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7
8 de abril de 2014
8 de abril de 2014
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La guerra ha concluido y llega el momento de hacer justicia... y también de otro tipo de ajustes de cuentas. Estamos en 1945 y la Alemania nazi es ya historia, mientras los aliados toman el país e intentan levantar un nuevo orden social. Quienes hace poco eran dominadores se convierten ahora en perseguidos, y quienes sufrían acoso pasan a ser salvoconductos para otra realidad. Ciertamente, son muchas las películas sobre nazis y judíos, y sin embargo “Lore” tiene algo especial, algo original y sugerente que la convierten, junto con la buena realización, en una cinta recomendable. Y eso porque su directora, Cate Shortland, acierta a colocar a la adolescente del título en el eje de la historia para tratar de comprender ambos mundos, para descubrir con sus ojos cómo se resquebraja una estructura de poder entre sus paradojas y cómo se da salida a unos afectos constreñidos.
Los padres de Lore han sido detenidos por pertenecer a las SS, acusados de crímenes en la campaña de Bielorrusia, y ella emprende una marcha hacia el norte a casa de su abuela, junto a sus cuatro hermanos pequeños. En el camino, no faltan las dificultades y contratiempos que la harán dudar de sí misma y a la vez madurar: sin papeles y sin comida, sin apoyos ni referentes, sufrirá en sus propias carnes las consecuencias de una actitud que fomentaron sus mismos padres. Por su cabeza pasan entonces todos los prejuicios y falsedades con los que fue educada, por su corazón asoma el miedo y la desconfianza incubadas desde la infancia. En su periplo, es incapaz de confiar en nadie, de creer que alguien pueda hacer algo desinteresadamente. A la incertidumbre sobre el futuro, se suma el recelo ante la ayuda del joven y enigmático judío llamado Thomas. No sabe si quererle y agradecerle su preocupación, o guardar las distancias que durante tantos años mantenidas con los de su clase.
En realidad, Lore sufre un cortocircuito interior al contrastar lo que le enseñaron y lo que ve a su alrededor, y lucha con todas sus fuerzas por superar esa actitud de sospecha sistemática. La perplejidad queda magníficamente reflejada en el rostro de Saskia Rosendahl, que hace un gran trabajo y sostiene una cinta que se mueve entre dos épocas y dos mentalidades, entre la dureza y la delicadeza de una situación de perplejidad. Al adaptar la novela de Rachel Seiffert, la directora australiana sabe conservar toda la fuerza de la historia, sin quedarse en la crudeza de los hechos -expuestos con relativa contención-, y acierta a introducirse en la cabeza de una protagonista que se debate entre la cabeza y el corazón. Consigue plasmar la violencia interior que aflora cuando la disciplina se destensa, cuando el miedo se apodera de los sentimientos, y a la vez plantea dilemas morales sobre la actitud ante los vencidos... más aún si son niños.
La fotografía naturalista de Adam Arkapaw, el baile de la cámara al estilo Malick, el minimalismo musical de Max Richter y el sentido metafórico de muchas imágenes terminan por imprimir un curioso sentimiento que va de lo trágico a lo poético, de lo crudo a lo lírico. Hay pasajes para el intimismo más tierno y sensual y otros para la dureza emocional y fantasmagórica, con una joven perdida en el bosque y en su propia identidad, con una sociedad no preparada para acoger a sus hijos pródigos. A pesar de algunos altibajos y de cierto deambular errático, este drama de iniciación tiene una fuerte personalidad y la osadía de mirar un periodo desde dentro y desde la inocencia de unos niños que poco tenían que ver con las barbaries de sus mayores. Esos logros la hicieron merecedora del Premio Pilar Miró de la Seminci del 2012 como mejor opera prima, y le valió la candidatura por Australia para los Oscar de ese año.
