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Críticas 20
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
20 de marzo de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
En 1996, Cake, la genial banda de Sacramento, lanzó Fashion Nugget, un disco que contenía uno de los himnos más representativos de una de las situaciones más incómodas en las relaciones humanas: estar atrapado en una friendzone eterna cuando lo que realmente deseas es algo más. Friend is a four letter word es un lamento irónico sobre ese momento doloroso en el que te das cuenta de que, para la otra persona, solo eres «un amigo».

Sin embargo, lo que funciona perfectamente en una canción rara vez se traduce en una historia cinematográfica atractiva. El cine necesita evolución, transformación o, al menos, una resolución. Pero este tipo de relaciones carece de un arco narrativo interesante: un personaje quiere algo, no lo consigue y sigue ahí, atrapado. Las películas suelen evitar ese estancamiento o lo resuelven con un giro.

Si hay un director que supo capturar como nadie estas dinámicas sin necesidad de grandes giros ni redenciones dramáticas, ese es Éric Rohmer. Su cine prescinde de artificios y golpes de efecto. Nos presenta historias de un realismo tan puro que consigue hacer atractivas situaciones que, en apariencia, son completamente anodinas.

En La mujer del aviador (1981), Rohmer nos muestra a François (Philippe Marlaud), un joven atrapado en una relación con Anne (Marie Rivière). Ella le ignora, le esquiva y le da migajas de atención mientras él insiste en creerse su novio. Sin embargo, Anne no engaña a nadie: es bastante honesta con François y le deja claro que no quiere una relación convencional, prefiere seguir en su apartamento de soltera y mantener su independencia. No da lugar a confusión, pero François, aun así, se aferra a la ilusión.

Un día, cree ver a Anne con su ex, un misterioso aviador, y se embarca en una persecución absurda por París para confirmar… no se sabe muy bien qué. En plena vigilancia conoce a Lucie (Anne-Laure Meury), una chica más joven que se burla abiertamente de su ingenuidad y le pone frente al espejo de su propia ridiculez.

Con esta cinta Rohmer da inicio a su serie Comedias y proverbios, retomando su característico lenguaje minimalista. La película sigue su estilo habitual: diálogos naturales, una puesta en escena sencilla y una observación meticulosa de las emociones y comportamientos de sus personajes. Filmada en apenas un par de meses y con un presupuesto reducido, Rohmer recurre a la luz natural y prescinde de artificios estilísticos, apostando por la espontaneidad y el realismo. Su narrativa se construye a través de pequeñas interacciones y detalles cotidianos que, lejos de ser triviales, revelan con precisión las dinámicas sentimentales y psicológicas de sus protagonistas.

Desde fuera, la historia de François es fácil de analizar. Pero cuando se vive en primera persona, la perspectiva cambia. Lo que para un espectador parece una trampa obvia, desde dentro se siente como una batalla que no quieres perder. Para François (y para cualquiera en su lugar), renunciar a Anne no solo significa aceptar la derrota, sino enfrentarse al vacío, a un lugar mucho más oscuro y desolador.

Lo que es obvio es que no todos interpretan estas dinámicas como los Cake, que las resumieron en tres minutos de música. François, amigo, date cuenta: Friend is a four letter word.
13 de marzo de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
El otro día me saltó un reel de Raúl Cimas con una reflexión que encierra mucha verdad: «La posibilidad de trabajar en lo que te gusta puede ser un caramelo envenenado. Conviertes en tu oficio algo que era tu pasión y, una vez que es tu oficio, deja de ser tu pasión. Más te vale buscarte otros hobbies.» Y añadía: «Creo que es una muestra de sabiduría elegir un trabajo que no te importe demasiado. No te digo que te la sude por completo, pero sí uno que puedas compartimentar perfectamente: de aquí a aquí estoy trabajando, y de aquí a aquí, no.»

Esa idea de delimitar trabajo y pasión conecta directamente con Henry Fool (Hal Hartley, 1997). En ella conocemos a Simon Grim (James Urbaniak), un hombre callado, tímido y sin rumbo, que trabaja como basurero. Todos los días realiza ese trabajo monótono y alienante mientras convive con su hermana Fay (Parker Posey), atrapada en un torbellino de relaciones esporádicas, y con su madre, que sufre problemas mentales.

