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5,1
5.627
8
16 de noviembre de 2017
16 de noviembre de 2017
8 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de géneros se ha convertido casi en una rareza en el ámbito de la industria cinematográfica española, por ello es necesario recibir la última propuesta de Agustín Díaz Yanes con cierta expectación y un enfoque positivo, mayormente cuando tiene la osadía de bucear en momentos históricos tan poco complacientes como habitualmente manoseados por cierta historiografía oficial. Para este viaje al siglo XVI, cuando el Imperio Español domina en Europa y América, el director se ha servido de un relato inédito de Arturo Pérez-Reverte, que partiendo de las crónicas auténticas de aquellos conquistadores articula la peripecia de una expedición imaginaria, formada por cuarenta hombres, a la búsqueda de una quimera forjada con el brillo del metal dorado, la única puerta posible para abandonar una existencia de miseria, incluso a costa de lo único que poseen, la propia vida.
Según ha manifestado Díaz Yanes, la película pretende reflejar la épica violenta del western, pero el resultado se acerca más al género de aventuras (coloniales o de conquista) donde un grupo de hombres, que desde el primer momento respiran un aire contaminado por el fatalismo, intentar sobrevivir en un ambiente hostil, la tupida selva tropical en este caso. El acierto de los guionistas, probablemente debido a la pluma de Pérez-Reverte, es hacer una lectura del relato desde la óptica de la situación que atraviesa nuestro país actualmente, buceando en las raíces de la podredumbre social y moral de las dos instituciones más poderosas que nos han gobernado a través de los siglos: la Corona y la Iglesia. Por otra parte, no es gratuito que en la historia se acentúen los matices y las afinidades regionales (autonómicas diríamos hoy) de los personajes a la hora de despellejarse los unos a los otros, con el único fin de no compartir un espejismo de oro. Por ello la película se recrea en las escenas de mayor violencia al reflejar el sinsentido cainita entre los diferentes pueblos que conforman la piel de toro que habitamos. Tal cual.
Además, en general, Oro consigue un tono bastante verosímil a la hora de ambientar la acción y de recrear a unos personajes al borde del abismo, y aunque el relato pueda sufrir algún altibajo puntual en el desarrollo narrativo, nos mantiene atados a ese grupo de desheredados bien caracterizados por algunos de los mejores intérpretes de nuestro cine: Óscar Jaenada, José Coronado, Antonio Dechent, José Manuel Cervino, Luis Callejo, Raúl Arévalo, Andrés Gertrudix, Juan Diego… Desde mi punto de vista, el casting cojea un poco por el lado femenino, y tanto la expresión delicada como la piel nacarada de, por otro lado estupenda, Bárbara Lennie no favorecen la composición de un personaje procedente de algún lupanar perdido. Lo único que se le puede achacar al film es la deuda contraída con "Aguirre la cólera de Dios" (Werner Herzog, 1972) con la que comparte no solo el hilo argumental central consistente en buscar una falacia de oro exterminadora, sino también el importante papel destructivo otorgado a la mujer de la expedición. Menos mal que los autores atinan al cambiar el sentido para este nuevo relato del cine español, simplemente "Oro".
Según ha manifestado Díaz Yanes, la película pretende reflejar la épica violenta del western, pero el resultado se acerca más al género de aventuras (coloniales o de conquista) donde un grupo de hombres, que desde el primer momento respiran un aire contaminado por el fatalismo, intentar sobrevivir en un ambiente hostil, la tupida selva tropical en este caso. El acierto de los guionistas, probablemente debido a la pluma de Pérez-Reverte, es hacer una lectura del relato desde la óptica de la situación que atraviesa nuestro país actualmente, buceando en las raíces de la podredumbre social y moral de las dos instituciones más poderosas que nos han gobernado a través de los siglos: la Corona y la Iglesia. Por otra parte, no es gratuito que en la historia se acentúen los matices y las afinidades regionales (autonómicas diríamos hoy) de los personajes a la hora de despellejarse los unos a los otros, con el único fin de no compartir un espejismo de oro. Por ello la película se recrea en las escenas de mayor violencia al reflejar el sinsentido cainita entre los diferentes pueblos que conforman la piel de toro que habitamos. Tal cual.
