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7,4
7.337
10
18 de marzo de 2023
18 de marzo de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dardo (Burt Lancaster) no quiere depender de nadie, ni que nadie dependa de él. Se considera un espíritu libre y su territorio, como el de un ave, son los bosques donde vive, con su hijo y, después, cuando es perseguido por la ley, con un grupo de amigos (o pandilla de proscritos en la línea de Robin Hood). En el amor actúa también como pájaro que no anhela los contornos de un nido, con sus múltiples seducciones de mujeres del poblado, aunque no oculta su resquemor por la mujer, madre de su hijo, que ahora es pareja de quien oprime al pueblo de Lombardo, Ulrich “El halcón” (Frank Allenby), el tirano, representante del imperio alemán. Su temeridad colinda con la arrogancia imprudente, ya que no calla lo que piensa, y no tiene reparos en decírselo a la cara a Ulrich. La cuestión es que ni entonces, en la Edad media, en el siglo XXII, ni en este siglo XXI, el que dispone de poder va a permitir que le canten las cuarenta sin tapujos ( y además públicamente). La consecuencia es un flechazo en la espalda, que sea considerado proscrito y que Ulrich se lleve a su hijo. Dardo luchará por recuperar en su hijo, pero en el proceso recuperará un sentimiento denominado compromiso solidario. Se da cuenta de que no vive solo en el mundo, y que para enfrentarse a los que sojuzgan con su poder impuesto hay que unirse a los demás para que la rebelión sea fructífera. De la misma manera que tendrá que asumir que sus actos pueden tener consecuencias que pueden definirse por la contrariedad, esto es, no puede hacer o decir lo que quiera, también asumirá que forma parte de un conjunto, y que la unión es la solución para cualquier lucha contra un opresor, o quien quiera imponer su voluntad (¿y al fin y al cabo él no actuaba como quien piensa que puede hacer y decir lo que su voluntad determine aunque no quisiera imponerse a nadie?). Dardo, además, será el elemento nuclear de ese conjunto, aquel que pueda guiarles en la acción. Tras ser ayudado a recuperarse de sus heridas conformará esa banda de proscritos, ocultos en el bosque, con tan singulares acompañantes como un hombre que teje y escribe con sus pies, Apollo (Norman Lloyd), un ingenioso bardo, que acompañaba a un marqués, Alessandro (Robert Douglas), al que Ulrich ha desposeído de sus tierras por negarse a pagar tributo, y su particular cómplice (de acrobacias), el mudo Piccolo (Nick Cravatt). Apunte mordaz es que, en la magnífica secuencia climática, que implica asalto a los dominios de Ulrich, se camuflen entre una compañía de circo para penetrar en el castillo. El humor es la más molesta irreverencia.
El halcón y la flecha (The flame and the arrow, 1950) es una de las películas de aventuras de latido más exuberante y vivaz, puro dinamismo que salta como los intensos colores o las cabriolas acrobáticas de Dardo y su compañero mudo Piccolo, tan singular, compleja y brillante como La mujer pirata (1951), otra de las cimas del género realizadas por Tourneur. Su fluir narrativo es proverbial, su humor salaz y jubiloso, y su trabajo cromático, y lumínico, obra de Ernest Heller, uno de los más brillantes que ha dado el cine. Hay películas para todos los públicos, y las hay para todas las edades, o lo que es lo que mismo, hay obras como esta proteínica delicia de espíritu disidente, que deberían, por cuestiones de salud, ser recetadas para disfrutarla cuando menos una vez al año. La obra también se hace eco de las persecuciones contra espíritus progresistas ( o sea, disidentes) por el infausto Comité de Actividades Antiamericanas. De hecho, el guionista, Waldo Salt, sería incluido, al año siguiente, en la lista negra, lo que le imposibilitó conseguir trabajo como guionista en Hollywood hasta inicios de los sesenta ; posteriormente, sería galardonado por la industria, por sus guiones de Cowboy de medianoche (1969), de John Schlesinger y El regreso (1978), de Hal Ashby.
