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Críticas ordenadas por utilidad
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7
12 de noviembre de 2023
12 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Eres la posición que detentas. Cuanto más dinero posees, se acrecienta la sensación de dominio sobre la vida, porque dispones de más poder (si afrontas que debes asumir que cualquier medio es válido y que los demás se convertirán en piezas útiles o prescindibles para tu ascensión a la cumbre). Es con lo que se confrontará Ethel (Joan Crawford), en esta feroz radiografía o disección de los sórdidos engranajes tras los rótulos del sueño americano (o los mecanismos del depredador capitalismo), en Los condenados no lloran (Damned don't cry, 1950), de Vincent Sherman, un incisivo recorrido sobre las diversas posiciones en la escala de poder económico, que se condensa en el trayecto de relaciones de Ethel en su ascensión a las poltronas de los poderosos (del señor del castillo): Roy (Richard Egan), el obrero, Martin (Kent Smith), el contable, y Castleman (David Brian), el empresario (castleman: hombre del castillo), o reformulación de los pretéritos gangsters en un nuevo híbrido que fusiona la legalidad y la delincuencia ya en un mismo tipo ( y así desde entonces), alguien consciente de que los instrumentos para imponerse no deben ser las armas, como aún pone en práctica el aspirante a su trono, Nick (Steve Cochran), sino las retorcidas pero hábiles maniobras de un buen contable (aunque no deja de ser una máscara; tampoco dudará en utilizar las maniobras violentas directas cuando resulta necesario).
Pero antes de desvelar este trayecto se planteará el relato en forma de incognita, a través de un cautivador inicio (formidable el guion de Harold Medford y Jerome Weidman, que adaptan el relato de Gertrude Walker, inspirado en la relación entre Bugsy Siegel y Virgina HIll): Dos figuras a las que no vemos el rostro lanzan un cadáver por un terraplén en el desierto; la policía investiga en la mansión del asesinado, aunque permanezca aún en incógnita su identidad para nosotros, y en unas de sus películas caseras descubren a Loran Hansen Forbes (Crawford), pero cuando investigan sobre esta supuesta y popular rica heredera del negocio del petróleo descubren que nunca ha declarado a Hacienda y que se desconoce su pasado. ¿Quién era esta mujer que ha desaparecido? Solo parece existir en los dos últimos años. Tras esa imagen de éxito se esconde el trayecto de una ascensión, el de Ethel, una mujer que discutía con su marido, Roy, por mirar cada centavo que gastaban. En cambio, ella prefería alimentar las ilusiones de su hijo, comprándole una bicicleta, pese a sus precariedades (por lo tanto, la vida como perspectiva permanente de restricción y la necesidad de quebrar unos límites o la necesidad de que la vida sea como uno quiere que sea). Pero no se puede controlar ni dominar la vida, y la tragedía atropella a su hijo montando su ilusión en forma de bicicleta. Ethel se revuelve contra su condición, y decide romper con esa vida que es más bien un sumidero de carencias, de la que ella era cautiva porque tenía un hijo. Se es la posición que se detenta, y en ese pueblo perdido, es (se siente) nada. Y siente que su futuro será como su presente. Resulta dificil vivir allí, pero lo es más poder salir, escapar. Ethel lo hace. Y juega bien sus cartas, con decisión, y habilidad.
Pero antes de desvelar este trayecto se planteará el relato en forma de incognita, a través de un cautivador inicio (formidable el guion de Harold Medford y Jerome Weidman, que adaptan el relato de Gertrude Walker, inspirado en la relación entre Bugsy Siegel y Virgina HIll): Dos figuras a las que no vemos el rostro lanzan un cadáver por un terraplén en el desierto; la policía investiga en la mansión del asesinado, aunque permanezca aún en incógnita su identidad para nosotros, y en unas de sus películas caseras descubren a Loran Hansen Forbes (Crawford), pero cuando investigan sobre esta supuesta y popular rica heredera del negocio del petróleo descubren que nunca ha declarado a Hacienda y que se desconoce su pasado. ¿Quién era esta mujer que ha desaparecido? Solo parece existir en los dos últimos años. Tras esa imagen de éxito se esconde el trayecto de una ascensión, el de Ethel, una mujer que discutía con su marido, Roy, por mirar cada centavo que gastaban. En cambio, ella prefería alimentar las ilusiones de su hijo, comprándole una bicicleta, pese a sus precariedades (por lo tanto, la vida como perspectiva permanente de restricción y la necesidad de quebrar unos límites o la necesidad de que la vida sea como uno quiere que sea). Pero no se puede controlar ni dominar la vida, y la tragedía atropella a su hijo montando su ilusión en forma de bicicleta. Ethel se revuelve contra su condición, y decide romper con esa vida que es más bien un sumidero de carencias, de la que ella era cautiva porque tenía un hijo. Se es la posición que se detenta, y en ese pueblo perdido, es (se siente) nada. Y siente que su futuro será como su presente. Resulta dificil vivir allí, pero lo es más poder salir, escapar. Ethel lo hace. Y juega bien sus cartas, con decisión, y habilidad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Haciendo buen uso no sólo del encanto de su apariencia (cómo se fijan en sus piernas cuando trabaja de dependienta; el siguiente paso es ser modelo y acompañante), sino de su hábil inteligencia. Todo es un intercambio (de intereses), y se debe saber jugar bien las bazas. Sabe cómo impulsar la carrera del contable, Martin, introduciéndole en el negocio de ese señor del castillo que es Castleman. En su