Los padres de Lore han sido detenidos por pertenecer a las SS, acusados de crímenes en la campaña de Bielorrusia, y ella emprende una marcha hacia el norte a casa de su abuela, junto a sus cuatro hermanos pequeños. En el camino, no faltan las dificultades y contratiempos que la harán dudar de sí misma y a la vez madurar: sin papeles y sin comida, sin apoyos ni referentes, sufrirá en sus propias carnes las consecuencias de una actitud que fomentaron sus mismos padres. Por su cabeza pasan entonces todos los prejuicios y falsedades con los que fue educada, por su corazón asoma el miedo y la desconfianza incubadas desde la infancia. En su periplo, es incapaz de confiar en nadie, de creer que alguien pueda hacer algo desinteresadamente. A la incertidumbre sobre el futuro, se suma el recelo ante la ayuda del joven y enigmático judío llamado Thomas. No sabe si quererle y agradecerle su preocupación, o guardar las distancias que durante tantos años mantenidas con los de su clase.
En realidad, Lore sufre un cortocircuito interior al contrastar lo que le enseñaron y lo que ve a su alrededor, y lucha con todas sus fuerzas por superar esa actitud de sospecha sistemática. La perplejidad queda magníficamente reflejada en el rostro de Saskia Rosendahl, que hace un gran trabajo y sostiene una cinta que se mueve entre dos épocas y dos mentalidades, entre la dureza y la delicadeza de una situación de perplejidad. Al adaptar la novela de Rachel Seiffert, la directora australiana sabe conservar toda la fuerza de la historia, sin quedarse en la crudeza de los hechos -expuestos con relativa contención-, y acierta a introducirse en la cabeza de una protagonista que se debate entre la cabeza y el corazón. Consigue plasmar la violencia interior que aflora cuando la disciplina se destensa, cuando el miedo se apodera de los sentimientos, y a la vez plantea dilemas morales sobre la actitud ante los vencidos... más aún si son niños.
La fotografía naturalista de Adam Arkapaw, el baile de la cámara al estilo Malick, el minimalismo musical de Max Richter y el sentido metafórico de muchas imágenes terminan por imprimir un curioso sentimiento que va de lo trágico a lo poético, de lo crudo a lo lírico. Hay pasajes para el intimismo más tierno y sensual y otros para la dureza emocional y fantasmagórica, con una joven perdida en el bosque y en su propia identidad, con una sociedad no preparada para acoger a sus hijos pródigos. A pesar de algunos altibajos y de cierto deambular errático, este drama de iniciación tiene una fuerte personalidad y la osadía de mirar un periodo desde dentro y desde la inocencia de unos niños que poco tenían que ver con las barbaries de sus mayores. Esos logros la hicieron merecedora del Premio Pilar Miró de la Seminci del 2012 como mejor opera prima, y le valió la candidatura por Australia para los Oscar de ese año.

6,6
19.170
5
8 de abril de 2014
8 de abril de 2014
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Como si de una superproducción clásica hollywoodense o de un cuento de las mil y una noches se tratase, así nos presenta Philipp Stölzl su película "El médico", adaptación de la novela homónima de Noah Gordon. Rob Cole es un niño inglés que ve cómo su madre se muere sin que los "barberos" (médicos) del siglo XI puedan hacer nada para evitarlo. A partir de esa experiencia, el pobre huérfano siente que posee un don que cultivar y vive con la misión de ayudar a la gente necesitada. Lo suyo será un auténtico peregrinar por el desierto egipcio en busca del remedio médico que permita curar enfermedades como la de su madre, renunciando incluso a su condición de cristiano para ser admitido en la madrasa de Persia bajo la tutela del científico judío Ibn Sina. Su infatigable búsqueda del saber le lleva a afrontar con garbo la peste o a dar los primeros pasos en la cirugía, y corre pareja a su amor por Rebecca, una joven judía que conoce en el desierto y cuya suerte está determinada de antemano.
Como historia épica de superación en las dificultades y de espíritu que busca ansiosamente la verdad, "El médico" tiene todos los ingredientes para gustar al espectador y llevarle a una época en que musulmanes, judíos y cristianos convivían en una paz precaria, mientras tenían vetado la investigación del cuerpo humano. Si queremos, en cambio, acercarnos a ella desde una perspectiva actual y ver en la tarea de Rob Cole una lucha entre la ciencia y la religión, o en la alianza del poder seléucida con el integrismo musulmán una imagen de nuestros días en los países árabes... entonces la película cojea por su planteamiento esquemático y por no recoger el espíritu de una época, salvo con ligeros apuntes llenos de artificio. El romance de Rob Cole y Rebecca deriva hacia el folletín de telenovela... donde siempre habrá un Simbad o un Aladino que venga a salvar a la joven en peligro, mientras que el enfrentamiento entre integristas y el Sha de Persia no escapa al maniqueísmo más simple y empobrecedor.