El halcón y la flecha (The flame and the arrow, 1950) es una de las películas de aventuras de latido más exuberante y vivaz, puro dinamismo que salta como los intensos colores o las cabriolas acrobáticas de Dardo y su compañero mudo Piccolo, tan singular, compleja y brillante como La mujer pirata (1951), otra de las cimas del género realizadas por Tourneur. Su fluir narrativo es proverbial, su humor salaz y jubiloso, y su trabajo cromático, y lumínico, obra de Ernest Heller, uno de los más brillantes que ha dado el cine. Hay películas para todos los públicos, y las hay para todas las edades, o lo que es lo que mismo, hay obras como esta proteínica delicia de espíritu disidente, que deberían, por cuestiones de salud, ser recetadas para disfrutarla cuando menos una vez al año. La obra también se hace eco de las persecuciones contra espíritus progresistas ( o sea, disidentes) por el infausto Comité de Actividades Antiamericanas. De hecho, el guionista, Waldo Salt, sería incluido, al año siguiente, en la lista negra, lo que le imposibilitó conseguir trabajo como guionista en Hollywood hasta inicios de los sesenta ; posteriormente, sería galardonado por la industria, por sus guiones de Cowboy de medianoche (1969), de John Schlesinger y El regreso (1978), de Hal Ashby.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Es admirable la naturalidad como se realizan las variaciones de actitudes, como reajustes en un tablero. Es manifiesto en la relación de Dardo con el marqués Alessandro. Tras ser expoliado por Ulrich se unirá a Dardo y sus hombres, en ese momento su movimiento conveniente. La alianza se sella con una pelea entre ambos, definida por el humor. Posteriormente, Alessandro no dudará en la traición cuando advierta la posibilidad de un trato conveniente con Ulrich mediante una boda con la sobrina de Ulrich, Anne (Virginia Mayo), matrimonio que sería un movimiento táctico, para el imperio alemán, más oportuno y práctico que la imposición por la fuerza, que no podrá mantener durante mucho tiempo. Quien era cómplice se convierte en antagonista, sin perder la sonrisa, como si fuera una mera cuestión de pragmática y no una cuestión de diferencias personales, que culminará con una de las secuencias imborrables del género, ese duelo final en la oscuridad, entre Dardo y Alessandro, en el que el contendiente derrotado cae muerto sobre el único espacio iluminado por un haz de luz. Por contra, la relación que se afianza entre Dardo Y Anne ejemplifica la posibilidad de complicidad entre quienes, aparentemente, pertenecen a facciones distintas. Su actitud trasgrede la rigidez de los posicionamientos. Su atracción afectiva supera cualquier pragmática conveniencia o ciego sentimiento de pertenencia. No deja de ser elocuente que, por un tiempo, ella, cautiva de los proscritos, tenga que estar encadenada. Ambos, por su evolución, representan la consecución de una actitud ecuánime.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

6,0
1.761
8
Confianza y recelo, sugestión e ideas propias: La capacidad de discernir la realidad (y a los otros)
25 de febrero de 2023
25 de febrero de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay varios ángulos desde el que enfocar esta atractiva y sugerente obra de Jack Arnold, Vinieron del espacio (It came from outer space, 1953), con guion de Harry Essex, según argumento de Ray Bradbury. Primero, en el contexto de su época, como reflejo de unas inquietudes latentes y manifiestas en la sociedad norteamericana, relacionadas con el exterior, con la tensión de la guerra fría entre ambos bloques, o en el interior, cuyo emblema pudo ser La Caza de Brujas, o persecución de todo aquel con vínculos comunistas, que era una forma de decir con talante progresista y crítico, lo que determinó una ominosa atmósfera social de sospecha y de incertidumbre. Algo que late en las entrañas de esta obra de ciencia ficción, anticipándose a La invasión de los ladrones de cuerpos (1957) de Don Siegel. La obra se trama sobre interrogantes: ¿Cuáles son las intenciones de estos extraterrestres que han aterrizado en la tierra, pacíficas o belicosas? Y, por otro lado, desde el momento en el que con los humanos crean duplicados, se alienta esa incertidumbre de quién es cada uno realmente y el miedo a ser también poseído (una invasión interior, un reemplazo, el borrado de lo que uno es o era, su identidad, por otra contemplada como un glacial extrañamiento). Es particularmente relevante la figura del desierto, espacio físico al que se extrae un fructífero aprovechamiento dramático, como espacio incierto; en un momento dado, un electricista digresiona sobre esa cualidad del desierto que hace que en ocasiones no sepas si lo que percibes, ves u oyes, es real o fruto de la sugestión. Algo que se puede extrapolar sobre la misma relación con la realidad ( y con los otros).
