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Críticas 444
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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8 de julio de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Por qué matar a un ruiseñor? Por qué hacer daño a una criatura que nos hace un bien con su presencia, que alegra la vida con su canto? ¿Por qué hacer daño a la nobleza? Es la pregunta que subyace en el título de Matar a un ruiseñor (Kill a mockingbird, 1962), de Robert Mulligan, con guion de Horton Foote, quien adapta la homónima novela de Harper Lee (que se inspiró en vivencias propias y sucesos que habían acontecido cerca de su localidad natal, Monroeville, Alabama). En la narración cinematográfica acontecen en Maycond, y no en 1936, como en la novela, sino en 1932. La perspectiva es la de Scout, perspectiva que es evocación, ya que su voz introduce la narración desde la evocación veinte años después. Con seis años, y con los rasgos de Mary Badham, su mirada proyecta las interrogantes y desconciertos, como mirada que progresivamente se conforma, perfila y ajusta (es una mirada en proceso de formación), aún más que la de su hermano Jem (Philip Alford), cuatro años mayor. Nos introducen en la mirada que aún contempla el mundo como un espacio o escenario difuso, entre lo real y lo mágico, lo fabuloso y lo cotidiano. Representa la perspectiva que aún contempla la realidad como un escenario entre el cuento o la leyenda y la realidad, sin aún diferenciar los límites. Resulta manifiesto a través de su proyección sobre la casa vecina, en concreto, la enigmática figura, en cuanto aún no visibilizada, que es el hijo, Boo (un sobrenombre, el del misterio y lo fantasmal, lo siniestro y lo ominoso, cual fantasma de una mansión gótica). Es una figura que es una sombra, una sombra sobre la que especulan, y que los relatos han convertido en una criatura con dientes afilados y baba. Una sombra que les asusta cuando se cierne sobre Jem mientras realizan una incursión en la noche (para demostrar su valor). Una sombra, de todas maneras, que no le ataca sino que retrocede. Una contradicción que ya sedimenta una interrogante ¿Es un monstruo realmente?

Otro tipo de monstruo, una figura entremedias de lo real y lo anómalo, una figura real cuyo comportamiento habitual está alterado, irrumpe en su calle, sí de modo visible, con colmillos y baba, un perro que sufre rabia, al que tiene que abatir su padre, Atticus Finch (Gregory Peck); detalle elocuente, no puede sostener sus gafas cuando se posiciona para disparar, por lo que debe tirar sus gafas al suelo (el enfoque sobre la realidad puede alterarse, o no ser fácil de precisar). Atticus precisamente destaca por una mirada ecuánime que intenta que sea la que prime en una realidad que más bien se define por su alteración u ofuscación (la de la actitud humana que se guía por sus impulsos viscerales). Atticus es un abogado que, precisamente, defiende a quienes otros califican como un monstruo, en el territorio de lo real y cotidiano, Tom Robinson (Brock Peters), un hombre negro al que casi todos consideran culpable de la violación de una mujer blanca, Mayella (Collin Wilcox), hija de un virulento racista, Bob Ewell (James Anderson). La figura de Boo no será visibilizada hasta los pasajes de la conclusión, pero también, durante buena parte del metraje, Robinson es también una figura también invisible, hasta el momento en que comienza el juicio (¿no es invisible por su condición estigmatizada, y marginada, por su raza, y por las ofuscadas, virulentas (y convenientes) proyecciones de los racistas, que lo convierten en una figura irreal, distorsionada, que no se corresponde con cómo es en realidad? Matar a un ruiseñor es una obra sobre los monstruos que generan nuestros miedos, nuestros prejuicios y la vertiente abyecta del ser humana (su naturaleza virulenta) y sobre su opuesto, la empatía, la comprensión del punto de vista de los demás, la capacidad y deseo de ponerse en la piel de los otros.

