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6,9
17.263
8
14 de enero de 2015
14 de enero de 2015
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
«— ¿A veces, tienes pensamientos impuros?
— Sí.
— ¿Sobre el amor carnal?
— No.
— Es una pena. Deberías probar... De otra forma, ¿qué clase de sacrificios son esos votos tuyos?».
Ida, una película destinada a revivir el gran cine polaco, el de la época de cineastas como Kieslowski. Hablamos, nada más y nada menos, del Gran Premio del Festival Internacional de Varsovia, Premio de la Crítica en el Festival de Toronto y Mejor película — entre muchas otros, como el Mejor guión o Mejor actriz para la interesantísima actriz polaca Agata Kulesza — en el Festival de Gijón. El director de ésta es Pawel Pawlikowski, un cineasta con una filmografía previa bastante inadvertida y alejada del relato fílmico que aquí nos atañe, lo cual es curioso, sobre todo porque su técnica se muestra increíblemente depurada, tanto en la narrativa como en los bellísimos planos en blanco y negro — desarrollados con ayuda de Lukasz Zal y Ryszard Lenczewski, encargados de la fotografía de la película, reconocidos como los autores de una de las mejores obras visuales de 2013-14 — que componen esta lúcida historia con reminiscencias claras al gran y característico cine europeo de antaño, a manos de autores como Ingmar Bergman (Suecia, El séptimo sello), Robert Bresson (Francia, Diario de un cura rural) o Carl Theodor Dreyer (Dinamarca, La pasión de Juana de Arco), reconocidos siempre por un estilo personal elevado a la enésima potencia y sus temas recurrentes, existencialistas o de cualquier índole religiosa — sobre todo Bergman y Dreyer, en este caso.
Ida es una de las obras más hipnóticas que he tenido el placer de disfrutar, de principio a fin. Que parte de su grandilocuencia se cimenta en su impresionante calidad visual es tan obvio como destacable. Pawlikowski utiliza, sabiamente, el formato de imagen 4:3 y no el ya clásico panorámico, tan común en nuestros tiempos. Normalmente, es precisamente este formato, el 4:3, el denostado por antiestético y anacrónico. Es, entonces, totalmente reseñable que se le dé uso en uno de los filmes más bellos de los últimos años, y lo es también que la grandísima calidad de sus planos generales — impresionantes — basen su razón de ser, precisamente, en este "anacrónico" formato. Imposible apartar la mirada, qué profundidad. Uno de los pocos reproches hacia la cinta es que no dilate más la duración de algunas tomas que piden a grito un desarrollo mayor. Es muy complicado no deleitarse con la sublime elegancia que supone escuchar composiciones de Coltrane, Mozart o J.S. Bach sobre esas mismas imágenes.
Ida es, a rasgos generales, la historia de Anna, o mejor dicho: Ida, una mujer dedicada enteramente a labores religiosas desde su nacimiento que, en cierto momento, por orden de una de sus superiores, debe dejar el nido por unos días para conocer sus raíces antes de emitir sus votos, y andar por su propio pie. Pero, lo cierto, es que bien avanzada la película nos damos cuenta de que Ida no es sino la observación de dos personajes muy distintos y muy parecidos al mismo tiempo, Anna y Wanda, quienes, en cierto punto, parten en un viaje hacia su propia identidad como persona, cada una a su manera. De repente, lo que podría parecer el típico retrato de mujer hastiada en un convento o lo que fuere — qué malos son los prejuicios — se convierte en una contemporánea road movie motorizada por el homenaje familiar por pura realización personal y el conocimiento acerca de sí mismas y las cargas personales del pasado, capaces de marcar y herir a una persona de por vida. Nos movemos, en este caso, mediante la carrocería de lujo que suponen las dos actrices principales: Agata Kulesza y la más inexperta y también genial Agata Trzebuchowska, ambas actrices de origen polaco.
No tiene sentido añadir mucho más. Una obra vital, de descubrimiento puro, estructurada de una forma fascinante en un guión increíblemente sólido que predispone todos los elementos básicos e idílicos para desarrollar a unos buenos personajes, llenos de porqués y preguntas sin resolver; dos personajes con similitudes, aunque con vidas totalmente opuestas, lo que hace, precisamente, que su relación sea tan peculiar e interesante. Fascinante y profundamente hipnótica, para perderse entre sus cortinas.
Publicada originalmente en: http://cuentosdelalunapalidadeagosto.blogspot.com.es/2015/01/ida-idem-2013-de-pawel-pawlikowski.html
— Sí.
— ¿Sobre el amor carnal?
— No.
— Es una pena. Deberías probar... De otra forma, ¿qué clase de sacrificios son esos votos tuyos?».
