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6,4
3.744
9
21 de abril de 2024
21 de abril de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las apariencias de la incógnita pueden ser otras. La niebla difusa, una sombra. En la imagen introductoria de La mansión encantada (The haunting, 1963), de Robert Wise, adaptación de The haunting of hill house, de Shirley Jackson, la mansión es una sombra. La indefinida voz en off expresa que una mansión encantada es como un territorio desconocido que explorar. Pero cuando es vista por primera vez desde la perspectiva de Eleanor (su rostro en leve picado), ella expresa que siente que la mira, que la llama. Como una sombra que se anima con la mirada que necesita. ¿Interacción o transferencia?. Los encuadres asocian su mirada con la fachada de la casa, con sus ventanas, que asemejan ojos (oscuros, huecos). Ya el elíptico prólogo, guiado por esa voz que nos introduce en el misterio de esta casa encantada, juega con lo indefinido o intangible de un fuera de campo que es susceptible de especulación fantástica, a través de la narración de extraños acontecimientos que influyeron en la vida de sus últimos habitantes, como el fatal accidente de la esposa al llegar por primera vez a la mansión, con el inexplicable encabritamiento de los caballos que provocaron que el carruaje se estrellara (con ese plano de su mano inerte, más relevante, cuando más adelante una mano jugará un papel importante en una de las secuencias más terroríficas, pero también en la muerte de otro personaje). Como inquietante es la sucesión de primeros planos de la hija, tumbada en la cama, desde que es niña hasta llegar a anciana, como si el tiempo de su vida pasara en un soplo. La voz que condensa con su relato noventa años de la historia/vida de esa casa se revelará que es la del doctor Markham (Richard Johnson), organizador de la reunión, o experimento, para corroborar cuán real es fenómeno sobrenatural. Para comprobarlo recurre a quienes han experimentado experiencias anómalas, o parecen disponer de singulares cualidades intuitivas o perceptivas, como Theo (Claire Bloom) y Eleanor (Julie Harris), pero también a Luke (Russ Tamblyn), el escéptico sobrino de la dueña de la casa (a él solo le interesa la rentabilidad que puede proporcionar esa casa).
Resultará significativo el relevo de voz en el desarrollo narrativo, ya que dominará la voz interior de Eleanor. Lo que ande en su interior, anda solo. Son las últimas palabras de la presentación de la casa de la colina. Pero ¿se refieren sólo a la misma casa o a la mente de quien será, en principio, uno de sus habitantes provisionales?¿Está encantada, o más bien está ofuscada la percepción de quien proyecta sus fantasmas (miedos, desajustes emocionales) internos, Eleanor?¿ O quizá se crea una singular interacción, o conexión, entre la casa y la proyectiva mente receptiva, dependiente la primera de la segunda para manifestarse, como si fuera un espacio que se activara con el interruptor de quien la habita con las condiciones necesarias?¿Cuál es la materia de la oscuridad que se almacena? La atmósfera dota de una permanente inestabilidad a la relación entre habitantes y espacio (esos pasillos laberínticos que desorientan a los personajes, con tantas puertas, indistintas, que les impiden ubicarse), y de una movediza condición abstracta, como el jardín interior con esas esculturas con las que los mismos personajes juegan con la especulación de una posible identificación con alguna de ellas, o esa escalera en espiral de la biblioteca (el espacio en el que se ahorcó la enfermera de la última habitante), en donde alcanza su cenit la inestabilidad que afecta a Eleanor en la misma espiral de su mente.
Su voz en off, precisamente, puntúa la narración, lo que es tanto expresión de su caracter ensimismado, como refleja que está prisionera de sí misma después de años enclaustrada, ajena al mundo real que estaba más allá de sus paredes, por estar cuidando a su madre (durante once años). Madre que quiza murió porque no fue bien atendida en cierto momento, como la última habitante de la casa por su enfermera (posibilidad que atormenta a Eleanor; sabe que esa noche, a diferencia de otras, decidió no atender su llamada golpeando la pared; aunque ¿no debía pesarle ya tantos años de atención servicial en todo momento?) ¿Es ese el interruptor que posibilita esa singular interacción entre la mansión y la mente de Eleanor, la culpa que esta arrastra y la torna vulnerable?. Por añadidura, si algo Eleanor anhela, fervientemente, es encontrar su hogar, su casa, su lugar en el mundo, y cree haberlo encontrado en esta mansión. Aunque la exhorten, cuando los acontecimientos se agraven, a que abandone la casa por su propia seguridad, ella se niega, como si le atrajera la espiral del mismo abismo. ¿Despierta su deseo y anhelo algo en la casa? ¿Esta encuentra en ella el habitante que necesitaba, y, por tanto, pretende 'poseerla' como una permanente estatua más? Todos comprobarán que acontecen extraños fenómenos: ruidos diversos, fuertes golpes sonoros, gemidos que parecen arrastrarse tras la puertas, incluso cómo se abomba una de ellas por una indefinida presión, pero ¿Qué genera u origina esos fenómenos?¿Por qué aparece una pintada en una pared que dice que no hay que impedir que Eleanor vuelva a casa?
