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Críticas ordenadas por utilidad
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8
12 de noviembre de 2023
12 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el cine de Otto Preminger, los trayectos pueden ser imprevisibles. Su sinuosidad, su suspensión de certezas, como un perfil que aún hubiera que precisar uniendo sus puntos, alienta la interrogante, la que te hace perder el paso, para reajustarlo, como quien aprende a caminar firme sobre terrenos pedregosos o movedizos. Daisy Kenyon (1947), adaptación de la novela de Elizabeth Janeway, publicada en 1945, guionizada por David Hertz, podría parecer que va a transitar los territorios más ortodoxos del melodrama, como los que la propia Joan Crawford protagonizó, o protagonzaría, en las excelentes De amor también se muere (1945), de Jean Negulesco, o en Los condenados no lloran (1950), de Vincent Sherman, pero los dribla para situarnos en territorios que parecen variar (como los decorados de fondo de la atracción de ferie del tren en Carta de una desconocida, 1948, de Max Ophuls) y hasta confundir el escenario, apuntando posibles sendas que no son sino desvíos que dibujan un planteamiento más complejo, desconcertante, aparentemente indeciso, como las ecuaciones sentimentales irresueltas, con flecos sueltos, del trío protagonista: una mujer, Daisy (Joan Crawford), entre dos hombres, Dan (Dan Andrews) y Peter (Henry Fonda), aunque todos parecen indecisos, minados. Dan entre Daisy y su matrimonio en proceso de permanente pero nunca culminada demolición, Peter entre Daisy y el fantasma de su esposa fallecida en un accidente cinco años atrás, motivo por el que se alistó en el ejército, como si un escenario de muerte pudiera generar el olvido de una muerte concreta. Hay una secuencia en la que se insinúa sutilmente la pauta que vertebra la sinuosidad: Dan pregunta a Peter, diseñador, cómo configura el equilibrio de un yate, esa parte que está bajo la superficie, no visible; él, abogado, nunca ha sido muy amigo de la lógica (como quien navega a impulsivo golpe de timón): ¿por qué realmente se siente atraído por Daisy y por qué no se decide a romper su matrimonio?. Paradojas. Equilibrio y lógica. Pero en el territorio premingeriano será difícil que se transite sobre rígidos opuestos, sobre cuadrículas. Resulta arduo en muchas ocasiones lograr discernir lo que sientes, muchas veces vas detrás de ti mismo, sin saberlo, persigues algo, hasta que lo alcanzas, y ves que es tu propio rostro. Quizás fantasmas como películas de las que cuesta desprenderse. Quizás, como Daisy, tras casarse con Peter, ya no ama al otro, a quien parecía enganchada, a Dan, sino sólo el recuerdo de cómo le amó, pero cuesta desprenderse de ese garfio. Porque primero hay que verlo. Como un cristal surcado por gotas de lluvia, hay que restregar bien la mirada para poder ver el exterior ya no de modo borroso, sino de modo bien perfilado.
En las secuencias iniciales, Daisy, ilustradora de una revista, se encuentra enganchada a Dan, casado, con dos hijos. Pugna consigo misma; repetidamente remarca que deberían dejarlo, porque es una relación que no acaba de consolidarse, porque parece suspendida en el aire como una promesa zarandeada como una hoja por el viento. Cuando Dan deja el piso se cruza con la cita de Daisy, Peter, quien llega en el taxi, con el que pretende que él y Daisy vayan a cenar. Pero Dan no quiere esperar su taxi (como el taxista en la primera secuencia no quiso esperarle a él; como Daisy parece cada vez más decidida a no esperar que se decida a abandonar a su esposa). Cuando Peter se le declara a Daisy, alude a sus heridas emocionales, pero Daisy le detiene. Le insta a que se deje de melodramas, porque no se puede tener clara la herida que aún atormenta: la hace historia, melodrama; hay algo que no encaja del todo. Dan es alguien desconcertante, alguien que aún parece marcado por la muerte de su esposa cinco años atrás, y por la guerra misma; aún es presa de las pesadillas. Daisy le aconseja que debe afrontar la muerte de su esposa, aunque él no lo tiene tan claro; no tiene claro cuál es la raíz de sus tinieblas. Y parece también el caso de Daisy o Dan. Ella afirma que ya superó la resaca emocional de Dan, pero en cuanto este reaparece el torbellino vuelve a dominarla. Hasta que no logre mirarlo de frente, hasta que no lo logre terminar la persecución de sí misma, y ver su propio rostro, no lograra descubrir la raíz de ese garfio. Y no harán falta melodramas.