Además, en general, Oro consigue un tono bastante verosímil a la hora de ambientar la acción y de recrear a unos personajes al borde del abismo, y aunque el relato pueda sufrir algún altibajo puntual en el desarrollo narrativo, nos mantiene atados a ese grupo de desheredados bien caracterizados por algunos de los mejores intérpretes de nuestro cine: Óscar Jaenada, José Coronado, Antonio Dechent, José Manuel Cervino, Luis Callejo, Raúl Arévalo, Andrés Gertrudix, Juan Diego… Desde mi punto de vista, el casting cojea un poco por el lado femenino, y tanto la expresión delicada como la piel nacarada de, por otro lado estupenda, Bárbara Lennie no favorecen la composición de un personaje procedente de algún lupanar perdido. Lo único que se le puede achacar al film es la deuda contraída con "Aguirre la cólera de Dios" (Werner Herzog, 1972) con la que comparte no solo el hilo argumental central consistente en buscar una falacia de oro exterminadora, sino también el importante papel destructivo otorgado a la mujer de la expedición. Menos mal que los autores atinan al cambiar el sentido para este nuevo relato del cine español, simplemente "Oro".
14 de marzo de 2019
14 de marzo de 2019
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta cuando menos sorprendente que Islandia, un país con la misma población que tenía la provincia de Cuenca hace sesenta años (330.000) asentado sobre una isla casi ártica que nos sextuplica en superficie, haya sido capaz de desarrollar una sugerente industria cinematográfica autóctona dispuesta a romper ese aislacionismo, como vienen demostrando algunos de los títulos que últimamente están llegando a nuestra cartelera.
La mujer de la montaña, segundo largometraje de Benedikt Erlingsson, cuenta la historia de una activista comprometida con los problemas medioambientales, capaz de traspasar con sus acciones los límites de la legalidad para entablar una lucha personal contra las estructuras industriales que encarnan el deterioro del ecosistema. Corresponde a cada espectador valorar si su actitud la acerca a la figura de una heroína anónima, ensalzable y titánica, o por el contrario sus acciones boicoteadoras solo perjudican a los ciudadanos. Integrada en su status social, esta mujer al filo de los 50 años lleva una existencia bastante rutinaria (en su rol cotidiano, claro) como profesora de canto, cuya vida cambia radicalmente al recibir la noticia de una maternidad inminente, al ser aprobada, tras varios años de espera, su solicitud de adopción de una niña procedente de Ucrania. La disyuntiva entre dedicarse a “salvar al mundo” o bien a disfrutar y educar a su hija está servida.
Tanto la temática como el tratamiento ofrecen al director la oportunidad de amalgamar en esta especie de fábula moderna mecanismos propios del drama y la comedia, imaginativamente combinados con otros prestados de ese cine de aventuras tan añorado por los aficionados al género, donde tampoco faltan los toques de crítica social y política, conformando un film muy entretenido y lúdico, donde por cierto también juega un papel esencial la música, abandonando por momentos su papel extra-diegético para asomar en mitad de la acción en forma de un singular trío armónico. Pero es que hasta el final, seco y sugerente, La mujer de la montaña no deja de procurar sorpresas al espectador, no siendo la menor la lectura global de concienciación que propone.
El protagonismo y compromiso femenino del film ofrecen un regalo ideal para celebrar, de manera reivindicativa a través del personaje de Halla (muy convincente Halldóra Geirharðsdóttir), el Día de la Mujer; no es casual que esta película llegue a las pantallas precisamente el día 8 de marzo. La película se presentó en la última edición del Festival de Valladolid donde recibió una buena acogida, obteniendo la protagonista el premio a la mejor actriz; en Sevilla obtuvo el galardón otorgado por votación del público. Dos buenos avales.