Atticus Finch es un excepcional ejemplo de esa capacidad y actitud empática, epítome de la nobleza de espíritu. Un hombre razonable, cabal, sereno y comprensivo. Cuando nos es presentado comenta a su hija, Scout (Mary Badham), que hubiera preferido no agradecerle su detalle a un vecino, Cunningham (Crahan Denton), porque sabe cuánto le incomoda a Cunningham esa circunstancia. Atticus alguien que tiene presente siempre cómo sienten (o pueden sentirse) los demás. En otro momento, cuando Scout no entiende por qué ha actuado mal, precisamente con el hijo de ese hombre, Atticus le dice que en la vida para comprender y entender a los otros es necesario saber cuál es su punto de vista, qué sienten y piensan, cómo les afectan las cosas y cada circunstancia. Atticus no proyecta sus miedos o recelos. Atticus es un caballero cuyas lides son combatir los prejuicios y las presunciones. Defiende a un hombre negro acusado de violar a una blanca en un contexto, una población sureña, en el que racismo aún palpita feroz en ciertas mentes mezquinas, aunque sepa que se enfrenta a casi un imposible. Los caballeros como él asumen que van a contracorriente. Por eso, todos los negros se ponen de pie cuando él abandona la sala tras el jucio. Un gesto de respeto para quien con sus acciones demuestra su constante respeto a los demás sea cual sea su condición.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
No deja que sus impulsos viscerales le dominen ni siquiera en la derrota, en la que podría verse tentado de descargar su frustración. Efectivamente, Robinson es declarado culpable y, aun más, recibe un escupitajo de uno de esos representantes de la mentalidad obtusa, Ewell, sin responder a la provocación de la violencia. Porque ésta es algo a combatir. Cuestiona repetidamente a Scout que no se involucre en peleas, o que las provoque, por bueno que sea su motivo. No anima al uso de las armas, pese a que su hijo quiera disfrutar de una de ellas como otros chicos de su edad (aunque él sea diestro en el uso del fusil, como demuestra con su puntería cuando tiene disparar al perro rabioso). Pero no cree en los alardes, como no hay heroísmo en sus acciones, sino que actúa por necesidad (el perro rabioso) o por sentido de la integridad y empatía (con la furia de la turba que quiere linchar al hombre negro acusado). Su arma es el razonamiento templado, la ecuanimidad. Es la actitud que persevera en su resistencia ecuánime. Asume las derrotas, pese a que las considerara previsibles, como el veredicto de culpabilidad de Robinson, aunque sea con desesperación, como su muerte posterior, cuando de nuevo intentó huir de una vida que consideraba inapelablemente condenada. Atticus aún creía posible que la apelación pudiera haber fructificado (como expresa cuando recibe la noticia, por primera vez mostrando su semblante a los demás, y a cámara, ya que en principio se ha mantenido de espaldas, mientras lidiaba con su desolación e impotencia).

Atticus se asemeja, en actitud, a otro hombre de leyes, Abraham Lincoln, quien, en El joven Lincoln (1939), de John Ford, se enfrenta también a otro intento de linchamiento. La mente linchadora es la que genera y proyecta monstruos ilusorios con su inflexibilidad y sus prejuicios, incapaces de verse a sí mismos como monstruos por el daño que infligen, o no dudan en querer realizar justificados por su furia. No es Tom Robinson un monstruo ni lo es Boo, realmente Arthur (Robert Duvall), quien, precisamente, evita que Jem y Scout sean agredidos en el bosque por Ewell. La sombra de la realidad mágica, fabulosa, creada por Jem y Scout, se hace presencia, e interviene, para salvar sus vidas. No solo no era un monstruo, una amenaza en la sombra que temer, sino que se revela que era él quien había dejado diversos objetos en el tronco de un árbol entre ambas cosas (un par de muñecos que representaban a Jem y Scout, una medalla…), y es quien les salva, matando al real monstruo, la mente mezquina del racista y padre violento y abusivo, ya que era él quien realmente había apalizado a su hija tras que esta pidiera a un negro que la besara. Se descubre por tanto que bajo la apariencia, tras la proyección estigmatizadora que ha hecho de la incógnita temor y amenaza, no hay sino un ruiseñor. Una figura frágil y noble que salva a los niños de la real amenaza, la turbia mentalidad del obtuso y violento racista. Esa figura tímida en penumbras, tras la puerta de la habitación en cuya cama yace el herido Jem, que descubre Scout. El trayecto de la narración, a través de la mirada de la niña, es una odisea del conocimiento, el descubrimiento de la consciencia de cómo nuestra ignorancia, nuestro más temible monstruo, no se esfuerza en discernir la bella vulnerabilidad del ruiseñor.

Alexander Zárate
elcinedesolarisblogspot.com
14 de junio de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Terciopelo azul (1986), de David Lynch, los apartamentos donde vivía Dorothy Valens (Isabella Rosellini), se llamaban Deep river. Penetrar en su espacio, suponía cruzar el espejo, sumergirse en las tinieblas que se procuran ocultar bajo las alfombras, bajo el césped bien recortado y los carteles. Esas corrientes profundas que forcejean en nuestro interior, en donde vibra la vida, su obscenidad, su putrefacción, su convulsa condición orgánica, como la agitación de los insectos bajo la superficie de la hierba. La realidad se pretende instituir como un plastificado sueño, como si fuera un lienzo o una pantalla moldeable, pero lo real desestabiliza las ficciones, las fantasías, las ilusiones. El escenario y la carne. Proyecciones y desgarro. En Mulholland Drive (2001), Betty (Naomi Watts), proviene de Deep river, Ontario. Aunque el desarrollo del relato pondrá en interrogante quién es, no sólo cuál es su nombre, su identidad, si no, incluso, si lo que vemos es real o imaginario, una proyección o construcción mental. Nos plantearemos, con el radical giro en sus pasajes finales, si quizás no estamos inmersos en la fuga psicogénica de una mente, como en la segunda parte de Carretera perdida (1997). Aunque esté invertida la construcción, o la dirección.

