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8
31 de agosto de 2008
31 de agosto de 2008
24 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Öszi Almanach emerge como un punto de inflexión en la obra de Béla Tarr.
Primero desarrolló su etapa de cine social (Family Nest, The Outsider y The Prefab People) y después su última y diametralmente opuesta etapa de cine contemplativo (Kárhozat, Sátántangó, Werckmeister Harmóniák y A Londoni Férfi). En medio de ambas etapas se encuentra Öszi Almanach.
Se podría considerar como un paso dubitativo, una toma de aire, quizás, antes de abandonar radicalmente la temática social para comenzar a explotar la influencia del cine de Tarkovski y Antonioni en su hasta ahora labrada época contemplativa.
Por todo ello estamos hablando de una película extraña, tanto dentro como fuera de su contexto. Profundamente teatral, tanto en el tratamiento de los diálogos en forma de pseudo-soliloquios discursivos, como en el del entorno y los escenarios.
Dicen que el húngaro es el único idioma al que hasta el mismo diablo le tiene respeto. Ese refrán magyar viene acentuado por un raro componente demoníaco (del que ya hablaba Jonathan Rosenbaum) presente en gran parte de los films de Tarr. Ese componente se hace presente aquí en unos versos de Pushkin que abren la película, y que plasman de manera sutil la esencia de la misma: una criatura misteriosa, díscola, amarga, que no hace más que dar vueltas en círculo por oscuros derroteros, siempre perdida.
Podríamos decir que se trata de un drama de interiores, tanto física como espiritualmente hablando, donde todo cobra importancia, desde la presencia de una casa sin un principio ni un fin, constituida de forma caprichosa, como un cúmulo de amplias y desoladas habitaciones inconexamente dispersas en medio de un vacío negro; hasta el retrato de una comunidad difuminada y desfigurada cuyos cinco integrantes no hacen sino pulular por un territorio hostil completamente aislados del mundo real.
Segundo film en color en la filmografía de Béla Tarr, después de la obra televisiva Macbeth (estructurada en tan sólo dos planos), con la que comparte su vocación teatral, podemos destacar en él la vistosidad de su iluminación, orquestada por nada menos que tres personas, donde más allá de lo original de dividir la escena en dos partes separadas por el azul y el rojo (y de su supuesto simbolismo), destaca la elaboración arbitraria de una fotografía destinada a crear cuadros con un aroma fantasmal y surrealista, donde la luz sale de los lugares más insospechados, donde el juego de sombras y colores refuerza la idea de incomunicación con el mundo exterior, encerrando el escenario de este modo en el reino de los sueños y de las pesadillas.
El trabajo de cámara se basa en el montaje externo -contrariamente a los films posteriores donde el plano-secuencia es el recurso estético y dramático escogido-; confeccionando encuadres sugestivos y variados y planos tan fascinantes como transgresores (hay unos cuantos travellings que apuntan maneras para sus siguientes trabajos).
(Sigue en spoiler por falta de espacio).
Primero desarrolló su etapa de cine social (Family Nest, The Outsider y The Prefab People) y después su última y diametralmente opuesta etapa de cine contemplativo (Kárhozat, Sátántangó, Werckmeister Harmóniák y A Londoni Férfi). En medio de ambas etapas se encuentra Öszi Almanach.
Se podría considerar como un paso dubitativo, una toma de aire, quizás, antes de abandonar radicalmente la temática social para comenzar a explotar la influencia del cine de Tarkovski y Antonioni en su hasta ahora labrada época contemplativa.
Por todo ello estamos hablando de una película extraña, tanto dentro como fuera de su contexto. Profundamente teatral, tanto en el tratamiento de los diálogos en forma de pseudo-soliloquios discursivos, como en el del entorno y los escenarios.
Dicen que el húngaro es el único idioma al que hasta el mismo diablo le tiene respeto. Ese refrán magyar viene acentuado por un raro componente demoníaco (del que ya hablaba Jonathan Rosenbaum) presente en gran parte de los films de Tarr. Ese componente se hace presente aquí en unos versos de Pushkin que abren la película, y que plasman de manera sutil la esencia de la misma: una criatura misteriosa, díscola, amarga, que no hace más que dar vueltas en círculo por oscuros derroteros, siempre perdida.