En las secuencias iniciales, Daisy, ilustradora de una revista, se encuentra enganchada a Dan, casado, con dos hijos. Pugna consigo misma; repetidamente remarca que deberían dejarlo, porque es una relación que no acaba de consolidarse, porque parece suspendida en el aire como una promesa zarandeada como una hoja por el viento. Cuando Dan deja el piso se cruza con la cita de Daisy, Peter, quien llega en el taxi, con el que pretende que él y Daisy vayan a cenar. Pero Dan no quiere esperar su taxi (como el taxista en la primera secuencia no quiso esperarle a él; como Daisy parece cada vez más decidida a no esperar que se decida a abandonar a su esposa). Cuando Peter se le declara a Daisy, alude a sus heridas emocionales, pero Daisy le detiene. Le insta a que se deje de melodramas, porque no se puede tener clara la herida que aún atormenta: la hace historia, melodrama; hay algo que no encaja del todo. Dan es alguien desconcertante, alguien que aún parece marcado por la muerte de su esposa cinco años atrás, y por la guerra misma; aún es presa de las pesadillas. Daisy le aconseja que debe afrontar la muerte de su esposa, aunque él no lo tiene tan claro; no tiene claro cuál es la raíz de sus tinieblas. Y parece también el caso de Daisy o Dan. Ella afirma que ya superó la resaca emocional de Dan, pero en cuanto este reaparece el torbellino vuelve a dominarla. Hasta que no logre mirarlo de frente, hasta que no lo logre terminar la persecución de sí misma, y ver su propio rostro, no lograra descubrir la raíz de ese garfio. Y no harán falta melodramas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
De un modo sorprendente, entonces, nos encontramos ante una obra que disecciona las pautas de un género, el melodrama, del mismo modo que la raíz de las indefinidas emociones de los personajes, que aún tienen que unir todos los puntos para lograr definir el propio perfil de cómo y por qué sienten, para conseguir el equilibrio. Dan no lo logra porque rechaza la lógica, se siente cómodo sin definirse, como quien huye de sí mismo, y de las responsabilidades, entre diferentes escenarios, como a quien le gusta sentirse en lid con el mundo. Pero esa comodidad erosiona a Daisy que necesita perfilar con nitidez el horizonte, porque es como si amara algo intangible, o escurridizo. Dan también erosiona la estabilidad de su hogar. Aparece cual fugaz visitante, como un papa Noel que sus dos hijas reciben siempre con alegría, y reparte justicia salomónicamente, mientras los sinsabores cotidianos se los traga la esposa, quien ya responde a una tensión que le sobrepasa a golpe de bofetada (a su hija menor). La relación entre ambos está viciada, como crispada entre ella y sus hijas. Una relación que es pura conveniencia, imagen, para el gran jurado de la sociedad y los valores de la corrección, pero que en su interior está minada por zapadores invisibles, a los que no se quiere dar cuerpo por la mísera conveniencia. Dan lucha en los juzgados contra la xenofobia de una sociedad que niega a un soldado de ascendencia japonesa que recupere su hogar cuando retorna de la guerra (decisión que toma, en buena medida, para recuperar el aprecio de Daisy), pero es incapaz de lograr la armonía en su propio hogar, o con Daisy. No sabe cómo configurar ese equilibrio interno. Y avasalla. Primero, cuando la fuerza a besarla, después, cuando, pensando que su matrimonio se rompe, insiste de modo implacable (incluso, sin consultarle a ella, pidiendo a Peter que firme primero la petición de divorcio), y por último con constantes llamadas que provocan la exasperación de Daisy, quien incluso, por el agobio, sufre un accidente con el coche. El instinto, la comodidad, no sabe de lógica, funciona a golpe de apetencia. Peter en cambio sabe que no se puede ir apabullando, y más cuando aún se ha realizado el enfoque adecuado sobre lo que se siente. Hay que dejar espacio, y que la mirada de quien amas logre unir los puntos, y quizá sea entonces cuando al completar el perfil vea que son los de tus rasgos.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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8
1 de agosto de 2023
1 de agosto de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Durante la dictadura de Mussolini no se aludía de modo explícito a la homosexualidad, porque lo que no se menciona no existe. No tenía cabida esa posibilidad en una cultura de machos. Es algo que expresa el Ennio Scribani (Elio Germano), periodista del periodico comunista L'Unita al que encomiendan el seguimiento informativo del juicio, en 1964, contra el escritor y profesor Aldo Braibanti (Luigio Lo Cascio), acusado de influir perniciosamente en el joven de veintitrés años Ettore Tagliaferri (Leonardo Malterse), acusación amparada en una ley aprobada en tiempos de la dictadura de Mussolini, una forma velada de castigar una relación homosexual que, en primera instancia, no acepta la familia de Ettore, motivo por el que la madre, primero, decidió ingresarle en un sanatorio en el que, durante quince meses que duró su internamiento, fue sometido a reiterados electroshocks y, después, decidió demandar a Braibanti.