La mujer de la montaña, segundo largometraje de Benedikt Erlingsson, cuenta la historia de una activista comprometida con los problemas medioambientales, capaz de traspasar con sus acciones los límites de la legalidad para entablar una lucha personal contra las estructuras industriales que encarnan el deterioro del ecosistema. Corresponde a cada espectador valorar si su actitud la acerca a la figura de una heroína anónima, ensalzable y titánica, o por el contrario sus acciones boicoteadoras solo perjudican a los ciudadanos. Integrada en su status social, esta mujer al filo de los 50 años lleva una existencia bastante rutinaria (en su rol cotidiano, claro) como profesora de canto, cuya vida cambia radicalmente al recibir la noticia de una maternidad inminente, al ser aprobada, tras varios años de espera, su solicitud de adopción de una niña procedente de Ucrania. La disyuntiva entre dedicarse a “salvar al mundo” o bien a disfrutar y educar a su hija está servida.
Tanto la temática como el tratamiento ofrecen al director la oportunidad de amalgamar en esta especie de fábula moderna mecanismos propios del drama y la comedia, imaginativamente combinados con otros prestados de ese cine de aventuras tan añorado por los aficionados al género, donde tampoco faltan los toques de crítica social y política, conformando un film muy entretenido y lúdico, donde por cierto también juega un papel esencial la música, abandonando por momentos su papel extra-diegético para asomar en mitad de la acción en forma de un singular trío armónico. Pero es que hasta el final, seco y sugerente, La mujer de la montaña no deja de procurar sorpresas al espectador, no siendo la menor la lectura global de concienciación que propone.
El protagonismo y compromiso femenino del film ofrecen un regalo ideal para celebrar, de manera reivindicativa a través del personaje de Halla (muy convincente Halldóra Geirharðsdóttir), el Día de la Mujer; no es casual que esta película llegue a las pantallas precisamente el día 8 de marzo. La película se presentó en la última edición del Festival de Valladolid donde recibió una buena acogida, obteniendo la protagonista el premio a la mejor actriz; en Sevilla obtuvo el galardón otorgado por votación del público. Dos buenos avales.

5,6
10.711
6
5 de febrero de 2018
5 de febrero de 2018
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas que se desarrollan en el reducido espacio conformado por un tren en movimiento, donde una serie de personajes conviven en un microcosmos sin posibilidad de escape, han llegado a constituir un subgénero cinematográfico de infinitas posibilidades. Hace solo unas semanas se estrenaba la enésima versión de "Asesinato en el Orient Express" (Kenneth Branagh, 2017), una nueva vuelta de tuerca a la obra de Agatha Christie bastante inoperante a pesar de las posibilidades narrativas añadidas por los ostentosos efectos digitales. Incluso la tercera (y última, esperemos) entrega de la trilogía "El corredor del laberinto: La cura mortal" (Wes Ball, 2018), recién estrenada, desarrolla su dilatado prólogo de presentación previo a los títulos en una acción protagonizada por un tren que es atacado por cielo y tierra.
El catalán establecido en Hollywood Jaume Collet-Serra, que comenzó dando muestras de su suficiencia con el manejo de la cámara en el género de terror (La huérfana, 2009) ha encontrado un filón muy rentable junto al veterano Liam Neeson, en el papel de un ciudadano normal de clase media inmerso en situaciones que le obligan a luchar desesperadamente por su vida, bien ante una usurpación de identidad ("Sin identidad", 2011) o sin tiempo para encontrar soluciones no expeditivas ("Una noche para sobrevivir", 2015), también se vio encerrado en un avión con los pasajeros condenados si no lo remedia ("Non-stop. Sin escalas", 2014), esquema que se repite en "El pasajero", simplemente cambiando el medio de transporte.