Ida, una película destinada a revivir el gran cine polaco, el de la época de cineastas como Kieslowski. Hablamos, nada más y nada menos, del Gran Premio del Festival Internacional de Varsovia, Premio de la Crítica en el Festival de Toronto y Mejor película — entre muchas otros, como el Mejor guión o Mejor actriz para la interesantísima actriz polaca Agata Kulesza — en el Festival de Gijón. El director de ésta es Pawel Pawlikowski, un cineasta con una filmografía previa bastante inadvertida y alejada del relato fílmico que aquí nos atañe, lo cual es curioso, sobre todo porque su técnica se muestra increíblemente depurada, tanto en la narrativa como en los bellísimos planos en blanco y negro — desarrollados con ayuda de Lukasz Zal y Ryszard Lenczewski, encargados de la fotografía de la película, reconocidos como los autores de una de las mejores obras visuales de 2013-14 — que componen esta lúcida historia con reminiscencias claras al gran y característico cine europeo de antaño, a manos de autores como Ingmar Bergman (Suecia, El séptimo sello), Robert Bresson (Francia, Diario de un cura rural) o Carl Theodor Dreyer (Dinamarca, La pasión de Juana de Arco), reconocidos siempre por un estilo personal elevado a la enésima potencia y sus temas recurrentes, existencialistas o de cualquier índole religiosa — sobre todo Bergman y Dreyer, en este caso.
Ida es una de las obras más hipnóticas que he tenido el placer de disfrutar, de principio a fin. Que parte de su grandilocuencia se cimenta en su impresionante calidad visual es tan obvio como destacable. Pawlikowski utiliza, sabiamente, el formato de imagen 4:3 y no el ya clásico panorámico, tan común en nuestros tiempos. Normalmente, es precisamente este formato, el 4:3, el denostado por antiestético y anacrónico. Es, entonces, totalmente reseñable que se le dé uso en uno de los filmes más bellos de los últimos años, y lo es también que la grandísima calidad de sus planos generales — impresionantes — basen su razón de ser, precisamente, en este "anacrónico" formato. Imposible apartar la mirada, qué profundidad. Uno de los pocos reproches hacia la cinta es que no dilate más la duración de algunas tomas que piden a grito un desarrollo mayor. Es muy complicado no deleitarse con la sublime elegancia que supone escuchar composiciones de Coltrane, Mozart o J.S. Bach sobre esas mismas imágenes.
Ida es, a rasgos generales, la historia de Anna, o mejor dicho: Ida, una mujer dedicada enteramente a labores religiosas desde su nacimiento que, en cierto momento, por orden de una de sus superiores, debe dejar el nido por unos días para conocer sus raíces antes de emitir sus votos, y andar por su propio pie. Pero, lo cierto, es que bien avanzada la película nos damos cuenta de que Ida no es sino la observación de dos personajes muy distintos y muy parecidos al mismo tiempo, Anna y Wanda, quienes, en cierto punto, parten en un viaje hacia su propia identidad como persona, cada una a su manera. De repente, lo que podría parecer el típico retrato de mujer hastiada en un convento o lo que fuere — qué malos son los prejuicios — se convierte en una contemporánea road movie motorizada por el homenaje familiar por pura realización personal y el conocimiento acerca de sí mismas y las cargas personales del pasado, capaces de marcar y herir a una persona de por vida. Nos movemos, en este caso, mediante la carrocería de lujo que suponen las dos actrices principales: Agata Kulesza y la más inexperta y también genial Agata Trzebuchowska, ambas actrices de origen polaco.
No tiene sentido añadir mucho más. Una obra vital, de descubrimiento puro, estructurada de una forma fascinante en un guión increíblemente sólido que predispone todos los elementos básicos e idílicos para desarrollar a unos buenos personajes, llenos de porqués y preguntas sin resolver; dos personajes con similitudes, aunque con vidas totalmente opuestas, lo que hace, precisamente, que su relación sea tan peculiar e interesante. Fascinante y profundamente hipnótica, para perderse entre sus cortinas.
Publicada originalmente en: http://cuentosdelalunapalidadeagosto.blogspot.com.es/2015/01/ida-idem-2013-de-pawel-pawlikowski.html
16 de noviembre de 2018
16 de noviembre de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine es cine en pantalla grande, por eso Netflix es otra cosa. Dejando de lado estas cuestiones, me gustaría poner en valor la sala de cine como espacio social donde personas de distinto tipo se unen en torno a un visionado específico. Estas experiencias pueden ir desde lo anodino, a lo solitario, a lo multitudinario; puedes ver Verano 1993 con Carla Simón (como en el Cineuropa 31), puedes ver La tortuga roja con críos y contagiarte de su modo de ver o la última de Star Wars en un estreno, con las salas llenas de personas y palomitas. En este caso: yo asistí a un visionado, a altas horas del día, de Go, go second time virgin de Koji Wakamatsu, como parte de una retrospectiva de Cineuropa 32 (que este año versa sobre la “censura”). La sinopsis es fácil: un grupo de hombres violan a una mujer y otro hombre lo ve y no hace nada por impedirlo. En el transcurso de la cinta, la mujer y ese voyeur se relacionarán de distintas formas, hasta un punto en que la mujer le pide al hombre que la mate. Este tema es de una actualidad pasmosa: no es una narración del pasado sino que conecta directamente con nuestro tiempo al interpelar con un problema social y moral de lo contemporáneo y de siempre (la violencia en clave de género; el abuso del sexo físicamente más fuerte). Sucedió algo curioso: en la parte de atrás, antes de empezar la cinta, un grupo de jóvenes hace bromas progres barajando terminología como “cisgénero”, etcétera. Varios grupos de señores en torno a los cuarenta y cincuenta años llegan a la sala y en la película, se ríen con las escenas de violación o ciertas situaciones incómodas hasta el punto en que la única mujer de la sala (creo) se gira con indignación como diciendo: “¿crees que deberías reírte de esto?”. Imaginaos las cosas que pueden ocurrir en una sala de cine.