Podríamos decir que se trata de un drama de interiores, tanto física como espiritualmente hablando, donde todo cobra importancia, desde la presencia de una casa sin un principio ni un fin, constituida de forma caprichosa, como un cúmulo de amplias y desoladas habitaciones inconexamente dispersas en medio de un vacío negro; hasta el retrato de una comunidad difuminada y desfigurada cuyos cinco integrantes no hacen sino pulular por un territorio hostil completamente aislados del mundo real.
Segundo film en color en la filmografía de Béla Tarr, después de la obra televisiva Macbeth (estructurada en tan sólo dos planos), con la que comparte su vocación teatral, podemos destacar en él la vistosidad de su iluminación, orquestada por nada menos que tres personas, donde más allá de lo original de dividir la escena en dos partes separadas por el azul y el rojo (y de su supuesto simbolismo), destaca la elaboración arbitraria de una fotografía destinada a crear cuadros con un aroma fantasmal y surrealista, donde la luz sale de los lugares más insospechados, donde el juego de sombras y colores refuerza la idea de incomunicación con el mundo exterior, encerrando el escenario de este modo en el reino de los sueños y de las pesadillas.
El trabajo de cámara se basa en el montaje externo -contrariamente a los films posteriores donde el plano-secuencia es el recurso estético y dramático escogido-; confeccionando encuadres sugestivos y variados y planos tan fascinantes como transgresores (hay unos cuantos travellings que apuntan maneras para sus siguientes trabajos).
(Sigue en spoiler por falta de espacio).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Almanaque de Otoño es, en definitiva, como decía el título de un comentario de la película en el IMDB: “An intensely intelligent film about failed relationships”; o lo que es lo mismo: el triste acercamiento al fracaso de unas relaciones que, ya sea por impotencia, odio o indeferencia, acaban destruyendo a unos y cambiando a otros para culminar en una insólita catarsis final, cuya última exhalación resulta triste y desolada.
El otoño es siempre el momento de calma que precede a la muerte, la tensión entre la vida plena del verano y la extinción del invierno, el momento de espera, el lapso de tiempo en que uno mira al pasado y recuerda. Hédi, la protagonista del film, está en el otoño de su vida, una mujer entrada en años con la memoria clavada en el pasado. Todo nos lleva pues a la sumisión ante la nostalgia, sentimiento que impregna el film y que subrayan briosamente la iluminación y la, como siempre, magistral música de Mihály Víg, que viene a dotar de un misticismo de ensueño a los parajes que habitan la cinta.
Destacar las actuaciones “de una fuerza paralizante”, como dice Wilmington, donde brillan con luz propia y por encima de los demás la asombrosa Hédi Temessy (Kárhozat) y el portentoso Miklós B. Székely (Karrer en Kárhozat y Futaki en Sátántangó), que con sus silencios, sus miradas, demuestran un dominio que literalmente llena la pantalla. Aún así, también son dignos de mención los demás: János Derzsi (Sátántangó, Werckmeister Harmóniák y A Londoni Férfi), la preciosa Erika Bodnár y Pál Hetényi, todos ellos dando vida a unos personajes en constante desconcierto, decepción y reflexión.
Tarr apuesta en esta película por un cine inexorable, que no viene de ni va a ninguna parte, como la casa y los personajes que habitan en ella.
¿Por qué está tan cansada Hédi?
¿Por qué llora János?
¿Es Miklós un nihilista?
¿Es Anna una arpía?
¿Es Tibor un derrotado?
Hago mías las palabras que usó Borges para definir el Benito Cereno de Melville: “Tarr se propuso la realización de una película deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable”.
Amén.
El otoño es siempre el momento de calma que precede a la muerte, la tensión entre la vida plena del verano y la extinción del invierno, el momento de espera, el lapso de tiempo en que uno mira al pasado y recuerda. Hédi, la protagonista del film, está en el otoño de su vida, una mujer entrada en años con la memoria clavada en el pasado. Todo nos lleva pues a la sumisión ante la nostalgia, sentimiento que impregna el film y que subrayan briosamente la iluminación y la, como siempre, magistral música de Mihály Víg, que viene a dotar de un misticismo de ensueño a los parajes que habitan la cinta.
Destacar las actuaciones “de una fuerza paralizante”, como dice Wilmington, donde brillan con luz propia y por encima de los demás la asombrosa Hédi Temessy (Kárhozat) y el portentoso Miklós B. Székely (Karrer en Kárhozat y Futaki en Sátántangó), que con sus silencios, sus miradas, demuestran un dominio que literalmente llena la pantalla. Aún así, también son dignos de mención los demás: János Derzsi (Sátántangó, Werckmeister Harmóniák y A Londoni Férfi), la preciosa Erika Bodnár y Pál Hetényi, todos ellos dando vida a unos personajes en constante desconcierto, decepción y reflexión.