momento, la obtusa ceguera de algunos, en la prensa neoyorkina, calificó al personaje de Ethel como alguien que complica la vida a quienes le rodean. Seguramente no se hubiera dicho tal necedad si hubiera sido hombre. Ethel ansía alcanzar la embriaguez del poder en las alturas, como tantos otros (sean hombres o mujeres); se deja llevar. Como bien le apuntará Martin, que también se dejó envolver por los cantos de sirena, le gusta sentirse una invitada en ese escenario de privilegios (donde le pagan un año de viajes por Europa para cultivarse), sin ser consciente del todo de que se está convirtiendo en una cómplice, y en alguien, aunque le duela asumirlo, que no ha dejado ser ni dejará de ser un instrumento, una pieza en el escenario de quien rige, regula y mueve los hilos, Castleman. Dejará de ser la invitada o acompañante del sueño. El señor del castillo no es un príncipe de ensueño sino un señor de la guerra y no dudará en requerir sus servicios para ensuciarse en el campo de batalla como instrumento de seducción de su principal rival, Nick, para conseguir la necesaria información estratégica. Y no hay vuelta atrás cuando se cruzan ciertos umbrales, y se tiene que enfrentar al hecho de que sus manos tienen que mancharse de sangre aunque pretenda negarlo o rehuirlo. Es lo que ocurrirá cuando quiera salirse del escenario o tablero, cuando quiera volver al inicio, como si fuera posible reescribir su vida. Aunque seguramente, pese a la lección aprendida, querrá volver a escapar de ese sumidero de carencias en lo más bajo de la escala del poder económico o dominio de la vida.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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7,7
26.136
10
12 de noviembre de 2023
12 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La dolce vita (id, 1959) supone un gozne o un umbral en la obra de Fellini, quien colabora en el guion con Ennio Flaiano y Tullio Pinelli. Su final parece declarar una derrota ante una realidad miserable, que tiene poco de dulce. Una realidad, da igual en qué ambiente, monstruosa y descompuesta, como ese pez de aspecto tenebroso cuyo cadáver es encontrado en la orilla del mar. El rostro demacrado de Marcello (Marcello Mastroiani) sentencia la asunción de una renuncia, de una resignación a ser un vano espectro más sin conciencia ni escrúpulos, cualidades que no parecen tener cabida en la realidad que habita. Por eso, es ya incapaz de oír (entender) a la niña, Paula, emblema de la nobleza o inocencia, que le grita al otro lado del pequeño entrante del mar (como si fuera una herida ya imposible de curar, una distancia ya insalvable). No es casual que esta secuencia tenga lugar junto al mar si consideramos el agua como el símbolo de la relación natural y fluida con las emociones, o de la fuente de la vida. La emoción es movimiento, pero el ser humano está varado, como ese pez monstruoso, en el vacío de sus entrañas. Porque no sabe vivir. No se logra la transcendencia, sino que se culmina un proceso de degradación. Es el cáustico trayecto narrativo, desde las alturas, de la inconsciencia y la vanidad, a la conversión en monstruo que no es sino una caída abisal en el aturdimiento y mero embrutecimiento vital. La gravedad de la trivialización e insensibilización vence a cualquier anhelo de elevación. Recordemos que Marcello nos es presentado en la primera secuencia subido, como pasajero, en un helicóptero. Es un pasajero de la vida trivial, que todo lo mira desde la distancia, un periodista rodeado de fotógrafos que, sin escrúpulo alguno, ejercen de intrusos en vidas ajenas porque son célebres. El helicóptero traslada un icono religioso de Jesucristo. Unas bellas mujeres son avistadas en una azotea. Pero todo es ilusorio. No hay nada sacro, no hay nada elevado. Lo único real parece sólo el hecho de desear. Aunque ¿Qué desea?. Es significativo el encuentro con Maddalena (Anouk Aimee), en las primeras secuencias. Ella expresa su desorientación vital. Hacen el amor en el hogar, inundado, de una prostituta. ¿Qué siente por ella Marcello? ¿No se refleja en el uno y el otro su propia desorientación o desenfoque vital?
Cualquier ilusión de ascensión en el film será vana, como cuando siguen a Sylvia (Anita Ekberg) a través de las estrechas escaleras que suben a lo alto del Vaticano. Es otro falso espejismo, esa opulenta mujer, otra proyección para restituir lo que se carece en lo que no es más que una trivial imagen a la que se dota de transcendencia por el deseo de elevación. En cierto momento, llama a Maddalena, para visitarla con Sylvia. ¿Por qué? ¿Llama a su desorientación? Aún más adelante, en una fiesta en una mansión de una familia aristócrata, en unas habitaciones vacías, despojadas, comparten su amor mutuo en la distancia. La distancia siempre se impone. Se pierden de vista, como se pierden de vista a sí mismos. No hay posible elevación, como no representan transcendencia alguna los andamios construidos para que las cámaras rueden el esperado milagro de los dos niños, da igual si éstos quedan expuestos bajo la lluvia, abajo, en la intemperie (con los pies en el suelo, porque quizás sólo los niños, como Paola, pueden acercar a lo real o lo auténtico). No hay nobleza, sólo espectáculo, y desesperación, necesidad de que la vidas de unos y otros que corren bajo la lluvia tras los niños, cuando gritan que han visto a la virgen, sean curadas, resueltas. La vida se escurre, como la del padre de Marcello, que le visita, y siente, tras un vahído, cómo ya no es joven que resista una noche de embriaguez. Es una figura que mira a través de una ventana, porque ya es más pasado que presente y futuro. Una sombra de lo que fue.