La singular figura de Scribani, caracterizado por siempre portar un sombrero de fieltro y un buen numero de periódicos, cobrará relevancia a partir de la mitad del film, cuando comienza el juicio, tras un fugaz tránsito en blanco y negro que constata la detención de Braibanti. Pero ambos habían coincido en la secuencia introductoria, una fiesta de L'Unitá en la que Scribani contempla a Braibanti compartir poemas con Ettore, a la vez que explica a su prima, Graziella (Sara Serraiocco), que Braibanti es también un notorio estudioso de las hormigas, una especie, como señalará Braibanti a Ettore, que prioriza el conjunto sobre la individualidad, por eso no se dan traiciones. La hormiga que pierde contacto con el grupo se extravía. No deja de ser un anticipo de la singularidad, por su condición homosexual, que le sumirá en el extravío por el rechazo de una sociedad que no ha variado demasiado con respecto a la que predominaba en la dictadura. Todavía, incluso entre integrantes del partido comunista, como el mismo jefe de Ennio, se califica a la homosexualidad como depravación (el novio de su prima le indica a Ennio que solo hay dos opciones para el homosexual, o someterse a tratamiento o suicidarse). Es hermoso ese movimiento de cámara que sigue a la madre de Braibanti hasta que ella descubre la pintada en la pared aludiendo, de modo despectivo, a la condición homosexual de su hijo; la madre se aleja y se sienta en la soledad de la plaza del pueblo.
La primera hora de la narración, tras la irrupción, de la madre, en el piso de Braibanti, para llevarse a su hijo, retrocede a 1959, año en el que se conocieron Ennio y Braibanti, para reflejar el contraste entre la relación del escritor con Ettore y con el hermano mayor de éste, Riccardo (Davide Vecchi), quien, resentido, por la atención a su hermano le impele a que se someta a su voluntad y deje de mantener relación con Braibanti. Dictadura, imposición de voluntades. Resulta interesante, al respecto, cómo se refleja la forma de dirigir al grupo teatral por parte de Braibanti con una contundencia que evidencia su tendencia a la intemperancia, y a cierta soberbia o arrogancia, que será puesta en cuestión por Ennio, durante el juicio, cuando en primera instancia decide acogerse al silencio y no contestar en los interrogatorios. Ennio, como él hace con sus textos, le insta a la elocuencia combativa y crítica, frente a una dictadura, manifiesta décadas atrás, o solapada, y farsesca (como señala Braibanti), como la que define una sociedad de la década de los sesenta, con sus anatemizaciones.
Amelio, que reconoció su condición homosexual tardíamente, en el 2014, dispuso de cierta notoriedad en los noventa, con una sucesión de excelentes películas que recibieron varios premios en festivales, como Puertas abiertas (1989), Niños robados (1992), Lamerica (1994) y Cosi ridevano (1998). Tras la notable Las llaves de casa (2004) sus posteriores películas no han dispuesto de tanto reconocimiento, e incluso cinco de las seis no se han estrenado en España. En El caso Braibanti, cuyo título original, Il signore delli formiche/El señor de las hormigas, alude a su condición de analista social que se ve convertido en ejemplo de cómo los humanos no se definen, en su condición social, con la mismas características que las hormigas, Amelio vuelve a demostrar su dominio de una narrativa definida por la sobriedad, la síntesis y la precisión, en ocasiones elíptica,
La singular figura de Scribani, caracterizado por siempre portar un sombrero de fieltro y un buen numero de periódicos, cobrará relevancia a partir de la mitad del film, cuando comienza el juicio, tras un fugaz tránsito en blanco y negro que constata la detención de Braibanti. Pero ambos habían coincido en la secuencia introductoria, una fiesta de L'Unitá en la que Scribani contempla a Braibanti compartir poemas con Ettore, a la vez que explica a su prima, Graziella (Sara Serraiocco), que Braibanti es también un notorio estudioso de las hormigas, una especie, como señalará Braibanti a Ettore, que prioriza el conjunto sobre la individualidad, por eso no se dan traiciones. La hormiga que pierde contacto con el grupo se extravía. No deja de ser un anticipo de la singularidad, por su condición homosexual, que le sumirá en el extravío por el rechazo de una sociedad que no ha variado demasiado con respecto a la que predominaba en la dictadura. Todavía, incluso entre integrantes del partido comunista, como el mismo jefe de Ennio, se califica a la homosexualidad como depravación (el novio de su prima le indica a Ennio que solo hay dos opciones para el homosexual, o someterse a tratamiento o suicidarse). Es hermoso ese movimiento de cámara que sigue a la madre de Braibanti hasta que ella descubre la pintada en la pared aludiendo, de modo despectivo, a la condición homosexual de su hijo; la madre se aleja y se sienta en la soledad de la plaza del pueblo.
La primera hora de la narración, tras la irrupción, de la madre, en el piso de Braibanti, para llevarse a su hijo, retrocede a 1959, año en el que se conocieron Ennio y Braibanti, para reflejar el contraste entre la relación del escritor con Ettore y con el hermano mayor de éste, Riccardo (Davide Vecchi), quien, resentido, por la atención a su hermano le impele a que se someta a su voluntad y deje de mantener relación con Braibanti. Dictadura, imposición de voluntades. Resulta interesante, al respecto, cómo se refleja la forma de dirigir al grupo teatral por parte de Braibanti con una contundencia que evidencia su tendencia a la intemperancia, y a cierta soberbia o arrogancia, que será puesta en cuestión por Ennio, durante el juicio, cuando en primera instancia decide acogerse al silencio y no contestar en los interrogatorios. Ennio, como él hace con sus textos, le insta a la elocuencia combativa y crítica, frente a una dictadura, manifiesta décadas atrás, o solapada, y farsesca (como señala Braibanti), como la que define una sociedad de la década de los sesenta, con sus anatemizaciones.