Todo cambia con la llegada al barrio de Henry Fool (Thomas Jay Ryan), un personaje carismático, enigmático y completamente dionisíaco: amante de la mala vida, el alcohol y el sexo. Henry tiene la arrogancia de un intelectual bohemio que se cree escritor y anima a Simon a dar rienda suelta a su creatividad. Le regala un cuaderno y le dice que, si no encuentra las palabras, las escriba. Simon, con su vida tan anodina y rígida, comienza a volcar en forma de poemas un mundo interior visceral y desbordado, tan intenso como el propio Henry. Lo que escribe genera reacciones extremas en todo aquel que lo lee.

Simon encarna esa idea de Cimas: tiene un trabajo que «se la suda». Su empleo como basurero no consume su alma ni se lleva lo mejor de él. Dedica su tiempo libre a la literatura. Pero la película también muestra que ese tiempo puede ser usado de formas muy distintas: mientras Simon lo emplea para crear, otros lo utilizan para destruir.

En otras ocasiones hemos hablado de la tensión entre orden y caos que rige nuestras vidas. En Henry Fool resulta divertido intentar calcular qué porcentaje de cada elemento tienen los personajes:
• Simon representa el orden absoluto. Vive en una rutina tiránica y monótona, pero necesita el caos de Henry para crecer y transformarse.
• Fay, en cambio, vive en el caos. Sus intentos de salir de él son constantes, pero el caos es una fuerza descontrolada que no lo pone nada fácil.
• Henry es un auténtico agente del caos. Por más esfuerzos que haga (y alguno hace), parece destinado a generar desorden allá donde va.

Siempre he sentido debilidad por el cine de Hal Hartley. Su estilo es único, muy personal, y no siempre encuentra el público ni la financiación que merecería. Henry Fool es, probablemente, una de sus obras más redondas, con esa manera tan característica de construir personajes y abordar conflictos y emociones en el marco de una América suburbana.

Quizá una de las lecciones de Henry Fool sea esa: si trabajas en algo que no te importa demasiado, te quedará tiempo (y alma) para dedicarte a lo que te gusta hacer. Aunque, claro, no todos tenemos un Henry Fool en el barrio para darnos ese empujón.
6 de marzo de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
El genial Álvaro Cunqueiro solía narrar las historias de los menciñeiros que frecuentaban la farmacia de su padre en Mondoñedo. Esos curanderos que entendían que las dolencias no solo afectaban al cuerpo, sino también al alma. Uno de ellos logró curar a un hombre tan triste y apático que incluso el vino le sabía ácido. ¿Su solución? Enseñarle a leer. Lo llevó de Bretoña a Ribadeo, libro de Blasco Ibáñez en mano, y, al regresar, el hombre había recuperado el gusto por el vino, las mozas y la vida misma.

Otro menciñeiro una vez tuvo que tratar a un señor llamado Pedro Pérez que venía consumido por ese mal tan gallego de ahogarse en sus propias preocupaciones. Después de analizar la situación, le dijo con severidad:—Tú no tienes nada. Y, además, no te llamas Pedro Pérez. Eres José Gómez, vives en La Habana y trabajas en un tren de lavado.Y para que no quedaran dudas, le mostraba unas fotos de un tal José Gómez que parecían confirmar todo lo dicho. Poco a poco, el enfermo terminaba aceptando su nueva identidad. Y claro, una vez que dejas de preocuparte por los problemas de Pedro Pérez, los de José Gómez tardan en aparecer. Así comenzaba una nueva vida, al menos por un tiempo.

Esta idea de dejar atrás quién eras y empezar de nuevo (aunque sin menciñeiros de por medio) aparece en Thursday (Skip Woods, 1998). Casey (Thomas Jane) es un arquitecto con una vida aparentemente tranquila junto a su mujer, pero todo lo que intenta olvidar vuelve a atraparlo en un solo día. En ese «jueves», mientras su esposa está en un viaje de negocios, su pasado criminal llama literalmente a la puerta. Viejos conocidos como Nick (Aaron Eckhart), una psicópata de sensualidad desbordante llamada Dallas (Paulina Porizkova) y un enigmático Mickey Rourke en un papel breve pero interesante desfilan por su casa para recordarle que, por mucho que intentes reinventarte, el pasado no siempre se queda atrás.