Tarr apuesta en esta película por un cine inexorable, que no viene de ni va a ninguna parte, como la casa y los personajes que habitan en ella.
¿Por qué está tan cansada Hédi?
¿Por qué llora János?
¿Es Miklós un nihilista?
¿Es Anna una arpía?
¿Es Tibor un derrotado?
Hago mías las palabras que usó Borges para definir el Benito Cereno de Melville: “Tarr se propuso la realización de una película deliberadamente inexplicable que fuera un símbolo cabal de este mundo, también inexplicable”.
Amén.

7,3
1.193
8
5 de agosto de 2008
5 de agosto de 2008
30 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
NOTA: Crítica realizada el 27 de febrero de 2008, retocada sensiblemente.
Lunes 5 de noviembre.
Descansado, dirijo mis pasos al Centro Comercial Nervión Plaza, donde están ubicados los cines en los que tienen lugar las proyecciones del festival.
Frustrado por no haber podido comprar entradas para “4 Meses, 3 Semanas y 2 Días” por estar agotadas en las dos sesiones que tuvo (lo que tiene ganar una Palma de Oro), ese día me conformo con ver sólo una película, esta, la que ahora me atañe.
Sesión de 21:30 a 00:15; 2 horas y 45 minutos.
La película se proyecta en una de las salas grandes. Entra Manuel Grosso, director del festival, a presentar la película, acompañado del director de fotografía Mikhail Krichman y del escenógrafo (aquí me surge la duda de si hablaron del escenógrafo al estilo francés, que en ese caso sería el escritor del guión Oleg Negin, o del escenógrafo al estilo español… en este caso no sabría facilitar un nombre). En cualquier caso Grosso nos cuenta que ha querido venir personalmente a presentar la película por la experiencia que tuvo con ella en el pasado Festival de Cannes 2007, donde al parecer recibió críticas negativas; nos cuenta que le apabulló la experiencia, que los primeros 10 minutos del film eran impresionantes y que la fotografía tenía un tono que tildó de “especial”, demasiado abstractamente diría yo. “Esta segunda película de Andrei no tiene nada que ver con su ópera prima (El Regreso); denle tiempo al tempo, introduciros en él y la experiencia será única y no os defraudará”, dijo en resumidas cuentas. Sus jóvenes acompañantes nos hablan un poco en inglés (algo mínimo) y básicamente lo que nos vienen a decir es que disfrutemos del film y que están muy a gusto en Sevilla.
Se apagan las luces y espero con ansias esos 10 primeros minutos tan alabados por Manuel.
Aparece un campo, luego un coche que cruza una carretera; el coche va llegando a las afueras de una cuidad gris rodeada de fábricas; empieza a llover; suena una música inquietante y profunda; un hombre se retuerce en el interior del coche…
La atmósfera está creada.
En efecto el principio arrebata. A partir de ahí empieza la historia (basada en una novela del escritor estadounidense William Saroyan: “The Laughing Matter”, recientemente publicada en España bajo el título “Cosa de Risa”), de la que, como casi siempre, no hablaré.
(Sigue en spoiler por falta de espacio).
Lunes 5 de noviembre.
Descansado, dirijo mis pasos al Centro Comercial Nervión Plaza, donde están ubicados los cines en los que tienen lugar las proyecciones del festival.
Frustrado por no haber podido comprar entradas para “4 Meses, 3 Semanas y 2 Días” por estar agotadas en las dos sesiones que tuvo (lo que tiene ganar una Palma de Oro), ese día me conformo con ver sólo una película, esta, la que ahora me atañe.
Sesión de 21:30 a 00:15; 2 horas y 45 minutos.
La película se proyecta en una de las salas grandes. Entra Manuel Grosso, director del festival, a presentar la película, acompañado del director de fotografía Mikhail Krichman y del escenógrafo (aquí me surge la duda de si hablaron del escenógrafo al estilo francés, que en ese caso sería el escritor del guión Oleg Negin, o del escenógrafo al estilo español… en este caso no sabría facilitar un nombre). En cualquier caso Grosso nos cuenta que ha querido venir personalmente a presentar la película por la experiencia que tuvo con ella en el pasado Festival de Cannes 2007, donde al parecer recibió críticas negativas; nos cuenta que le apabulló la experiencia, que los primeros 10 minutos del film eran impresionantes y que la fotografía tenía un tono que tildó de “especial”, demasiado abstractamente diría yo. “Esta segunda película de Andrei no tiene nada que ver con su ópera prima (El Regreso); denle tiempo al tempo, introduciros en él y la experiencia será única y no os defraudará”, dijo en resumidas cuentas. Sus jóvenes acompañantes nos hablan un poco en inglés (algo mínimo) y básicamente lo que nos vienen a decir es que disfrutemos del film y que están muy a gusto en Sevilla.