Todos los espacios que se transitan transmiten esa sensación vacío y orfandad, como la desierta carretera, en la noche, en la que tiene lugar, en las últimas secuencias, la violenta discusión, entre Marcello y su novia, Emma (Ivonne Furneaux), entre acerados reproches y crispados chantajes emocionales (incluidas amenazas de suicidio), para concluir abrazados en la cama (¿por qué se mantiene esa relación si él no deja de quejarse de su amor agresivo y viscoso?), o aunque sea diurnos, como cuando esperan en la calle (rodeados de elevados edificios, lo que acentúa aún más esa sensación de orfandad) a la Signora Steiner para comunicarle cómo su marido ha asesinado a sus dos hijos (como dos eran los niños que decían haber visto a la Virgen) y se ha suicidado (¿de qué tenía miedo ese hombre para decidir abandonar la vida y también truncar la de sus hijos?¿Qué vacío monstruoso percibía extenderse en la vida dentro y alrededor?). Este personaje, Steiner (Alain Cluny) es una figura crucial (no sólo en la película sino en su obra hasta entonces, porque era una figura ausente), como contrapunto detentador de sensibilidad elevada, o de esa distinción aristocrática de nobleza de espíritu que busca realizar lo sagrado (se le presenta tocando música en el órgano en lo alto de una iglesia, como si no fuera de este mundo, casi cual fantasma de un castillo gótico al que pareciera rodear una luz glauca). En cierto sentido, recuerda, como contraste, al que representaban, en La vida privada de Bel Ami (1947), de Albert Lewin, el organista, en la iglesia, y su esposa, frente a un entorno cínico, pragmático y arribista.
Cualquier ilusión de ascensión en el film será vana, como cuando siguen a Sylvia (Anita Ekberg) a través de las estrechas escaleras que suben a lo alto del Vaticano. Es otro falso espejismo, esa opulenta mujer, otra proyección para restituir lo que se carece en lo que no es más que una trivial imagen a la que se dota de transcendencia por el deseo de elevación. En cierto momento, llama a Maddalena, para visitarla con Sylvia. ¿Por qué? ¿Llama a su desorientación? Aún más adelante, en una fiesta en una mansión de una familia aristócrata, en unas habitaciones vacías, despojadas, comparten su amor mutuo en la distancia. La distancia siempre se impone. Se pierden de vista, como se pierden de vista a sí mismos. No hay posible elevación, como no representan transcendencia alguna los andamios construidos para que las cámaras rueden el esperado milagro de los dos niños, da igual si éstos quedan expuestos bajo la lluvia, abajo, en la intemperie (con los pies en el suelo, porque quizás sólo los niños, como Paola, pueden acercar a lo real o lo auténtico). No hay nobleza, sólo espectáculo, y desesperación, necesidad de que la vidas de unos y otros que corren bajo la lluvia tras los niños, cuando gritan que han visto a la virgen, sean curadas, resueltas. La vida se escurre, como la del padre de Marcello, que le visita, y siente, tras un vahído, cómo ya no es joven que resista una noche de embriaguez. Es una figura que mira a través de una ventana, porque ya es más pasado que presente y futuro. Una sombra de lo que fue.
Todos los espacios que se transitan transmiten esa sensación vacío y orfandad, como la desierta carretera, en la noche, en la que tiene lugar, en las últimas secuencias, la violenta discusión, entre Marcello y su novia, Emma (Ivonne Furneaux), entre acerados reproches y crispados chantajes emocionales (incluidas amenazas de suicidio), para concluir abrazados en la cama (¿por qué se mantiene esa relación si él no deja de quejarse de su amor agresivo y viscoso?), o aunque sea diurnos, como cuando esperan en la calle (rodeados de elevados edificios, lo que acentúa aún más esa sensación de orfandad) a la Signora Steiner para comunicarle cómo su marido ha asesinado a sus dos hijos (como dos eran los niños que decían haber visto a la Virgen) y se ha suicidado (¿de qué tenía miedo ese hombre para decidir abandonar la vida y también truncar la de sus hijos?¿Qué vacío monstruoso percibía extenderse en la vida dentro y alrededor?). Este personaje, Steiner (Alain Cluny) es una figura crucial (no sólo en la película sino en su obra hasta entonces, porque era una figura ausente), como contrapunto detentador de sensibilidad elevada, o de esa distinción aristocrática de nobleza de espíritu que busca realizar lo sagrado (se le presenta tocando música en el órgano en lo alto de una iglesia, como si no fuera de este mundo, casi cual fantasma de un castillo gótico al que pareciera rodear una luz glauca). En cierto sentido, recuerda, como contraste, al que representaban, en La vida privada de Bel Ami (1947), de Albert Lewin, el organista, en la iglesia, y su esposa, frente a un entorno cínico, pragmático y arribista.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Su drástica decisión es, en consonancia con la misma obra, la desgarradora conclusión de que aquel que quiere vivir en las alturas (las del rigor ético y el anhelo de conocimiento o superación, lejos del ensimismamiento de los intelectualoides que asisten a su fiesta o de la banal mundanidad), no puede encontrar hueco en este misero mundo. Es el anuncio de esa derrota final de Marcello, como si se hubiera ya desprendido de su último salvavidas (o posibilidad, porque ha demostrado durante la obra su condición fluctuante) de con(s)ciencia. Marcello extirpa esa posibilidad de su vida (interior) porque no la considera viable para sobrevivir sino para sentir con más agudeza el dolor ante las inconsistencias de la realidad. Prefiere enajenarse, embrutecerse, y ser uno más de los triviales espectros de la vida acomodada y epicúrea (artística), un agente de publicidad que se olvida de la escritura, de la reflexión y de la belleza, para estancarse, sin dolor, en la orilla de la vida.