La sala de cine, en este caso, como metáfora de espectadores de la cinta funciona bien pues diverso tipo de personas (que por supuesto tiene algo en común: querer ver una película del 69 de un cineasta muy poco conocido) se unen en torno a algo que podría ser poco interesante, pero que en este caso no lo es. Es la primera película que veo de Koji Wakamatsu y por tanto lanzarme a la interpretación es difícil; sin embargo, según el tipo de vista, esta película se podría interpretar como:
1)una banalización de la violación y la violencia de género
2)un espectáculo kitsch enfermizo: el director está loco
3)una película donde, simplemente, unos hombres violan a una mujer
4)una crítica a distintos temas (sociedad japonesa contemporánea, abusos, etc)
Casi todo en el cine es retórica. Por eso esos hombres se reían: quizás no eran conscientes de que en la cinta se estaba tratando algo que no es baladí, y quizás por eso la chica, a quien más afecta el tema, se giró. Wakamatsu juega con la incertidumbre del espectador porque en ningún momento critica lo que estamos viendo en pantalla, sólo pone la cámara; porque el protagonista principal tiene una actitud avergonzante ante las violaciones y no sólo no se critica sino que la chica tampoco lo toma en cuenta, antes de querer relacionarse o mantener relaciones sexuales con él. Puede parecer, efectivamente, que se está banalizando lo que vemos en pantalla: esto puede ser bien por el punto de vista cinematográfico, bien porque en los sesenta aún no había una conciencia tan fuerte de este tipo. Es por eso mismo que el cine y el arte, con las connotaciones que le aporta el paso del tiempo, puede crecer en complejidad o en significados: esta película es más actual hoy que en 1969 y es más impactante hoy que entonces. No se estrenaría actualmente en muchas salas, en muchos países y recibiría, en caso de alcanzar la popularidad, críticas que a saber: sería interesante.
Desde mi punto de vista Koji Wakamaksu intenta representar con esta película un paso a una cuarta dimensión donde categorías humanas como la ética o la razón o bien no funcionan o bien no existen. Esta conclusión se extrae a través de su mirada: sin ápice de crítica a un mundo enfermizo y primitivo, donde incluso los personajes no reaccionan de manera “lógica”, en caso de que existieren esas categorías de las que hablo (lo que está bien, lo que está mal; lo que es o no condenable o la capacidad de razonar). Es una representación del hombre primitivo, dejado llevar totalmente por sus pulsiones sexuales hasta la muerte. Digamos, una representación hasta las últimas consecuencias del Eros y Tánatos. Una violación tiene todo que ver con lo sexual, y en muchos casos tiene mucho que ver con la muerte. Ese primitivismo desatado quizás es una crítica a la sociedad de los sesenta, quizás una crítica a la tan citada por aquel entonces “condición humana”. Recordemos que los cambios en la sociedad japonesa entre la Segunda Guerra Mundial y la ocupación estadounidense y los años posteriores son bruscos y brutales. Yasujiro Ozu en Cuentos de Tokio, del 53, da su punto de vista de esa ruptura; Wakamaksu ya es hijo de otro tiempo. Sólo hace falta comparar el cine japonés de los cuarenta y de los cincuenta con lo que vendría en los sesenta y en los setenta, que es precisamente donde se enmarca esta cinta, rodada con apenas presupuesto (prácticamente un único escenario) y que juega con el espectador a términos formales (destacar aquí también esos virajes de la fotografía del B/N al color), morales y humanos.
La sala de cine, en este caso, como metáfora de espectadores de la cinta funciona bien pues diverso tipo de personas (que por supuesto tiene algo en común: querer ver una película del 69 de un cineasta muy poco conocido) se unen en torno a algo que podría ser poco interesante, pero que en este caso no lo es. Es la primera película que veo de Koji Wakamatsu y por tanto lanzarme a la interpretación es difícil; sin embargo, según el tipo de vista, esta película se podría interpretar como:
1)una banalización de la violación y la violencia de género
2)un espectáculo kitsch enfermizo: el director está loco
3)una película donde, simplemente, unos hombres violan a una mujer
4)una crítica a distintos temas (sociedad japonesa contemporánea, abusos, etc)
Casi todo en el cine es retórica. Por eso esos hombres se reían: quizás no eran conscientes de que en la cinta se estaba tratando algo que no es baladí, y quizás por eso la chica, a quien más afecta el tema, se giró. Wakamatsu juega con la incertidumbre del espectador porque en ningún momento critica lo que estamos viendo en pantalla, sólo pone la cámara; porque el protagonista principal tiene una actitud avergonzante ante las violaciones y no sólo no se critica sino que la chica tampoco lo toma en cuenta, antes de querer relacionarse o mantener relaciones sexuales con él. Puede parecer, efectivamente, que se está banalizando lo que vemos en pantalla: esto puede ser bien por el punto de vista cinematográfico, bien porque en los sesenta aún no había una conciencia tan fuerte de este tipo. Es por eso mismo que el cine y el arte, con las connotaciones que le aporta el paso del tiempo, puede crecer en complejidad o en significados: esta película es más actual hoy que en 1969 y es más impactante hoy que entonces. No se estrenaría actualmente en muchas salas, en muchos países y recibiría, en caso de alcanzar la popularidad, críticas que a saber: sería interesante.
