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Críticas 14
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
3
10 de noviembre de 2020
3 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
La breve reseña sobre la película ya nos anticipa, quizá sin pretenderlo, buena parte de la trama y el desenlace. “Nosotros no negociamos con terroristas” expresa uno de los lemas predilectos con los que liberalismo occidental a menudo ya nos enseña sus democráticos y humanitarios procederes. Téngase por seguro en cualquier caso que la causa de los oprimidos del mundo nunca será justificación válida para sus acciones; así desde ya, reza el adagio occidental del buen samaritano, más cuando incluso se trata de samaritanos franceses tan nobles de espíritu y alma que allá lejos en el tiempo proclamaron ni más ni menos que los mismísimos «derechos universales del hombre», claro está, de hombres que no fueran ni negros, ni que tuvieran ninguna otra religión que no fuese la cristiana, ni que no dispusieran de más riqueza que el valor de sus propios cuerpos. Lo único medianamente rescatable la interpretación de Olga Kurylenko.
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Gracias esa muy peculiar y tan difundida sensibilidad pequeñoburguesa, por medio de la cual, la muerte de un niño resulta mucho más perturbadora y traumática que de la varios adultos juntos, arribamos a un epílogo sumamente predecible, en donde como no podían ser de otra manera, “los malos” mueren mientras que “los buenos” salen airosos. ¡Cuánta felicidad por cierto! Porque después de todo, de eso se trata. Que los no blancos, los no civilizados, los no cristianos, y diversos otros no, aprendan la lección que con el imperio no hay que entrometerse sino tan solo inclinarse ante él, para de ese modo evitar caer en el pecado de ser considerado “terrorista”.
20 de enero de 2021 0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
He quedado gratamente sorprendido por esta idea que nos traen Daniel Hendler y Alberto Rojas Apel. Película ideal para quienes todavía continúan desconfiando de lo que, anestesiados por el discurso mediático, suelen denominar como “política tradicional”. En poco menos de una hora y veinte de duración, se desnuda, no sin cierto absurdo y humor negro, los métodos y las formas por los cuales el poder real aspira además a controlar las jefaturas del poder político estatal, para dejarnos lo suficientemente en claro que resulta mil veces preferible el peor de los políticos que el "mejor" meritócrata "que viene a cambiar las cosas".

El candidato, en efecto, resulta ser un impresentable terrateniente, pérfido ignorante y repetidor compulsivo de manuales de autoayuda, un ser completamente despreciable e inmundo, escoria con apariencia humana, en definitiva, la naturaleza que reviste todo patrón de estancia todopoderoso, cuya única ley es aquélla que él mismo ejerce.
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Extraordinaria al comienzo de la película cuando el personaje de Mateo indaga respecto de las «propuestas» del candidato, dejando a todos los demás perplejos, pues obviamente, un oligarca neofascista no puede proponer más que eslóganes fáciles de digerir para una masa estupidizada por un discurso mediático que la compele todo el tiempo a confiar en la “sangre nueva” sin importar el espurio origen de ésta. Como es de esperarse, la escoria de el candidato, no logra captar qué significa aquello de izquierda y derecha, pues los nazis dueños de vastas extensiones territoriales están convencidos que ellos ni siquiera expresan a este último sector, ya que nadie de derecha podrá y querrá autopercibirse jamás como tal.

También sumamente interesante el trabajo sobre la cuestión de las redes sociales, factor que por desgracia, en nuestros hipermodernos tiempos, moldea subjetividades e incluso dispone de fuertes improntas sobre las intenciones de voto. Fuerte mensaje para comprender además que estaremos perdidos mientras a la masa le importe más lo que alguien redacta en unos pocos caracteres en la anónima virtualidad que aquello que realmente hace en la vida real (los últimos minutos de la película evidencia esto, cuando asistimos que el candidato enloquece... al perder la contraseña de sus redes sociales; patético pero tristemente cercano a la realidad).