La última fiesta en la que participa es un festín de abyección, de sordidez y humillaciones, de desprecios y embrutecida embriaguez. Por mucho que Marcello reaccione furibundo, descalificándoles sin compasión, ya es demasiado tarde. No es más que la rabieta resultante tanto del dolor por la muerte de su amigo Steiner como de su frustración e impotencia (sabe que no podrá ser como él; y que ser como él le distanciaría del mundo pues las elevaciones no son posibles, solo conducen a otro tipo de enajenación por aislamiento; Steiner grababa los sonidos de la naturaleza, como si ya esta fuera distancia, como si perteneciera a otra dimensión). De alguna manera, Marcello también se suicida, aceptando las bases de un contrato (ya incluso es agente de prensa, publicista de un mundo que es mera imagen). Silenciar sus restos de conciencia, e integridad, y adaptarse a una representación en la que será una deshabitada máscara más. Se deja llevar por el peso de la gravedad. Perderá su condición corporal, convirtiéndose en otro fantasma. La realidad se desvela corrompida, como ese pez monstruoso varado en la playa, como si se revelara el cuadro que oculta Dorian Gray, porque émulos de éste son muchas de las figuras que desfilan ensimismados en ese espejismo de dolce vita. ¿ Porque no es acaso La dolce vita un desfile espectral? En algunos casos bien manifiesto, como el retorno de los aristócratas del castillo al amanecer tras su ronda nocturna de fiesta (con la misma sensación de vacío que en la celebración popular reflejada en Los inutiles; varían los ambientes pero no la sustancia, o más bien, su falta). Desfiles, personajes deambulantes, realidad sonámbula, teñida de muerte. ¿Por qué no evocar el final de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957) con los personajes en fila siguiendo a la muerte? En el cine de Fellini abundan los desfiles, las procesiones, como si casi eso fuera a lo que se restringe lo que hace el ser humano en la realidad entre vanas representaciones deshabitadas. Una realidad (o más bien escenario) en la que los espíritus nobles como el de Gelsomina o el de Steiner quedan al margen, cuando no son extirpados o se exilian definitivamente del desfile. Esa es la sensación que queda al final de La dolce vita. Perdidos en la orilla de la vida, y sin cuerpo, sin saber de esas reales y, por ello, fértiles emociones que representa el agua. Fantasmas que prefieren ignorar que sólo habitan un escenario.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
La última fiesta en la que participa es un festín de abyección, de sordidez y humillaciones, de desprecios y embrutecida embriaguez. Por mucho que Marcello reaccione furibundo, descalificándoles sin compasión, ya es demasiado tarde. No es más que la rabieta resultante tanto del dolor por la muerte de su amigo Steiner como de su frustración e impotencia (sabe que no podrá ser como él; y que ser como él le distanciaría del mundo pues las elevaciones no son posibles, solo conducen a otro tipo de enajenación por aislamiento; Steiner grababa los sonidos de la naturaleza, como si ya esta fuera distancia, como si perteneciera a otra dimensión). De alguna manera, Marcello también se suicida, aceptando las bases de un contrato (ya incluso es agente de prensa, publicista de un mundo que es mera imagen). Silenciar sus restos de conciencia, e integridad, y adaptarse a una representación en la que será una deshabitada máscara más. Se deja llevar por el peso de la gravedad. Perderá su condición corporal, convirtiéndose en otro fantasma. La realidad se desvela corrompida, como ese pez monstruoso varado en la playa, como si se revelara el cuadro que oculta Dorian Gray, porque émulos de éste son muchas de las figuras que desfilan ensimismados en ese espejismo de dolce vita. ¿ Porque no es acaso La dolce vita un desfile espectral? En algunos casos bien manifiesto, como el retorno de los aristócratas del castillo al amanecer tras su ronda nocturna de fiesta (con la misma sensación de vacío que en la celebración popular reflejada en Los inutiles; varían los ambientes pero no la sustancia, o más bien, su falta). Desfiles, personajes deambulantes, realidad sonámbula, teñida de muerte. ¿Por qué no evocar el final de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957) con los personajes en fila siguiendo a la muerte? En el cine de Fellini abundan los desfiles, las procesiones, como si casi eso fuera a lo que se restringe lo que hace el ser humano en la realidad entre vanas representaciones deshabitadas. Una realidad (o más bien escenario) en la que los espíritus nobles como el de Gelsomina o el de Steiner quedan al margen, cuando no son extirpados o se exilian definitivamente del desfile. Esa es la sensación que queda al final de La dolce vita. Perdidos en la orilla de la vida, y sin cuerpo, sin saber de esas reales y, por ello, fértiles emociones que representa el agua. Fantasmas que prefieren ignorar que sólo habitan un escenario.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,0
1.636
9
12 de noviembre de 2023
12 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Leonora (Barbara Bel Geddes) es una cenicienta que tiene que realizar malabares cada mes con el escaso dinero del que dispone, y que ejerce de modelo en grandes almacenes que presenta las prendas o los vestidos a las clientas, para quien las revistas de moda ejercen de pantallas en la que proyecta sus ilusiones, aquellas que desea habitar, o más bien protagonizar, y con el abrigo de visón como emblema de sus aspiraciones. Es con abrigo (o con dos, una para ella y otra para su madre) como quisiera retornar a su pueblo en Denver. Para ese escenario de vida se prepara cual actriz en una escuela en la que aprende a cómo comportarse adecuadamente (cómo servir el té, cómo escuchar música, cómo mantener una conversación…), es decir, cómo desplegar el pertinente encanto (encantamiento) para conseguir a ese ideal marido que le suministre el atrezzo que componga su particular paraíso de vida cuché. Atrapados (Caught, 1949) es otra de las refinadas grandes obras de Max Ophuls que despelleja las proyecciones y ficciones, escenarios y reflejos del sentimiento amoroso. Aunque no sería Atrapados la traducción adecuada de su título original, Caught, que más bien debería singularizarse en Atrapada. Porque es Leonora la mujer reclusa, primero de unas ideas de proyecto o diseño de vida que son, realmente, celdas invisibles, cuyo reverso, o revelación de su condición de falacia, de arenas movedizas, tomará cuerpo con quien se convierta, como marido, en la aparente materialización del hombre/suministrador ideal.