Desde mi punto de vista Koji Wakamaksu intenta representar con esta película un paso a una cuarta dimensión donde categorías humanas como la ética o la razón o bien no funcionan o bien no existen. Esta conclusión se extrae a través de su mirada: sin ápice de crítica a un mundo enfermizo y primitivo, donde incluso los personajes no reaccionan de manera “lógica”, en caso de que existieren esas categorías de las que hablo (lo que está bien, lo que está mal; lo que es o no condenable o la capacidad de razonar). Es una representación del hombre primitivo, dejado llevar totalmente por sus pulsiones sexuales hasta la muerte. Digamos, una representación hasta las últimas consecuencias del Eros y Tánatos. Una violación tiene todo que ver con lo sexual, y en muchos casos tiene mucho que ver con la muerte. Ese primitivismo desatado quizás es una crítica a la sociedad de los sesenta, quizás una crítica a la tan citada por aquel entonces “condición humana”. Recordemos que los cambios en la sociedad japonesa entre la Segunda Guerra Mundial y la ocupación estadounidense y los años posteriores son bruscos y brutales. Yasujiro Ozu en Cuentos de Tokio, del 53, da su punto de vista de esa ruptura; Wakamaksu ya es hijo de otro tiempo. Sólo hace falta comparar el cine japonés de los cuarenta y de los cincuenta con lo que vendría en los sesenta y en los setenta, que es precisamente donde se enmarca esta cinta, rodada con apenas presupuesto (prácticamente un único escenario) y que juega con el espectador a términos formales (destacar aquí también esos virajes de la fotografía del B/N al color), morales y humanos.

7,7
26.124
8
1 de enero de 2015
1 de enero de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
"— Querría vivir en una nueva ciudad, para no encontrarme nunca a nadie.
— A mí, en cambio, Roma me gusta muchísimo. Es una especie de jungla, cálida y tranquila, donde uno se puede esconder bien.
[...]
— ¡Qué aburrimiento, Roma! Necesitaría una isla.
— Cómpresela.
— Ya lo he pensado. Pero, luego, ¿adónde iría?
— ¿Sabe cuál es su problema? Tiene demasiado dinero.
— Y el suyo no tener bastante. Entre tanto, aquí estamos los dos."
Italia, ese país tan dotado en el que el único fallo es que todo redunda. La belleza, la miseria; el amor, el odio… Nos hallamos ante la más célebre de las celebérrimas películas del director italiano con más sobrenombre en el panorama internacional: Federico Fellini — autor de, entre otras, Ocho y medio (1963) o La strada (1954). Dejando de lado sus preferencias neorrealistas — durante la cinta, un periodista pregunta a la escandalosa actriz sueca Sylvia (Anita Ekberg) sobre si el neorrealismo está muerto; bien sea una respuesta propia, o simplemente lo que le haya dictado el jefe de prensa para no caer en bochorno, la actriz responde «no lo creo»—, decide filmar a golpe de plano secuencia una tragicomedia social que aúna en el espíritu y en la sociedad italiana de los años sesenta, sobre todo en lo referente a su vida y los modelos aristócratas.
Es brillante, además de la durísima radiografía de una sociedad italiana moderna impregnada por el más rotundo nihilismo social y personal, moral y vital, la ironía que desprenden ciertos pasajes de la película, donde el drama —o el slice of life o Recuentos de la vida, tan comúnmente denominado como drama — se mezcla en un refrescante cóctel con la más punzante de las ironías. Y es que, La dolce vita, no deja en ningún momento en buen lugar a esa labor tan esquizofrénica que es el periodismo, retratado aquí como una de las mayores pestes modernas, llena de trabajadores cuyo objetivo principal es sacar la mejor de las fotos, independientemente de las pésimas y humillantes acciones que deban realizar o la moralidad o fidelidad que tengan que dejar de lado frente a cualquiera de las personas, sea quien sea. Otro ejemplo de la ironía que adorna la obra de Fellini es la escena en la que, nuevamente, la prensa de medios de todas las zonas, lugareños y otros personajes acuden a contemplar el lugar en el que, supuestamente, unos niños han tenido una aparición divina y como todo ello se convierte, ni más ni menos, en un circo romano. El catolicismo, tan ligado históricamente a Italia, convertido durante la modernidad en una fachada vacía con la que rellenar la página de un periódico.