Otro ángulo, complementario, es contemplarlo dentro de las coordenadas de la poco estudiada obra de Jack Arnold. Dentro de la ciencia ficción realizó, por ejemplo, dos obras como Tarántula (1955) o la excelente El increíble hombre menguante (1957), que reflejaba los latentes miedos en la sociedad a las posibles consecuencias mutantes de un conflicto nuclear, en la senda de La humanidad en peligro (1953), de Gordon Douglas, también situada en el desierto, como esta obra, ya que era el principal lugar de pruebas nucleares. Pero también podríamos mencionar la simpática comedia Un golpe de gracia (1959), mordaz sátira sobre la guerra fría, el western No name on the bullet (1959), que colinda con una sugerente abstracción, o el western moderno Sangre en el rancho (1957), o el héroe integro enfrentado al cacique poderoso (y de paso a la temerosa comunidad que prefiere el bienestar económico a la aplicación de la justicia, y más si la víctima es a un desfavorecido económico como lo es un inmigrante ilegal). También se podría establecer una asociación entre ese sheriff que no se pliega a lo que la comunidad demanda, y el protagonista de Vinieron del espacio, el astrólogo Puttnam (Richard Carlsson), que es calificado al principio como extraño e individualista, y alguien con ideas propias. Puttnam se desmarca de la actitud general desde un principio, tras la caída de algo del espacio que todos consideran que es un meteorito, por mucha que él les indique que es una nave que ha visto de cerca. Nadie piensa en lo posible, por cuanto lo concibe como anomalía, y nadie confía en la percepción de Puttnam. Posteriormente, frente a otros, como el sheriff, Warren (Charles Drake), más tendentes al recelo y a la reacción beligerante, Puttnam será quien se esfuerce en comprender las intenciones de los extraterrestres, aunque no exento de sufrir sus dudas (magnífica es la secuencia en la que conversa, por primer vez, con dos de los duplicados, que permanecen en sombras, mientras él porta una pistola, aún indeciso sobre cómo actuar con respecto a ellos).
Otro ángulo, complementario, es contemplarlo dentro de las coordenadas de la poco estudiada obra de Jack Arnold. Dentro de la ciencia ficción realizó, por ejemplo, dos obras como Tarántula (1955) o la excelente El increíble hombre menguante (1957), que reflejaba los latentes miedos en la sociedad a las posibles consecuencias mutantes de un conflicto nuclear, en la senda de La humanidad en peligro (1953), de Gordon Douglas, también situada en el desierto, como esta obra, ya que era el principal lugar de pruebas nucleares. Pero también podríamos mencionar la simpática comedia Un golpe de gracia (1959), mordaz sátira sobre la guerra fría, el western No name on the bullet (1959), que colinda con una sugerente abstracción, o el western moderno Sangre en el rancho (1957), o el héroe integro enfrentado al cacique poderoso (y de paso a la temerosa comunidad que prefiere el bienestar económico a la aplicación de la justicia, y más si la víctima es a un desfavorecido económico como lo es un inmigrante ilegal). También se podría establecer una asociación entre ese sheriff que no se pliega a lo que la comunidad demanda, y el protagonista de Vinieron del espacio, el astrólogo Puttnam (Richard Carlsson), que es calificado al principio como extraño e individualista, y alguien con ideas propias. Puttnam se desmarca de la actitud general desde un principio, tras la caída de algo del espacio que todos consideran que es un meteorito, por mucha que él les indique que es una nave que ha visto de cerca. Nadie piensa en lo posible, por cuanto lo concibe como anomalía, y nadie confía en la percepción de Puttnam. Posteriormente, frente a otros, como el sheriff, Warren (Charles Drake), más tendentes al recelo y a la reacción beligerante, Puttnam será quien se esfuerce en comprender las intenciones de los extraterrestres, aunque no exento de sufrir sus dudas (magnífica es la secuencia en la que conversa, por primer vez, con dos de los duplicados, que permanecen en sombras, mientras él porta una pistola, aún indeciso sobre cómo actuar con respecto a ellos).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Esto nos lleva al tercer ángulo, ya la obra en sí. En primer lugar hay que destacar su singular o estupendo inicio: Puttnam en su hogar, aislado del resto del mundo (ya que buscaba ese aislamiento, harto de la civilización) conversa con Ellen (Barbara Rush), sobre el futuro de su relación, con respecto a la cuál ella parece más decidida, o tiene las cosas más claras. Juntos, mirando por el telescopio, se preguntan qué dirán las estrellas sobre el futuro de la relación y cuando llega el momento en que Puttnam se interroga sobre si ella será su complemento adecuado, es cuando cae eso que creen que es un meteorito, pero se descubrirá es una nave espacial, que queda ocultada bajo las rocas. Y es que, subterráneamente, uno de los hilos de la narración es esa actitud en suspenso de Puttnam de ser capaz de decidirse a establecer una relación de compromiso, de confiar en que sea posible (porque es alguien escéptico con respecto al ser humano, y de ahí su retiro y aislamiento). No deja de ser significativo que cuando Ellen sea duplicada lo haga con un vestuario radicalmente distinto, con un elegante vestido negro, en el que se hace más manifiesta su sensualidad, pero con una imagen/expresión glacial turbadora, digamos medusea (el estigma icónico de femme fatale, esto es, el deseo o emoción que no se puede controlar y contemplado como amenaza: de ahí la reticencia o vacilación de Puttnam a comprometerse en la relación). De hecho, acabarán enfrentándose, y Puttnam matando a ese duplicado, previo a que adopte una actitud confiada hacia los extraterrestres (en una resolución que significativamente acontece en un espacio subterráneo, una mina), percibidos ya no como posible amenaza, sino como seres no sólo pacíficos, sino incluso superiores a los humanos (como le dice un extraterrestre, si hubiera sido a la inversa, ellos no hubieran temido de los humanos, pero sabían que por su apariencia terrorífica, en cuanto anomalía física, los humanos los verían como amenaza, por eso optaban por duplicarse ante ellos para dialogar).