Resultará significativo el relevo de voz en el desarrollo narrativo, ya que dominará la voz interior de Eleanor. Lo que ande en su interior, anda solo. Son las últimas palabras de la presentación de la casa de la colina. Pero ¿se refieren sólo a la misma casa o a la mente de quien será, en principio, uno de sus habitantes provisionales?¿Está encantada, o más bien está ofuscada la percepción de quien proyecta sus fantasmas (miedos, desajustes emocionales) internos, Eleanor?¿ O quizá se crea una singular interacción, o conexión, entre la casa y la proyectiva mente receptiva, dependiente la primera de la segunda para manifestarse, como si fuera un espacio que se activara con el interruptor de quien la habita con las condiciones necesarias?¿Cuál es la materia de la oscuridad que se almacena? La atmósfera dota de una permanente inestabilidad a la relación entre habitantes y espacio (esos pasillos laberínticos que desorientan a los personajes, con tantas puertas, indistintas, que les impiden ubicarse), y de una movediza condición abstracta, como el jardín interior con esas esculturas con las que los mismos personajes juegan con la especulación de una posible identificación con alguna de ellas, o esa escalera en espiral de la biblioteca (el espacio en el que se ahorcó la enfermera de la última habitante), en donde alcanza su cenit la inestabilidad que afecta a Eleanor en la misma espiral de su mente.
Su voz en off, precisamente, puntúa la narración, lo que es tanto expresión de su caracter ensimismado, como refleja que está prisionera de sí misma después de años enclaustrada, ajena al mundo real que estaba más allá de sus paredes, por estar cuidando a su madre (durante once años). Madre que quiza murió porque no fue bien atendida en cierto momento, como la última habitante de la casa por su enfermera (posibilidad que atormenta a Eleanor; sabe que esa noche, a diferencia de otras, decidió no atender su llamada golpeando la pared; aunque ¿no debía pesarle ya tantos años de atención servicial en todo momento?) ¿Es ese el interruptor que posibilita esa singular interacción entre la mansión y la mente de Eleanor, la culpa que esta arrastra y la torna vulnerable?. Por añadidura, si algo Eleanor anhela, fervientemente, es encontrar su hogar, su casa, su lugar en el mundo, y cree haberlo encontrado en esta mansión. Aunque la exhorten, cuando los acontecimientos se agraven, a que abandone la casa por su propia seguridad, ella se niega, como si le atrajera la espiral del mismo abismo. ¿Despierta su deseo y anhelo algo en la casa? ¿Esta encuentra en ella el habitante que necesitaba, y, por tanto, pretende 'poseerla' como una permanente estatua más? Todos comprobarán que acontecen extraños fenómenos: ruidos diversos, fuertes golpes sonoros, gemidos que parecen arrastrarse tras la puertas, incluso cómo se abomba una de ellas por una indefinida presión, pero ¿Qué genera u origina esos fenómenos?¿Por qué aparece una pintada en una pared que dice que no hay que impedir que Eleanor vuelva a casa?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Cuando Eleanor intente abandonar esa casa no lo logrará, y perderá la vida (un plano de su mano colgante relaciona su muerte con la de la madre noventa años atrás). Como si para Eleanor habitar esa casa culminara su irreparable sentimiento de culpa, y como si para la casa Eleanor debiera sufrir por lo que aquella enfermera hizo en el pasado. ¿Un mero trágico accidente o la casa no le permite abandonarla como si ya fuera miembro u órgano de su cuerpo? ¿Qué se gestó entre la casa y Eleanor que quizá sólo podía derivar en muerte ?. Una de las principales virtudes de La casa encantada es su forma de trabajar el espacio, el decorado, y su capacidad de crear una perturbadora atmósfera a través de la sugerencia (el fuera de campo de lo que no se ve, el fuera de campo de la mente). La posterior versión, La guarida ( 1999), de Jan de Bont convertía al decorado en un auténtico festín de trucos digitales (por impecable que fuera el trabajo del director artístico), donde figuras, muebles, pasillos, artesonado y ocultos péndulos con desproporcionada bola de metal remarcaban la condición animada de la casa hasta la saturación, y remataba su impotencia para crear una atmósfera fantástica con un carrusel de efectos visuales, cual nada sutil barraca de feria, que obviaban la personalidad oculta tras el hechizo de la casa. Wise opta por la sutileza, creando, o cargando, esta tensión entre personajes y casa, a través de la presencia de esculturas en el encuadre, o arrebujados en los que uno sabe si ha distinguido unos ojos que le observan o es una mera ilusión óptica. La sensación de claustrofobia es manifiesta a lo largo de la narración por esa interrelación entre espacio (decorado abigarrado) y encuadre (con encuadres de aguda fisicidad).
