto con vocación clásica, manejando diestramente las claves del cine de aventuras y apelando a la emoción del espectador con pequeños apuntes sentimentales. La fluidez de la historia y el innegable talento del húngaro para contarla hacen que la película se vea bien, que discurra plácidamente por la retina y los oídos del espectador. El problema es, quizá, su excesivo olor a naftalina, fruto seguramente de la época en que se rodó, y su complaciente desenlace, en el que aflora un mensaje moralizante difícil de asimilar. Como suele decirse, para ver y olvidar.
El húngaro Ladislao Vajda debió encontrar en el imaginario español un buen caldo de cultivo para contar historias, y en su industria cinematográfica adecuado acomodo para hacerlo a sus anchas. Más o menos. Lo cierto es que descubrió en el mundo infantil y en el actor Pablito Calvo un quizá inesperado filón del que supo extraer tres películas de éxito que perviven en la memoria colectiva. Pero también fue el delicado universo de la infancia quien le dio jugoso material para su única obra maestra, El cebo, esa terrorífica y oscura película que, aunque no lo parezca, también le pertenece.
Vajda y el escritor José María Sánchez Silva ya habían colaborado en la exitosa Marcelino, pan y vino, y tal vez quisieron repetir la fórmula. Inspirándose esta vez en una obra firmada a pachas por el mencionado Sánchez Silva y Luis de Diego, María, matrícula de Bilbao sigue los pasos de Luiso, un niño cuyos abuelo y padre pretenden que no abandone la tradición marinera familiar y aprenda el oficio de patrón de barco.
Todo esto a pesar de las reticencias de su madre y su tía, que han imaginado para el crío un futuro muy distinto, más halagüeño, y las dudas del propio chaval. Así que, para despertar su dormida vocación naval, el padre se lo lleva con él en sus viajes, lo que suscita una serie de acontecimientos que también sacarán a la luz una antigua tragedia familiar.
Vajda narra todo esto con vocación clásica, manejando diestramente las claves del cine de aventuras y apelando a la emoción del espectador con pequeños apuntes sentimentales. La fluidez de la historia y el innegable talento del húngaro para contarla hacen que la película se vea bien, que discurra plácidamente por la retina y los oídos del espectador. El problema es, quizá, su excesivo olor a naftalina, fruto seguramente de la época en que se rodó, y su complaciente desenlace, en el que aflora un mensaje moralizante difícil de asimilar. Como suele decirse, para ver y olvidar.

5,0
192
6
11 de febrero de 2014
11 de febrero de 2014
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Alan Rudolph ha alcanzado sus cotas más altas como cineasta cuando ha sabido imprimir a sus películas un toque de sofisticada atmósfera que las convierte en experiencias muy agradables para el espectador. Ese punto álgido de elegancia lo alcanzó en “Elígeme” a mediados de los ochenta y lo reafirmó en otros títulos de su filmografía como la notable “Afterglow”.
“Amor perseguido” es otro ejemplo de esta forma de hacer tan personal: una película que se plantea con una estética de cine negro clásico, pero que pronto deriva hacia otros cauces muy reconocibles en la obra de Rudolph. A todo ello el cineasta le añade algún toque de comedia, sazonando el conjunto con esa música nocturna y de aires “jazzy” que logra sumergirnos en ese aterciopelado paisaje de bares rurales, frágiles mentiras y amores no siempre correspondidos. Un largometraje éste que, sin ser de lo mejor del autor de “Elígeme”", se ve con agrado y complacencia.
“Amor perseguido” es otro ejemplo de esta forma de hacer tan personal: una película que se plantea con una estética de cine negro clásico, pero que pronto deriva hacia otros cauces muy reconocibles en la obra de Rudolph. A todo ello el cineasta le añade algún toque de comedia, sazonando el conjunto con esa música nocturna y de aires “jazzy” que logra sumergirnos en ese aterciopelado paisaje de bares rurales, frágiles mentiras y amores no siempre correspondidos. Un largometraje éste que, sin ser de lo mejor del autor de “Elígeme”", se ve con agrado y complacencia.