Durante las casi tres horas que nos ocupan, circulan por el teatro de La dolce vita numerosos personajes, a cada cual más variopinto: desde el padre de Marcello, punto de inflexión en la cinta y foco principal de conocimiento sobre el trasfondo del personaje que interpreta Mastroianni, al ser un espejo con arrugas de éste y viejo conocedor de, parece, todo lo que encamina y encaminará nuestro protagonista a lo largo de su vida; un personaje que aparece, por cierto, sin mayores explicaciones dentro de la película y sin mostrar ningún tipo de referente materno en la relación padre-hijo. Hasta otros como su novia, con la cual mantiene una masoquista — al ser ella muy posesiva y pasional y estar los intereses de ambos tan distanciados: pues lo que Marcello desea dentro de su vida, Emma no se lo puede dar — e interesante relación. Pero, como ustedes mismos podrán comprobar, el personaje que hace de nexo en todos los casos e hipocentro de la película no es otro que Marcello, un personaje, aparentemente, siempre ajeno a todo lo que sucede — en el sentido emocional: todo parece darle igual —, aunque siempre involucrado al mismo tiempo. Y es que la película nos presenta a Marcello como un periodista distinto al resto, como un galán de alto estatus al que no le hace falta mendigar ninguna noticia: le basta con actuar a modo de titiritero y dedicarse a esperar. Poco a poco es él mismo quien se encarga de borrar esa imagen sobre su persona, mostrándose como un individuo algo detestable que sólo vela por sus intereses, sin prestarle demasiada atención a su mujer — a la que engaña. No tarda demasiado en dejarse llevar por los lujos y la vacuidad del sistema aristocrático italiano, convirtiéndose, al final de la película, en un agente de marketing y relaciones públicas pelele y borracho: un mero juguete para sus nuevos y supuestos amigos, a los que invita normalmente a fiestas celebradas en su increíble casa. Marcello está muerto, y es al final, en la playa, cuando una niña a la que habíamos conocido previamente durante el desarrollo de la obra la que nos lo confirma.
La dolce vita es una de esas obras de arte particulares con la que muchos países tienen el placer cultural de contar, pero no obras de arte cualquiera, sino esas únicas e intransferibles, bien por hablar sobre la cultura del propio país o por retratar alguno de los momentos de su historia. Cuentos de Tokio (1953) es una obra magna del cine y más concretamente del japonés. No estoy diciendo que La dolce vita sea igual de buena que Cuentos de Tokio, tampoco estoy diciendo que sea peor — intentar refutar cualquier debate de este tipo se antoja, muchas veces, absurdo. Lo que estoy diciendo es que, sea de agrado personal o no, lo intachable es que La dolce vita es una de las mayores obras artísticas que ha dado el cine italiano en y para su historia. Pero, ojo, La dolce vita no puede no ser italiana, igual que el viejo Ozu y sus historias jamás podrían ser de cualquier otro país que no fuese el del Sol naciente.
— A mí, en cambio, Roma me gusta muchísimo. Es una especie de jungla, cálida y tranquila, donde uno se puede esconder bien.
[...]
— ¡Qué aburrimiento, Roma! Necesitaría una isla.
— Cómpresela.
— Ya lo he pensado. Pero, luego, ¿adónde iría?
— ¿Sabe cuál es su problema? Tiene demasiado dinero.
— Y el suyo no tener bastante. Entre tanto, aquí estamos los dos."
Italia, ese país tan dotado en el que el único fallo es que todo redunda. La belleza, la miseria; el amor, el odio… Nos hallamos ante la más célebre de las celebérrimas películas del director italiano con más sobrenombre en el panorama internacional: Federico Fellini — autor de, entre otras, Ocho y medio (1963) o La strada (1954). Dejando de lado sus preferencias neorrealistas — durante la cinta, un periodista pregunta a la escandalosa actriz sueca Sylvia (Anita Ekberg) sobre si el neorrealismo está muerto; bien sea una respuesta propia, o simplemente lo que le haya dictado el jefe de prensa para no caer en bochorno, la actriz responde «no lo creo»—, decide filmar a golpe de plano secuencia una tragicomedia social que aúna en el espíritu y en la sociedad italiana de los años sesenta, sobre todo en lo referente a su vida y los modelos aristócratas.
Es brillante, además de la durísima radiografía de una sociedad italiana moderna impregnada por el más rotundo nihilismo social y personal, moral y vital, la ironía que desprenden ciertos pasajes de la película, donde el drama —o el slice of life o Recuentos de la vida, tan comúnmente denominado como drama — se mezcla en un refrescante cóctel con la más punzante de las ironías. Y es que, La dolce vita, no deja en ningún momento en buen lugar a esa labor tan esquizofrénica que es el periodismo, retratado aquí como una de las mayores pestes modernas, llena de trabajadores cuyo objetivo principal es sacar la mejor de las fotos, independientemente de las pésimas y humillantes acciones que deban realizar o la moralidad o fidelidad que tengan que dejar de lado frente a cualquiera de las personas, sea quien sea. Otro ejemplo de la ironía que adorna la obra de Fellini es la escena en la que, nuevamente, la prensa de medios de todas las zonas, lugareños y otros personajes acuden a contemplar el lugar en el que, supuestamente, unos niños han tenido una aparición divina y como todo ello se convierte, ni más ni menos, en un circo romano. El catolicismo, tan ligado históricamente a Italia, convertido durante la modernidad en una fachada vacía con la que rellenar la página de un periódico.