Con una narrativa lineal y convencional nada arriesgada y totalmente previsible, con una factura donde la palabra lo explica todo si la imagen no ha mostrado antes las bubas de la peste, o donde los grandes escenarios de muerte no pasan de ser decorados de impostura en los que enseñar tanta calamidad... sin saber recurrir a la sugerencia o la elipsis o al arte de contar. Es cierto que la película entretiene durante sus dos horas y media, pero también que no deja más que una superficial ambientación de época y la poderosa presencia de Ben Kingsley como científico abierto a la verdad y a la tolerancia.
Y así, entre tanta aventura y episodio épico, el espectador contempla la historia sin vivirla, rendido a su espectacularidad pero sin emocionarse ni sufrir por tanta pérdida y adversidad... por mucho que se acentúen los subrayados y se alimenten los excesos, casi como si se hubiera asomado a uno de esos cuentos de Aladino donde lo mostrado está más cerca del sueño que de la realidad... y donde siempre habrá un genio de la lámpara que venga a concedernos un deseo y que resuelva el conflicto planteado.
Como historia épica de superación en las dificultades y de espíritu que busca ansiosamente la verdad, "El médico" tiene todos los ingredientes para gustar al espectador y llevarle a una época en que musulmanes, judíos y cristianos convivían en una paz precaria, mientras tenían vetado la investigación del cuerpo humano. Si queremos, en cambio, acercarnos a ella desde una perspectiva actual y ver en la tarea de Rob Cole una lucha entre la ciencia y la religión, o en la alianza del poder seléucida con el integrismo musulmán una imagen de nuestros días en los países árabes... entonces la película cojea por su planteamiento esquemático y por no recoger el espíritu de una época, salvo con ligeros apuntes llenos de artificio. El romance de Rob Cole y Rebecca deriva hacia el folletín de telenovela... donde siempre habrá un Simbad o un Aladino que venga a salvar a la joven en peligro, mientras que el enfrentamiento entre integristas y el Sha de Persia no escapa al maniqueísmo más simple y empobrecedor.
Con una narrativa lineal y convencional nada arriesgada y totalmente previsible, con una factura donde la palabra lo explica todo si la imagen no ha mostrado antes las bubas de la peste, o donde los grandes escenarios de muerte no pasan de ser decorados de impostura en los que enseñar tanta calamidad... sin saber recurrir a la sugerencia o la elipsis o al arte de contar. Es cierto que la película entretiene durante sus dos horas y media, pero también que no deja más que una superficial ambientación de época y la poderosa presencia de Ben Kingsley como científico abierto a la verdad y a la tolerancia.
Y así, entre tanta aventura y episodio épico, el espectador contempla la historia sin vivirla, rendido a su espectacularidad pero sin emocionarse ni sufrir por tanta pérdida y adversidad... por mucho que se acentúen los subrayados y se alimenten los excesos, casi como si se hubiera asomado a uno de esos cuentos de Aladino donde lo mostrado está más cerca del sueño que de la realidad... y donde siempre habrá un genio de la lámpara que venga a concedernos un deseo y que resuelva el conflicto planteado.

6,0
6.324
8
7 de abril de 2014
7 de abril de 2014
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En "The grandmaster", Wong Kar-wai levanta un retrato de la China post-imperial desde la óptica de las escuelas de artes marciales, y lo hace a partir de la historia de Ip Man, el legendario maestro de Kung Fu que más tarde pasaría su legado a Bruce Lee. Con Ip Man recordamos la lucha norte-sur durante la República, la invasión de Japón y la posterior Guerra Civil... para terminar en Hong Kong y ver cómo esos luchadores han tenido que adaptarse a los tiempos, en algunos casos cuestionando su código de honor. Sin embargo, tratándose de Wong Kar-wai da lo mismo cuál sea la historia concreta que nos dé, porque los temas de fondo se repiten como lo hacen también su esteticismo visual y su narrativa fragmentada y llena de elipsis: es, en definitiva, un autor. De esa manera, su cine se alimenta de una preocupación constante por el paso del tiempo, por la fugacidad de la vida y especialmente del amor, con dramas personales que se esconden en las rendijas de la memoria y con sentimientos evanescentes que se evaporan como los humos de sus películas.