Amelio, que reconoció su condición homosexual tardíamente, en el 2014, dispuso de cierta notoriedad en los noventa, con una sucesión de excelentes películas que recibieron varios premios en festivales, como Puertas abiertas (1989), Niños robados (1992), Lamerica (1994) y Cosi ridevano (1998). Tras la notable Las llaves de casa (2004) sus posteriores películas no han dispuesto de tanto reconocimiento, e incluso cinco de las seis no se han estrenado en España. En El caso Braibanti, cuyo título original, Il signore delli formiche/El señor de las hormigas, alude a su condición de analista social que se ve convertido en ejemplo de cómo los humanos no se definen, en su condición social, con la mismas características que las hormigas, Amelio vuelve a demostrar su dominio de una narrativa definida por la sobriedad, la síntesis y la precisión, en ocasiones elíptica,
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con cierta recurrencia a planos largos, como los dilatados sobre algunos testimonios en el juicio, en especial el de Ettore, que dispone de asociación con el plano final, en la secuencia que relata la despedida de Braibanti y Ettore, ya en 1969, tras ser liberado el primero. La música de la opera de Aida, que interpretan en un descampado, y las gotas de lluvia ejercen de contrapunto en esta bella secuencia. La narración concluye con el rostro de aquel que quedó más dañado en el proceso, por la obcecación y mezquindad de su familia y un sistema social que aún arrastraba las lacras de los prejuicios.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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7,5
398
9
17 de junio de 2023
17 de junio de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Remorques (1941), de Jean Gremillon, dispuso de un accidentado proceso de producción. Previamente, en 1935, no había convencido la adaptación de la homónima novela de Roger Vercel (autor también de Capitán Conan, adaptada al cine por Betrand Tavernier en 1997), realizada por Charles Spaak, ni la reescritura de André Cayette. Cuando fue reactivado el proyecto por el productor Joseph Lucachevitch, se consiguió, gracias a la intervención de Jean Gabin, que Jacques Prevert fuera contratado para reescribir el guion. El rodaje comenzó en julio de 1939, pero fue interrumpido en septiembre al entrar en guerra Francia con Alemania. Se retomaría en mayo de 1940, pero de nuevo se interrumpiría en junio cuando fue tomada París por los alemanes. Por fin, se completaría, ya durante la ocupación alemana, en 1941, aunque sus dos actores principales se habían trasladado a Estados Unidos, por lo que varias escenas previstas no pudieron rodarse. La obra empieza con una boda, la de uno de los marineros del remolcador Cyclone que capitanea André (Jean Gabin), quien anuncia cómo las ilusiones pueden ser quebradas en cualquier momento, ya que la celebración se interrumpe cuando son requeridos para rescatar a un navío, el Mirva: Una larga secuencia, de vibrante tensión narrativa, dominada por la nocturnidad, en la que no sólo ruge la tormenta que zarandea los barcos, sino la colisión entre dos actitudes (que se puede ampliar a la de la navegación de la vida ): la integridad de André contra la falta de escrúpulos del capitán del otro navío, Marc (Jean Marchat), alguien sólo interesado por el dinero del seguro (por lo que decidirá romper el cabo que une al Mirva con el Cyclon tras que haya sido salvado por éste, y tras una rotura previa accidental). Precisamente, de Marc, junto a otros marineros del navío, huye en plena tormenta (rompiendo los cabos) su esposa, Catherine (Michele Morgan), porque está cansada del odio acumulado en los dos años de relación. Cabos que se rompen accidentalmente, cabos que se rompen intencionalmente.
En Remorques (Remordimientos) convive la intensidad poética con la inmediatez de ciertas secuencias que describen un modo de vida sobre el que pende la amenaza del desastre, como al fin y al cabo en la incertidumbre de los oleajes, ciclones y tormentas de las emociones de los personajes. Yvonne (Madeleine Renaud), esposa de André desde hace diez años, teme que, en cualquiera de esos salvamentos, él pierda la vida por lo que insiste en que abandone ese labor y disfruten de su amor con un modo de vida con apariencia de estabilidad. La vida de Yvonne, precisamente, peligra dada su enfermedad, que André no cree que sea tan grave, sino que más bien la utiliza como chantaje emocional. La irrupción de Catherine, quien disgustada por cómo ha sido su vida, preferiría que André la llamara de otro modo, Aimee, como si así el escenario de realidad fuera otro, determina que también se modifique la relación de André con la realidad.
En esta maravillosa obra de Jean Gremillon (un cineasta de escasa obra a redescubrir: por ejemplo, las excelentes Geule d'amour, 1937, su primer éxito, protagonizada por Jean Gabin, El extraño señor Víctor, 1938, El cielo os pertenece, 1944, o El amor de una mujer, 1953, entre otras), con dirección artística de Alexandre Trauner, hay que destacar, como en el cine de Marcel Carné, la presencia en el guion, sobre todo por sus poéticos diálogos, que podrían llegar a ser agudos aforismos, de Jacques Prevert.