Se apagan las luces y espero con ansias esos 10 primeros minutos tan alabados por Manuel.
Aparece un campo, luego un coche que cruza una carretera; el coche va llegando a las afueras de una cuidad gris rodeada de fábricas; empieza a llover; suena una música inquietante y profunda; un hombre se retuerce en el interior del coche…
La atmósfera está creada.
En efecto el principio arrebata. A partir de ahí empieza la historia (basada en una novela del escritor estadounidense William Saroyan: “The Laughing Matter”, recientemente publicada en España bajo el título “Cosa de Risa”), de la que, como casi siempre, no hablaré.
(Sigue en spoiler por falta de espacio).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Por el contrario hablaré de la puesta en escena del ruso de 44 años Andrei Zvyagintsev: el ritmo interno de la película palpita en suaves y melancólicos estertores, acompañando a la trama de un aire crepuscular. Ese tempo calculado otorga a la cinta una faceta seductora y carismática, y se articula a partir de la música de Arvo Part, que literalmente te deja al filo del aliento, y es la carga de intensidad que, sumada a la fotografía, mansa, bella, a veces taciturna, te mecen en un vaivén contemplativo de sensaciones y emociones, albergando secuencias y planos de una gran fuerza, de un nervio poderoso.
La pareja protagonista resulta fascinante a nivel interpretativo y a nivel ficticio (Konstantin Lavronenko fue Palma de Oro al mejor actor en el pasado Festival de Cannes), y no puedo sino hacer una mención especial a la actriz Maria Bonnevie, cuya hiriente hermosura deslumbró en la pantalla.
Digno de mencionar es también el retrato de unos personajes siempre en penumbra existencial, enigmáticos, nihilistas, estoicos… los rusos son tipos recios… no cabe duda.
Como curiosidad hay un par de piruetas meta–escenográficas que llaman mucho la atención.
Una breve anécdota: al lado mía había una mujer que no paraba de mirarse el reloj (o al menos eso parecía), no paraba de revolverse en su asiento y de suspirar. Yo pensaba (y pienso) que este tipo de cine tiene un público exclusivo y que la pobre se estaba aburriendo sobremanera. Cuando acabó el film y se prendieron las luces la miré y me dijo: “bufff, qué pasada de película ¿no?, me ha encantado”.
Pues eso, una recomendación segura, la experiencia es extraordinaria y valdrá la pena, créanme.
“Tener amor es saber soportar; es ser bondadoso, es no tener envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo”.
1 Corintios 13:4–7
La pareja protagonista resulta fascinante a nivel interpretativo y a nivel ficticio (Konstantin Lavronenko fue Palma de Oro al mejor actor en el pasado Festival de Cannes), y no puedo sino hacer una mención especial a la actriz Maria Bonnevie, cuya hiriente hermosura deslumbró en la pantalla.
Digno de mencionar es también el retrato de unos personajes siempre en penumbra existencial, enigmáticos, nihilistas, estoicos… los rusos son tipos recios… no cabe duda.
Como curiosidad hay un par de piruetas meta–escenográficas que llaman mucho la atención.
Una breve anécdota: al lado mía había una mujer que no paraba de mirarse el reloj (o al menos eso parecía), no paraba de revolverse en su asiento y de suspirar. Yo pensaba (y pienso) que este tipo de cine tiene un público exclusivo y que la pobre se estaba aburriendo sobremanera. Cuando acabó el film y se prendieron las luces la miré y me dijo: “bufff, qué pasada de película ¿no?, me ha encantado”.
Pues eso, una recomendación segura, la experiencia es extraordinaria y valdrá la pena, créanme.
“Tener amor es saber soportar; es ser bondadoso, es no tener envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo”.
1 Corintios 13:4–7
10
15 de febrero de 2006
15 de febrero de 2006
31 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Autentica, sin remisiones ni discusiones, obra maestra. Plena.