Modélicas son las secuencias en las que Eleanor y Theo escuchan unos extraños sonidos, retumbantes, como si algo quisiera entrar en su habitación. O aquella a en la que Eleanor duerme en la oscuridad, como si la luz que la aísla, y un amortiguado silencio hecho de susurros imperceptibles, se acompasara a su progresivo y enajenado aislamiento, envuelta en sus encontrados pensamientos de anhelos y miedos, y cree sentir que alguien la coge la mano, y piensa que es Theo, y al encender la luz ve que esta en su cama dormida al otro extremo de la habitación. O aquella, tras que se haya unido a ellos Grace (Lois Maxwell), la mujer del profesor, los cuatro, en el salón, escuchan, de nuevo, esos percutantes ruidos, más allá de la puerta, y cómo esta parece que cede, doblándose, como si una fuerza invisible quisiera quebrarla, y aún más angustiados porque saben que Grace está sola en su cuarto. No deja de ser elocuente, sabiendo que Eleanor se ha ido enamorando del profesor, que Grace desaparezca. Nadie sabe dónde está, qué ha podido ser de ella. ¿No es acaso el deseo de Eleanor? ¿No es nada casual que sea Eleanor, tras subir la escalera de espiral, cuando la entrevea perdida, con el rostro trastornado, a través de una trampilla en el techo, como una súbita aparición, y que ni siquiera su marido, que ha ido a salvar a Eleanor de que sufra un accidente por la inestabilidad de esa escalera, ha entrevisto?. Queda claro, que si Eleanor no puede encontrar su lugar en la vida del profesor, supliendo a su esposa, quizá su destino sea el habitar esta casa para siempre, como una estatua fantasmal más. Su vida ya antes, al fin y al cabo, casi era la de una estatua.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Modélicas son las secuencias en las que Eleanor y Theo escuchan unos extraños sonidos, retumbantes, como si algo quisiera entrar en su habitación. O aquella a en la que Eleanor duerme en la oscuridad, como si la luz que la aísla, y un amortiguado silencio hecho de susurros imperceptibles, se acompasara a su progresivo y enajenado aislamiento, envuelta en sus encontrados pensamientos de anhelos y miedos, y cree sentir que alguien la coge la mano, y piensa que es Theo, y al encender la luz ve que esta en su cama dormida al otro extremo de la habitación. O aquella, tras que se haya unido a ellos Grace (Lois Maxwell), la mujer del profesor, los cuatro, en el salón, escuchan, de nuevo, esos percutantes ruidos, más allá de la puerta, y cómo esta parece que cede, doblándose, como si una fuerza invisible quisiera quebrarla, y aún más angustiados porque saben que Grace está sola en su cuarto. No deja de ser elocuente, sabiendo que Eleanor se ha ido enamorando del profesor, que Grace desaparezca. Nadie sabe dónde está, qué ha podido ser de ella. ¿No es acaso el deseo de Eleanor? ¿No es nada casual que sea Eleanor, tras subir la escalera de espiral, cuando la entrevea perdida, con el rostro trastornado, a través de una trampilla en el techo, como una súbita aparición, y que ni siquiera su marido, que ha ido a salvar a Eleanor de que sufra un accidente por la inestabilidad de esa escalera, ha entrevisto?. Queda claro, que si Eleanor no puede encontrar su lugar en la vida del profesor, supliendo a su esposa, quizá su destino sea el habitar esta casa para siempre, como una estatua fantasmal más. Su vida ya antes, al fin y al cabo, casi era la de una estatua.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,8
60.253
10
13 de abril de 2024
13 de abril de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Quién es Tom Regan (Gabriel Byrne), el protagonista de la magistral Muerte entre las flores (Miller's crossing, 1990), de los Hermanos Coen? ¿Qué es lo que palpita tras esa mirada, entre desapegada y melancólica, entre cansada y reflexiva (como si no dejaran de bullir en su mente mil pensamientos) y tras esa presencia, que parece camuflarse en el segundo plano, entre bambalinas, como quien se escuda en el hielo de la aparente indiferencia, y como quien ya se restringiera a comentar la acción desde fuera, ajeno a este mundo? ¿Desilusión, resignación, templanza? Su agudeza analítica parece destacarle en su entorno, en el que, por ella misma, paradójicamente, parece fuera de sitio. Y quizá tras esa mirada laten aún brasas que ha preferido mantener hibernadas para poder seguir sobreviviendo. Miller's crossing es un espacio concreto en el film, el espacio de las ejecuciones, en un bosque. Pero también podría traducirse como la encrucijada del hilador. Constantes encrucijadas son las decisiones a las que se enfrenta Tom Regan, y que deberá solventar con su inteligencia, sabiéndose adaptar a los imprevistos del azar, improvisando sobre la marcha, probando al mismo azar y a los demás ( e incluso a sí mismo, ya que es alguien que se interroga sobre la marcha). La consideración y observación de las pautas de comportamiento de los demás es capital. Anticipación, es la palabra clave. Siempre cada paso puede verse perturbado por otra circunstancia que lo desbarata o condiciona (las acciones o reacciones de otros actantes, o conspiradores, que se mueven por sus particulares intereses), lo que le sitúa en un permanente estado de vulnerabilidad e incertidumbre (Regan es golpeado por casi todos los personajes). De ahí la utilización de la figura, siempre en fuera de campo, invisible, del corredor de apuestas Lazarre (clara referencia toponímica al azar), personaje al que debe dinero, por sus fallidas apuestas en carreras de caballos y combates de boxeo ( que bien definen ambas el contexto en el que se desenvuelve, pues las relaciones se traman como carreras y combates). En un momento u otro, pueden aparecer los sicarios para exigirle el dinero adeudado, y si no puede, le darán una paliza. Su sombrero siempre acaba por los suelos (metonimia de él mismo); es la imagen seminal que inspiró la narración, un sombrero zarandeado por el viento en un bosque (la voluntad zarandeada por el azar y el influjo de la acción de los otros). Sólo al final del desarrollo narrativo de percances conseguirá pagarle, tras haber vencido a sus contrincantes en un juego mortal de estrategias, mentiras y maquinaciones conspirativas. Aunque quizá algo haya perdido por el camino. O quizá ganado. Quizá al menos encontrado.