El director de Hong Kong siente que se le escapa el tiempo y por eso quiere controlarlo. En ocasiones trata de ralentizarlo para exprimir unos instantes de amor o de honor, y en otros de acelerarlos para recoger el inexorable discurrir de esas manecillas del reloj que tantas veces enfoca. Para ese cometido, pocos materiales resultan tan idóneos como las artes marciales, que en sus acrobacias permiten congelar el momento clave de la lucha o proyectarlo sobre el espacio con una puesta en escena espectacular. Como hiciera en "Deseando amar (In the Mood for Love)", la cámara se mueve como un personaje más en unos ambientes de ensueño, en un baile acompasado en el que observa a los personajes relacionándolos con un diálogo de miradas. Abundan los primeros planos y los ojos expresan un mundo interior de nostalgia y melancolía, de dolor sangrante y de amor no consumado, de traición y de venganza.
Una extraordinaria fotografía y muy filtrada busca los claroscuros como si tratara de escudriñar la conciencia o la memoria de los personajes -magníficos son esos planos de la lluvia o del humo al ralentí, como lo son los anocheceres o los parajes nevados-, a la vez que difumina los fondos de forma hiper-estilizada para crear ese aire de irrealidad. Mientras, la música sinfónica y envolvente intensifica el sentimiento de nostalgia que la historia encierra, y arrebata al espectador para llevarle hacia aterciopeladas sensaciones emocionales. Estupendas son, por otra parte, las interpretaciones de Tony Leung y de Zhang Ziyi, y admirable la sintonía que logra entre ellos al dar vida a dos almas que se aman... pero que nacieron y se conocieron en un momento que no les correspondía. Los personajes de "The grandmaster" se encuentran, además, en la disyuntiva de mirar hacia adelante y adaptarse a los tiempos o de echar la vista atrás para recuperar unos valores -un legado- que está en peligro, y ahí radica su dilema moral.
Porque, a fin de cuentas, la historia de artes marciales es secundaria. Lo realmente importante es ese código de honor y ese amor imposible encerrado en un botón y apenas manifestado, ese paso del tiempo que todo lo devora y que solo deja una pátina de recuerdos. Y por eso, la clave del Kung Fu que el grandmaster trata de inculcar a sus discípulos -volverse y saber mirar atrás- cobra entonces todo su valor, y la técnica queda relegada ante la inteligencia y la ética. Y también por esa razón, la película se convierte en una "ópera de la vida" (espectacular son la puesta en escena y los combates), o mejor... en "un tablero de ajedrez" donde las piezas tratan de construir su futuro, para terminar aceptando que "el destino depende de los dioses".
El director de Hong Kong siente que se le escapa el tiempo y por eso quiere controlarlo. En ocasiones trata de ralentizarlo para exprimir unos instantes de amor o de honor, y en otros de acelerarlos para recoger el inexorable discurrir de esas manecillas del reloj que tantas veces enfoca. Para ese cometido, pocos materiales resultan tan idóneos como las artes marciales, que en sus acrobacias permiten congelar el momento clave de la lucha o proyectarlo sobre el espacio con una puesta en escena espectacular. Como hiciera en "Deseando amar (In the Mood for Love)", la cámara se mueve como un personaje más en unos ambientes de ensueño, en un baile acompasado en el que observa a los personajes relacionándolos con un diálogo de miradas. Abundan los primeros planos y los ojos expresan un mundo interior de nostalgia y melancolía, de dolor sangrante y de amor no consumado, de traición y de venganza.