Según la ecuación el príncipe idóneo debe ser un buen potentado, ese que espera que un día la reconozca nada más verla mientras presenta uno de los modelo de ropa. En cambio, más bien surgiendo de la oscuridad aparece la sombra del sueño, Smith Ohlrig (Robert Ryan), millonario empresario, trasunto de Howard Hughes (quien había despedido a Ophuls del set de rodaje de Vendetta; hay quien ya ha apuntado que esta película es su particular vendetta). La cuestión es que el príncipe se revelará ogro, alguien carcomido por la oscuridad que le corroe en su interior por falta de autoestima y exceso de soberbia. Sufre ataques de ansiedad cuando alguien le contraría o se rebela a su voluntad, y su coeficiente emocional queda definido en su gusto por el pinball como descarga de tensiones. Su misma decisión de casarse está determinada por el hecho de contradecir al psiquiatra al que suele acudir, cuando Ohlrig solía declarar que nunca se casaría con nadie, ya que piensa que todos van tras su dinero, por lo cual, la mujer que quisiera casarse con él no tendría más objetivo que ese. El rico piensa que el pobre aspira a su posición. Ohlrig está encasquillado en la película de lo que piensa que es la realidad y la motivación de los demás.
Leonora hará su primer acto de rebeldía, precisamente, durante una proyección de uno de sus negocios. Como si quemara la película del proyector. Aunque el gesto disidente más radical será romper con los lujos y trabajar de secretaria para un médico pediatra de los barrios pobres, en el East side de New Work. Quinada (James Mason, quien pidió interpretar este papel en vez del que primero le ofrecieron, el de Olhrig, para no ser encasillado en villanos o figuras siniestras) es el extremo opuesto de Ohlrig. Un médico que proviene de las clases altas y que sabe qué engañosas y vacías son esas ilusiones materiales, ya que sus padres estaban obsesionados con la cuestión del dinero y la posición social (la importancia de las apariencias); y sabe lo que es la entrega en el amor, como la que manifiesta con sus pacientes. Él mismo reconocerá que durante un tiempo vivió enajenado por la importancia que concedía al dinero. El personaje de Mason ejerce de demolición de unas certezas, como, con otros matices, lo será el que interpretará en Almas desnudas (1949), para otro personaje femenino; ejercerá de fisura. Para ambos personajes femeninos no será lo mismo su vida tras conocer a los personajes que interpreta Mason. En este caso para extirpar un enajenador modelo de vida, y abrir otras perspectivas posibles de vida, más plenas, mas reales.
Según la ecuación el príncipe idóneo debe ser un buen potentado, ese que espera que un día la reconozca nada más verla mientras presenta uno de los modelo de ropa. En cambio, más bien surgiendo de la oscuridad aparece la sombra del sueño, Smith Ohlrig (Robert Ryan), millonario empresario, trasunto de Howard Hughes (quien había despedido a Ophuls del set de rodaje de Vendetta; hay quien ya ha apuntado que esta película es su particular vendetta). La cuestión es que el príncipe se revelará ogro, alguien carcomido por la oscuridad que le corroe en su interior por falta de autoestima y exceso de soberbia. Sufre ataques de ansiedad cuando alguien le contraría o se rebela a su voluntad, y su coeficiente emocional queda definido en su gusto por el pinball como descarga de tensiones. Su misma decisión de casarse está determinada por el hecho de contradecir al psiquiatra al que suele acudir, cuando Ohlrig solía declarar que nunca se casaría con nadie, ya que piensa que todos van tras su dinero, por lo cual, la mujer que quisiera casarse con él no tendría más objetivo que ese. El rico piensa que el pobre aspira a su posición. Ohlrig está encasquillado en la película de lo que piensa que es la realidad y la motivación de los demás.
Leonora hará su primer acto de rebeldía, precisamente, durante una proyección de uno de sus negocios. Como si quemara la película del proyector. Aunque el gesto disidente más radical será romper con los lujos y trabajar de secretaria para un médico pediatra de los barrios pobres, en el East side de New Work. Quinada (James Mason, quien pidió interpretar este papel en vez del que primero le ofrecieron, el de Olhrig, para no ser encasillado en villanos o figuras siniestras) es el extremo opuesto de Ohlrig. Un médico que proviene de las clases altas y que sabe qué engañosas y vacías son esas ilusiones materiales, ya que sus padres estaban obsesionados con la cuestión del dinero y la posición social (la importancia de las apariencias); y sabe lo que es la entrega en el amor, como la que manifiesta con sus pacientes. Él mismo reconocerá que durante un tiempo vivió enajenado por la importancia que concedía al dinero. El personaje de Mason ejerce de demolición de unas certezas, como, con otros matices, lo será el que interpretará en Almas desnudas (1949), para otro personaje femenino; ejercerá de fisura. Para ambos personajes femeninos no será lo mismo su vida tras conocer a los personajes que interpreta Mason. En este caso para extirpar un enajenador modelo de vida, y abrir otras perspectivas posibles de vida, más plenas, mas reales.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