En Remorques (Remordimientos) convive la intensidad poética con la inmediatez de ciertas secuencias que describen un modo de vida sobre el que pende la amenaza del desastre, como al fin y al cabo en la incertidumbre de los oleajes, ciclones y tormentas de las emociones de los personajes. Yvonne (Madeleine Renaud), esposa de André desde hace diez años, teme que, en cualquiera de esos salvamentos, él pierda la vida por lo que insiste en que abandone ese labor y disfruten de su amor con un modo de vida con apariencia de estabilidad. La vida de Yvonne, precisamente, peligra dada su enfermedad, que André no cree que sea tan grave, sino que más bien la utiliza como chantaje emocional. La irrupción de Catherine, quien disgustada por cómo ha sido su vida, preferiría que André la llamara de otro modo, Aimee, como si así el escenario de realidad fuera otro, determina que también se modifique la relación de André con la realidad.
En esta maravillosa obra de Jean Gremillon (un cineasta de escasa obra a redescubrir: por ejemplo, las excelentes Geule d'amour, 1937, su primer éxito, protagonizada por Jean Gabin, El extraño señor Víctor, 1938, El cielo os pertenece, 1944, o El amor de una mujer, 1953, entre otras), con dirección artística de Alexandre Trauner, hay que destacar, como en el cine de Marcel Carné, la presencia en el guion, sobre todo por sus poéticos diálogos, que podrían llegar a ser agudos aforismos, de Jacques Prevert.
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Su amor se apuntala en los inciertos y variables contornos del territorio de una playa. Los primeros planos de su paseo encuadran su pasos en la arena, detalle que anticipa la fugacidad de su relación. Si Yvonne ansía que dispongan por fin de un hogar, en vez de vivir en un hotel, en una casa vacía, junto a la orilla del mar, por lo tanto potencial hogar, será donde André y Catherine/Aimee hagan su primer acercamiento, su primera declaración de amor. Pero como un naufragio que demanda ser atendido, el requerimiento de André para que acuda al lecho de una agonizante Yvonne también determinará la imposibilidad de esa nueva singladura amorosa.
Un soberano ejemplo de exquisito dialogo:
Catherine: ¿Qué le pasa?
André: Nada
Catherine: ¿No puede decir lo que piensa? Es tan fácil...Yo digo todo lo que pienso.
André: Yo no le pido nada, y estoy harto. Francamente, ¿Qué pinto aquí con usted? Míreme, ¿Parezco un hombre que corre detrás de las mujeres?
Catherine: No
André: ¿Entonces? ¿Le divierte tanto un hombre que no sabe lo que dice, que farfulla? Porque me doy cuenta. Conmigo pierde el tiempo. No me gustan estos juegos. Soy un hombre sencillo.
Catherine: Los hombres sencillos no hacen tanto ruido para esconder sus pensamientos ni sienten vergüenza de sus deseos. En realidad, usted es igual que los demás. Rebosa de escrúpulos, delicadezas y no deja de pensar. Ahora mismo, está pensando en cosas que nadie conoce, que le impiden hablar. Aunque quisiese ser sincero no podría, diría cualquier cosa y lo escondería todo.
André:¿Por qué dice eso? ¿Por qué le intereso tanto? ¿Qué espera? Venga, hable, ya que usted lo expresa todo ¿Qué quiere de mí?
Catherine; ¿Y usted qué quiere?
André: A usted
Catherine: Cállese. Béseme...Béseme.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Un soberano ejemplo de exquisito dialogo:
Catherine: ¿Qué le pasa?
André: Nada
Catherine: ¿No puede decir lo que piensa? Es tan fácil...Yo digo todo lo que pienso.
André: Yo no le pido nada, y estoy harto. Francamente, ¿Qué pinto aquí con usted? Míreme, ¿Parezco un hombre que corre detrás de las mujeres?
Catherine: No
André: ¿Entonces? ¿Le divierte tanto un hombre que no sabe lo que dice, que farfulla? Porque me doy cuenta. Conmigo pierde el tiempo. No me gustan estos juegos. Soy un hombre sencillo.
Catherine: Los hombres sencillos no hacen tanto ruido para esconder sus pensamientos ni sienten vergüenza de sus deseos. En realidad, usted es igual que los demás. Rebosa de escrúpulos, delicadezas y no deja de pensar. Ahora mismo, está pensando en cosas que nadie conoce, que le impiden hablar. Aunque quisiese ser sincero no podría, diría cualquier cosa y lo escondería todo.
André:¿Por qué dice eso? ¿Por qué le intereso tanto? ¿Qué espera? Venga, hable, ya que usted lo expresa todo ¿Qué quiere de mí?
Catherine; ¿Y usted qué quiere?
André: A usted
Catherine: Cállese. Béseme...Béseme.