En Carretera perdida, en sus primeros pasajes, se asiste a la progresión de una ofuscación, de una infección mental, de un desquiciamiento, el cortocircuito y apagón de una mente celosa, la del saxofonista que interpreta Bill Pullman. No hay música en el aire, a no ser los acordes desquiciados que se <<monta>> en su cabeza. La mente celosa es radiografiada y hecha celuloide en su implosión. Hay un punto de umbral en el que entramos en el grito de su mente, en la carne triturada de su discernimiento quebrado. La segunda parte proyecta el <<montaje>> de la película en su cabeza, aquella en la que modela un pasado imaginario en el que aún intenta recuperar la ilusión de que puede intervenir e influir en los hechos, de que puede controlar la vida de su esposa. Pero ella nunca será suya, ni en su mente, ni en la realidad, como no puede controlar su presente ni su pasado. La putrefacción de su sueño, el desquiciamiento de sus celos convertían su mente en una agitada pulpa en precipitación, cautiva de su trastorno. En Mulholland Drive tampoco Betty/Diane podrá controlar la realidad, aunque quiera modelarla, transfigurarla, en su mente. El trayecto narrativo no es, como en Carretera perdida de la (desquiciada) realidad a la (enajenada) mente. Sino de la (enajenada) mente a la mente asaltada por la realidad, la fantasía de lo que podría ser doblegada por el recuerdo de lo que inevitablemente es.

En Mulholland Drive los sueños también se corrompen, o muestran su revés turbio, decepcionante. Quizá como se sintió el propio Lynch con respecto a Hollywood (el propio Lynch, que vivía ahí, reconocía que, a veces, cuando subía aquellas carreteras de Mulholland drive se preguntaba ¿qué hago aquí?). Porque no sólo se revelan, en los pasajes finales, unas ilusiones ya desangradas, las de una decepción sentimental, sino las que alcanzan a lo que representan Hollywood, la pantalla de los sueños. Las apariencias de nuevo revelan su inconsistencia, su putridez. La vida es un accidente, una colisión. Visión de espejos fracturados, de mentes e identidades fracturadas, en la que reincidirá en Inland empire (2008). Enajenación, fantasmas y reflejos, realidades y ficciones enmarañadas. Si en Carretera perdida el trayecto podía ser de lo real a lo mental (o la contaminación del discernimiento hasta la enajenación completa en la celda de la mente), en Mulholland Drive, la segunda parte quizá sea más bien la consciencia que abre una fisura en la urdida pantalla del autoengaño de la mente, antes de la definitiva desaparición. O los últimos espasmos de cierta lucidez en la agonía del desenfoque mental.

Los dos primeros tercios alternan diversas líneas, una excentricidad, entre lo dislocado y lo siniestro, como fugas que suscitan extrañeza, como vías que se abren a inciertos callejones, como sonrisas desfiguradas que parecen la carcajada de una broma perversa (la de los ancianos en el interior del coche). Una llegada que es una finalización, un estertor. Betty ayuda a una mujer que padece amnesia, y que se hace llamar Rita (Laura Harring) porque lo ve en el poster de Gilda (1946), de Charles Vidor. Mientras, se alternan las peripecias de un director, Kesher (Justin Theroux), al que quieren imponer una actriz como protagonista, así como las relacionadas con el encargo de un crimen a un asesino a sueldo (Mark Pellegrino). Ambas líneas conectadas a través de un singular demiurgo en las sombras (o entre cortinajes, los de ese otro mundo de Twin Peaks que también habitaba el mismo actor, Michael J Anderson).

Las incógnitas sacuden el desarrollo narrativo. ¿Por qué intentaron, en las primeras secuencias, matar a esa mujer que no se recuerda? Desvelar esa interrogante quizá suponga averiguar quién sufre el extravío que sueña lo que pudiera haber sido en una realidad idealizada, alternativa. Ese sueño que parece brotar de esa mirada subjetiva, de esa mente que, en el primer plano de la película, se agita sobre las sábanas de una almohada porque su mirada ya está postrada en la decepción. No quiere recordar, sino olvidarse, desaparecer. El esclarecimiento de ese por qué derivará en una reconstitución del quién y de la realidad (o de la raíz de una infección), un forcejeo entra la realidad que se quiere negar, y que se revela insurgente, como un recuerdo que va abriendo fisuras, y la fantasía que se quiere modelar como posible realidad, como maquillaje, en forma de amnesia coloreada con la transfiguración de una complaciente ensoñación, que busca olvidar, conjurar, una realidad herida, infectada, ya podrida, la de una decepción.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Betty y Gilda no son dos mujeres, sino una, porque estamos en una mente (la de Diane), o ambas son construcciones, replanteamiento, reinicio, desde la inocencia, como un espacio en blanco (sin memoria una, recién llegada la otra), de una relación finalizada en la realidad (en la que sí son dos, Diane y Camilla, y ya distanciadas, ya no unidas). Hay indicativos: figuras que se duplican, situaciones que se repiten, como el hecho de que la tía salga por dos veces de dos distintos apartamentos, o cómo el taxista que las lleva a la dirección de quien puede revelarles quién es Rita es el presentador en el espectáculo en el club Silencio (también con cortinajes parecidos a los de la siniestra habitación del demiurgo). Cuando los cuerpos, la desnudez, de las dos mujeres (Betty y Rita) por fin entran en contacto, la ficción también se desnudará, en el espacio del artificio, en un club, llamado Silencio (en donde los reflejos se van consolidando, fusionando como los cuerpos: ambas con el pelo rubio y parecido peinado; el modelado en la mente llega su culmen; construye a la mujer que en la realidad le ha rechazado ya a su imagen y semejanza).