7,1
25.932
8
20 de septiembre de 2013
20 de septiembre de 2013
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque pueda pesarle, al cineasta Giuseppe Tornatore siempre se le va a identificar con una película que contaba la relación de amistad entre un proyeccionista y un niño cinéfilo, bendecida por la Academia norteamericana y que él mismo se empeñaría en reeditar años más tarde en un nuevo montaje, para sonrojo de quienes disfrutaron y disfrutan con la obra original. Pero pullas aparte, y por muy larga que sea la sombra de “Cinema paradiso”, lo cierto es que Tornatore es autor de otras películas brillantes, como “Malena”, “La leyenda del pianista en el océano”, “El hombre de las estrellas”, y la que ahora nos ocupa.
Muchos directores de cine sienten en un momento de su carrera la tentación de coquetear con el género del suspense o de internarse de lleno en él, motivada quizá por la influencia o la simple fascinación que el gran Alfred Hitchcock ejerce sobre ellos. O tan sólo porque necesitan tomarse un respiro y probar a ver qué ocurre, si salen airosos del lance.
Puede que esto le haya pasado a Tornatore, más proclive al cine de emociones que al de suspense, y tras visionar “La mejor oferta” podemos concluir que ha acertado. La obra se sumerge en el mundo de los coleccionistas de arte y las subastas para ofrecer un retrato certero de lo que son capaces estas personas por conseguir sus fines.
Pero pronto observamos que realmente no es eso lo que se propone la película, sino contarnos una historia de amor teñida de oscuridad y vericuetos que es mejor no insinuar para no destripar la esencia del filme.
Un filme sostenido sobre la magnífica interpretación del insigne Geoffrey Rush, actor de un carisma fuera de toda duda, y con resonancias, efectivamente, del mentado Hitchcock y de la que para mí es su mejor película, “Vértigo”, con la que “La mejor oferta” comparte inquietudes y territorio emocional.
Congratulémonos, pues, de que Tornatore, a quien ya admirábamos, nos haya regalado una película exquisita, terriblemente entretenida y con una secuencia final digna de figurar entre lo mejor de su obra. Muy recomendable.
Muchos directores de cine sienten en un momento de su carrera la tentación de coquetear con el género del suspense o de internarse de lleno en él, motivada quizá por la influencia o la simple fascinación que el gran Alfred Hitchcock ejerce sobre ellos. O tan sólo porque necesitan tomarse un respiro y probar a ver qué ocurre, si salen airosos del lance.
Puede que esto le haya pasado a Tornatore, más proclive al cine de emociones que al de suspense, y tras visionar “La mejor oferta” podemos concluir que ha acertado. La obra se sumerge en el mundo de los coleccionistas de arte y las subastas para ofrecer un retrato certero de lo que son capaces estas personas por conseguir sus fines.
Pero pronto observamos que realmente no es eso lo que se propone la película, sino contarnos una historia de amor teñida de oscuridad y vericuetos que es mejor no insinuar para no destripar la esencia del filme.
Un filme sostenido sobre la magnífica interpretación del insigne Geoffrey Rush, actor de un carisma fuera de toda duda, y con resonancias, efectivamente, del mentado Hitchcock y de la que para mí es su mejor película, “Vértigo”, con la que “La mejor oferta” comparte inquietudes y territorio emocional.
Congratulémonos, pues, de que Tornatore, a quien ya admirábamos, nos haya regalado una película exquisita, terriblemente entretenida y con una secuencia final digna de figurar entre lo mejor de su obra. Muy recomendable.

7,5
108.799
8
22 de abril de 2012
22 de abril de 2012
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que están hechas con gente que va pasando por ellas como por el objetivo de una cámara indiscreta que filma trozos de sus vidas y escarba en su psicología para captar lo mejor y lo peor. Son películas tejidas con el hilo de la casualidad, forjadas a brochazo limpio, en las que sólo importan los personajes y su forma de desenvolverse en la sociedad que les ha tocado vivir.
Algo de eso es “Crash”, la primera película como director de Paul Haggis, guionista de la extraordinaria “Million dollar baby”, que en esta ocasión concentra su mirada en la ciudad de Los Ángeles y en los conflictos raciales que la habitan. De eso ya se ocupó Lawrence Kasdan en la no menos excelente “Grand Canyon”, pero hemos de agradecerle a Haggis que la forma es diferente aunque el fondo sea básicamente el mismo.
El guionista de “Million Dollar baby” y artífice de series de televisión como “La ley de Los Ángeles” recurre a la conocida fórmula de las “vidas cruzadas” o personajes que se encuentran, desencuentran, coinciden, etcétera, sobre la piel de una ciudad áspera y ensimismada donde la violencia es algo cotidiano y absurdo con lo que hay que convivir. “Crash”, como su propio título indica, está llena de esa violencia, a veces contenida, a veces explícita, y escrita y rodada con el pulso firme de un cineasta que sabe de lo que habla y entiende cómo debe hacerse.
Haggis tiene la cámara lista para captar el impacto y lo hace sin que se le mueva la pestaña de la condescendencia. De ese modo certero en que ya lo hicieran Altman y otros, este realizador toma y deja a los personajes sin entretenerse demasiado con ellos, pero dibujándolos y definiéndolos mediante pinceladas que reflejan todo menos indiferencia. “crash” es, en fin, una magnífica película, afilada en la piedra pómez del desencanto, a la que el único reproche que podría hacérsele es lo demasiado cinematográfico de los personajes y lo pelín forzado de algunas situaciones. No obstante, esas no dejan de ser pequeñas licencias que no consiguen ensombrecer una obra sólida y fría que semeja una bomba de relojería siempre a punto de estallar.
Algo de eso es “Crash”, la primera película como director de Paul Haggis, guionista de la extraordinaria “Million dollar baby”, que en esta ocasión concentra su mirada en la ciudad de Los Ángeles y en los conflictos raciales que la habitan. De eso ya se ocupó Lawrence Kasdan en la no menos excelente “Grand Canyon”, pero hemos de agradecerle a Haggis que la forma es diferente aunque el fondo sea básicamente el mismo.
El guionista de “Million Dollar baby” y artífice de series de televisión como “La ley de Los Ángeles” recurre a la conocida fórmula de las “vidas cruzadas” o personajes que se encuentran, desencuentran, coinciden, etcétera, sobre la piel de una ciudad áspera y ensimismada donde la violencia es algo cotidiano y absurdo con lo que hay que convivir. “Crash”, como su propio título indica, está llena de esa violencia, a veces contenida, a veces explícita, y escrita y rodada con el pulso firme de un cineasta que sabe de lo que habla y entiende cómo debe hacerse.
Haggis tiene la cámara lista para captar el impacto y lo hace sin que se le mueva la pestaña de la condescendencia. De ese modo certero en que ya lo hicieran Altman y otros, este realizador toma y deja a los personajes sin entretenerse demasiado con ellos, pero dibujándolos y definiéndolos mediante pinceladas que reflejan todo menos indiferencia. “crash” es, en fin, una magnífica película, afilada en la piedra pómez del desencanto, a la que el único reproche que podría hacérsele es lo demasiado cinematográfico de los personajes y lo pelín forzado de algunas situaciones. No obstante, esas no dejan de ser pequeñas licencias que no consiguen ensombrecer una obra sólida y fría que semeja una bomba de relojería siempre a punto de estallar.
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