Otra encrucijada es la que se mantiene como debate subterráneo a lo largo de Muerte entre las flores. La elección entre el corazón y la razón calculadora e interesada. Y esto queda ajustadamente espacializado en la interrelación entre los espacios de la ciudad y la naturaleza (el bosque, la encrucijada de Miller). Espacios complementarios, donde el segundo sirve de reflejo despojado del primero. Consideremos, en primer lugar, cómo no son nunca materializados narrativamente los tránsitos de un espacio a otro (cuando se van a realizar alguna de las ejecuciones). Están unidos, o mejor, son el mismo espacio pero el segundo sin los velos de la trama social que rige y define la vida de la ciudad. La ficción externa que camufla la realidad brutal. El entramado al servicio del instinto. También puede asociarse a la expresión, los árboles no dejan ver el bosque, como metáfora del entramado enmarañado en el que se desarrolla la acción, y que define las relaciones entre los personajes. Como dice Tom en más de una ocasión, nadie conoce a nadie. Y quien tenga mejor visión de conjunto saldrá mejor parado. El espacio del bosque, lugar de ejecución o letrina de la ciudad, revela la naturaleza ficcional de la realidad constituida como tal (una jungla civilizada) y que, en esencia, su naturaleza desnuda es la muerte (o la violencia). Una naturaleza (realidad) sin corazón. La ciudad es un espacio de mentiras, hipocresía y falsas apariencias. La irracionalidad caprichosa destierra al corazón (la sensibilidad, la empatía), y la razón económica a la razón reflexiva. Bajo las justificaciones de una trama de relaciones de poder y de intereses económicos (la teleología de la posición y el dinero), representados en dos bandas de gansters, subyace la violencia y la muerte, el instinto primario que define al ser humano en su condición competitiva, caprichosa y agresiva. Mentiras, conveniencias, traiciones y desconfianza son los componentes químicos de la relaciones, incluido las sentimentales. Leo (Albert Finney), el jefe de la facción gansteril irlandesa, es la representación del modelo de hombre de acción, de físico imponente, enérgico, primario y elemental (como queda patente en la magnífica secuencia en la que elimina a todos los que intentan matarle en su casa). Ha edificado sobre su determinación, valor y sangre fría un imperio. Pero siempre necesitado de un consejero a su lado, poseedor de un intelecto del que él carece, que sepa calcular las conveniencias y los pasos prudentes y con prospectiva. Y ese no es otro que Tom Regan. Y, precisamente, el conflicto se desata cuando Leo, por primera vez, hace caso omiso de los consejos de Tom, de esa razón estratégica de cálculo, y se deja llevar por sus deseos primarios (superpone sus apetencias sobre la visión de conjunto). Desprecia el pacto social, esto es, la contemplación de unas conveniencias, de alianzas y consensos, con otro jerifalte, el de la facción italiana, Caspar (Sol Polito), al negarse a permitir la ejecución del chanchullero Bernie (John Turturro), sólo porque este es hermano de la mujer que Leo ama ciegamente, Verna (Marcia Hay Harden).