A pocas películas se les puede regalar éste epíteto, pero ésta es REDONDA. Imprescindible. Nada sobra. Todo está perfecto. Todo ser viviente tiene, casi por obligación, que ver ésta película (deberían de poner multas a la gente que no la viera). No se puede ser más rotundo. Ni más exacto.
A pocas películas se les puede regalar éste epíteto, pero ésta es REDONDA. Imprescindible. Nada sobra. Todo está perfecto. Todo ser viviente tiene, casi por obligación, que ver ésta película (deberían de poner multas a la gente que no la viera). No se puede ser más rotundo. Ni más exacto.

8,5
14.945
7
27 de septiembre de 2007
27 de septiembre de 2007
32 de 48 usuarios han encontrado esta crítica útil
Voy a dármelas de listo con lo que he aprendido por ahí en este vasto universo cultural que es internét.
Chambara: género cinematográfico japonés (que yo sepa, no se ha extendido a otros países) derivado del teatro Shinkoku-Geki (Nuevo Drama Nacional), de carácter popular y escapista, caracterizado por su énfasis en el cine de acción y movimientos y por sus luchas con katanas; y donde los samuráis son los eternos protagonistas.
Es la abreviación de dos onomatopeyas: chanchan (el ruido de las espadas al chocar) y barabara (el ruido de la carne al ser despedazada).
La versión occidental del Chambara ha sido siempre el western (o quizá, mejor dicho, la versión oriental del western; aunque ya existía el Chambara en el mudo), al menos en lo que respecta a la realización de las películas (es innegable la influencia de John Ford y de Howard Hawks en Kurosawa, por ejemplo). Los Siete Samuráis es un perfecto western, donde los cowboys son sustituidos por samuráis.
Nos encontramos ante lo que se me dio a conocer, a través de los miles de comentarios maravillosos que escuché, como una obra de arte insuperable. Dirigida por ese adalid del perfeccionismo que era Masaki Kobayashi, y protagonizada por el gran Tatsuya Nakadai (Ran, Kagemusha).
Y sí, la película está muy bien, de acuerdo. Una dirección (que bebe directamente de Kurosawa; excepto que eran los años sesenta y eso dejó mella en sus planos aberrantes y sus alocados zooms) elegante y soberbia; unas actuaciones muy buenas; una iluminación espléndida; una narración impecable; un ritmo sosegado; una historia profunda y desmitificadora; con una penúltima pelea de porte épico, donde la lírica y el portento se entrelazan de forma adusta y señorial.
Bien, todo eso es cierto, pero no sé por qué enigmática conjunción de los astros la película no me llegó a emocionar y me mostré bastante impermeable… realmente, tenía todos los ingredientes para considerarla una obra maestra, pero pese a todo lo majestuosa que es, y pese a todo lo bien hecha que está, a mí no me ha subyugado como me esperaba, de hecho me ha dejado un tanto indiferente la historia; e incluso me atrevería a decir que le falta algo de nervio y magia…
Es lo malo de ver una película con tantas expectativas…
Chambara: género cinematográfico japonés (que yo sepa, no se ha extendido a otros países) derivado del teatro Shinkoku-Geki (Nuevo Drama Nacional), de carácter popular y escapista, caracterizado por su énfasis en el cine de acción y movimientos y por sus luchas con katanas; y donde los samuráis son los eternos protagonistas.
Es la abreviación de dos onomatopeyas: chanchan (el ruido de las espadas al chocar) y barabara (el ruido de la carne al ser despedazada).
La versión occidental del Chambara ha sido siempre el western (o quizá, mejor dicho, la versión oriental del western; aunque ya existía el Chambara en el mudo), al menos en lo que respecta a la realización de las películas (es innegable la influencia de John Ford y de Howard Hawks en Kurosawa, por ejemplo). Los Siete Samuráis es un perfecto western, donde los cowboys son sustituidos por samuráis.
Nos encontramos ante lo que se me dio a conocer, a través de los miles de comentarios maravillosos que escuché, como una obra de arte insuperable. Dirigida por ese adalid del perfeccionismo que era Masaki Kobayashi, y protagonizada por el gran Tatsuya Nakadai (Ran, Kagemusha).
Y sí, la película está muy bien, de acuerdo. Una dirección (que bebe directamente de Kurosawa; excepto que eran los años sesenta y eso dejó mella en sus planos aberrantes y sus alocados zooms) elegante y soberbia; unas actuaciones muy buenas; una iluminación espléndida; una narración impecable; un ritmo sosegado; una historia profunda y desmitificadora; con una penúltima pelea de porte épico, donde la lírica y el portento se entrelazan de forma adusta y señorial.