Alexander Zárate
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9
17 de junio de 2023
17 de junio de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1938, en la Paramount, encargaron a Preston Sturges que desarrollara un guion a partir de un argumento de diecinueve páginas de Mockton Hoffe, Two bad hats, título entonces del proyecto cinematográfico que iba a interpretar Claudette Colbert. Superadas ciertas divergencias entre Sturges y el productor al cargo, Albert Lewin, y ciertas reticencias de la censura, se consideró para la pareja protagonista a Brian Aherne, Joel McCrea, Fred McMurray, Paulette Goddard y Madeleine Carroll, hasta que Henry Fonda y Barbara Stanwyck fueron los elegidos. En Las tres noches de Eva (The Lady Eve, 1942), de Preston Sturges, Charles (Henry Fonda), un hijo de millonario empresario (de ale, que no es lo mismo que cerveza), aficionado al estudio de los ofidios, vuelve de la selva amazónica (en la que ha permanecido un año), aunque, como se verá, poco sabe, o poco ha estudiado, a los seres humanos (y de modo más específico, a las mujeres), y poco sabe de la naturaleza de las emociones. Su instinto no parece haber sobrepasado el estadio elemental de un virginal recién nacido. Y su intuición sencillamente brilla por su ausencia. Es un torpe navegante de las relaciones humanas. En un crucero conoce a una jugadora de cartas, Jean (Barbara Stanwyck), la cual se dedica, junto a su padre, Harry (el insigne Charles Coburn), a timar a los ricos. Jean observa a través de la pequeña pantalla de su espejo la película de cómo otras mujeres intentan atraer infructuosamente la atención de Charles, quien caerá (primero, literalmente, por su zancadilla) en su red por su ingenua suficiencia, la de quien se cree que domina los trucos de las cartas, y por tanto se cree que gana, en una primera partida, seiscientos dólares. Su ego le impide considerar la posibilidad de que sea una maniobra estratégica para desplumarle en una segunda partida porque jugará con la confianza de quien se cree imbatible. Pero el pueril Adán, de rígida inocencia, que nada sabe de juegos (y que, en irónica reconsideración de la fábula bíblica es quien porta una serpiente), y la vivaz y perspicaz Eva, conocedora de los mimbres de la vida, que hace del juego supervivencia, se enamoran. Jean decide que no pueden estafar a aquel por quien siente algo que no ha sentido con nadie. El engaño y lo auténtico no casan. Claro que Jean no cuenta con que su padre no comparta su actitud ni que Charles sea informado de la alianza de embaucadores que conforman padre e hija antes de que sea ella quien se lo diga.
Lo más grave será que Charles, tras ser esquilado, por el padre, y descubrir a qué se dedica ella, es incapaz de ver que ella la ama (y que nada tiene que ver con el timo) y la rechaza, con enfático agravio, pensando que sólo se quería aprovechar de él. Dos dilatados planos caracterizan los extremos en los que fluctuará su relación (y que definen qué bien domina Sturges la conjunción o alternancia de tonos diferentes, cómico y dramático): Un extenso plano sobre ambos, abrazados, él con expresión extática mientras ella acaricia su cabello; y el largo plano de su discusión cuando él no es capaz ni de mirarla a los ojos, o de no advertir, cuando la mira, en su rostro cabizbajo y pesaroso, el amor que siente por él. El azar determinará un reencuentro. La posibilidad surge significativamente en un escenario de competición, un hipódromo, gracias al encuentro con otro timador, Sir Alfred (Eric Blore), que se hace pasar por aristócrata con empresarios millonarios, que viven en grandes mansiones, como el padre de Charles, Horace (Eugene Pallette). Jean decidirá iniciar un alambicada venganza mediante la escenificación, creándose un personaje. Como dice: 'Tengo algún negocio pendiente con él, le necesito como el hacha necesita al pavo'. Su estrategia, dada la torpeza perceptiva de Charles, será jugar con dobles identidades, haciéndose pasar por dama de alta alcurnia, Lady Eve, delante de sus narices. Si se habían conocido en el barco mediante una caída, tras la zancadilla que le pone Jean en el restaurante, en su reencuentro Charles sufrirá dos caídas, y por dos veces caerá sobre él salsa de un pollo o el té de una bandeja que porta un mayordomo, en la fiesta que celebran en la mansión de su familia, cambiándose por tres veces de smoking ya que no hace más que manchárselo con una u otra cosa en sus tropezones. Incluso, Muggsy (memorable William Demarest), el suspicaz guardián del torpe heredero, se caerá repetidamente.