Durante las casi tres horas que nos ocupan, circulan por el teatro de La dolce vita numerosos personajes, a cada cual más variopinto: desde el padre de Marcello, punto de inflexión en la cinta y foco principal de conocimiento sobre el trasfondo del personaje que interpreta Mastroianni, al ser un espejo con arrugas de éste y viejo conocedor de, parece, todo lo que encamina y encaminará nuestro protagonista a lo largo de su vida; un personaje que aparece, por cierto, sin mayores explicaciones dentro de la película y sin mostrar ningún tipo de referente materno en la relación padre-hijo. Hasta otros como su novia, con la cual mantiene una masoquista — al ser ella muy posesiva y pasional y estar los intereses de ambos tan distanciados: pues lo que Marcello desea dentro de su vida, Emma no se lo puede dar — e interesante relación. Pero, como ustedes mismos podrán comprobar, el personaje que hace de nexo en todos los casos e hipocentro de la película no es otro que Marcello, un personaje, aparentemente, siempre ajeno a todo lo que sucede — en el sentido emocional: todo parece darle igual —, aunque siempre involucrado al mismo tiempo. Y es que la película nos presenta a Marcello como un periodista distinto al resto, como un galán de alto estatus al que no le hace falta mendigar ninguna noticia: le basta con actuar a modo de titiritero y dedicarse a esperar. Poco a poco es él mismo quien se encarga de borrar esa imagen sobre su persona, mostrándose como un individuo algo detestable que sólo vela por sus intereses, sin prestarle demasiada atención a su mujer — a la que engaña. No tarda demasiado en dejarse llevar por los lujos y la vacuidad del sistema aristocrático italiano, convirtiéndose, al final de la película, en un agente de marketing y relaciones públicas pelele y borracho: un mero juguete para sus nuevos y supuestos amigos, a los que invita normalmente a fiestas celebradas en su increíble casa. Marcello está muerto, y es al final, en la playa, cuando una niña a la que habíamos conocido previamente durante el desarrollo de la obra la que nos lo confirma.
La dolce vita es una de esas obras de arte particulares con la que muchos países tienen el placer cultural de contar, pero no obras de arte cualquiera, sino esas únicas e intransferibles, bien por hablar sobre la cultura del propio país o por retratar alguno de los momentos de su historia. Cuentos de Tokio (1953) es una obra magna del cine y más concretamente del japonés. No estoy diciendo que La dolce vita sea igual de buena que Cuentos de Tokio, tampoco estoy diciendo que sea peor — intentar refutar cualquier debate de este tipo se antoja, muchas veces, absurdo. Lo que estoy diciendo es que, sea de agrado personal o no, lo intachable es que La dolce vita es una de las mayores obras artísticas que ha dado el cine italiano en y para su historia. Pero, ojo, La dolce vita no puede no ser italiana, igual que el viejo Ozu y sus historias jamás podrían ser de cualquier otro país que no fuese el del Sol naciente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
http://cuentosdelalunapalidadeagosto.blogspot.com.es/2014/12/la-dolce-vita-idem-1960-de-federico.html

6,9
11.330
8
24 de septiembre de 2017
24 de septiembre de 2017
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Basquiat ya habló pintando, como afroamericano, de la ironía que suponía ser negro y policía en la sociedad estadounidense de finales del XX. ‘Detroit’ se estrena simultáneamente a una gran retrospectiva del propio Basquiat en la Barbican de Londres; de un artista ‘maldito’, rebelde, que es aprovechado ahora por el ‘stablishment’. De esto habló, precisamente también en estas fechas y con motivo de la retrospectiva, Banksy, cerca del propio centro de la Barbican, añadiendo a un autorretrato de Basquiat con su perro dos policías de estilo ‘banksyano’ registrando al susodicho (al propio Basquiat). Se puede hacer una lectura a muchos niveles. La concreta, el saqueo de la obra de Basquiat, y la universalista, una denuncia contra el racismo en general, y contra el afroamericano en particular, que ya denunciaba el propio Basquiat en vida con títulos como “The Irony of a Negro Policeman”. Coincide esto, sincrónicamente, con la era Trump, con el auge del racismo y la xenofobia en Europa y con el cincuenta aniversario de los famosos disturbios de Detroit en el 67, leitmotiv de la película de Bigelow. Todas esas cosas que “ya están superadas”.