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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6,9
863
9
12 de febrero de 2023
12 de febrero de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puedes saber a dónde vas, pero no sabes qué puede deparar el trayecto, con qué otros transeúntes te puedes encontrar, o qué imprevistos pueden acontecer, qué puede modificar la dirección de tus elecciones y propósitos. También puedes llegar a comprender que lo que considerabas tu centro gravitatorio era más bien el vórtice de un remolino. Sé a dónde voy (I know where I'm going!, 1945), de Michael Powell y Emric Pressburger, cuyo título ya delata, en su mismo título, en el declarativo signo de admiración que expresa una afirmación sin temblores de duda, la jubilosa ironía de esta fábula romántica que transita los senderos de la comedia excéntrica, y que transcurre en las escocesas islas de las Hébridas (islas, fragmentos, emociones que buscan la sinapsis de la conexión): no hay que empecinarse en urdir predeterminados planes sino estar abierto a lo imprevisible. No sabes las mareas de la vida hacia dónde te pueden dirigir por muy férreamente que creas dominar el timón. Es a lo que se enfrentará Joan (Wendy Hiller, en un papel ofrecido primero a Deborah Kerr, que no pudo aceptar por su contrato con la MGM, quien, por otra parte, había conseguido el papel en Vida y muerte del Coronel Blimp, 1943, porque Hiller lo rechazó debido a su embarazo), cuando se traslada a la isla de Mull con idea de acceder a la isla de Kiloran (basada en la de Colonsay, en la que hay una bahía con ese nombre), donde vive el hombre con el que quiere casarse, Sir Robert Bellinger, un rico empresario. Joan nos es definida con ingeniosa brillantez, entre los títulos de crédito, en breves planos o viñetas, desde que era bebé, y sabía que siempre iría con determinación hacia delante (un delante que parece también implicar hacia arriba), hasta sus 18, en los que queda claro que es mujer de férrea voluntad que no se pliega a la de los demás y que aprovecha cualquier circunstancia que le favorezca. Ahora en el presente de la acción dramática, ya con 25, tiene claro su objetivo, o cuál es el mapa de su vida (cuyo emblema o centro gravitatorio es ese vestido de novia, sobre el que, en el tren, mientras duerme, se superponen sus fantasías, sus imágenes de deseo; está claro que para ella la realidad tiene que plegarse a sus deseos).´
La tierra a la que llega parece un mundo aparte (impresión apuntalada por la cerrada niebla), con leyendas de remolinos que pretendientes del pasado tuvieron que resistir con tres tipos de cuerda durante varios días para que su barco no fuera absorbido por su vórtice, o castillos en ruinas con maldiciones que caerían sobre sus descendientes si estos cruzaran su umbral. Como, al fin y al cabo, un umbral es el mar que hay que cruzar de una isla a otra, ese que empecinadamente desea atravesar Joan aunque las condiciones meteorológicas no sean las adecuadas. Pero su deseo se superpone sobre los cabales consejos de los lugareños, o el capricho sobre el discernimiento, por lo que la voluntad prefiere ignorar las circunstancias. Joan se confronta con la demora o suspensión de la materialización de su deseo cuando se encuentra al llegar con el impedimento de una amenaza de galerna que determina que aplace su deseo, permaneciendo en la otra isla (de espera). Irónicamente cuando invoca que se cumpla su deseo, según indica una leyenda, mirando las losetas de su techo, la tormenta arrecia. Se encuentra, por tanto, con que el recorrido predeterminado (con etapas y duración precisa de llegada a cada una de ellas marcadas en su mapa) se trunca. Y queda atascada en un pueblo cuya única cabina de teléfono, paradojas, está junto a una cascada (para perturbación de los que intentan realizar llamadas; irónico detalle en una narración sostenida sobre ciertos disturbios de la comunicación amorosa, como es el caso de Joan). Se encuentra, sin saberlo, en un laberinto que parece desvío pero no es sino encuentro consigo misma