Otra encrucijada es la que se mantiene como debate subterráneo a lo largo de Muerte entre las flores. La elección entre el corazón y la razón calculadora e interesada. Y esto queda ajustadamente espacializado en la interrelación entre los espacios de la ciudad y la naturaleza (el bosque, la encrucijada de Miller). Espacios complementarios, donde el segundo sirve de reflejo despojado del primero. Consideremos, en primer lugar, cómo no son nunca materializados narrativamente los tránsitos de un espacio a otro (cuando se van a realizar alguna de las ejecuciones). Están unidos, o mejor, son el mismo espacio pero el segundo sin los velos de la trama social que rige y define la vida de la ciudad. La ficción externa que camufla la realidad brutal. El entramado al servicio del instinto. También puede asociarse a la expresión, los árboles no dejan ver el bosque, como metáfora del entramado enmarañado en el que se desarrolla la acción, y que define las relaciones entre los personajes. Como dice Tom en más de una ocasión, nadie conoce a nadie. Y quien tenga mejor visión de conjunto saldrá mejor parado. El espacio del bosque, lugar de ejecución o letrina de la ciudad, revela la naturaleza ficcional de la realidad constituida como tal (una jungla civilizada) y que, en esencia, su naturaleza desnuda es la muerte (o la violencia). Una naturaleza (realidad) sin corazón. La ciudad es un espacio de mentiras, hipocresía y falsas apariencias. La irracionalidad caprichosa destierra al corazón (la sensibilidad, la empatía), y la razón económica a la razón reflexiva. Bajo las justificaciones de una trama de relaciones de poder y de intereses económicos (la teleología de la posición y el dinero), representados en dos bandas de gansters, subyace la violencia y la muerte, el instinto primario que define al ser humano en su condición competitiva, caprichosa y agresiva. Mentiras, conveniencias, traiciones y desconfianza son los componentes químicos de la relaciones, incluido las sentimentales. Leo (Albert Finney), el jefe de la facción gansteril irlandesa, es la representación del modelo de hombre de acción, de físico imponente, enérgico, primario y elemental (como queda patente en la magnífica secuencia en la que elimina a todos los que intentan matarle en su casa). Ha edificado sobre su determinación, valor y sangre fría un imperio. Pero siempre necesitado de un consejero a su lado, poseedor de un intelecto del que él carece, que sepa calcular las conveniencias y los pasos prudentes y con prospectiva. Y ese no es otro que Tom Regan. Y, precisamente, el conflicto se desata cuando Leo, por primera vez, hace caso omiso de los consejos de Tom, de esa razón estratégica de cálculo, y se deja llevar por sus deseos primarios (superpone sus apetencias sobre la visión de conjunto). Desprecia el pacto social, esto es, la contemplación de unas conveniencias, de alianzas y consensos, con otro jerifalte, el de la facción italiana, Caspar (Sol Polito), al negarse a permitir la ejecución del chanchullero Bernie (John Turturro), sólo porque este es hermano de la mujer que Leo ama ciegamente, Verna (Marcia Hay Harden).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
No se diferencian unos de otros. Solo varía la angulación en las secuencias en las que se ve al alcalde y jefe de policía en los despachos de Leo y Caspar, cuando uno u otro es el que domina el escenario de poder, como también cuando la policía entra los respectivas sedes de ambos para realizar un registro. Tom Regan es, ciertamente, un extraño en semejante paisaje. Su presentación en la primera secuencia es como figura secundaria, o de fondo en el plano, desenfocado (como en cierta medida lo está él de acuerdo a su suspendida naturaleza real), y en la propia acción ( el primer plano de la película es el de un vaso lleno de hielo donde se sirve la bebida; su interior está congelado). Participa de esa trama, pero no está presente, sino ajeno (cual figura mercenaria). La configuración de su piso parece definir su espacio interior (al mismo tiempo es donde reside, ausente, valga la paradoja, el corazón de la película). Un ambiente de penumbras, poco amueblado, de colores amortiguados, poco acogedor, más bien carente, que no parece habitado, y que no parece que importe mucho al mismo Tom, como si no fuera suyo, sino un espacio prestado. Es un personaje con principios y corazón, y con carácter (como otros remarcan porque aprecian su singularidad), pero debilitado en un espacio regido por la fuerza bruta, y en el que es mero mercenario contratado. Su fuerza, que no es sino su intelecto, está alquilada a un universo que sólo desea servirse de su capacidad analítica. Y es, además, un espacio deshabitado que comparte con Verna. Ambos son amantes (pero escondiendo sus reales sentimientos hacia el otro). No deja de ser sintomático. Ambos personajes no viven a gusto en su propia piel. Quieren, o desean, salir de donde se sienten atrapados, y ambos luchan contra el deseo, o sentimiento, que sienten hacia el otro. Ella porque es un estorbo en su camino para conseguir algo mejor, una posición privilegiada ya lejos de las carencias y precariedades, y Tom porque le hace perder fuerza (lucidez). Además, el uno desconfía del otro sobre los móviles de sus intereses en la relación. No deja de ser revelador el detalle, en la secuencia de ambos en un gimnasio, de un combate de boxeo en profundidad de campo. Ellos son dos púgiles en su relación. Y, además, ese es el momento en que Tom le miente, al no decirle que ha traicionado su confianza, delatando a Bernie. Sabe que ese es el momento en que su relación ya no tiene ningún futuro. Su enfrentamiento final en una calle de difuminados contornos, bajo la lluvia, cuando ella le amenaza con matarle por traicionarla, espacializa su desencuentro último. Demasiado dolor y demasiada incomprensión se enmaraña entre ellos. (Sigue en el blog)