Una extraordinaria fotografía y muy filtrada busca los claroscuros como si tratara de escudriñar la conciencia o la memoria de los personajes -magníficos son esos planos de la lluvia o del humo al ralentí, como lo son los anocheceres o los parajes nevados-, a la vez que difumina los fondos de forma hiper-estilizada para crear ese aire de irrealidad. Mientras, la música sinfónica y envolvente intensifica el sentimiento de nostalgia que la historia encierra, y arrebata al espectador para llevarle hacia aterciopeladas sensaciones emocionales. Estupendas son, por otra parte, las interpretaciones de Tony Leung y de Zhang Ziyi, y admirable la sintonía que logra entre ellos al dar vida a dos almas que se aman... pero que nacieron y se conocieron en un momento que no les correspondía. Los personajes de "The grandmaster" se encuentran, además, en la disyuntiva de mirar hacia adelante y adaptarse a los tiempos o de echar la vista atrás para recuperar unos valores -un legado- que está en peligro, y ahí radica su dilema moral.
Porque, a fin de cuentas, la historia de artes marciales es secundaria. Lo realmente importante es ese código de honor y ese amor imposible encerrado en un botón y apenas manifestado, ese paso del tiempo que todo lo devora y que solo deja una pátina de recuerdos. Y por eso, la clave del Kung Fu que el grandmaster trata de inculcar a sus discípulos -volverse y saber mirar atrás- cobra entonces todo su valor, y la técnica queda relegada ante la inteligencia y la ética. Y también por esa razón, la película se convierte en una "ópera de la vida" (espectacular son la puesta en escena y los combates), o mejor... en "un tablero de ajedrez" donde las piezas tratan de construir su futuro, para terminar aceptando que "el destino depende de los dioses".

7,4
32.214
8
7 de abril de 2014
7 de abril de 2014
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¿Qué haría si le tocara un millón de dólares? Eso es lo que se plantea Woody en "Nebraska", y su respuesta es comprar una camioneta nueva y un compresor... ilusión largamente madurada y también ajuste de cuentas con el pasado. Ese es el sueño de un anciano que comienza a perder contacto con la realidad y que se cree todo lo que le dicen, y que ahora cree que la participación en un sorteo significa que recibirá ya el premio anunciado en una carta engañosa. Incapaz de hacerle entrar en razón, su hijo David se prestará a llevarle a Lincoln para recoger el dinero, en lo que será un viaje de reconocimiento y reencuentro con sus raíces. En su última película, Alexander Payne vuelve a mirar con nostalgia al pasado para valorar el legado que nos dejan nuestros mayores y para tratar de rescatar esa humanidad a veces perdida. Está nominada a 6 Oscar®: mejor película, director, actor protagonista, actriz de reparto, guión original y fotografía.
El viaje de Woody y David es un intento de encontrarse a sí mismos, pues el padre está confuso en su demencia y candor, y el hijo atraviesa momentos de desorientación afectivamente... y el alcohol no es suficiente para apaciguar sus penas. Son dos seres a la deriva que necesitan pasar un rato juntos para descubrir lo que su corazón anhela, que deben profundizar en su vínculo paterno-filial para conocerse mejor, que precisan proyectos para seguir viviendo y sentir que importan a alguien. La relación entre ellos es tan entrañable como contenida y sincera, y alcanza su punto álgido en una secuencia final que deja ver toda la dignidad y generosidad de ambos. Frente a su candidez, se levanta la mezquindad de algunos parientes o la falta de escrúpulos de un viejo socio del taller... porque don dinero atrae a los moscones y saca a relucir las miserias del que parecía más amigo.
Tratados todos desde un costumbrismo que los hace cercanos, la sencillez de los vecinos y parientes -excelente trabajo de todos los secundarios- convive con el aire castizo y socarrón de Kate, con una espléndida June Squibb que logra arrancar una sonrisa al espectador con sus salidas de tono pero también una emoción honda en el hospital. Junto a ella, Bruce Dern -ya galardonado en Cannes- se expresa en su inexpresividad, demuestra todo el control y lucidez del que carece su personaje... y se hace querer en su demencia, sin saber con seguridad si no busca algo distinto al millón y, por tanto, sin saber qué camino que va a tomar... y eso porque su mente de niño está obsesionada con un sueño y un deseo, pero su corazón de padre es fuerte y constante cuando se trata de salvar al hijo. Antológica es la escena de llegada a la casa de su hermano mayor, con un humor cáustico que desarma a esa familia de pocas palabras y luces; y también el desenlace referido, tan conmovedor e inocente como su protagonista.
