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Críticas ordenadas por utilidad
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5,2
11.140
6
1 de febrero de 2009
1 de febrero de 2009
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Muchas veces el espectador de películas de terror de serie B afronta el visionado de cada nueva perla con una postura que resulta difícil de comprender para alguien ajeno al juego: somos poco exigentes con nuestros autores; simplemente buscamos un entretenimiento sádicamente naïf, y no es difícil cumplir nuestras expectativas; simplemente hace falta un poco de sentido del humor, una casa alejada de la civilización y más de un cadáver.
Podríamos decir que es una forma distinta de ver cine, quizás algo infantil: nos gusta ver los argumentos de siempre; no queremos tener quebraderos de cabeza, sólo esperamos la espectacular aparición del monstruo final. Y en el riguroso respeto a estos tópicos se mueve la primera película como director de Rob Zombie, La casa de los 1000 cadáveres.
El film se ve abrigado por una fabulosa recreación estética de todo tipo de títulos de la serie B americana de los setenta y ochenta; es más, acaba consiguiendo una atmósfera de miseria y corrupción, de invitación a la arcada muy propia de estos títulos mentados. Bien podría confundirse entre toda la morralla de las estanterías de video-club de antaño.
A su vez, la recreación estética de las barracas de feria, los trenes de la bruja, payasos beodos, clanes familiares psicópatas, maizales abandonados, carreteras poco transitadas, resulta impecable. No podemos olvidar títulos como La Matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) o La casa de los horrores (The Funhouse, 1981).
Entretanto, disfrutamos de la función aún yendo en todo momento un paso por delante de la película, que no depara ninguna sorpresa. El goce estético de este cárnico vergel, salpicado de verdes descompuestos y rojos escupidos, como viñetas de un comic de la EC, ya nos compensa, dado que Rob Zombie no pretende una labor original tras la cámara; antes bien, lo suyo es una labor mimética, recreada con cierta holgura de medios.
El problema se plantea cuando a Rob no le quedan más cartas por mostrar: una vez hemos entrado en su propio Tren de la Bruja y conocemos los decorados, nos vemos en la incómoda tesitura de esperar a que los personajes salgan de los subterráneos.
Y perdido ese factor sorpresa, aprehendida esa estética de lo bizarro, poco más podemos encontrar en la película. Quizás por eso se resiente la parte final del metraje, cerca de media hora en la que, aprendida la buena caligrafía de Rob Zombie, hemos de esperar a un desenlace que ya intuíamos desde los primeros minutos de proyección.
Finalizada la proyección, queda un buen sabor de boca, se aprecia la mala baba del realizador, incluso cierto talento visual para las imágenes extremas, pero acabamos echando en falta más cosas que contar. Quizás el film haya supuesto para el realizador una liberación; una forma de exorcismo de esos films que le obsesionaron en la adolescencia. Una vez libre de estos fantasmas, esperemos su siguiente película: Rob Zombie ama la serie B como ya demostró al mando del grupo de rock White Zombie.
Podríamos decir que es una forma distinta de ver cine, quizás algo infantil: nos gusta ver los argumentos de siempre; no queremos tener quebraderos de cabeza, sólo esperamos la espectacular aparición del monstruo final. Y en el riguroso respeto a estos tópicos se mueve la primera película como director de Rob Zombie, La casa de los 1000 cadáveres.
El film se ve abrigado por una fabulosa recreación estética de todo tipo de títulos de la serie B americana de los setenta y ochenta; es más, acaba consiguiendo una atmósfera de miseria y corrupción, de invitación a la arcada muy propia de estos títulos mentados. Bien podría confundirse entre toda la morralla de las estanterías de video-club de antaño.
A su vez, la recreación estética de las barracas de feria, los trenes de la bruja, payasos beodos, clanes familiares psicópatas, maizales abandonados, carreteras poco transitadas, resulta impecable. No podemos olvidar títulos como La Matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) o La casa de los horrores (The Funhouse, 1981).
Entretanto, disfrutamos de la función aún yendo en todo momento un paso por delante de la película, que no depara ninguna sorpresa. El goce estético de este cárnico vergel, salpicado de verdes descompuestos y rojos escupidos, como viñetas de un comic de la EC, ya nos compensa, dado que Rob Zombie no pretende una labor original tras la cámara; antes bien, lo suyo es una labor mimética, recreada con cierta holgura de medios.
El problema se plantea cuando a Rob no le quedan más cartas por mostrar: una vez hemos entrado en su propio Tren de la Bruja y conocemos los decorados, nos vemos en la incómoda tesitura de esperar a que los personajes salgan de los subterráneos.