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,0
1.413
9
24 de febrero de 2024
24 de febrero de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El sheriff Tawes (Gregory Peck, impuesto por Columbia Pictures ya que el director prefería a Gene Hackman), protagonista de la magistral Yo vigilo el camino (I walk the line, 1970), de John Frankenheimer, no lo vigila, está ausente, es un fantasma en vida, como aquellos que creía oír con sus hermanas cuando eran niños en esa casa que ahora es una casa en ruinas, como en ruinas está su vida. Nos es presentado de espaldas, mirando hacia lo lejos. La voz de la radio pregunta ¿Dónde está?. No está, no habíta su vida, de la que se siente distante, insatisfecho. El espacio en el que se encuentra es una presa, que contiene el agua, como él tiene contenidas, o más bien, retenidas, sus emociones, vagando cual espectro por la vida. Contención: es la estrategia narrativa de esta excepcional obra, que hace de esa presa emocional su aliento narrativo, pautado a través de gestos, miradas, acciones, aposentando una atmósfera emocional, la que nos refleja ese exilio emocional del sheriff Tawes (el guión de Alvin Sargent adapta una novela que así se llama, Un exilio, de Madison Jones). La fisura en la presa que se corporeiza como posibilidad de huida y liberación es la irrupción en su vida, cual aparición, de la veinteañera Alma (Tuesday Weld). Esa ruptura con una vida cautiva en la que se sigue ya como inercia la línea está bien ejemplificada en su presentación, como copiloto de su hermano pequeño que conduce, haciendo eses, por la carretera (motivo por el que los parará Tawes, aunque no les penalice ni detenga). Una travesura, inconsciente e irresponsable, pero a la vez no deja de ser una jubilosa despreocupación por salirse de las normas que ha suscitado la simpatía de Tawes, y que se manifiesta, en excelso detalle de gran cineasta, en la posterior secuencia de la cena de Tawes junto a su esposa, Ellen (Estelle Parsons), su hija pequeña, y su anciano padre, cuando tras mostrar cuán ausente está de su propia familia, desinteresado de los comentarios de su hija y su esposa, en su expresión, en el plano dilatado (precedido de un ligero movimiento de cámara) que cierra la secuencia, se esboza una sonrisa de divertimento evocando el encuentro con Alma (se añade, además, la sensación de que su rostro se anima, como si su alma hubiera estado embalsamada, y por ello hace tiempo que no hubiera sonreído).
Esa alegría, como si recobrara de nuevo su infancia, de recobrar la sensación de querer jugar con la vida, se conjuga, de modo admirable, con las sombras y dolores de quien ha perdido la costumbre de sentirse presente, y no quiere perder esa sensación de despertar. No quiere volver a caer en la entumecedora inercia del hábito y sentirse varado (falta de dinámica de vida tan bien reflejada en los títulos de crédito en los rostros de los lugareños de este pueblo perdido de la América profunda). Queda patente en la extraordinaria secuencia en la que Tawes enseña (comparte con) a Alma la casa en ruinas en donde vivió en su infancia, en donde juegan a los fantasmas entre los pasillos y recovecos, hasta que ella le sorprende sentado en lo alto de la escalera mirándola con una expresión de desesperación y temor, como un niño extraviado, que le dice vente conmigo. Ella se toma como una broma su propuesta de que se escapen, de que se marchen de esa trampa de vida a otro lugar, otra ciudad, porque realmente para ella él representa algo muy distinto de lo que ella representa para él. Ella sólo juega con él siguiendo las ordenes de su padre, para que de este modo el sheriff no tome medida alguna con la destilería clandestina de whisky. Es una manera de tenerle atrapado en una red. Pero huir del pueblo implicaría romper la red, y evidenciar la representación. El saber cuál es el planteamiento en la relación de Alma hace más dolorosos momentos como el citado de la secuencia en la casa, cuando Alma se enfrenta a ese desamparo vital de Tawes con el que a ella le cuesta lidiar ( empezando porque no logra ni entrever, ni comprender, un ápice de ese desgarro emocional de Tawes; más bien es algo que puede asustarla). Esa separación o distancia de Tawes con el resto queda bien reflejado en esa disonancia extrema con su mezquino ayudante, Hunnicut (Charles Durning), siempre a través de gestos y miradas, o en la secuencia del cine al aire libre, en la que Tawes con su familia y Alma con la suya ven una película de Jerry Lewis (todos ríen, excepto Tawes). Hay secuencias de un portentoso sentido de la condensación dramática, y el empleo de los movimientos de cámara: el travelling hacia el rostro de Ellen, incorporándose en la cama con un gemido desesperado, que ya sabe que la mirada (mente) de Tawes se ha alejado definitivamente de ella, cuando le oye salir en la noche, y el posterior, este de retroceso sobre los cuerpos desnudos de Tawes y Alma, con los brazos de él agarrándose al cuerpo de ella como si le fuera la vida en ello, como si fuera una boya que le salvara de ahogarse.