El guión de Bob Nelson se construye con equilibrio y ritmo ajustado, mantiene el tono triste y melancólico -poético, podríamos decir- pero a la vez respira un humor inteligente y divertido (se permite hablar de los Estados Unidos como país depauperado, sin acabar y aburrido, a semejanza del monte Rushmore), mientras que la fotografía en blanco y negro atrapa el paisaje otoñal y austero de Nebraska... en sintonía con el carácter crepuscular de los personajes y con aquel anciano que un día vimos en "Una historia verdadera". Por otra parte, Payne vuelve con este drama a trazar una road movie al pasado familiar ("Entre copas"), preocupado por restañar las fracturas familiares y por la herencia que se deja ("Los descendientes"), y atento al sentido de humanidad cuando las facultades comienzan a fallar. Lo de menos es el millón de dólares y si se trataba de un timo, porque el viaje habrá merecido la pena... al menos para Woody y David, que se sentirán satisfechos con esa camioneta y ese compresor.
El viaje de Woody y David es un intento de encontrarse a sí mismos, pues el padre está confuso en su demencia y candor, y el hijo atraviesa momentos de desorientación afectivamente... y el alcohol no es suficiente para apaciguar sus penas. Son dos seres a la deriva que necesitan pasar un rato juntos para descubrir lo que su corazón anhela, que deben profundizar en su vínculo paterno-filial para conocerse mejor, que precisan proyectos para seguir viviendo y sentir que importan a alguien. La relación entre ellos es tan entrañable como contenida y sincera, y alcanza su punto álgido en una secuencia final que deja ver toda la dignidad y generosidad de ambos. Frente a su candidez, se levanta la mezquindad de algunos parientes o la falta de escrúpulos de un viejo socio del taller... porque don dinero atrae a los moscones y saca a relucir las miserias del que parecía más amigo.
Tratados todos desde un costumbrismo que los hace cercanos, la sencillez de los vecinos y parientes -excelente trabajo de todos los secundarios- convive con el aire castizo y socarrón de Kate, con una espléndida June Squibb que logra arrancar una sonrisa al espectador con sus salidas de tono pero también una emoción honda en el hospital. Junto a ella, Bruce Dern -ya galardonado en Cannes- se expresa en su inexpresividad, demuestra todo el control y lucidez del que carece su personaje... y se hace querer en su demencia, sin saber con seguridad si no busca algo distinto al millón y, por tanto, sin saber qué camino que va a tomar... y eso porque su mente de niño está obsesionada con un sueño y un deseo, pero su corazón de padre es fuerte y constante cuando se trata de salvar al hijo. Antológica es la escena de llegada a la casa de su hermano mayor, con un humor cáustico que desarma a esa familia de pocas palabras y luces; y también el desenlace referido, tan conmovedor e inocente como su protagonista.
El guión de Bob Nelson se construye con equilibrio y ritmo ajustado, mantiene el tono triste y melancólico -poético, podríamos decir- pero a la vez respira un humor inteligente y divertido (se permite hablar de los Estados Unidos como país depauperado, sin acabar y aburrido, a semejanza del monte Rushmore), mientras que la fotografía en blanco y negro atrapa el paisaje otoñal y austero de Nebraska... en sintonía con el carácter crepuscular de los personajes y con aquel anciano que un día vimos en "Una historia verdadera". Por otra parte, Payne vuelve con este drama a trazar una road movie al pasado familiar ("Entre copas"), preocupado por restañar las fracturas familiares y por la herencia que se deja ("Los descendientes"), y atento al sentido de humanidad cuando las facultades comienzan a fallar. Lo de menos es el millón de dólares y si se trataba de un timo, porque el viaje habrá merecido la pena... al menos para Woody y David, que se sentirán satisfechos con esa camioneta y ese compresor.