Los disturbios del 67 fueron como “el Berlín del 45” (que decía el alcalde de Detroit) o “el disturbio más sangriento en medio siglo” (que rezaba la revista Time). Como narra Bigelow, con guión de Mark Boal, estos disturbios empezaron por la redada a un local sin licencia en un guetto de Detroit, con una población mayoritaria afroamericana, un núcleo de pobreza y marginación. El único problema visible de la película, en parte comprensible, es que falla en la contextualización. Opta por un prólogo animado con muchas fechas, datos, difícilmente abarcables en tan poco tiempo. El racismo y la lucha que muestra la película entre etnias puede llegar a no entenderse si no se conoce un poco sobre los disturbios, sobre la zona polarizada por el odio que fue Detroit (y todavía es) en las décadas centrales del siglo pasado, o que por la concentración de afroamericanos, fue una zona marcada para el Ku Klux Klan. En 1967 los afroamericanos, precisamente en ese guetto, estaban sometidos al autoritarismo policial, a la marginación y a la precariedad. Estas condiciones generan delincuencia, crímenes, y todo esto junto, más racismo y más odio. Todo esto se ve reflejado en la cinta de Bigelow, pero algún espectador puede llegar a preguntarse por qué se ha llegado a una situación así.
La directora hollywoodense por excelencia, con un pulso narrativo brillante, nos ofrece cine histórico y didáctico. Ficciona una historia real, increíble (en su sentido etimológico más puro, al menos si conservas algo de fe en el ser humano), de humanos dejados llevar por el odio y el resentimiento. Antihumanismo por bandera. Es cierto que no da una visión globalizada de todos los frentes de los disturbios, o se preocupa lo más mínimo por analizar las causas de dichos disturbios, porque tampoco lo pretende. Coge un episodio concreto y lo narra hasta las últimas consecuencias, es más que suficiente para pincelar todas las claves del conflicto y grabar en la película todos los motivos ideológicos que hay que conocer sobre los disturbios del 67. Por eso sí es cine didáctico, sí se enseña lo que pasó en Detroit, aunque el que quiera profundizar en el desarrollo concreto deba leer a mayores.
Un “Negro Policeman” se pluriemplea, trabaja en una fábrica para capitalistas blancos y protege locales de blancos, pero es inteligente y pacífico, está por encima del racismo. Un cuerpo policial autoritario que proclama que “el orden hay que imponerlo ante demostraciones de fuerza”, cansados de robos y de crímenes. Pero los afroamericanos responden a ese autoritarismo, “ser negro es como tener una pistola apuntándote a la cabeza”. Puedes entender la existencia de todas las posturas porque basta con darse una vuelta por la calle u ojear Twitter en 2017. A parte, la crítica al sistema judicial o el trato que le dan en la cinta a un veterano de Vietman, que también da para reflexionar.
Bigelow abre la cinta con un estilo cercano al documental, con planos cercanos, aparentemente poco planificados y de cámara tambaleante, como si de un seguimiento televisivo real se tratase. Mezcla con imágenes de archivo durante toda la cinta, donde destacan imágenes de la rebelión popular o de los destrozos que provocó el conflicto. Destaca la escena central, en el hotel, por la magistral narración, tensa por encima de todo, a pesar de su duración, que usa Bigelow para articular una película más que notable sobre los disturbios del 67, que funciona también (y esa era la intención) como un magnífico thriller en sí mismo. Hace una buena caracterización de la década de los sesenta y se deleita en una narrativa eléctrica, más que en su anterior ‘Zero Dark Thirty’.
Los disturbios del 67 fueron como “el Berlín del 45” (que decía el alcalde de Detroit) o “el disturbio más sangriento en medio siglo” (que rezaba la revista Time). Como narra Bigelow, con guión de Mark Boal, estos disturbios empezaron por la redada a un local sin licencia en un guetto de Detroit, con una población mayoritaria afroamericana, un núcleo de pobreza y marginación. El único problema visible de la película, en parte comprensible, es que falla en la contextualización. Opta por un prólogo animado con muchas fechas, datos, difícilmente abarcables en tan poco tiempo. El racismo y la lucha que muestra la película entre etnias puede llegar a no entenderse si no se conoce un poco sobre los disturbios, sobre la zona polarizada por el odio que fue Detroit (y todavía es) en las décadas centrales del siglo pasado, o que por la concentración de afroamericanos, fue una zona marcada para el Ku Klux Klan. En 1967 los afroamericanos, precisamente en ese guetto, estaban sometidos al autoritarismo policial, a la marginación y a la precariedad. Estas condiciones generan delincuencia, crímenes, y todo esto junto, más racismo y más odio. Todo esto se ve reflejado en la cinta de Bigelow, pero algún espectador puede llegar a preguntarse por qué se ha llegado a una situación así.
La directora hollywoodense por excelencia, con un pulso narrativo brillante, nos ofrece cine histórico y didáctico. Ficciona una historia real, increíble (en su sentido etimológico más puro, al menos si conservas algo de fe en el ser humano), de humanos dejados llevar por el odio y el resentimiento. Antihumanismo por bandera. Es cierto que no da una visión globalizada de todos los frentes de los disturbios, o se preocupa lo más mínimo por analizar las causas de dichos disturbios, porque tampoco lo pretende. Coge un episodio concreto y lo narra hasta las últimas consecuencias, es más que suficiente para pincelar todas las claves del conflicto y grabar en la película todos los motivos ideológicos que hay que conocer sobre los disturbios del 67. Por eso sí es cine didáctico, sí se enseña lo que pasó en Detroit, aunque el que quiera profundizar en el desarrollo concreto deba leer a mayores.