Al silencio se le dará nombre, o escucharemos al fin el grito que pretendía acallarse. En la última parte parece que las piezas encajen, como si fuera el despertar de quién desnuda su realidad, cuando ya se precipita en el abismo, ya que el sueño de la realidad no puede ser controlado, dirigido, ni siquiera mediante la reificación en la ensoñación, o proyección en su mente (la de Diane, una actriz no recién llegada, sino más bien fracasada). O lo mata, o se mata a sí misma, y se sume en el silencio. El escenario en la mente intentaba domesticar el caos de lo real. Intentaba dotar de otra razón al por qué la mujer que ama, Camilla (a quien había renombrado como Rita en su mente, y nombre en su mente de la actriz que conseguía el papel en la película, con el rostro de una actriz a la que había visto besarse con Camilla ) era elegida por el director de cine (por una imposición ajena; no porque Camilla, en vez de a ella, Diane, prefiriera al director, e incluso a la actriz que en su mente renombra como Camilla). Diane reflejaba, en el montaje de la película de su mente, su forcejeo por conseguir, o sentir, que esa mujer, Camilla, fuera alguien que pudiera dominar, que fuera manejable, que no la desestabilizara o contrariara porque no podía ser suya, por el hecho de que no enfocara su vida en ella, de que ella ya no fuera la protagonista en la pantalla de su vida. Diane no podía encajar no sólo que ya no fuera la protagonista, sino que ya fuera nadie, alguien periférico, desechable. Y el despecho la enajenó. Por eso, los desenfoques puntúan estos pasajes, los desenfoques en la mente de Diane, alguien, como el saxofonista en Carretera perdida que se sumerge en el trastorno cuando no logra controlar, dirigir el montaje de la realidad, de la película de la vida. Él queda sumido en la carrera en precipitación de su mente agitándose sin rostro, mientras ella queda sumida en el disparo en su cabeza, extraviada en el callejón oscuro de su mente, en el silencio definitivo.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

Texto perteneciente al libro Fantasmas y reflejos del cine del siglo XXI. Ed. Innisfree
28 de mayo de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los primeros compases de La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1933), de Rouben Mamoulian, queda definida con precisión la actitud y el singular talante de la reina Cristina (Greta Garbo), y el marcado contraste con su entorno, con una mentalidad predominante y unas tradiciones y unas prioridades políticas o palaciegas. Su singularidad se caracteriza por su condición de mujer ilustrada: dado que su día está secuestrado por sus obligaciones de reina, madruga mucho para poder encontrar un hueco en el que poder saciar su sed de lectura y conocimiento, por ejemplo, la obra Moliere, de quien le gusta su cuestionamiento de las pretenciosidad femenina, y de quien ríe con un fragmento en el que ironiza sobre el matrimonio y el hecho poco grato de tener que despertar cada mañana con un hombre al lado); su naturaleza expansiva, nada encorsetada ( cómo al levantarse sale a la terraza con escaso atavío para refrescarse felizmente con la nieve; de hecho, nos es presentada cabalgando por el bosque, como un cuerpo que es impulso vivaz); su mente abierta, flexible ( cómo cuestiona la cerril cerrazón del sacerdote luterano que no quiere permitir la contratación de extranjeros para impartir clases en la universidad de Upsala: para ella lo peligroso no es dejarse contaminar por lo extranjero, lo otro, sino la ranciedad de lo mentalidad cerrada). Y, por supuesto, la colisión entre las emociones, su condición de mujer, y el deber, su condición de reina. Todos sus consejeros quieren que sea aquello que representa, aunque eso implique sacrificar sus emociones. En primer lugar, ajustarse a normas establecidas como casarse, para tener un heredero, y además tiene que ser con un hombre sueco, en el que lo importante, también, es lo que representa, por eso es presionada para que se case con su primo, Carl Gustav, que es héroe de guerra. Precisamente, la guerra es otro de los puntos de fricción. Los aristócratas, es decir, la clase privilegiada, quiere seguir con la guerra, dado además los últimos éxitos, y quiere que el presupuesto público se invierta en la misma. La reina, por un lado, sí tiene en consideración otras voluntades, las de los campesinos, aquellos a los que obligan a participar en la guerra (incluso, se lo pregunta directamente: su respuesta es la resignada de quien está acostumbrado a subordinarse a la imposición de otra voluntad), y por otro, se muestra remisa a que prosiga la guerra. Aboga por un tratado de paz. Botines, gloria, banderas y trompetas! ¿Qué hay tras esas altisonantes palabras? Muerte y destrucción, triunfos de hombres lisiados, una Suecia victoriosa en una devastada Europa, una isla en un mar muerto. Os digo, no quiero más de eso. Quiero seguridad y felicidad para mi gente. Quiero cultivar las artes de la paz, las artes de la vida. Cristina es una voz disonante, una voz singular que se desmarca de su entorno, con respecto al cual se resiste a ser sometida. Es una mujer ávida de conocimiento, de ampliar las fronteras de su mente, o que no existan.