La película presenta una violencia estilizada, diálogos ingeniosos y situaciones extremas, con una influencia más que evidente del cine que Quentin Tarantino popularizó en los años 90.

Paulina Porizkova está absolutamente magnética como una femme fatale desquiciada que encarna a la perfección la tensión y el caos que dominan la película. Mickey Rourke, por su parte, hace lo que mejor sabe: aparecer y llenar la pantalla de carisma.

Toda la acción transcurre en interiores, en una casa que se convierte en un laberinto donde Casey está atrapado tanto física como emocionalmente. Este uso limitado de escenarios no solo refleja el presupuesto ajustado de la película (cine independiente de los 90), sino que también amplifica la sensación de asfixia del protagonista. Casey no solo está atrapado por las paredes de su casa, sino también por un pasado que se resiste a soltarlo.

Thursday es una película sobre cómo escapar del pasado. Casey intenta redimirse y construir una nueva vida, pero la redención tiene un coste, y no está claro si es posible escapar por completo de lo que uno fue. Es un tema que, como en las historias de Cunqueiro, plantea una pregunta: ¿se puede empezar de cero sin que el pasado vuelva a llamar a la puerta?

A veces, la única manera de empezar una nueva vida es aceptando que también hay que enterrar parte de uno mismo. Como ese menciñeiro que convencía a Pedro Pérez de que, en realidad, era José Gómez.
8
27 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
«Hiperstición» es un concepto desarrollado por Nick Land y la Cybernetic Culture Research Unit (CCRU) que refiere a una idea performativa que provoca su propia realidad, una ficción que crea el futuro que predice. Si pensamos en la superstición como una serie de acciones encaminadas a evitar un mal futuro, la hiperstición sería lo contrario: una idea tan poderosa que termina manifestándose en la realidad, una especie de profecía autocumplida que se refuerza a sí misma.

La historia de Dan Da Dan parte de una paradoja hipersticional: los protagonistas creen en lo paranormal, pero de manera asimétrica. Momo Ayase cree en los fantasmas y Ken Takakura (Okarun) en los extraterrestres, y es precisamente su intento de refutar la visión del otro lo que desencadena una avalancha de fenómenos sobrenaturales. No solo descubren que ambos tienen razón, sino que, de alguna manera, su creencia activa ese mundo oculto.

Desde el punto de vista de la «hiperstición», esto encaja con la idea de que las narrativas no son meras descripciones del mundo, sino motores que lo transforman. Si nadie hubiera hablado de los aliens y los fantasmas, ¿se habrían manifestado de la misma manera? ¿O es la propia obsesión con ellos lo que les da forma?

Además, cuanto más avanzan, más enredados quedan en un circuito de retroalimentación. Al enfrentar lo paranormal, ellos mismos se convierten en parte de la mitología del mundo. Okarun, por ejemplo, no solo presencia lo sobrenatural, sino que acaba obteniendo poderes demoníacos, lo que lo inserta directamente en esa lógica mágica que antes solo investigaba. Es como si la frontera entre creer y hacer que algo ocurra fuera cada vez más difusa.

Más allá de lo teórico, Dan Da Dan tiene otra particularidad difícil de ignorar: la obsesión que tanto fantasmas como alienígenas muestran por los genitales ajenos. Sobre esta extraña fijación en la sexualidad se construye buena parte del conflicto de la serie. Es curioso cómo estos seres de otro plano –o de otros mundos– parecen tener una fascinación cósmica por lo que nos define como humanos… o animales.

La tensión sexual no resuelta entre los protagonistas es un recurso clásico del anime, y Dan Da Dan no es la excepción. Okarun es un chico solitario, sin vida social, mientras que Momo Ayase, aunque popular, nunca termina de encajar del todo en ese juego de estatus. Su relación es un continuo tira y afloja, una conexión que parece imposible pero inevitable al mismo tiempo, como dos asíntotas que siempre están a punto de tocarse pero nunca lo hacen. Entre celos, malentendidos y la incapacidad de expresar lo que realmente sienten, su dinámica se construye sobre la incertidumbre y la expectación, un reflejo no solo de muchas historias de anime, sino también de la vida misma.