Un “Negro Policeman” se pluriemplea, trabaja en una fábrica para capitalistas blancos y protege locales de blancos, pero es inteligente y pacífico, está por encima del racismo. Un cuerpo policial autoritario que proclama que “el orden hay que imponerlo ante demostraciones de fuerza”, cansados de robos y de crímenes. Pero los afroamericanos responden a ese autoritarismo, “ser negro es como tener una pistola apuntándote a la cabeza”. Puedes entender la existencia de todas las posturas porque basta con darse una vuelta por la calle u ojear Twitter en 2017. A parte, la crítica al sistema judicial o el trato que le dan en la cinta a un veterano de Vietman, que también da para reflexionar.
Bigelow abre la cinta con un estilo cercano al documental, con planos cercanos, aparentemente poco planificados y de cámara tambaleante, como si de un seguimiento televisivo real se tratase. Mezcla con imágenes de archivo durante toda la cinta, donde destacan imágenes de la rebelión popular o de los destrozos que provocó el conflicto. Destaca la escena central, en el hotel, por la magistral narración, tensa por encima de todo, a pesar de su duración, que usa Bigelow para articular una película más que notable sobre los disturbios del 67, que funciona también (y esa era la intención) como un magnífico thriller en sí mismo. Hace una buena caracterización de la década de los sesenta y se deleita en una narrativa eléctrica, más que en su anterior ‘Zero Dark Thirty’.
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13 de noviembre de 2017
13 de noviembre de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Claude Lanzmann y una enferma norcoreana, pese a todo, no tienen un idioma común en el que comunicarse, aunque ambos entienden una palabra: "napalm". Tres millones de litros de napalm - vertidos por "el agresor" estadounidense con el respaldo de otros países de la ONU- que, durante la Guerra de Corea (1950-1953) marcaron el devenir de Corea del Norte. Y es que parece que ya desde la creación de la República Popular Democrática de Corea del Norte lo único que queda entre esta y Occidente es eso: napalm y guerra fría. Ideológica, mediática, cultural... El mismo simbolismo podemos establecer en relación a la occidental Corea del Sur, ambas en guerra, todavía, desde el 53, aunque hayan cesado los misiles.
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En principio, 'Napalm' trata de Corea del Norte. No muchas personas, como Lanzmann, pueden decir que vivieron la posguerra en la década de los cincuenta. Vuelve en 2015 y en esa óptica parece centrarse el documental: cómo era Corea inmediatamente después de la guerra y cómo es ahora, en relación a ella, en relación a la guerra fría, a las políticas de los países occidentales y la URSS sobre el problema coreano. Filma imágenes desde un automóvil: Pyongyang, sus gentes, militares y trabajadores... Y hasta aquí resulta novedoso, casi brillante: la voz en off conmueve e interesa.
Más tarde -y este momento no tarda demasiado en llegar- la retórica de Lanzmann pasa al primer plano en autorretrato para narrar su aventura con la enfermera, enmarcada a modo de sinopsis, vista desde el recuerdo y la nostalgia. Y aquí el documental cae por completo: por el contraste entre lo brillante y lo banal. Lanzmann quiere contarte su historia -desde la mediocridad y el desinterés- y Corea del Norte -incluso el napalm- es sólo terror de fondo.
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La gente se iba de la sala, bien entrada ya la historia personal del realizador. Y mi colega dice: "para esto me voy al pueblo y me quedo a la sobremesa". Lo siento, Claude.
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En principio, 'Napalm' trata de Corea del Norte. No muchas personas, como Lanzmann, pueden decir que vivieron la posguerra en la década de los cincuenta. Vuelve en 2015 y en esa óptica parece centrarse el documental: cómo era Corea inmediatamente después de la guerra y cómo es ahora, en relación a ella, en relación a la guerra fría, a las políticas de los países occidentales y la URSS sobre el problema coreano. Filma imágenes desde un automóvil: Pyongyang, sus gentes, militares y trabajadores... Y hasta aquí resulta novedoso, casi brillante: la voz en off conmueve e interesa.
Más tarde -y este momento no tarda demasiado en llegar- la retórica de Lanzmann pasa al primer plano en autorretrato para narrar su aventura con la enfermera, enmarcada a modo de sinopsis, vista desde el recuerdo y la nostalgia. Y aquí el documental cae por completo: por el contraste entre lo brillante y lo banal. Lanzmann quiere contarte su historia -desde la mediocridad y el desinterés- y Corea del Norte -incluso el napalm- es sólo terror de fondo.
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La gente se iba de la sala, bien entrada ya la historia personal del realizador. Y mi colega dice: "para esto me voy al pueblo y me quedo a la sobremesa". Lo siento, Claude.
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