Las primeras escenas de la película nos presentan con eficaz maestría el único personaje con rasgos definidos de la historia, Michael MacCauley (Neeson), un feliz y realizado padre de familia con los problemas cotidianos que aquejan a la mayoría de los mortales, perfecto cebo para empatizar con los espectadores a través de algunos elementos de monotonía compartida. Siempre el mismo tren de cercanías para ir y volver del trabajo, hasta que una misteriosa mujer le propone un juego que se convierte en una batalla de consecuencias imprevisibles. La historia podría haber discurrido por los raíles del suspense y la angustia tan bien definidos por maestros como Alfred Hitchcock, pero Collet-Serra, que también produce la película (dato importante), apunta directamente a los gustos más trillados de la taquilla, nos sirve unas dosis excesivas de golpes y termina recurriendo al espectáculo visual servido por los mismos fuegos de artificio de siempre, constatando que al final ese tren no lleva a ningún territorio nuevo. Y como siempre en estos casos, con esa escena final absolutamente innecesaria; se entiende que a los héroes nunca les falta el trabajo. Con todos los excesos y concesiones, una película entretenida, bien contada y que cumple su función de simple entretenimiento, con aciertos como el de no intentar explicar los entresijos de ese complot del máximo nivel que oculta a los villanos de la historia.
El catalán establecido en Hollywood Jaume Collet-Serra, que comenzó dando muestras de su suficiencia con el manejo de la cámara en el género de terror (La huérfana, 2009) ha encontrado un filón muy rentable junto al veterano Liam Neeson, en el papel de un ciudadano normal de clase media inmerso en situaciones que le obligan a luchar desesperadamente por su vida, bien ante una usurpación de identidad ("Sin identidad", 2011) o sin tiempo para encontrar soluciones no expeditivas ("Una noche para sobrevivir", 2015), también se vio encerrado en un avión con los pasajeros condenados si no lo remedia ("Non-stop. Sin escalas", 2014), esquema que se repite en "El pasajero", simplemente cambiando el medio de transporte.
Las primeras escenas de la película nos presentan con eficaz maestría el único personaje con rasgos definidos de la historia, Michael MacCauley (Neeson), un feliz y realizado padre de familia con los problemas cotidianos que aquejan a la mayoría de los mortales, perfecto cebo para empatizar con los espectadores a través de algunos elementos de monotonía compartida. Siempre el mismo tren de cercanías para ir y volver del trabajo, hasta que una misteriosa mujer le propone un juego que se convierte en una batalla de consecuencias imprevisibles. La historia podría haber discurrido por los raíles del suspense y la angustia tan bien definidos por maestros como Alfred Hitchcock, pero Collet-Serra, que también produce la película (dato importante), apunta directamente a los gustos más trillados de la taquilla, nos sirve unas dosis excesivas de golpes y termina recurriendo al espectáculo visual servido por los mismos fuegos de artificio de siempre, constatando que al final ese tren no lleva a ningún territorio nuevo. Y como siempre en estos casos, con esa escena final absolutamente innecesaria; se entiende que a los héroes nunca les falta el trabajo. Con todos los excesos y concesiones, una película entretenida, bien contada y que cumple su función de simple entretenimiento, con aciertos como el de no intentar explicar los entresijos de ese complot del máximo nivel que oculta a los villanos de la historia.

6,5
12.335
5
11 de febrero de 2019
11 de febrero de 2019
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El obra del director danés Lars von Trier (Copenhague, 1956), que abarca casi tres décadas a caballo entre dos siglos, ha ido evolucionando desde las propuestas del movimiento Dogma, del que fue uno de sus principales puntales, que abogaba por un cine desprovisto de artificios narrativos, hasta la pura provocación indisimulada desarrollada en su último film, "La casa de Jack", una vuelta de tuerca por intentar adentrarse en las manifestaciones del arte, en este caso viajando hasta la mente (y la tarea) de un asesino en serie, sin broma y en serio.
La película se compone de cinco incidentes, entre las decenas de asesinatos a cual más abyecto cometidos a lo largo de una docena de años en la América profunda de los años setenta, por este psicópata enmascarado tras el rostro del actor Matt Dillon, y que son narrados a un personaje de talante mefistofélico creado por el veterano Bruno Ganz, que también hace de narrador omnisciente, aunque el espectador no lo descubrirá hasta el epílogo de la función, cuando acompaña al asesino a los abismos de un infierno que parece una broma colorida al lado de la cámara frigorífica mortuoria donde el personaje principal almacena los restos de sus víctimas.