De nuevo, Ophuls demuestra cómo domina el espacio del encuadre y los movimientos de cámara para crear emoción y para definir los conflictos internos de los personajes. Una escalera interpuesta en el encuadre (el símbolo de la aspiración a la ascensión social, del arribismo) en un enfrentamiento entre tres personajes, entre Ohlrig, Leonora y Quinada, hace que se convierta en un personaje más, y asociada con los movimientos de cámara laterales, que sigue el movimiento de Leonor (encuadrando tras ella a uno de los dos hombres) indica la oscilación pendular de la tensión emocional, de lo que se dirime entre los personajes, pero sobre todo lo que desgarra interiormente a Leonora ya que ama a Quinada, pero su embarazo lo siente como un impedimento para romper amarras con Ohlrig, pero también con las convenciones, con los garfios de las apariencias. Secuencias antes, un dilatado movimiento (que es propulsión, despegue) se acompasa al baile que comparten Quinada y Leonora en una pista atestada que hace que sus movimientos sean casi comprimidos, como su sentimiento que aún no puede liberarse. De hecho, el circular movimiento no se cierra, se quiebra con un cambio a un primer plano de ella, tras que él le haya propuesto matrimonio, ya que ella aún no ha compartido lo que la hace sentir atrapada, comprimida, que está casada, y que está embarazada. Una elipsis evidencia su repliegue, su decisión no compartida, con Quinada, la de volver con Ohlrig. El vacío de una mesa en un espacio intermedio en la conversación entre dos personajes, entre Quinada y su socio, Hoffman (Frank Ferguson), apoyados cada uno en el umbral de la puerta de su despacho, se revela como el peso de una ausencia que es tanto enigma como anhelo. La escalera, símbolo de los anhelos de bienes materiales o de irreales idealizaciones, como ese abrigo de visón que adquirirá variada condición dramática según la evolución de Leonora. Tras que Hoffman le haya confirmado que está embarazada, no puede evitar encoger el rostro, conmovida, cuando Quinada (que lo ignora) le regala un sencillo abrigo (reverso del de visón). En la secuencia final, en el hospital, ya juntos Quinada y Leonora, la enfermera se dispone a llevarles el abrigo, pero Hoffman le indica que ya no cree que lo necesite en su nueva vida. Una vida de mirada despejada que ha descendido a la realidad. A veces, para cumplir los sueños no es necesario ascender.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,5
3.655
9
12 de noviembre de 2023
12 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Ojos negros (Oci ciornie, 1987), de Nikita Mikhalkov, un hombre, Romano (Marcello Mastroianni), se introduce, con gesto vivazmente circunspecto, en una piscina de lodo de un balneario para recuperar el sombrero de la mujer cuyos ojos negros le han deslumbrado, y alumbrado, Ana (Elena Sofonova). Es una imagen que propulsa el Erase una vez, o más bien, el podría ser. Una risa, también de Romano, surca unos prados, unos jirones de niebla, mientras se cruza con unos zíngaros. También impulsa la música, la danza, del Podría ser. Pero Romano dejó de escuchar a los zíngaros, dejó de meterse en piscinas de lodo, esas que suponen cruzar cualquier distancia, esas que no saben de límites, de adversidades, como cuando, portando un cristal entre las manos, fue hasta Rusia en busca de la amada que temerosa del amor había preferido huir de aquel balneario, de Romano, y encorvarse en la triste prosa del paso uniforme de los días con un marido que no amaba. Por eso, esta película es sobre el no pudo ser, o sobre el por qué no pudo ser, y que tiene que ver con las indeterminaciones, la incapacidad de atravesar toda bruma de dificultades para materializar lo que sea. Romano promociona el cristal como irrompible, pero su voluntad no lo es. En aquel viaje, poco antes de cruzarse con los zíngaros, poco antes de saber que aquello no era un comienzo sino una despedida, una renuncia, la carreta en la que viajaba se quedó estancada en un riachuelo, y un amigo le porta, sobre sus hombros, hasta la orilla, como, en cierta manera, él había hecho con el sombrero. Le porta como él hacía con el cristal, con sus sueños, que su inconstante voluntad quebró.
Romano, que antes de de conocer a Ana era un hombre que dormía en vida, un arquitecto que no construyó nada con su vida sino que optó por ser anexo de la riqueza de su esposa, se convertiría, tras renunciar a la posibilidad del amor junto a Ana, en una parodia de lo que pudiera haber sido, una imagen bufa, esa imagen patética que, en las secuencias introductorias, trabaja de camarero en un barco de recreo, y que narra su historia a un pasajero, Pavel (Vsevolod Larionov), quien acaba de casarse, e inicia un nuevo viaje en su vida, el reinicio de una ilusión, a la inversa que Romano que dejó de desplazarse, ya varado, como un maniquí engominado. Con esa introducción ya se indica que, por una razón u otra, Romano no consiguió materializar su sueño, que no era irrompible. Dispuso de la determinación para buscar en Rusia a la mujer que había conocido en un balneario pero no para decir a su esposa, Elena (Silvana Mangano), al volver de su viaje y ver que está vendiendo sus pertenencias al quedar en bancarrota, que ama a otra mujer. Romano, al renunciar a los sueños, ha convertido en mero relato su existencia. Y continúa engañándose, aceptando lo que no pudo ser como si fuera una cuestión baladí (porque, como dice, quién se acuerda de nadie). Se ha apoltronado en la negación, en el relato compensatorio. Romano era alguien caracterizado por desenfundar una mentira tras otra en cualquier circunstancia de su vida y ha hecho de la mentira, ocho años después de ser incapaz de retornar a Rusia por la mujer que amaba, su burbuja de negación de la realidad, como si se hubiera encogido tras una bruma que esteriliza toda nostalgia de lo desperdiciado y truncado. Aunque por un momento pareció un héroe que surcaba piscinas de barro y la burocracia rusa en busca de una firma que le posibilitara reencontrar a su amada para lograr rescatarla del mullido infierno en el que dormía. Su presencia sacudió las plumas de la almohada en la que reposaba durmiente, como plumas vuelan alrededor de ambos cuando de nuevo se abrazan y besan en su reencuentro. Pero no pudo desenfundar la verdad delante de su esposa y quedó cautivo de la mentira, como una sombra patética.