La tierra a la que llega parece un mundo aparte (impresión apuntalada por la cerrada niebla), con leyendas de remolinos que pretendientes del pasado tuvieron que resistir con tres tipos de cuerda durante varios días para que su barco no fuera absorbido por su vórtice, o castillos en ruinas con maldiciones que caerían sobre sus descendientes si estos cruzaran su umbral. Como, al fin y al cabo, un umbral es el mar que hay que cruzar de una isla a otra, ese que empecinadamente desea atravesar Joan aunque las condiciones meteorológicas no sean las adecuadas. Pero su deseo se superpone sobre los cabales consejos de los lugareños, o el capricho sobre el discernimiento, por lo que la voluntad prefiere ignorar las circunstancias. Joan se confronta con la demora o suspensión de la materialización de su deseo cuando se encuentra al llegar con el impedimento de una amenaza de galerna que determina que aplace su deseo, permaneciendo en la otra isla (de espera). Irónicamente cuando invoca que se cumpla su deseo, según indica una leyenda, mirando las losetas de su techo, la tormenta arrecia. Se encuentra, por tanto, con que el recorrido predeterminado (con etapas y duración precisa de llegada a cada una de ellas marcadas en su mapa) se trunca. Y queda atascada en un pueblo cuya única cabina de teléfono, paradojas, está junto a una cascada (para perturbación de los que intentan realizar llamadas; irónico detalle en una narración sostenida sobre ciertos disturbios de la comunicación amorosa, como es el caso de Joan). Se encuentra, sin saberlo, en un laberinto que parece desvío pero no es sino encuentro consigo misma
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Su principal compañía (galante) durante estos días de espera es la de Torquil (Roger Livesey, en un papel que rechazó James Mason porque no quería desplazarse a las localizaciones, aunque Livesey tampoco pudiera por compromisos teatrales), descendiente de los señores de la isla de Kirloran, que está de permiso del frente bélico por ocho días. Precisamente Torquil alquiló su isla al empresario con el que quiere casarse Joan (como si fueran capas; la capa superficial de la aspiración a la posición, y la capa profunda de la real conexión). Entre ambos surgirá una atracción, con la que Joan luchará ya que altera sus planes predeterminados. Su decisión de alquilar un bote y cruzar el trecho de mar hacia la isla de Killoran. pese a la borrasca inminente, refleja ya no tanto lo que desea alcanzar sino de qué o quién huye. Un cuerpo presente se ha convertido en interferencia y perturbación de su deseo de un distante cuerpo, en la narración ausente, que refleja su condición sobre todo de abstracción (símbolo). Pero no es esa interferencia la niebla cerrada sino su obcecado propósito en el que no importa tanto el sujeto que es objeto de deseo sino la satisfacción de una (pre)determinación. Durante esos días de espera, que son encuentro consigo misma, se encuentra rodeada de personajes tan singulares que nos certifican, efectivamente, que nos encontramos en el terreno de la fábula: el experto en cetrería que busca el águila que amaestró, un águila que se encuentra en peligro de ser abatida porque se piensa que es la responsable de matar a las ovejas de la zona (error de apreciación, ya que es realmente un zorro, como el que afecta en su nublado discernimiento a Joan cuando se empecina en seguir la dirección de otro hombre huyendo del que realmente ama) o Catriona (Pamela Brown), la mujer, amiga de Torquil, que vive con una prole de perros. Pero no sólo Joan se confronta con los remolinos de lo que consideraba su centro gravitatorio (y cuya catarsis se materializará precisamente sorteando el peligro de ser absorbidos por el vórtice del remolino Corryvreckan). También Torquil se enfrenta a los fantasmas de un miedo atávico, familiar, y se atreve a desafiar la maldición cruzando el umbral del castillo. Una y otro cruzan umbrales, que apuestan por lo imprevisible y la espontaneidad, tras cuya superación encuentran el cabo que les une ya desprendidos del lastre de las obcecaciones y los miedos.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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6,9
1.129
10
27 de enero de 2023