En los cuatro primeros episodios el polémico director pone directamente el dedo en el ojo de la violencia de género, tema especialmente sensible y controvertido socialmente, al cargarse a cuatro mujeres tan dispares como ingenuas, sin ahorrar al espectador las peroratas, inanes o directamente pueriles, que el demente utiliza como técnica preparatoria para el sacrificio, mostrado con ese estilo de filmar con la cámara al hombro propio del cineasta, dotando al relato de un naturalismo que incrementa el efecto de las brutales imágenes sobre el espectador.
"La casa de Jack" no es, pues, una película fácil de digerir. Al contrario, los espectadores deberían tener referencias previas sobre la historia y la crueldad de algunas imágenes, pues aunque el tema no sea excesivamente original (desde "Henry: Retrato de un asesino" a "American Psycho" se pueden encontrar en la pantalla verdaderos ejemplos de asesinatos espeluznantes), su tratamiento puede llegar a herir determinadas sensibilidades. Objetivo bien diferente es llegar a desentrañar las intenciones de Lars von Trier con esta historia, más allá de utilizar su cine como detonante para hacer gala de su carácter provocador, transformando la fascinación por el mal en el leitmotiv del film. La cuestión es que las disquisiciones sobre los límites del arte, la filosofía existencial o el misticismo inherente al ser humano que riegan las escenas de sangre parecen extraídas de un manual de saldo, y lo que al final prevalece es la radicalidad de unas imágenes que podrían haber formado parte de la enésima entrega de la serie Saw, como una las más morbosas visualmente del cine de terror de los últimos tiempos.
La película se compone de cinco incidentes, entre las decenas de asesinatos a cual más abyecto cometidos a lo largo de una docena de años en la América profunda de los años setenta, por este psicópata enmascarado tras el rostro del actor Matt Dillon, y que son narrados a un personaje de talante mefistofélico creado por el veterano Bruno Ganz, que también hace de narrador omnisciente, aunque el espectador no lo descubrirá hasta el epílogo de la función, cuando acompaña al asesino a los abismos de un infierno que parece una broma colorida al lado de la cámara frigorífica mortuoria donde el personaje principal almacena los restos de sus víctimas.
En los cuatro primeros episodios el polémico director pone directamente el dedo en el ojo de la violencia de género, tema especialmente sensible y controvertido socialmente, al cargarse a cuatro mujeres tan dispares como ingenuas, sin ahorrar al espectador las peroratas, inanes o directamente pueriles, que el demente utiliza como técnica preparatoria para el sacrificio, mostrado con ese estilo de filmar con la cámara al hombro propio del cineasta, dotando al relato de un naturalismo que incrementa el efecto de las brutales imágenes sobre el espectador.
"La casa de Jack" no es, pues, una película fácil de digerir. Al contrario, los espectadores deberían tener referencias previas sobre la historia y la crueldad de algunas imágenes, pues aunque el tema no sea excesivamente original (desde "Henry: Retrato de un asesino" a "American Psycho" se pueden encontrar en la pantalla verdaderos ejemplos de asesinatos espeluznantes), su tratamiento puede llegar a herir determinadas sensibilidades. Objetivo bien diferente es llegar a desentrañar las intenciones de Lars von Trier con esta historia, más allá de utilizar su cine como detonante para hacer gala de su carácter provocador, transformando la fascinación por el mal en el leitmotiv del film. La cuestión es que las disquisiciones sobre los límites del arte, la filosofía existencial o el misticismo inherente al ser humano que riegan las escenas de sangre parecen extraídas de un manual de saldo, y lo que al final prevalece es la radicalidad de unas imágenes que podrían haber formado parte de la enésima entrega de la serie Saw, como una las más morbosas visualmente del cine de terror de los últimos tiempos.

5,7
1.380
8
2 de octubre de 2018
2 de octubre de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde la primera imagen del film, presentando una fotografía real de la numerosa prole del clan Kennedy, capitaneado por la influyente y artera figura del patriarca, y que en un imperceptible acercamiento termina centrando la cámara sobre el rostro del hermano pequeño, diferentes cortes de noticiarios van desgranando el trágico destino de los tres hijos mayores: el primogénito muere en acción durante la II GM, Jack es asesinado en 1963 durante su mandato presidencial, la misma suerte que correría Bobby un lustro después en su carrera por heredar el despacho de su hermano en la Casa Blanca. Desaparecidos “el favorito, el encantador y el brillante” (según le recrimina el hijo menor a su padre) las esperanzas de la poderosa familia se concentran en Edward, el menos carismático de los hermanos. Hasta que un accidente en la isla de Chappaquiddick (título original de la película) remachó la “maldición” del apellido Kennedy.