Romano, que antes de de conocer a Ana era un hombre que dormía en vida, un arquitecto que no construyó nada con su vida sino que optó por ser anexo de la riqueza de su esposa, se convertiría, tras renunciar a la posibilidad del amor junto a Ana, en una parodia de lo que pudiera haber sido, una imagen bufa, esa imagen patética que, en las secuencias introductorias, trabaja de camarero en un barco de recreo, y que narra su historia a un pasajero, Pavel (Vsevolod Larionov), quien acaba de casarse, e inicia un nuevo viaje en su vida, el reinicio de una ilusión, a la inversa que Romano que dejó de desplazarse, ya varado, como un maniquí engominado. Con esa introducción ya se indica que, por una razón u otra, Romano no consiguió materializar su sueño, que no era irrompible. Dispuso de la determinación para buscar en Rusia a la mujer que había conocido en un balneario pero no para decir a su esposa, Elena (Silvana Mangano), al volver de su viaje y ver que está vendiendo sus pertenencias al quedar en bancarrota, que ama a otra mujer. Romano, al renunciar a los sueños, ha convertido en mero relato su existencia. Y continúa engañándose, aceptando lo que no pudo ser como si fuera una cuestión baladí (porque, como dice, quién se acuerda de nadie). Se ha apoltronado en la negación, en el relato compensatorio. Romano era alguien caracterizado por desenfundar una mentira tras otra en cualquier circunstancia de su vida y ha hecho de la mentira, ocho años después de ser incapaz de retornar a Rusia por la mujer que amaba, su burbuja de negación de la realidad, como si se hubiera encogido tras una bruma que esteriliza toda nostalgia de lo desperdiciado y truncado. Aunque por un momento pareció un héroe que surcaba piscinas de barro y la burocracia rusa en busca de una firma que le posibilitara reencontrar a su amada para lograr rescatarla del mullido infierno en el que dormía. Su presencia sacudió las plumas de la almohada en la que reposaba durmiente, como plumas vuelan alrededor de ambos cuando de nuevo se abrazan y besan en su reencuentro. Pero no pudo desenfundar la verdad delante de su esposa y quedó cautivo de la mentira, como una sombra patética.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Destellos, sombreros que vuelan, ilusiones, cristales, oportunidades que se desperdician, la fragilidad de los sentimientos, de las voluntades. Hay un bellísimo travelling que conjuga el arco en el que oscila esta hermosa obra (amalgama de cuatro relatos de Anton Chejov, sobre todo La dama del perrito), entre la sonrisa jubilosa y las desazonadora pesadumbre. Ese travelling que se dirige desde Romano y Ana desayunando en su primera, y única, mañana juntos, tras haber hecho el amor esa noche también por primera vez; la música se va imponiendo sobre el relato de Romano mientras la cámara se desplaza hacia la cama, donde unos segundos antes estaba tumbada Elena, de espaldas a él y a la cámara, para encuadrar sus lágrimas sobre la almohada. El porqué de espaldas, ella lo revelará en la carta que le escribe, se corresponde al porqué de su renuncia a las emociones que la despertaban, que habían convertido por un instante su vida en risa. Prefirió no ser directa y en cambio sí desaparecer de escena entre lágrimas como si no fuera posible la continuidad de su relación. Pero el héroe que la podía rescatar no fue suficientemente perseverante. Su odisea se convirtió en patética. Al retornar al hogar, optó por la medrosa renuncia, de nuevo optando por la mentira. Pero la vida puede convertirse en una afilada ironía, en un demoledor reflejo, y quien escucha el relato de su fracaso, no es sino aquel que sí supo perseverar, que sí supo esperar, siete largos años. Pavel insistió, aunque supiera que ella no le correspondía, hasta que ella aceptó su novena propuesta de casarse con él. Y no es otra esa mujer que la mujer herida, que el sueño herido, de Romano, Ana. El rostro que dejó atrás, prefiriendo no volver la cabeza, o sólo como un relato de unos ojos negros que le incendiaron, pero cuyo fuego prefirió apagar con la pusilánime renuncia. Prefirió renunciar a ese fulgor que provenía de un broche en su sombrero, y cegaba sus ojos, en el balneario, antes de conocerla, fulgor que también proviene de la taza con infusión mientras Romano espera, junto al marido, en su casa en Rusia, que ella, por fin, después de la larga búsqueda por Rusia, aparezca por la puerta. Ese fulgor que optó por esconder tras la bruma de su indeterminación.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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8
12 de noviembre de 2023
12 de noviembre de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el cine de Otto Preminger, los trayectos pueden ser imprevisibles. Su sinuosidad, su suspensión de certezas, como un perfil que aún hubiera que precisar uniendo sus puntos, alienta la interrogante, la que te hace perder el paso, para reajustarlo, como quien aprende a caminar firme sobre terrenos pedregosos o movedizos. Daisy Kenyon (1947), adaptación de la novela de Elizabeth Janeway, publicada en 1945, guionizada por David Hertz, podría parecer que va a transitar los territorios más ortodoxos del melodrama, como los que la propia Joan Crawford protagonizó, o protagonzaría, en las excelentes De amor también se muere (1945), de Jean Negulesco, o en Los condenados no lloran (1950), de Vincent Sherman, pero los dribla para situarnos en territorios que parecen variar (como los decorados de fondo de la atracción de ferie del tren en Carta de una desconocida, 1948, de Max Ophuls) y hasta confundir el escenario, apuntando posibles sendas que no son sino desvíos que dibujan un planteamiento más complejo, desconcertante, aparentemente indeciso, como las ecuaciones sentimentales irresueltas, con flecos sueltos, del trío protagonista: una mujer, Daisy (Joan Crawford), entre dos hombres, Dan (Dan Andrews) y Peter (Henry Fonda), aunque todos parecen indecisos, minados. Dan entre Daisy y su matrimonio en proceso de permanente pero nunca culminada demolición, Peter entre Daisy y el fantasma de su esposa fallecida en un accidente cinco años atrás, motivo por el que se alistó en el ejército, como si un escenario de muerte pudiera generar el olvido de una muerte concreta. Hay una secuencia en la que se insinúa sutilmente la pauta que vertebra la sinuosidad: Dan pregunta a Peter, diseñador, cómo configura el equilibrio de un yate, esa parte que está bajo la superficie, no visible; él, abogado, nunca ha sido muy amigo de la lógica (como quien navega a impulsivo golpe de timón): ¿por qué realmente se siente atraído por Daisy y por qué no se decide a romper su matrimonio?. Paradojas. Equilibrio y lógica. Pero en el territorio premingeriano será difícil que se transite sobre rígidos opuestos, sobre cuadrículas. Resulta arduo en muchas ocasiones lograr discernir lo que sientes, muchas veces vas detrás de ti mismo, sin saberlo, persigues algo, hasta que lo alcanzas, y ves que es tu propio rostro. Quizás fantasmas como películas de las que cuesta desprenderse. Quizás, como Daisy, tras casarse con Peter, ya no ama al otro, a quien parecía enganchada, a Dan, sino sólo el recuerdo de cómo le amó, pero cuesta desprenderse de ese garfio. Porque primero hay que verlo. Como un cristal surcado por gotas de lluvia, hay que restregar bien la mirada para poder ver el exterior ya no de modo borroso, sino de modo bien perfilado.