Esa alegría, como si recobrara de nuevo su infancia, de recobrar la sensación de querer jugar con la vida, se conjuga, de modo admirable, con las sombras y dolores de quien ha perdido la costumbre de sentirse presente, y no quiere perder esa sensación de despertar. No quiere volver a caer en la entumecedora inercia del hábito y sentirse varado (falta de dinámica de vida tan bien reflejada en los títulos de crédito en los rostros de los lugareños de este pueblo perdido de la América profunda). Queda patente en la extraordinaria secuencia en la que Tawes enseña (comparte con) a Alma la casa en ruinas en donde vivió en su infancia, en donde juegan a los fantasmas entre los pasillos y recovecos, hasta que ella le sorprende sentado en lo alto de la escalera mirándola con una expresión de desesperación y temor, como un niño extraviado, que le dice vente conmigo. Ella se toma como una broma su propuesta de que se escapen, de que se marchen de esa trampa de vida a otro lugar, otra ciudad, porque realmente para ella él representa algo muy distinto de lo que ella representa para él. Ella sólo juega con él siguiendo las ordenes de su padre, para que de este modo el sheriff no tome medida alguna con la destilería clandestina de whisky. Es una manera de tenerle atrapado en una red. Pero huir del pueblo implicaría romper la red, y evidenciar la representación. El saber cuál es el planteamiento en la relación de Alma hace más dolorosos momentos como el citado de la secuencia en la casa, cuando Alma se enfrenta a ese desamparo vital de Tawes con el que a ella le cuesta lidiar ( empezando porque no logra ni entrever, ni comprender, un ápice de ese desgarro emocional de Tawes; más bien es algo que puede asustarla). Esa separación o distancia de Tawes con el resto queda bien reflejado en esa disonancia extrema con su mezquino ayudante, Hunnicut (Charles Durning), siempre a través de gestos y miradas, o en la secuencia del cine al aire libre, en la que Tawes con su familia y Alma con la suya ven una película de Jerry Lewis (todos ríen, excepto Tawes). Hay secuencias de un portentoso sentido de la condensación dramática, y el empleo de los movimientos de cámara: el travelling hacia el rostro de Ellen, incorporándose en la cama con un gemido desesperado, que ya sabe que la mirada (mente) de Tawes se ha alejado definitivamente de ella, cuando le oye salir en la noche, y el posterior, este de retroceso sobre los cuerpos desnudos de Tawes y Alma, con los brazos de él agarrándose al cuerpo de ella como si le fuera la vida en ello, como si fuera una boya que le salvara de ahogarse.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Y esa dinámica narrativa sostenida sobre la atmósfera emocional, sobre la sugerencia, y por ello, sobre la dosificación de información, queda bien reflejada en, primero, esa secuencia de conversación, en el porche, de Tawes con su padre, quien hace mención a que le han quitado el árbol a un anciano vecino, a lo que Tawes responde que no era suyo; el padre hace mención a cómo sigue esperando que ellas (sus hijas) vuelvan. En la posterior secuencia en la casa en ruinas, Tawes comparte con Alma cómo su madre y sus dos hermanas murieron en un accidente de coche cuando él era niño, pérdida que el padre aún no ha logrado asimilar; es por ello por lo que destacaba esa pérdida de un árbol bajo cuya sombra cobijarse, como si fuera algo transcendente, porque él no encontró un árbol bajo cuya sombra cobijarse tras que su esposa e hijas murieran. Como tampoco lo ha encontrado Tawes. Y por eso son tan desoladoras las secuencias finales, hecha grito, cuando, tras lanzar el cadáver de un asesinato que encubre por amor justo en las aguas junto a la presa, descubra, tras recorrer corriendo kilómetros, la ausencia de Alma y la posterior revelación de un (auto)engaño. Definitivamente queda atrapado, engarfiado (con un garfio le hiere ella cuando él pelea con su padre y hermanos) en aquel deshabitado entorno de expresiones entumecidas, contemplando, con expresión perpleja, cómo se aleja lo que pensó era la liberación de su presa vital.