Lo más grave será que Charles, tras ser esquilado, por el padre, y descubrir a qué se dedica ella, es incapaz de ver que ella la ama (y que nada tiene que ver con el timo) y la rechaza, con enfático agravio, pensando que sólo se quería aprovechar de él. Dos dilatados planos caracterizan los extremos en los que fluctuará su relación (y que definen qué bien domina Sturges la conjunción o alternancia de tonos diferentes, cómico y dramático): Un extenso plano sobre ambos, abrazados, él con expresión extática mientras ella acaricia su cabello; y el largo plano de su discusión cuando él no es capaz ni de mirarla a los ojos, o de no advertir, cuando la mira, en su rostro cabizbajo y pesaroso, el amor que siente por él. El azar determinará un reencuentro. La posibilidad surge significativamente en un escenario de competición, un hipódromo, gracias al encuentro con otro timador, Sir Alfred (Eric Blore), que se hace pasar por aristócrata con empresarios millonarios, que viven en grandes mansiones, como el padre de Charles, Horace (Eugene Pallette). Jean decidirá iniciar un alambicada venganza mediante la escenificación, creándose un personaje. Como dice: 'Tengo algún negocio pendiente con él, le necesito como el hacha necesita al pavo'. Su estrategia, dada la torpeza perceptiva de Charles, será jugar con dobles identidades, haciéndose pasar por dama de alta alcurnia, Lady Eve, delante de sus narices. Si se habían conocido en el barco mediante una caída, tras la zancadilla que le pone Jean en el restaurante, en su reencuentro Charles sufrirá dos caídas, y por dos veces caerá sobre él salsa de un pollo o el té de una bandeja que porta un mayordomo, en la fiesta que celebran en la mansión de su familia, cambiándose por tres veces de smoking ya que no hace más que manchárselo con una u otra cosa en sus tropezones. Incluso, Muggsy (memorable William Demarest), el suspicaz guardián del torpe heredero, se caerá repetidamente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pese a todo, Charles, en su ingenuidad, creerá el relato de Sir Alfred sobre Lady Eve como hermanastra de Jean (hija de un mozo de cuadra). Jean le seducirá con aviesas artimañas, y él seguirá siendo incapaz de reconocerla (memorable su conversación en una atalaya, con el caballo perturbando el momento al posar una y otra vez sus belfos sobre la cabeza de Charles). Su torpeza perceptiva será tal que incluso le llegará a proponer matrimonio a quien no sabe que es la misma que rechazó zaherido. La noche de bodas se convierte para él en un infierno ya que ella realiza un falso inventario de pasados amantes como lección para el cuadriculado millonario que no sabe que es la misma que abandonó tiempo atrás, o despreció por ser ladrona sin saber discernir su amor. Como remate de esa noche pesadillesca, al salir del tren apresuradamente, cae de bruces sobre el barro. O, podemos decir, cae en el propio fango de sus ciegos prejuicios Aunque será otra caída la que restituya la ficción adecuada para recomponer un desajuste sentimental por las ofuscaciones de quien no sabe percibir a quien supuestamente ama. En suma, Las tres noches de Eva se constituye en toda una lección de cómo saber amar, en una comedia no exenta de tinieblas, y es que para saber ver al otro, y encima al que presuntamente se ama, se tienen que quitar las tinieblas que hay en la mente (aunque a veces igual haya que conformarse con la implantación de la ficción más consecuente, o pertinente).
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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8
13 de abril de 2023
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2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). un cuerpo centraba, focalizaba, la narración, durante tres horas y veinte de duración (había algún otro cuerpo, pero periférico; extensiones, como su hijo, funcionales, como los clientes). La ausencia de un cuerpo pese que era visible, y la exasperación del tiempo, la dilatación de la duración de los planos, como una condena. Tres días que parecían el mismo. La rutina de una acciones cotidianas, piedra y erosión. Cuando el cuerpo se agitaba, acaecía en fuera de campo, cuando atendía en su dormitorio a los clientes. Un fuera de campo, porque también lo era para ella misma, como un vacío que la enajenara. Asistíamos a la implosión de un cuerpo, de una mente, de una mujer invisible. En Toute une nuit (1982), docenas de cuerpos multiplican la atención, en una narración acordemente fragmentada, aunque no falten planos dilatados. Toda una noche, aunque pudieran ser todas las noches. La narración es una coreografía de emociones, estados, variaciones, fugas, colisiones, tanteos. Los cuerpos pareciera que fueran parte de un ballet, no sólo cuando alguna pareja baila. Los cuerpos, las emociones, buscan esa coreografía en la que fluir. A veces son acordes discordantes, fuera de tono, un silencio, expectativa, suspensión, el ruido de un disco que llegó a su fin. El deseo parece vertebrar las relaciones, aunque también hay una niña que sale de su casa en plena noche, con un gato, desvaneciéndose en la oscuridad, o un sastre en su tienda realizando unas cuentas. Cuerpos que se salen del papel pautado, que se mueven alrededor de sí mismos. Emociones que se extravían, emociones que ansían tejerse con otras emociones como si fueran un solo cuerpo.