27 de enero de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el inicio de Voces distantes (Distant voices, still lives, 1988). La cámara nos situa ante la fachada de un hogar en Liverpool, en cuya puerta aparece la madre, Nell (Freda Dowie), a quién va amorosamente dedicada o cantada la película. Al mismo tiempo, las canciones comienzan a apropiarse de la banda sonora como contrapunto de impulso vital a las heridas del tiempo y de las relaciones. El siguiente plano nos sitúa en su interior, en el vestíbulo, ante la escalera que conduce al primer piso, mientras la madre llama a sus hijos para que vengan a desayunar, pero no les vemos bajar, sino que oímos sus voces en off, y ya adultos, lo que nos ubica ya en las entrañas de la presencia del paso del tiempo, con la sensación fantasmal y fugitiva del discurrir de la vida. La cámara realiza un giro de 180 grados, y encuadra la puerta, y la memoria comienza a tejer su puesta en movimiento. La recuperación del pasado se efectúa con un encadenado, sin variar el plano, en el que, ahora, a través de la puerta abierta, vemos llegar un coche fúnebre. En primer lugar, la muerte. En concreto, de la figura de quien domina, con su influjo violento y dictatorial, la vida de sus hijos y su esposa, el padre, Tommy (Pete Postelthwaite). Y, en otro encadenado, pasamos de esa imagen del coche fúnebre a la de la madre y los tres hijos posando para una fotografía, relacionada con la boda de la hija mayor, Eileen (Angela Walsh), la única que explicita que echa de menos a su padre. La cámara realizará varios movimientos a los rostros de los otros dos hijos, Maisie (Lorraine Washbourne) y Tony (Dean Williams), para ofrecer breves pinceladas de ese influjo agresivo en cada uno de ellos. Es como si un álbum de fotografía se animara, o revelara tras el posado (para un momento feliz) las heridas sufridas, las cicatrices emocionales que se disimulan. Maisie está fregando el suelo del sótano para conseguir dinero para un baile, aparecen los pies de su padre, que le tira las monedas, y después la golpea con una escoba por su supuesto comportamiento reprobable. El hijo, desde el exterior, rompe los cristales de la ventana del salón de la casa mientras conmina a su padre a que salga para pelear, insultándole con rabia; el siguiente plano nos muestra al hijo de pies en el salón, invitando, conciliador, a beber, a su padre, que está sentado, dándole la espalda; el hijo saca unas monedas y las lanza al fuego. La conciliación no es duradera, se quiebra con un sucinto gesto, una violencia sin sentido. Como en un momento posterior, durante una celebración navideña, vemos desde fuera, cómo el padre decora el árbol de navidad en la sala, y luego mira con amor a sus hijos dormidos deseándoles las buenas noches, para, a la mañana siguiente, tirar abajo el mantel con las viandas y gritar a su esposa que lo recoja.
Las evocaciones se pautarán en la narración, musicalmente, como asociaciones, huellas que se han ido sedimentando en la emoción de la memoria. La relación no es de continuidad temporal sino de índole emocional, con lo cual los tiempos se combinan y entreveran. Memoria ajena a la amargura, a la inmovilidad del remordimiento o la frustración, aunque parezcan atrapados por esa dolorosa huella, y que, realmente, se constituye en canto, en dedicatoria amorosa y solidaria con unos seres desvalidos y dolientes, marcados por los accidentes y la crueldad de la vida, por el estatismo de la misma, cubriendo los tramites de cada paso (de hija a esposa y madre) en lo que parece un teatro en el que vas pasando de un escenario a otro, según el papel que te toque, y en la que parece que sólo quedan los rituales de celebración, entre canciones y cervezas, en cualquier reunión, familiar o de amigos, por un acontecimiento (llámese boda o fecha señalada), en el que los personajes parecen transcenderse a si mismos con el provisional aliento de la ilusión, la embriaguez y la emoción entregada. Si la primera parte de la narración está marcada por el influjo violento del padre, la segunda, Still lives (Vidas tranquilas), se centra en la vida marital de las dos hijas, y la boda del hijo pequeño. Se inicia con celebración y concluye con otra. Y las mujeres continúan enfrentándose a unos hombres que remarcan su posición, aunque sin la agresividad del padre, en particular cuando Eileen cuestiona, indignada el carácter impositivo del marido de una de sus amigas, Jingles. Los hombres desenfundan su condición solidaria masculina en vez de ser críticos con él. Los roles siguen siendo como celdas.