6,8
3.686
6
7 de abril de 2014
7 de abril de 2014
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La cámara de Jan Ole Gerster baja a las calles de Berlín para recoger, en un blanco y negro muy contrastado, un día de la vida de Niko. Él es un joven abúlico y un poco perdido en el mundo, sin trabajo ni estudios, sin familia ni relación estable, sin apoyos ni proyectos. Su fracaso existencial engulle su tarjeta de crédito y le niega un café, y hasta una vieja amistad del colegio... acaba convirtiéndose en una nueva frustración. "Oh boy" es la sobria y atinada radiografía de una generación desencantada que lucha contra la nada o que se ahoga en ella porque carece de ánimo y alicientes. En la vida de Niko todo es tristeza, pero el director deja un resquicio a la esperanza con nuevo día en el que, por fin, conseguirá un café... aunque sea solo, es decir, en soledad.
Muy premiada en Alemania y con la etiqueta de paradigma del nuevo cine alemán, la película de Gerster mira de refilón a la Nouvelle Vague y a su búsqueda de la realidad sin artificio, sigue a los personajes con una cámara móvil y se mete en las nimiedades de su vida cotidiana. Sin embargo, frente a la aspereza y desarraigo de los personajes de "Al final de la escapada" -el guiño de la escena inicial es claro-, aquí Niko se nos presenta como un joven de buen corazón, sensible y cargado de rectas intenciones. No faltan tampoco los chispazos de comicidad a la hora de tratar una realidad deprimente, con una distancia que permite mirar a este vagabundo emocional con cierto punto de compasión y empatía. Parte de la culpa de ello la tiene Tom Schilling, que da alma al solitario personaje con una interpretación contenida pero elocuente.
El equilibrio entre la crudeza de la vida y la poética mirada de su protagonista hacen que la cinta se saboree sin que el paladar se estrague, aunque deje un regusto de tristeza. Destaca una preciosa fotografía que encuentra en su contraste esa misma lucha por sobrevivir a un entorno urbano que parece un basurero -muy oportuna la referencia que se introduce a "Taxi Driver"-, donde todos los ciudadanos deambulan sin rumbo con heridas del alma o del cuerpo, sin pasado ni futuro. Como decíamos, al menos nos queda el consuelo de que Niko conseguirá su café y que el nuevo día quizá no sea tan negro como el que se ha terminado. "Oh boy" es, en definitiva, un ejercicio de estilo y un trabajo conceptual de calidad, más recomendable para cinéfilos que para un público amplio, pues su historia mínima e interior no invita a giros de guión ni a sorpresas argumentales llamativas.
Muy premiada en Alemania y con la etiqueta de paradigma del nuevo cine alemán, la película de Gerster mira de refilón a la Nouvelle Vague y a su búsqueda de la realidad sin artificio, sigue a los personajes con una cámara móvil y se mete en las nimiedades de su vida cotidiana. Sin embargo, frente a la aspereza y desarraigo de los personajes de "Al final de la escapada" -el guiño de la escena inicial es claro-, aquí Niko se nos presenta como un joven de buen corazón, sensible y cargado de rectas intenciones. No faltan tampoco los chispazos de comicidad a la hora de tratar una realidad deprimente, con una distancia que permite mirar a este vagabundo emocional con cierto punto de compasión y empatía. Parte de la culpa de ello la tiene Tom Schilling, que da alma al solitario personaje con una interpretación contenida pero elocuente.
El equilibrio entre la crudeza de la vida y la poética mirada de su protagonista hacen que la cinta se saboree sin que el paladar se estrague, aunque deje un regusto de tristeza. Destaca una preciosa fotografía que encuentra en su contraste esa misma lucha por sobrevivir a un entorno urbano que parece un basurero -muy oportuna la referencia que se introduce a "Taxi Driver"-, donde todos los ciudadanos deambulan sin rumbo con heridas del alma o del cuerpo, sin pasado ni futuro. Como decíamos, al menos nos queda el consuelo de que Niko conseguirá su café y que el nuevo día quizá no sea tan negro como el que se ha terminado. "Oh boy" es, en definitiva, un ejercicio de estilo y un trabajo conceptual de calidad, más recomendable para cinéfilos que para un público amplio, pues su historia mínima e interior no invita a giros de guión ni a sorpresas argumentales llamativas.
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