En las secuencias iniciales, Daisy, ilustradora de una revista, se encuentra enganchada a Dan, casado, con dos hijos. Pugna consigo misma; repetidamente remarca que deberían dejarlo, porque es una relación que no acaba de consolidarse, porque parece suspendida en el aire como una promesa zarandeada como una hoja por el viento. Cuando Dan deja el piso se cruza con la cita de Daisy, Peter, quien llega en el taxi, con el que pretende que él y Daisy vayan a cenar. Pero Dan no quiere esperar su taxi (como el taxista en la primera secuencia no quiso esperarle a él; como Daisy parece cada vez más decidida a no esperar que se decida a abandonar a su esposa). Cuando Peter se le declara a Daisy, alude a sus heridas emocionales, pero Daisy le detiene. Le insta a que se deje de melodramas, porque no se puede tener clara la herida que aún atormenta: la hace historia, melodrama; hay algo que no encaja del todo. Dan es alguien desconcertante, alguien que aún parece marcado por la muerte de su esposa cinco años atrás, y por la guerra misma; aún es presa de las pesadillas. Daisy le aconseja que debe afrontar la muerte de su esposa, aunque él no lo tiene tan claro; no tiene claro cuál es la raíz de sus tinieblas. Y parece también el caso de Daisy o Dan. Ella afirma que ya superó la resaca emocional de Dan, pero en cuanto este reaparece el torbellino vuelve a dominarla. Hasta que no logre mirarlo de frente, hasta que no lo logre terminar la persecución de sí misma, y ver su propio rostro, no lograra descubrir la raíz de ese garfio. Y no harán falta melodramas.
En las secuencias iniciales, Daisy, ilustradora de una revista, se encuentra enganchada a Dan, casado, con dos hijos. Pugna consigo misma; repetidamente remarca que deberían dejarlo, porque es una relación que no acaba de consolidarse, porque parece suspendida en el aire como una promesa zarandeada como una hoja por el viento. Cuando Dan deja el piso se cruza con la cita de Daisy, Peter, quien llega en el taxi, con el que pretende que él y Daisy vayan a cenar. Pero Dan no quiere esperar su taxi (como el taxista en la primera secuencia no quiso esperarle a él; como Daisy parece cada vez más decidida a no esperar que se decida a abandonar a su esposa). Cuando Peter se le declara a Daisy, alude a sus heridas emocionales, pero Daisy le detiene. Le insta a que se deje de melodramas, porque no se puede tener clara la herida que aún atormenta: la hace historia, melodrama; hay algo que no encaja del todo. Dan es alguien desconcertante, alguien que aún parece marcado por la muerte de su esposa cinco años atrás, y por la guerra misma; aún es presa de las pesadillas. Daisy le aconseja que debe afrontar la muerte de su esposa, aunque él no lo tiene tan claro; no tiene claro cuál es la raíz de sus tinieblas. Y parece también el caso de Daisy o Dan. Ella afirma que ya superó la resaca emocional de Dan, pero en cuanto este reaparece el torbellino vuelve a dominarla. Hasta que no logre mirarlo de frente, hasta que no lo logre terminar la persecución de sí misma, y ver su propio rostro, no lograra descubrir la raíz de ese garfio. Y no harán falta melodramas.
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De un modo sorprendente, entonces, nos encontramos ante una obra que disecciona las pautas de un género, el melodrama, del mismo modo que la raíz de las indefinidas emociones de los personajes, que aún tienen que unir todos los puntos para lograr definir el propio perfil de cómo y por qué sienten, para conseguir el equilibrio. Dan no lo logra porque rechaza la lógica, se siente cómodo sin definirse, como quien huye de sí mismo, y de las responsabilidades, entre diferentes escenarios, como a quien le gusta sentirse en lid con el mundo. Pero esa comodidad erosiona a Daisy que necesita perfilar con nitidez el horizonte, porque es como si amara algo intangible, o escurridizo. Dan también erosiona la estabilidad de su hogar. Aparece cual fugaz visitante, como un papa Noel que sus dos hijas reciben siempre con alegría, y reparte justicia salomónicamente, mientras los sinsabores cotidianos se los traga la esposa, quien ya responde a una tensión que le sobrepasa a golpe de bofetada (a su hija menor). La relación entre ambos está viciada, como crispada entre ella y sus hijas. Una relación que es pura conveniencia, imagen, para el gran jurado de la sociedad y los valores de la corrección, pero que en su interior está minada por zapadores invisibles, a los que no se quiere dar cuerpo por la mísera conveniencia. Dan lucha en los juzgados contra la xenofobia de una sociedad que niega a un soldado de ascendencia japonesa que recupere su hogar cuando retorna de la guerra (decisión que toma, en buena medida, para recuperar el aprecio de Daisy), pero es incapaz de lograr la armonía en su propio hogar, o con Daisy. No sabe cómo configurar ese equilibrio interno. Y avasalla. Primero, cuando la fuerza a besarla, después, cuando, pensando que su matrimonio se rompe, insiste de modo implacable (incluso, sin consultarle a ella, pidiendo a Peter que firme primero la petición de divorcio), y por último con constantes llamadas que provocan la exasperación de Daisy, quien incluso, por el agobio, sufre un accidente con el coche. El instinto, la comodidad, no sabe de lógica, funciona a golpe de apetencia. Peter en cambio sabe que no se puede ir apabullando, y más cuando aún se ha realizado el enfoque adecuado sobre lo que se siente. Hay que dejar espacio, y que la mirada de quien amas logre unir los puntos, y quizá sea entonces cuando al completar el perfil vea que son los de tus rasgos.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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