Su disonancia con su entorno o circunstancia queda también sugerida en esa presentación cabalgando por el bosque. Quiere salirse de esa rígida, cuadriculada y restringida perspectiva de la realidad. Su misma apariencia masculina es otro detalle que la desmarca de su desajuste con una actitud o mentalidad preponderante. Por la alternancia de vestuario es hombre y es mujer, no se pliega a una identidad instituida. En esa secuencia inicial, es un cuerpo contemplado en la distancia que parece el de un hombre, hasta que un primer plano, que la encuadra de espaldas, revela, tras que se quite el sombrero y se vuelva, que es una mujer. Esa ansia de fuga volverá a dominarla tras su desencuentro con los representantes de la clase privilegiada, quienes solo quieren guerra y que cumpla su función reproductora de un heredero. Decide de nuevo vestirse como un hombre y cabalgar por los bosques, ya nevados, como quien disfruta de un pasajera sensación de liberación. Será cuando acontezca el encuentro con el embajador de España, Antonio (John Gilbert). En una posada, compartirán conversación y bebida. La sintonía es manifiesta. Antonio queda sorprendido con su conocimiento de Calderón de la Barca o Velázquez, pero en todo momento piensa que ella es un muchacho, hasta que, tras que el dueño de la fonda sugiera que compartan dormitorio dado que no hay disponible habitación para el embajador, se cree una situación desconcertante digna de la mejor screwball comedy: una musical coreografía de gestos y miradas dubitativas y desconcertadas mientras se van desnudando, hasta que él advierte las formas de mujer de Cristina bajo la camisa, y se acerque a ella, mientras las sonrisas de ambos se fusionan como la constatación de lo que ambos ya intuían, la atracción que estaba floreciendo entre ambos.

El despertar propicia una de las secuencias más hermosas, sino la más, de la película. Un momento particularmente mágico, memorable, que es pura musicalidad, o coreografía acompasada a las emociones y sentimientos. Cristina recorre la habitación tocando, palpando, abrazando y asiendo los objetos y muebles, como si quisiera registrar su huella en (la habitación de) sus entrañas, mientras es observada amorosamente por Antonio. Éste le pregunta qué es lo que hace, y ella responde que guardar en su memoria lo que ha sido parte de los dos días más hermosos de su vida, los que ha vivido más plenamente, tras hallar ese amor, que ella, escéptica, no creía posible (como en la conversación previa había compartido con él).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Esta relación desatará el rechazo de la clase privilegiada. Es español y católico. Inconcebible que pueda ser el consorte real. De hecho, la guerra se fundaba, en buena medida, en la divergencia religiosa entre protestantes y católicos. Se había iniciado en 1618, y fue en 1630 cuando Suecia se unió a la facción protestante, apoyada por Francia, para luchar contra el católico emperador Fernando II. En 1632 murió el rey sueco en el campo de batalla, lo que determinó que, con seis años, Cristina fuera nombrada reina, aunque no fue hasta que cumplió 18 cuando ejerció como regente, y pronto mostró su divergencia sobre la continuidad de tal conflicto bélico. Conseguiría su propósito, ya que se firmó la paz de Westfalia en 1648. Pero abdicaría en 1652, porque no aceptaba que su deber era casarse (para cumplir su función reproductora). Incluso, se convirtió al catolicismo, lo que quizá fuera otro gesto de sublevación ya que el papa Alejandro VII la describió como una regente sin reino, una cristiana sin fe y una mujer sin vergüenza. Era ante todo una mujer ilustrada que se resistió a cualquier imposición de lo que debía ser. En el escenario religioso, se convirtió en símbolo de la Contrarreforma. De alguna forma, ejerció esa función reformadora en cualquier escenario que pretendiera imponer un dogma, una tradición, una norma, o la afirmación de lo propio frente a lo otro (que por otra parte incentivaba el impulso conquistador: la apropiación de lo otro).