Y perdido ese factor sorpresa, aprehendida esa estética de lo bizarro, poco más podemos encontrar en la película. Quizás por eso se resiente la parte final del metraje, cerca de media hora en la que, aprendida la buena caligrafía de Rob Zombie, hemos de esperar a un desenlace que ya intuíamos desde los primeros minutos de proyección.
Finalizada la proyección, queda un buen sabor de boca, se aprecia la mala baba del realizador, incluso cierto talento visual para las imágenes extremas, pero acabamos echando en falta más cosas que contar. Quizás el film haya supuesto para el realizador una liberación; una forma de exorcismo de esos films que le obsesionaron en la adolescencia. Una vez libre de estos fantasmas, esperemos su siguiente película: Rob Zombie ama la serie B como ya demostró al mando del grupo de rock White Zombie.

6,0
13.848
6
1 de febrero de 2009
1 de febrero de 2009
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un momento histórico tan desdibujado y cargado de incertidumbres como el actual, en el que los historiadores y periodistas parecen decididos a ofrecernos la “otra” visión de los acontecimientos, es el caldo de cultivo perfecto para que florezca la Teoría de la Conspiración. En este contexto cobra más sentido que nunca aquella máxima de que la frontera entre ciencia-ficción y realidad social no es más que una ilusión óptica, y esta es una característica que cumplen multitud de obras, convertir la letra pequeña de las noticias en un endiablado juego de delirios y elucubraciones propio de Philip K. Dick.
Si por algo destaca El mensajero del miedo de Jonathan Demme es por ser un film elaborado con sentido del riesgo: rodada con un formato televisivo que no juega a virtuosismos con el scope (antes bien, aporta una impronta documentalista y una estética deslucida que inquieta), sirviéndose de unas tensas melodías dodecafónicas, el film se presenta con una galería de colores apagada y feísta, similar a la vista en cintas underground y del cine de denuncia de los setenta. Destaca el poderoso empleo de la banda de sonido: en ésta se superponen música incidental, diálogos y voces de locutores de televisión, creando una peculiar “música” del todo falta de armonía que nos introduce en un mundo (nuestro mundo) mediatizado, sobresaturado de información, estresante, en el cual, las más de las veces, antes que ayudarnos a comprender las situaciones, los medios de comunicación nos embrutecen e insensibilizan. También resultará modélico el partido sacado a los primeros planos, algo que nos recuerda a la oscarizada El silencio de los corderos, del propio Demme.
Ante este film no cabe otra interpretación que la más directa: estamos controlados. Con motivo de los últimos acontecimientos internacionales, está quedando atrás el cine de divertimento como tal; la politización y toma de postura de los autores resulta algo ya inevitable. En este film se bucea en las profundidades de la mente: a ciertos personajes se les quiere imponer mediante sesiones de lavado de cerebro una versión de los hechos que no podrán cuestionar, y es ese mismo dogmatismo el que se quiere imponer a la opinión pública internacional, aparentemente tranquilizada porque los ejércitos se movilizan contra el enemigo común: el terrorismo internacional.
Centrándonos en el film, diremos que su desestructuración, sus exageradas elipsis, consiguen sumirnos en el mismo estado de incertidumbre que padece el protagonista. Durante algo más de dos horas disfrutaremos de una arriesgada película de suspense que algunos tacharán de exagerada y caricaturesca, pero que, a la vista de acontecimientos como las crueles torturas de irakíes a manos de soldados yanquis, realizadas con el total beneplácito de sus superiores, nos resulta extrañamente plausible. Porque la Gran Conspiración existe, y... ¿es real?
Si por algo destaca El mensajero del miedo de Jonathan Demme es por ser un film elaborado con sentido del riesgo: rodada con un formato televisivo que no juega a virtuosismos con el scope (antes bien, aporta una impronta documentalista y una estética deslucida que inquieta), sirviéndose de unas tensas melodías dodecafónicas, el film se presenta con una galería de colores apagada y feísta, similar a la vista en cintas underground y del cine de denuncia de los setenta. Destaca el poderoso empleo de la banda de sonido: en ésta se superponen música incidental, diálogos y voces de locutores de televisión, creando una peculiar “música” del todo falta de armonía que nos introduce en un mundo (nuestro mundo) mediatizado, sobresaturado de información, estresante, en el cual, las más de las veces, antes que ayudarnos a comprender las situaciones, los medios de comunicación nos embrutecen e insensibilizan. También resultará modélico el partido sacado a los primeros planos, algo que nos recuerda a la oscarizada El silencio de los corderos, del propio Demme.