Las evocaciones se pautarán en la narración, musicalmente, como asociaciones, huellas que se han ido sedimentando en la emoción de la memoria. La relación no es de continuidad temporal sino de índole emocional, con lo cual los tiempos se combinan y entreveran. Memoria ajena a la amargura, a la inmovilidad del remordimiento o la frustración, aunque parezcan atrapados por esa dolorosa huella, y que, realmente, se constituye en canto, en dedicatoria amorosa y solidaria con unos seres desvalidos y dolientes, marcados por los accidentes y la crueldad de la vida, por el estatismo de la misma, cubriendo los tramites de cada paso (de hija a esposa y madre) en lo que parece un teatro en el que vas pasando de un escenario a otro, según el papel que te toque, y en la que parece que sólo quedan los rituales de celebración, entre canciones y cervezas, en cualquier reunión, familiar o de amigos, por un acontecimiento (llámese boda o fecha señalada), en el que los personajes parecen transcenderse a si mismos con el provisional aliento de la ilusión, la embriaguez y la emoción entregada. Si la primera parte de la narración está marcada por el influjo violento del padre, la segunda, Still lives (Vidas tranquilas), se centra en la vida marital de las dos hijas, y la boda del hijo pequeño. Se inicia con celebración y concluye con otra. Y las mujeres continúan enfrentándose a unos hombres que remarcan su posición, aunque sin la agresividad del padre, en particular cuando Eileen cuestiona, indignada el carácter impositivo del marido de una de sus amigas, Jingles. Los hombres desenfundan su condición solidaria masculina en vez de ser críticos con él. Los roles siguen siendo como celdas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Los accidentes son otros acontecimientos, aunque en el sentido negativo. En una de las más bellas secuencias, la cámara asciende por la fachada de un cine, en el que proyectan La colina del adiós (1955), de Henry King. En el interior, la cámara se desplaza hacia los rostros de las dos hermanas que lloran emocionadas. Un plano cenital muestra cómo dos hombres atraviesan una cristalera desvaneciéndose sus figuras en la oscuridad. Otro plano muestra cómo Maisie sale corriendo de su casa. La cámara encuadra una ventana y se desplaza hacia Maisie que atiende llorosa a su marido yacente, vendado, en un cama. La cámara vuelve a desplazarse a la ventana para de nuevo retornar y en este caso encuadrar a la novia de Tony, Eileen y su marido, y la madre, que lloran ante Tony también yacente. No es por otro motivo que la película comience con una imagen de la fachada, apariencia de refugio, y termine con los personajes desapareciendo en la oscuridad. Esta puede engullirles en cualquier momento. La violencia de los humanos o los imprevistos accidentes pueden quebrar las rutinas de la vida y truncar los instantes jubilosos de las celebraciones. Pero como en Ford, Tarkovski o Malick, la mirada de Davies es luminosa, un canto amoroso, un tan desgarrado como celebrativo grito de vida.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,1
11.917
9
15 de enero de 2023
15 de enero de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una mujer que se supone que no sabe quién es porque es actriz. Un par de gemelos que parecen saber quiénes son, y juegan con el hecho de que los demás no puedan distinguir quiénes son. Identidades, confusiones, representaciones. Ella se llama Claire (extraordinaria Genevieve Bujold), y se revelará cómo sabe desenvolverse con más claridad en la inestabilidad y el caos, entre la apariencia y el trasiego de la carne de la emoción que implica magulladuras, heridas de diversa índole. En cierta secuencia, uno de los lados de su cara es maquillado con aparentes magulladuras sanguinolentas para el rodaje de una película. En principio, no se aprecia, por el ángulo de cámara elegido. Las heridas pueden no apreciarse en primera instancia. La presentación ante los demás puede ser convenientemente clínica, como clínico es el elegante planteamiento estético de la película, superficies pulidas que disimulan las turbulencias. Los gemelos, ginecólogos, se llaman Elliot y Beverly (portentoso Jeremy Irons), nombres de hombre y mujer. Uno es más cínico, el otro más sensible. A Claire, cuando aún no sabe que son dos con quienes mantiene una relación, le parece esquizofrénico; uno le gusta mucho, otro le parece un polvo divertido. Directores de puesta en escena a la par que actores escenifican con una actriz; ella intuye, pero se entrega, y se deja llevar, con las heridas abiertas, dejándose atar, expuesta con el temblor de su vulnerabilidad. La identidad es una ilusión, somos mareas volubles, ¿Cómo estar seguro de cómo es el otro? ¿Dónde reside la raíz del ser, el perfil que se pueda enfocar? ¿Y si por añadidura, por una razón u otra, actuamos, simulamos? Claire sabe convivir, como una funambulista, con la multiplicidad que habita en ella, con su maquillaje y sus contusiones. Elliot y Beverly dejan de confundir a los otros, para confundirse ellos, sobre todo, en principio, Bev. Son dos que no son uno pero a la vez les resulta difícil ser dos o ser uno sin el otro. Su vida se convulsiona, se desangra, en esa paradoja.