Dado que en 1933, aunque aún no se aplicara el código de censura, resultaba difícil que se expusiera en la pantalla ciertas relaciones, es decir, las relaciones homosexuales, aun no aceptadas en las coordenadas de lo decible y lo visible, se introdujo en la ecuación la figura ficticia del embajador español como recurso dramático que diera concreción y remarcara su oposición, y rechazo, a su entorno, a la presión para que se casara con su primo, para ejercer su función de reproductora de heredero. Con quien realmente mantenía relaciones era con su dama de honor, Ebba (a quien, en cierto momento, da un beso en la boca), la cual quiere casarse con un conde (con quien realmente se casó aunque su matrimonio fuera infeliz). Si era figura real el militar y consejero Magnus Gabriel de Gardie (Ian Keith), pero dramáticamente será un amante despechado que, por ser rechazado, o reemplazado por un extranjero, será el que propague el fuego del rechazo social hacia la decisión de Cristina de amar a un extranjero en vez de casarse con un héroe nacional. La fácil naturaleza sugestionable y moldeable de la naturaleza humana queda expuesta con precisión en la secuencia en la que, azuzados por los que agitan sus mentes en la calle (enviados por Magnus), se lanzan como una masa ciega, con sus teas, contra el palacio. La templanza y ecuanimidad de la reina logra, con escasas palabras, que mengue su furia y cambien de parecer. La reina abdicará, no solo por el amor que quieren negarle (Magnus incluso, tras secuestrar a Antonio, amenaza con matarle si no firma su extradición del país) sino porque no acepta la imposición de una voluntad (de los consejeros pero también de los ciudadanos) que la obliga a casarse con quienes ellos quieren, por lo que representa. Su insurrección va más allá del amor que siente por Antonio. Por eso, aunque él muera, en duelo con Magnus, Cristina proseguirá con su propósito de sublevación y ruptura. Cristina se desprende de lo que representa para afirmarse en su condición de mujer, en lo que ella siente, quiere y ama, como bien reafirma ese celebrado magnífico travelling final, en el navío en el que abandona el país, hasta un primer plano de su rostro en el que brilla el viento de la insurrecta determinación.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
17 de mayo de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como una vida de perros define su trasegada dedicación Martoni (Aldo Fabrizi), el director de la ambulante compañía de variedades, mientras viajan como mercancías en un camión, tras que hayan sufrido otro de sus episodios de lid con la precariedad. Parece que siempre les falta el dinero, o si disponen de la necesaria cantidad enseguida la pierden (como en este caso por una partida de cartas con unos lugareños a los que pensaban que podían desplumar; la expresión de Martoni es todo un poema cuando comprende que les va a salir el tiro por la culata al observar las habilidades del campesino barajando). Pero Vida de perros (Vida da cani, 1950), de Mario Monicelli y Steno (Stefano Vanzina), es una vivaz comedia o, dicho de otra manera, la emanación del talante vital de Martoni, incombustible, capaz de enfrentarse a cualquier situación adversa. Véase la extraordinaria secuencia en la que forcejea dialécticamente (en un diálogo que parece duelo de sables) con el dueño del hotel en el que han recalado, para evitar pagar, y las sucesivas escenificaciones que se monta hasta lograr salir victorioso, incluida fuga en el último segundo en tren dando él mismo la salida del tren con la gorra y la banderola del encargado de estación.

Martoni, en cuyas experiencias Fabrizi refleja las propias (participa, junto a otros seis, en el guion que parte de un argumento de Monicelli y Vanzina), es el aliento y la energía que vertebra esta espléndida película, admirable ejemplo de funambulista dominio de la mixtura de registros, y que transpira vitalismo por los cuatro costados. Es quien anima y logra mantener el rumbo en una singladura que sufre los bamboleos del azar. Bien reflejado en los disimiles trayectos de las tres aspirantes a vedettes. La narración, de modo significativo, se inicia con la insatisfacción con una vida ordinaria de penurias, y con un horizonte futuro que parece, cual condena, la repetición de ese presente de privaciones. Franca (Tamara Lees) no quiere resignarse a esa vida de penurias y privaciones que siente como inexorable, sin posible mejora, y aunque ame a Carlo (Marcello Mastroianni), prefiere sacrificar su amor para lograr esa vida de bienestar material e incluso de lujos (lo que da pie a una espléndida, y sombría, secuencia, en la que ella se entrega por primera vez a Carlo, para sorpresa de éste, porque quería que él fuera el primero; es su forma de despedirse); más adelante, ya parte integrante de la troupe, por un momento duda, tras la propuesta de matrimonio de un millonario que le repele, y decide rectificar y retornar, pero la visión de la suciedad y las cucarachas en la pensión, la determina a aceptar esa propuesta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Pero, en cambio, no será capaz de soportar un reencuentro azaroso con Carlo, ahora bien establecido profesionalmente, en una fiesta que organiza su ya esposo (un cruce de miradas basta para precipitarla en el abismo del remordimiento, en el que se ve a sí misma en el pasado, en lo que no supo ser por no saber ser perseverante ni paciente). En cambio, quien no transige (a las atenciones avasalladoras o tentadoras propuestas de vida de lujo), como Vera (Delia Scala), se verá recompensada, cuando aquel a quien ama se enfrente al yugo de su padre, y escape para unirse a ella. Ironías: el padre era uno de los hombres que intentó sobrepasarse con Vera, lo que eliminará cualquier reticencia que tuviera el padre con respecto a que su hijo se casara con alguien de baja estofa, término con el que califica, como buen hipócrita, a las mujeres de ese mundillo, de las que, pese a todo, no dejaba de aprovecharse cuando le convenía; como divertimento, sí, como posible esposa, no.