Ante este film no cabe otra interpretación que la más directa: estamos controlados. Con motivo de los últimos acontecimientos internacionales, está quedando atrás el cine de divertimento como tal; la politización y toma de postura de los autores resulta algo ya inevitable. En este film se bucea en las profundidades de la mente: a ciertos personajes se les quiere imponer mediante sesiones de lavado de cerebro una versión de los hechos que no podrán cuestionar, y es ese mismo dogmatismo el que se quiere imponer a la opinión pública internacional, aparentemente tranquilizada porque los ejércitos se movilizan contra el enemigo común: el terrorismo internacional.
Centrándonos en el film, diremos que su desestructuración, sus exageradas elipsis, consiguen sumirnos en el mismo estado de incertidumbre que padece el protagonista. Durante algo más de dos horas disfrutaremos de una arriesgada película de suspense que algunos tacharán de exagerada y caricaturesca, pero que, a la vista de acontecimientos como las crueles torturas de irakíes a manos de soldados yanquis, realizadas con el total beneplácito de sus superiores, nos resulta extrañamente plausible. Porque la Gran Conspiración existe, y... ¿es real?
1 de febrero de 2009
1 de febrero de 2009
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las sombras del thriller de los 90, la teoría de la conspiración, los entornos artificiales, las posibilidades de la criminología como disciplina científica, el juego elevado a su categoría más trascendental, el intelecto y la capacidad deductiva como forma de arte... Son tantas las ideas acariciadas por Renny Harlin y tan pocos los aciertos...
Debo decir que Harlin siempre me ha parecido un cineasta formulario e impersonal, desde sus inicios en el cine de serie B con títulos dignos del olvido (Pesadilla en Elm Street 4, Presidio) hasta unas películas de acción paquidérmicas que en los 90 ganaron muchos adeptos (Máximo riesgo, La isla de las cabezas cortadas).
Pese al poco crédito de que goza el cineasta, Cazadores de mentes despertó cierta curiosidad al tratar de remedar el éxito de títulos como Seven, aderezando el conjunto con tramas conspiratorias, como las de Cube o El Show de Truman.
Desgraciadamente, el resultado es en exceso convencional y además está clarísimamente orientado a los espectadores más jovencitos, como se puede apreciar en la música de baile que no para de sonar, o en una galería de personajes emocionalmente anémicos. En este sentido resulta ejemplar (ejemplarmente mala, se sobreentiende) la presentación del grupo de detectives, que emplean sus dotes psicológicas para ligar con las chicas en discotecas.
Por lo demás, el desenmascaramiento de una realidad escurridiza, tema fascinante tratado en films como La Huella, de Mankiewicz, se resuelve en Cazadores de mentes a base de mamporros, resultando el film un “cuenta-cadáveres” mecánico y tramposo, que ni de lejos llega a ahondar en las premisas de las que parte.
El film contiene algún logro aislado, alguna imagen que transmite cierta inquietud (el ambiente de la isla-fantasma poblada por maniquíes resulta ciertamente sugestivo), pero difícilmente sorprenderá a un espectador con un mínimo de memoria, de manera que, se adivina, sólo podrá convencer a espectadores despistados, que no hayan entrado a una sala en quince años y se dejen sorprender con facilidad.
Debo decir que Harlin siempre me ha parecido un cineasta formulario e impersonal, desde sus inicios en el cine de serie B con títulos dignos del olvido (Pesadilla en Elm Street 4, Presidio) hasta unas películas de acción paquidérmicas que en los 90 ganaron muchos adeptos (Máximo riesgo, La isla de las cabezas cortadas).
Pese al poco crédito de que goza el cineasta, Cazadores de mentes despertó cierta curiosidad al tratar de remedar el éxito de títulos como Seven, aderezando el conjunto con tramas conspiratorias, como las de Cube o El Show de Truman.
Desgraciadamente, el resultado es en exceso convencional y además está clarísimamente orientado a los espectadores más jovencitos, como se puede apreciar en la música de baile que no para de sonar, o en una galería de personajes emocionalmente anémicos. En este sentido resulta ejemplar (ejemplarmente mala, se sobreentiende) la presentación del grupo de detectives, que emplean sus dotes psicológicas para ligar con las chicas en discotecas.
Por lo demás, el desenmascaramiento de una realidad escurridiza, tema fascinante tratado en films como La Huella, de Mankiewicz, se resuelve en Cazadores de mentes a base de mamporros, resultando el film un “cuenta-cadáveres” mecánico y tramposo, que ni de lejos llega a ahondar en las premisas de las que parte.
El film contiene algún logro aislado, alguna imagen que transmite cierta inquietud (el ambiente de la isla-fantasma poblada por maniquíes resulta ciertamente sugestivo), pero difícilmente sorprenderá a un espectador con un mínimo de memoria, de manera que, se adivina, sólo podrá convencer a espectadores despistados, que no hayan entrado a una sala en quince años y se dejen sorprender con facilidad.
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