El anime también refuerza su identidad con un opening vibrante: Otonoke de Creepy Nuts, el dúo que ya había pegado fuerte con Bling-Bang-Bang-Born —la intro de Mashle que, sin exagerar, podría estar en la conversación sobre las mejores aperturas de anime de la historia—. Con su energía arrolladora, la canción encapsula perfectamente el frenesí de Dan Da Dan, convirtiéndose en otro de esos temas que simplemente no puedes saltar.

Dan Da Dan no solo juega con lo sobrenatural, sino también con el poder de la creencia y la narrativa. Si la «hiperstición» es una idea que se convierte en realidad por la propia fuerza de su enunciación, la serie nos deja con una pregunta intrigante: ¿qué otras cosas en nuestro mundo funcionan de la misma manera? Quizás la realidad sea, en última instancia, una historia que nos contamos a nosotros mismos… y, como en Dan Da Dan, cuanto más nos la creemos, más real se vuelve.
20 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
A los gallegos no nos gusta que nos muevan los «marcos» de las «leiras». Es un asunto casi sagrado. Podrán discutirse muchas cosas, pero el límite de la tierra que nos pertenece no se toca. Esos «marcos» son historia, identidad y lazos familiares que han sobrevivido generaciones. ¿Quién los puso ahí? No importa. Están ahí.

Sin embargo, a lo largo de la historia, mover los «marcos» ha sido el detonante de innumerables conflictos, desde pequeñas disputas vecinales hasta guerras sangrientas. En el fondo, la mayoría de los conflictos humanos, ya sean a pequeña o gran escala, tienen su raíz en el control de un trozo de tierra. La propiedad, esa noción tan humana, a menudo se convierte en una cuestión de vida o muerte.

En Flaming Star (Estrella de fuego. 1960), dirigida por Don Siegel, esta idea se traslada al contexto del Lejano Oeste, donde los enfrentamientos entre colonos blancos e indígenas americanos son la norma. La película está ambientada en un momento de tensiones crecientes entre dos grupos que reclaman las mismas tierras: por un lado, los colonos estadounidenses, que llevan décadas asentados y consideran la zona como suya; por otro, los kiowas, los indígenas que vivían allí mucho antes de que ningún hombre blanco pronunciara las palabras «derecho de propiedad».

En el centro de esta disputa encontramos a una familia que simboliza la unión imposible entre ambos mundos. El padre (John McIntire) es un hombre blanco; la madre (Dolores del Río), una mujer kiowa. Tienen dos hijos: Clint (Steve Forrest), fruto de una relación anterior del padre, y Pacer, interpretado por Elvis Presley, mestizo y atrapado entre dos lealtades.

Cuando la guerra entre colonos e indígenas parece inevitable, Pacer se enfrenta a una decisión imposible: ayudar a los kiowas, el pueblo de su madre, o proteger a su propia familia. ¿De qué lado estás cuando ambos reclaman tu lealtad, cuando la sangre y la identidad chocan frontalmente?

Más allá de esta disyuntiva moral, la película plantea un tema universal: la tensión entre lo que creemos que es nuestro por derecho natural y lo que otros reclaman como suyo. Esa tensión trasciende épocas y culturas. Hoy vivimos en un mundo donde el concepto de propiedad privada parece cada vez más difuso. Se dice que «no tendrás nada y serás feliz», pero ¿hasta qué punto esa idea es compatible con la naturaleza humana? La propiedad, ya sea un pedazo de tierra o una idea, es parte esencial de cómo construimos nuestra identidad y nuestras comunidades; es también un vehículo para alcanzar nuestras libertades.

Volviendo a Flaming Star, nos encontramos con un western sólido y bien dirigido. La dirección de Don Siegel es, como siempre, elegante y precisa. Elvis Presley, que canta una sola canción al inicio, demuestra aquí que podía ser más actor de lo que muchos podrían esperar. Su actuación, sobria y efectiva, da peso emocional a un personaje desgarrado entre el deber y el amor… todo ello sin despeinarse.

Eso sí, me imagino al pobre Elvis, con su disyuntiva existencial, enfrentándose a un gallego cualquiera y preguntándole: “¿E logo, eses marcos quén os moveu?”.
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