La propaganda nazi fue la antesala del marketing posmoderno y esta propuesta nos lo deja en claro, que ellos para ganar son capaces de cualquier cosa, incluso de matar.
Model Citizen (C)
CortometrajeAnimación
Reino Unido2020
5,6
77
Animación
1
16 de marzo de 2022 0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que en plena devastación planetaria producto de la fase del capitalismo neoliberal nos pinten como "sociedad distópica" una parodia que se burla del estilo de vida durante el Estado de Bienestar solo podía provenir de individuos tan sofisticadamente progres y políticamente correctos como los ingleses. La auténticamente distopía ya está entre nosotros, no hace falta imaginarla porque ya es presente, donde las familias se desangran, desaparecen o se tornan "disfuncionales" (ese psicótico eufemismo con el que los progresismos globales adoran denominar los rejuntes de individuos sin más lazos que la necesidad de sobrevivir). Un corto que en los tiempos que corren verdaderamente provoca vergüenza ajena y repulsión, un completo despropósito que da como resultado cualquier cosa menos una sátira.
8 de abril de 2025 0 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el inmenso y cada vez más anémico universo de la ciencia ficción cinematográfica, donde las ideas verdaderamente originales escasean tanto como un manual de ética en una reunión de ejecutivos, irrumpe «Mickey 17», una película que se atreve a plantear la gran pregunta de nuestro tiempo: ¿cuántas veces puede morir un hombre antes de que su contrato laboral lo declare completamente obsoleto? El director coreano Bong Joon-ho —aclamado por su archipremiada «Parásitos»— decidido a confundir existencialismo con entretenimiento, nos lanza así a un mundo en donde los clones se regeneran con mayor facilidad que los reboots de Hollywood.

Nuestro héroe, si es que se puede llamar así al individuo más explotado del cosmos, es Mickey Barnes, encarnado con lúgubre ironía por un Robert Pattinson que parece haber hecho las paces con su destino como eterno mártir del absurdo. Mickey es un “prescindible”, un título laboral que suena más elegante de lo que implica: básicamente, se le contrata para morir indefinidas veces. Con el propósito glorioso de allanar el camino hacia la colonización de un planeta tan hostil que hace que Siberia parezca un spa tropical.
Cada vez que Mickey muere (lo cual ocurre con alarmante frecuencia), se despierta en un nuevo cuerpo clonado, con recuerdos intactos y una creciente desconfianza hacia sus empleadores. Uno podría pensar que esta constante reencarnación despierta algún tipo de reflexión espiritual o al menos una oportunidad de reinventarse. Pero no. Mickey lo enfrenta con el estoicismo de un cajero de supermercado que lleva tres turnos seguidos: resignado, sarcástico y ligeramente hastiado.

La película, sin embargo, no se contenta con la simple tortura psicológica de su protagonista. Decide ampliar el espectáculo hacia un desfile de secundarios tan caricaturescos como simbólicamente saturados. Tenemos al comandante de la misión, Kenneth Marshall, interpretado con furiosa autoimportancia por un Mark Ruffalo que parece haberse tragado un tratado de colonialismo intergaláctico disfrazado de liderazgo carismático. Marshall es el tipo de personaje que considera que todo planeta virgen necesita de una buena dosis de terraformación, preferentemente con napalm ideológico de por medio.

Su esposa, la siempre al borde del histerismo Ylfa, sirve como contrapunto perfecto: obsesionada con la cocina, la diplomacia y otras formas de distracción útiles para quienes no tienen que morir diez veces por semana. Ylfa representa esa clase de optimismo administrativo tan presente en ciertas élites, capaz de decorar un cementerio con cortinas nuevas sin inmutarse en lo más mínimo antes los cadáveres todavía tibios.

En medio de este zoológico existencial que es «Mickey 17», Nasha (Naomi Ackie) aparece como ese tipo de personaje cuya función narrativa podría, en principio, parecer ornamental, pero que lentamente revela una profundidad insospechada, como una bella flor que crece en la rendija oxidada de un búnker. Su relación con Mickey no es tanto romántica como sintomática: dos seres intentando encontrar algo parecido a intimidad en un entorno diseñado para la eficiencia, la sospecha y la muerte reciclable. Nasha no se enamora de un hombre, sino de una anomalía. Y Mickey, por su parte, parece fascinado no tanto por ella como por la posibilidad absurda de que alguien pueda amar lo que, por contrato, está destinado a dejar de existir repetidamente.