Bien, todo eso es cierto, pero no sé por qué enigmática conjunción de los astros la película no me llegó a emocionar y me mostré bastante impermeable… realmente, tenía todos los ingredientes para considerarla una obra maestra, pero pese a todo lo majestuosa que es, y pese a todo lo bien hecha que está, a mí no me ha subyugado como me esperaba, de hecho me ha dejado un tanto indiferente la historia; e incluso me atrevería a decir que le falta algo de nervio y magia…
Es lo malo de ver una película con tantas expectativas…

8,1
6.666
7
5 de agosto de 2007
5 de agosto de 2007
25 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace algún tiempo estuve ojeando una entrevista que le hicieron a Jonathan Rosenbaum –prestigioso crítico de cine que escribe para el Chicago Reader– en Buenos Aires. En ella le preguntaban por sus films favoritos. Nombró M; y los tres últimos de Dreyer, entre otros.
Por eso esta noche me he postrado de nuevo ante la pantalla para desentrañar qué magnificas proezas me desvelaría esta vez el cine.
Primera película que veo de Carl Theodor Dreyer, Vredens Dag (precioso título, tanto por su significado como por su sonoridad) no me ha impactado en el grado que me imaginaba. Empieza de una forma impresionante, eso sí, con esa música y ese poema apocalípticos y hermosos.
Todos los actores me han parecido magníficos, destacando las soberbias actuaciones de Anna Svierkier (Marte Herlofs), Lisbeth Movin (Anne) y Thorkild Roose (Absalon).
Iluminación conseguida, creando un bello contraste entre el blanco y el negro a través del vestuario (vestidos negros), los escenarios (paredes oscuras) y los primeros planos (caras blancas de luz).
Puesta en escena austera, sin recovecos; con una cámara parsimoniosa pero firme, aunque no muy a destacar.
Lo que sí es digno de mención en Dies Irae es la creación del ambiente: oscuro, pesimista, denso y angustiante en sus primeros cuarenta minutos; y ligeramente irregular en los restantes, destacando el crescendo de la historia de la bella Anne y su “conversión”.
El tiempo le ha hecho un flaco favor. Hay obras imperecederas, como Touch of Evil o Los Siete Samuráis, que vistas hoy día siguen dejando la misma huella; pero esta sin duda no lo es. Le faltan las imágenes poderosas, potentes como balas, de Kurosawa o de Welles, o de Bergman, ya que estamos.
En su época me hubiera sobrecogido y emocionado mucho más, estoy seguro; por ahora iré a buscar esas imágenes perdidas a Ordet y a Gertrud.
P.D.: Precioso idioma el danés.
Por eso esta noche me he postrado de nuevo ante la pantalla para desentrañar qué magnificas proezas me desvelaría esta vez el cine.
Primera película que veo de Carl Theodor Dreyer, Vredens Dag (precioso título, tanto por su significado como por su sonoridad) no me ha impactado en el grado que me imaginaba. Empieza de una forma impresionante, eso sí, con esa música y ese poema apocalípticos y hermosos.
Todos los actores me han parecido magníficos, destacando las soberbias actuaciones de Anna Svierkier (Marte Herlofs), Lisbeth Movin (Anne) y Thorkild Roose (Absalon).
Iluminación conseguida, creando un bello contraste entre el blanco y el negro a través del vestuario (vestidos negros), los escenarios (paredes oscuras) y los primeros planos (caras blancas de luz).
Puesta en escena austera, sin recovecos; con una cámara parsimoniosa pero firme, aunque no muy a destacar.
Lo que sí es digno de mención en Dies Irae es la creación del ambiente: oscuro, pesimista, denso y angustiante en sus primeros cuarenta minutos; y ligeramente irregular en los restantes, destacando el crescendo de la historia de la bella Anne y su “conversión”.
El tiempo le ha hecho un flaco favor. Hay obras imperecederas, como Touch of Evil o Los Siete Samuráis, que vistas hoy día siguen dejando la misma huella; pero esta sin duda no lo es. Le faltan las imágenes poderosas, potentes como balas, de Kurosawa o de Welles, o de Bergman, ya que estamos.
En su época me hubiera sobrecogido y emocionado mucho más, estoy seguro; por ahora iré a buscar esas imágenes perdidas a Ordet y a Gertrud.
P.D.: Precioso idioma el danés.
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