Por último, está la representación quintaesenciada del azar, Margherita (Gina Lollobrigida), quien es acogida por Martoni cuando huye de la policía, y acaba convirtiéndose en una estrella. Algunos de los pasajes más sobresalientes de la película son los que relatan el proceso de aprendizaje al que somete Martoni a Margherita, mediante el que, en un curso acelerado, va modelándola como buen instructor (incluida hilarante muestra de cómo pasear por una pasarela). Claro que el paternal Martoni también se enamora, pero su capacidad de entrega es tal que sabe sacrificarse para que su amada triunfe, en una conclusión no carente de melancolía (potenciada por la áspera y sombría iluminación de la fotografía de Mario Bava), aunque sin perder la sonrisa firme de quien sigue su trayecto incombustible dispuesto a surcar nuevos horizontes, con espíritu solidario y generoso, porque como él siempre apostilla, todos somos italianos.

Alexander Zárate
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26 de marzo de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
You and me (Id, 1938) es la tercera película que Fritz Lang rodaba en Estados Unidos, tras exiliarse, o huir, de Alemania, tras el ascenso al poder del Nazismo. No podían ser más demoledoras y sombrías sus dos anteriores obras, Furia (1936) y Sólo se vive una vez (1937), un fustazo de indignación y desolación ante la inconsistencia humana, por su falta de sentido o sensibilidad de justicia, ya sea de modo individual o colectivo (como masa linchadora) a través de sus instituciones. Una visión corrosiva sobre el ser humano como ser social. Que la acción dramática de ambas obras aconteciera en el país representante de la democracia, considerando lo que estaba ocurriendo (y ocurriría) en su país natal, adquiría unas siniestras y dolorosas resonancias. La crueldad y la inclemencia es patrimonio universal. Con su tercera obra parece que quiso rebajar el pistón de su furiosa denuncia, por lo menos en su tono o tratamiento. El proyecto le llegó de rebote. El guionista, Norman Krasna, no contó con la confianza del Estudio Paramount para realizar su opera prima con dos de sus estrellas, George Raft y Carole Lombard. Raft tampoco parecía dispuesto a ser dirigido por Krasna, lo que le reportó una sanción. Durante dos años fueron variando los implicados en el proyecto, fuera Richard Wallace como director, John Howard y Arlin Judge como protagonista masculino, o Sylvia Sidney como protagonista femenina. Esta, que había sido protagonista de sus dos anteriores obras, reclamó a Lang. Dado que en su punto de partida había conexiones con Sólo se vive una vez (en este caso, son ambos, la pareja protagonista, los que tienen antecedentes penales, y aspiran a integrarse en la sociedad), Lang no quiso repetirse, y solicitó la intervención de otra guionista, Virginia Van Upp (quien la siguiente década llegaría a ser, junto a Joan Harrison y Harriet Parsons, una de las tres únicas mujeres productoras en Hollywood), para realizar las oportunas modificaciones que hicieran oscilar la acción más entre la comedia y el drama. Al respecto se incidió en el juego de equívocos y engaños en la relación de la pareja protagonista, que conforman Joe (George Raft) y Helen (Sylvia Sidney), ya que ella en principio no reconoce que también tiene antecedentes penales). Una conducta que ejerce reflejo de una dinámica social.

Ambos se conocen porque trabajan como dependientes, como otros tantos ex presidiarios, en unos grandes almacenes, cuyo dueño, Mr Morris (Harry Carey, todo un icono de la integridad que había afianzado en los westerns con los que adquirió fama), es la antítesis de aquellas mentes inflexibles que no permitían la integración, o segunda oportunidad, al protagonista de Solo se vive una vez. Su discurso, apología de la tolerancia, a su esposa, escandalizada por la condición de esos dependientes y cómo puede afectar a la imagen del negocio, es toda una declaración de principios. Este peso de la imagen se amplia, cual enriquecedor círculo concéntrico, o dicho de otro modo, infecta a la propia relación de la pareja protagonista, que mantiene su idilio en secreto (cuando una asciende y el otro desciende por las escaleras mecánicas se tocan la mano fugazmente). Por un lado, Joe está decidido a dejar el empleo y abandonar la ciudad porque no quiere complicar la vida a la mujer que ama, como si su pasado delictivo pudiera contaminarla con su mancha. Pero, por otro, ignora en qué medida influye en Helen ese peso de la condicionante imagen, ya que es incapaz de reconocerle que ella también sufrió prisión y está en situación de libertad condicional. De hecho, no se revela que ella también tiene esos antecedentes hasta que ya se ha consolidado la relación, se han casado y conviven juntos. En principio, por tanto, You and me se centra en cómo influye ese peso de la imagen, como dictadura o potencial linchamiento social, que puede imposibilitar la materialización de una relación, y posteriormente, con la revelación de la información que ella ha ocultado, cómo ese escenario social se puede enquistar cual quiste sebáceo, o contagiar cual virus, en la forma de actuar, incluso en el espacio íntimo, que se adopte, aun por omisión, una condición de actante escénico.