Lo que los une no es tanto la pasión ni el heroísmo, sino una forma muy peculiar de ternura nihilista. Nasha actúa como espejo, una suerte de irónico consuelo y como recordatorio de que, incluso en un mundo donde el alma puede ser almacenada como archivo .zip, todavía existen gestos que resisten la lógica corporativa y mercantilizada del olvido. Su vínculo no se expresa en grandes declaraciones, sino en miradas, en silencios, en la voluntad de estar cerca cuando la regeneración es inminente. Hay algo profundamente subversivo en esta dinámica: el afecto como acto de insubordinación, el apego como pequeña revolución frente al mandato de lo descartable.

Lo fascinante de «Mickey 17» es que pretende ser una crítica feroz al sistema, a la instrumentalización del cuerpo humano y al fetichismo de la productividad incesante. Pero lo hace con una elegancia que raya en el kitsch filosófico. La película propone grandes ideas —la muerte como rutina, el yo como archivo, la ética de la clonación— pero a menudo las lanza al espectador con la sutileza de un ladrillo envuelto en papel de regalo.

Por momentos, el guión parece escrito por alguien que ha leído a Nietzsche durante una resaca: la voluntad de poder está, pero la coherencia narrativa se escurre como arena entre los dedos. Se suceden monólogos densos, frases lapidarias sobre la condición humana y referencias vagas a la memoria, la identidad y la posibilidad de disidencia en un mundo en donde tu reemplazo está literalmente al lado, fresquito, esperando activarse.

Visualmente no obstante, la película es una proeza. La estética es tan gélida como el planeta que habitan, con paisajes que transmiten esa belleza inhóspita propia de los lugares donde nadie cuerdo querría pasar siquiera una tarde. La arquitectura de las colonias humanas parece diseñada por alguien con una fijación por el brutalismo escandinavo y los corredores infinitos, ideales para correr dramáticamente tras una revelación o una explosión. Los efectos especiales no deslumbran por su innovación, pero sí logran que todo parezca lo suficientemente caro como para que uno se sienta obligado a prestarle atención.
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A nivel actoral, Pattinson hace gala de su ya célebre rostro de angustia perpetua. Su Mickey es más cínico que heroico, más cansado que valiente. Y eso es, curiosamente, su mayor logro: convertir a un clon desechable en una figura trágica y absurdamente relatable. Su mirada transmite ese tipo de fatiga que uno solo adquiere tras morir varias veces y volver al trabajo como si nada. La interpretación evoca no tanto a un héroe épico, sino a un trabajador precarizado con buena dicción, a diferencia del malogrado «Robocop», quien era resucitado para continuar recibiendo el escarmiento criminal.

En cuanto al ritmo, la película navega entre escenas de acción frenética (explosiones, carreras, enfrentamientos en gravedad cero) y pasajes contemplativos donde se cuestiona todo y no se responde nada. A veces parece que el director juega a ser Tarkovski con presupuesto de Marvel. El resultado es desigual: momentos de profundidad sincera conviven con diálogos que harían sonrojar a un estudiante de primer año de filosofía.

Y, sin embargo, «Mickey 17» posee un encanto torcido. Tal vez sea su descaro, su falta de miedo a caer en el ridículo mientras se lanza de lleno a explorar dilemas que muchas películas prefieren evitar. Tal vez sea la manera en que se burla del progreso, del heroísmo, incluso de sí misma. Hay algo admirable en su ambición sin rumbo, en su mezcla de tragedia y comedia involuntaria, en su capacidad para provocar carcajadas donde se esperaban lágrimas y viceversa. Y es precisamente allí en donde se aprecia con sutil elegancia la mano maestra de Bong Joon-ho.

Lo más satírico de la película no reside en su retrato de un mundo donde los trabajadores son literalmente descartables, sino en el hecho de que, pese a toda su pomposidad, termina siendo una alegoría bastante fiel del presente. ¿Cuántos Mickeys trabajan hoy en oficinas, fábricas o centros de datos, reemplazables, replicables, ignorados? La película exagera, sí, pero apenas; como toda (buena) ciencia ficción, en cierto sentido, anticipa lo que vendrá.

«Mickey 17» es como una ópera escrita por un algoritmo: grandilocuente, errática, pero extrañamente seductora. Es una sátira vestida de tragedia, un ensayo sociopolítico disfrazado de aventura espacial, un cuento moral que se ríe de su propia moral. No es perfecta. De hecho, a ratos es francamente caótica. Pero es ese tipo de caos que invita a mirar, a debatir, y, por qué no, a morir metafóricamente por ella… al menos una vez. O diecisiete, dieciocho, y así hasta el infinito.
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