Pareciera que asistiéramos a fragmentos de diversas historias, en los que quizá algo se gesta, o parece que termina, pero no es así, o simplemente es un instante, uno más. Un chico observa a través de la ventana, desde la cama, y se vuelve a su pareja, al que dice que es la hora, y el otro chico se incorpora. Alguien no puede dormir y se levanta, va a la cocina, coge algo del frigorífico. Más tarde retornará a la cama. Hay quienes, con la mirada prendida en el techo, se preguntan si no se quieren. Una pareja, después otra, pero separados; beben cada uno sentado en una mesa de un bar, y quizás una historia se inicie, y los tanteos tímidos con la mirada se tornen abrazo, como si hincaran sus uñas en la vida que pasara corriendo delante suyo. También una chica con dos chicos, juntos en una mesa, pero su historia parece que no continuará ni con uno ni con otro. Cada uno opta por diferente dirección. Muchos personajes se abrazan, hay quiénes echan a correr, quienes parece que vagabundean en la noche, quienes se marchan, quienes llegan a un piso y golpean a una puerta, aunque nadie contesta, o quizá sí y no es quien esperaban y salen corriendo. Hace calor. Hay quien puede dormir, y quien no. Hay un personaje, encarnado por Aurore Clement, quien, al principio, tras realizar una llamada, dice que le quiere. Al final dice que no le quiere, mientras baila con otro chico. Variaciones, volubilidades, cambios.
A veces parece que asistiéramos a una película de Jacques Tati, pero sin la presencia de Monsieur Hulot. Múltiples cuerpos, múltiples historias, múltiples posibilidades. Quizás las que ha soñado el mismo personaje que no sabe si le quiere o no le quiere (Aurore Clement interpretó en la previa Los encuentros de Anna, 1979, a una cineasta que realizaba un tránsito, trayecto o desplazamiento, en el que se encontraba, cruzaba, con múltiples personajes). Los sonidos de la noche, los cantos de los pájaros con la primeras luces de la mañana mecen la narración. A veces una palabra rasga el silencio, pero es la agitación de los cuerpos la que domina la pantalla. Semillas, o esquirlas, de historias con las que especular. Los cuerpos vibran, se tensan o yacen como pesos muertos, miran por las ventanas como miradas perdidas que quisieran fugarse. Cuerpos que se buscan, aunque a veces se nieguen, y declaren que quizá su historia ha llegado a su fin, pero, en otras, se agarran mutuamente, como si fueran una boya entre las encrespadas olas de un océano de emociones que van y vienen. Los cuerpos se abrazan y rehuyen, o meramente vagan en soledad, como fantasmas, quién sabe por qué, quizá en busca de otra historia, de una certeza, saber si le quiere o no, o simplemente para poder querer y ser abrazado.
Alexander Zárate
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Pareciera que asistiéramos a fragmentos de diversas historias, en los que quizá algo se gesta, o parece que termina, pero no es así, o simplemente es un instante, uno más. Un chico observa a través de la ventana, desde la cama, y se vuelve a su pareja, al que dice que es la hora, y el otro chico se incorpora. Alguien no puede dormir y se levanta, va a la cocina, coge algo del frigorífico. Más tarde retornará a la cama. Hay quienes, con la mirada prendida en el techo, se preguntan si no se quieren. Una pareja, después otra, pero separados; beben cada uno sentado en una mesa de un bar, y quizás una historia se inicie, y los tanteos tímidos con la mirada se tornen abrazo, como si hincaran sus uñas en la vida que pasara corriendo delante suyo. También una chica con dos chicos, juntos en una mesa, pero su historia parece que no continuará ni con uno ni con otro. Cada uno opta por diferente dirección. Muchos personajes se abrazan, hay quiénes echan a correr, quienes parece que vagabundean en la noche, quienes se marchan, quienes llegan a un piso y golpean a una puerta, aunque nadie contesta, o quizá sí y no es quien esperaban y salen corriendo. Hace calor. Hay quien puede dormir, y quien no. Hay un personaje, encarnado por Aurore Clement, quien, al principio, tras realizar una llamada, dice que le quiere. Al final dice que no le quiere, mientras baila con otro chico. Variaciones, volubilidades, cambios.
A veces parece que asistiéramos a una película de Jacques Tati, pero sin la presencia de Monsieur Hulot. Múltiples cuerpos, múltiples historias, múltiples posibilidades. Quizás las que ha soñado el mismo personaje que no sabe si le quiere o no le quiere (Aurore Clement interpretó en la previa Los encuentros de Anna, 1979, a una cineasta que realizaba un tránsito, trayecto o desplazamiento, en el que se encontraba, cruzaba, con múltiples personajes). Los sonidos de la noche, los cantos de los pájaros con la primeras luces de la mañana mecen la narración. A veces una palabra rasga el silencio, pero es la agitación de los cuerpos la que domina la pantalla. Semillas, o esquirlas, de historias con las que especular. Los cuerpos vibran, se tensan o yacen como pesos muertos, miran por las ventanas como miradas perdidas que quisieran fugarse. Cuerpos que se buscan, aunque a veces se nieguen, y declaren que quizá su historia ha llegado a su fin, pero, en otras, se agarran mutuamente, como si fueran una boya entre las encrespadas olas de un océano de emociones que van y vienen. Los cuerpos se abrazan y rehuyen, o meramente vagan en soledad, como fantasmas, quién sabe por qué, quizá en busca de otra historia, de una certeza, saber si le quiere o no, o simplemente para poder querer y ser abrazado.
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