Una de las principales virtudes de You and me es su desconcertante indefinición genérica. ¿Es comedia, drama, una obra puente entre el cine de gangsters y el cine negro, o todo a la vez? ¿Y sus escenas musicales, que inciden en un acusado extrañamiento, y acentúan la abstracción? Son éstas, además, algunas de las mejores, aparte de más sorprendentes, secuencias de la película. Las canciones están compuestas por Kurt Weil, que había colaborado con Bertold Brecht. Lang reconoció la influencia de este en el empleo de las canciones como recurso de distanciamiento expresivo que pone en evidencia el mecanismo de la ficción, a la par que ejercen de comentario sobre la propia acción (aunque no carentes de emoción). Un escenario social que nos convierte más en actores que deben ajustarse a un repertorio y actuar o aparentar ser de acuerdo a lo que es legitimado y no anatemizado necesitaba ser desentrañado con una opción estilística que expusiera su condición de ficción social. Ya la introducción de You and me es tan chocante como brillante, con ese vibrante montaje que alterna objetos o figuras que representan a la sociedad de consumo, en la que lo prioritario y dominante, como se remarca en la letra de la canción, Song of the cash register/Canción de la caja registradora, es el concepto del dinero.
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El segundo momento musical es el más emotivo. Ambos protagonistas escuchan en un nightclub el tema que interpreta una cantante, The right guy for me/El hombre idóneo para mí, que gira alrededor del amor fugaz entre una mujer y un marinero. La alternancia de primeros planos sobre los rostros de ambos, en los que se aprecia cómo afectan las resonancias de la canción, y dos o tres planos intercalados que evocan la historia narrada en la canción (donde destaca uno del marinero marchándose, bajando las escaleras de la casa de la mujer) crea un intenso momento de interacción entre fantasía y sentimientos particulares. De ahí, que en la secuencia siguiente, cuando ella le despide en la estación, y el autobús arranca, no pueda contenerse y le dice que contestaría que sí si él le propusiera matrimonio. El sentimiento impide que él se aleje físicamente, pero aún ella interpone distancia con su miedo a reconocerle que comparten mismo pasado delictivo.


El tercer número musical, Knocking song/La canción del golpeteo, es decididamente memorable (aunque Lang no lo evocará precisamente con afecto). Los ex convictos, reunidos en un sótano, establecen una conversación, que delinea su complicidad, constituida por diálogos, estrofas de canción y repiqueteos de nudillos, alternando sucesivos primeros planos de cada uno de ellos con evocadoras imágenes (sombrías) de los pasillos de la cárcel. La aparición de Joe intensifica el momento, constituyéndose, con los recuerdos de la celda que compartió, también parte integrante de esas evocaciones que puntúan la canción. Pero la relevación de lo que ella le ha ocultado ensombrece la confianza y determina un alejamiento, incluso físico, ya que él se marcha de casa, e incluso, como quien ha perdido ya ilusión y confianza, decide reincidir en la actividad delictiva, y unirse a sus amigos, ex convictos, en el propósito de robar en los grandes almacenes. Si la realidad es un engaño, y te sustrae la ilusión, porque no responder con el latrocinio que refleja una decepción. Resulta antológica la secuencia que propiciará la reconciliación. Helen, tras lograr convencer a los ex convictos que no roben en los grandes almacenes, les explica en una pizarra, como si fueran niños, cómo la delincuencia no rinde beneficios, escribiendo con tiza las distintas cifras de los gastos que conlleva el robo, y los intereses que se llevan sus jefes, y cómo, al final, si se realiza el cálculo ajustado, ganan menos que en los grandes almacenes. Y es que, como ya había dejado claro en M. El vampiro de Dusseldorf (1930), en una sociedad capitalista poca diferencia hay entre los modos empresariales legitimados o ilegales. La pirámide jerárquica se cimenta sobre la desigualdad y la desproporción, el engaño y la explotación. Por eso el único cimiento realmente consistente es el que puede fundamentar la yuxtaposición de un tú y yo.

Alexander Zárate
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