Si "13 días" (dirigida en 2000 por Roger Donaldson) bastaron para agigantar las figuras políticas de sus hermanos mayores en el momento más tenso y crucial dela Guerra Fría, una semana (espacio temporal que abarca "El escándalo Ted Kennedy") es suficiente para mostrar la cara ominosa de la política. El acierto de la película, tras recrear las circunstancias del accidente sin concesiones a la supuesta crónica rosa aireada por la prensa sensacionalista, es mostrar el proceso para “limpiar un marrón”, casi lo mismo que hacía el Sr. Lobo en la mítica "Pulp Fiction", pero en este caso a cargo de un grupo de eminencias de la nación capaces de controlar y manejar todos los resortes del poder según sus intereses, desde la policía a la judicatura, pasando por los medios de comunicación, sin el menor remordimiento ni consideración legal o moral. Las lecturas actuales aplicadas a nuestra clase dirigente son más que evidentes. Y todo contado al ritmo de un thriller político que avanza hasta culminar en ese final demoledor, frente a las cámaras de las tres cadenas de televisión que entonces residían en los hogares norteamericanos; el único personaje con cierta altura ética acaba sosteniendo el mensaje de un mentiroso, convirtiendo la imagen en la metáfora perfecta de una ciudadanía cómplice que se deja engañar por una sonrisa y un apellido.
Es necesario reseñar la labor de un actor que fue elegido por compartir algunas líneas en el perfil aguileño. No es que Jason Clark se parezca mucho a Edward Kennedy, pero la nariz y una pequeña prótesis de maquillaje en la barbilla para subrayar el incipiente prognatismo del personaje le han ayudado a meterse en el papel de manera harto creíble. Sobrecogedora la interpretación del veterano Bruce Dern en el rol de Joseph Kennedy, viendo desvanecerse la última posibilidad en los postreros momentos de su vida.
Si "13 días" (dirigida en 2000 por Roger Donaldson) bastaron para agigantar las figuras políticas de sus hermanos mayores en el momento más tenso y crucial dela Guerra Fría, una semana (espacio temporal que abarca "El escándalo Ted Kennedy") es suficiente para mostrar la cara ominosa de la política. El acierto de la película, tras recrear las circunstancias del accidente sin concesiones a la supuesta crónica rosa aireada por la prensa sensacionalista, es mostrar el proceso para “limpiar un marrón”, casi lo mismo que hacía el Sr. Lobo en la mítica "Pulp Fiction", pero en este caso a cargo de un grupo de eminencias de la nación capaces de controlar y manejar todos los resortes del poder según sus intereses, desde la policía a la judicatura, pasando por los medios de comunicación, sin el menor remordimiento ni consideración legal o moral. Las lecturas actuales aplicadas a nuestra clase dirigente son más que evidentes. Y todo contado al ritmo de un thriller político que avanza hasta culminar en ese final demoledor, frente a las cámaras de las tres cadenas de televisión que entonces residían en los hogares norteamericanos; el único personaje con cierta altura ética acaba sosteniendo el mensaje de un mentiroso, convirtiendo la imagen en la metáfora perfecta de una ciudadanía cómplice que se deja engañar por una sonrisa y un apellido.
Es necesario reseñar la labor de un actor que fue elegido por compartir algunas líneas en el perfil aguileño. No es que Jason Clark se parezca mucho a Edward Kennedy, pero la nariz y una pequeña prótesis de maquillaje en la barbilla para subrayar el incipiente prognatismo del personaje le han ayudado a meterse en el papel de manera harto creíble. Sobrecogedora la interpretación del veterano Bruce Dern en el rol de Joseph Kennedy, viendo desvanecerse la última posibilidad en los postreros momentos de su vida.
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