La mítica del amor: la unión de dos almas gemelas. Dependencias, adicciones, la dificultad del equilibrio cuando te sofoca esa fusión con el otro que te convierte en parte de su piel como la suya en la propia. Y la piel tira, y duele. La interdependencia, el equilibrio medioambiental emocional, se trastoca entre Elliot y Beverly cuando el segundo se enamora, se engancha, de Claire. Dos dependencias, dos adicciones, se entrecruzan, se confunden: en un sueño, una protuberancia del cuerpo de Elliot se une al cuerpo de Beverly, y ella la muerde, como si separara un cordón umbilical. La nueva dependencia que Beverly se crea es como cambiar de atmósfera. Le hace aún más vulnerable, y la separación, cuando ella tiene que irse para rodar a otra ciudad, le desestabiliza y desequilibra de modo radical. Se derrumba, por los celos, cuando coge el teléfono de la suite del hotel, donde ella se aloja, un hombre (que ignora que es el secretario, además, gay). Los celos: esa marea que arrolla, en ocasiones al otro, cuando se necesita convertir a aquella extensión en parte de uno mismo para controlar sus movimientos como si fuera un efectivo miembro de uno mismo (cual cordón umbilical), y no existiera el fuera de campo. Pero también puede derivar en la mortificación, en asfixiarse en la dramatización de un lamento que proyecta y anuncia el desastre, el apocalipsis, como si no fuera posible otra opción, abrumado por el miedo a ser extirpado, cual bebé que ha salido al mundo y sufre en la intemperie que no domina y necesita de nuevo la placenta, la presencia de aquel quien ama, que haga sentir de nuevo la vida como equilibrio, refugio, certeza, cabo que une a tierra. La mente se desboca, pierde pie. Beverly navega a la deriva. Boquea en la orilla, asfixiándose, porque necesita volver al agua. Se desquicia, y diseña unos delirantes instrumentos de cirugía para mujeres mutantes, que se asemejan a instrumentos de tortura (como arma inquisitorial; antes de que Bev los utilice en la mesa operatoria parece que fuera vestido cual sacerdote). Elliot alarga el brazo en la oscuridad, para recuperarlo del remolino en el que se ha sumido, pero él quedará atrapado en el mismo.
La mítica del amor: la unión de dos almas gemelas. Dependencias, adicciones, la dificultad del equilibrio cuando te sofoca esa fusión con el otro que te convierte en parte de su piel como la suya en la propia. Y la piel tira, y duele. La interdependencia, el equilibrio medioambiental emocional, se trastoca entre Elliot y Beverly cuando el segundo se enamora, se engancha, de Claire. Dos dependencias, dos adicciones, se entrecruzan, se confunden: en un sueño, una protuberancia del cuerpo de Elliot se une al cuerpo de Beverly, y ella la muerde, como si separara un cordón umbilical. La nueva dependencia que Beverly se crea es como cambiar de atmósfera. Le hace aún más vulnerable, y la separación, cuando ella tiene que irse para rodar a otra ciudad, le desestabiliza y desequilibra de modo radical. Se derrumba, por los celos, cuando coge el teléfono de la suite del hotel, donde ella se aloja, un hombre (que ignora que es el secretario, además, gay). Los celos: esa marea que arrolla, en ocasiones al otro, cuando se necesita convertir a aquella extensión en parte de uno mismo para controlar sus movimientos como si fuera un efectivo miembro de uno mismo (cual cordón umbilical), y no existiera el fuera de campo. Pero también puede derivar en la mortificación, en asfixiarse en la dramatización de un lamento que proyecta y anuncia el desastre, el apocalipsis, como si no fuera posible otra opción, abrumado por el miedo a ser extirpado, cual bebé que ha salido al mundo y sufre en la intemperie que no domina y necesita de nuevo la placenta, la presencia de aquel quien ama, que haga sentir de nuevo la vida como equilibrio, refugio, certeza, cabo que une a tierra. La mente se desboca, pierde pie. Beverly navega a la deriva. Boquea en la orilla, asfixiándose, porque necesita volver al agua. Se desquicia, y diseña unos delirantes instrumentos de cirugía para mujeres mutantes, que se asemejan a instrumentos de tortura (como arma inquisitorial; antes de que Bev los utilice en la mesa operatoria parece que fuera vestido cual sacerdote). Elliot alarga el brazo en la oscuridad, para recuperarlo del remolino en el que se ha sumido, pero él quedará atrapado en el mismo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Cronenberg y Norman Snider adaptan la novela Twins, de Bari Wood y Jack Geasland, aunque Inseparables (Dead ringer, 1988) esté también vagamente inspirada en el caso de los ginecólogos Stewart y Cyril Marcus que fueron encontrados muertos el 19 de julio de 1975 debido al síndrome de abstinencia en el proceso de desintoxicación de su adicción a las drogas. O quizá fuera un pacto de suicidio. Como en la conclusión de la película, aunque se encontraran sus cadáveres en habitaciones separadas, se habían encerrado, durante días, en sus habitaciones, que rebosaban residuos y suciedad. Stewart falleció de sobredosis, aunque no fue el mismo diagnóstico para Cyril, que murió pocos días después. Quizá David Cronenberg no haya realizado secuencias más (lacerantemente) bellas que las que concluyen la subyugante narración de esta sacra ceremonia abisal, en la que dos sacerdotes ginecólogos, cartógrafos y fontaneros de la belleza interior, se extravían en el interior de sus quemaduras, cuando la dependencia y la singularidad se enmarañan, y al arrancar el cordón, se desangran. No pueden extirparse el uno del otro. No se puede ser parte literal de las entrañas del que se ama. El amor es empatía. Los cuerpos de ambos componen, en el último plano, la imagen de La piedad.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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