PD. Esa sensación de pérdida la había sentido Frankenheimer tras la muerte de Robert Kennedy dos años antes, a quien había acompañado en su campaña durante el último año, y a quien el mismo día de su asesinato, había llevado en coche desde su casa hasta el lugar donde sufriría el atentado mortal, en The Ambassador Hotel. Ya es una sensación que transmitía su igual de magnífica obra anterior, Los temerarios del aire (1969). Frankenheimer se exiliaría los cinco años siguientes a Francia. 'Si quieres situar el momento en que las cosas comenzaron a ponerse peor fue después de aquella noche. Fue un abrupto cambio de dirección hacia el infierno. Me marché a Europa y perdí por completo el interés. Estaba quemado. Completamente desilusionado y caí en un largo periodo de depresión. Llevó un largo tiempo el conseguir retornar'. Un periodo, curiosamente, que le sumió en el periodo de más excelsa inspiración como demuestran que realizará algunas de las obras más excepcionales del cine estadounidense en aquel periodo, Los temerarios del aire (1969), Yo vigilo el camino (1970), Estirpe de orgullo (1971) o El repartidor de hielo (1973). En ocasiones los extravíos o la sensación de intemperie propician la lumbre de la inspiración y la agudeza.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
PD. Esa sensación de pérdida la había sentido Frankenheimer tras la muerte de Robert Kennedy dos años antes, a quien había acompañado en su campaña durante el último año, y a quien el mismo día de su asesinato, había llevado en coche desde su casa hasta el lugar donde sufriría el atentado mortal, en The Ambassador Hotel. Ya es una sensación que transmitía su igual de magnífica obra anterior, Los temerarios del aire (1969). Frankenheimer se exiliaría los cinco años siguientes a Francia. 'Si quieres situar el momento en que las cosas comenzaron a ponerse peor fue después de aquella noche. Fue un abrupto cambio de dirección hacia el infierno. Me marché a Europa y perdí por completo el interés. Estaba quemado. Completamente desilusionado y caí en un largo periodo de depresión. Llevó un largo tiempo el conseguir retornar'. Un periodo, curiosamente, que le sumió en el periodo de más excelsa inspiración como demuestran que realizará algunas de las obras más excepcionales del cine estadounidense en aquel periodo, Los temerarios del aire (1969), Yo vigilo el camino (1970), Estirpe de orgullo (1971) o El repartidor de hielo (1973). En ocasiones los extravíos o la sensación de intemperie propician la lumbre de la inspiración y la agudeza.
Alexander Zárate
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7,4
3.577
10
6 de enero de 2024
6 de enero de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Colorado Jim (The naked spur, 1953) es una de las cimas del western, y la tercera de las cinco fructíferas colaboración en el género de Anthony Mann con James Stewart (añádanse otras tres fuera del mismo). El admirable guion de Sam Roffe y Harold Jack Bloom dispone de aspectos que pueden asociarse con esas lides de estrategias y manipulaciones de algunas obras de Joseph L. Mankiewicz y hasta considerarse como una obra de cámara en un espacio de abierto, y de una intensidad comparable a las de Ingmar Bergman, con personajes enfrentados a su turbiedad (en un proceso que tiene mucho de proceso alquímico, de la roca de la emoción enquistada al agua de la emoción liberada). Mann, como pocos cineastas, integraba, y establecía, correspondencias entre espacio exterior e interior. Dos reveladores detalles se destacan, a través de una elocuente planificación, en las primeras imágenes de Colorado Jim, y definen tanto a un personaje, Kemp (James Stewart), como la carga de violencia siempre en el filo que tensará las relaciones entre los personajes, y por extensión, el relato. La cámara realiza expeditiva panorámica como una impetuosa sacudida, desde el frondoso paisaje a la espuela de Kemp, sobre la cual se sobreimpresiona el título original: The naked spur (la espuela desnuda). Aún sin presentar el rostro de Kemp, en un siguiente plano vemos descender de su caballo a Kemp, destacándose en el encuadre cómo desenfunda su pistola (con un gesto que tiene algo de subrepticio, de alguien que está en tensión al acecho). Ya vemos su rostro cuando, encañonándole, sorprende a Jesse (Millard Mitchell), un buscador de oro. Su actitud recelosa (en la que destaca una mirada febril, casi ávida de un encuentro, que es enfrentamiento, anhelado) proviene de que no sabe si Jesse tiene una posible relación con el hombre que busca, Ben (Robert Ryan), de quien enseña un pasquín, en el cual sustrae una información crucial cuando consigue que Jesse le ponga en una posible pista a cambio de unos dólares (hay una importante recompensa en juego). Detalle que sí advertirá (que al pasquín le falta una parte) Roy (Ralph Meeker), porque es alguien inclinado al retorcimiento y a la ocultación; es un militar degradado que se une a ellos cuando asedian a Ben apostado en lo alto de un risco.
El curso del relato es el itinerario de estos tres hombres entre bosques y espacios escarpados llevando a un hombre que representa la realización de una necesidad (una recompensa), cada uno cargando con una inclinación que es debilidad, o lo es para provecho de Ben, con las que jugará arteramente durante el trayecto para su propio beneficio. La de Jesse es la codicia, el dinero, ese que no ha conseguido durante veinte años de búsqueda de oro ( y que como señala, lo encontraba hasta aquel que borracho se caía de su caballo). Para Roy son las mujeres, o más bien su imperativo deseo depredador. De hecho, su degradación se debe a que ha ultrajado a una mujer india. Roy carece de cualquier escrúpulo, es capaz de dejar atrás a Kemp cuando esté haya sido herido, y no tendrá reparos en involucrar en un tiroteo a los demás cuando aviste a los indios de la tribu a la que pertenecía la mujer que ultrajó, y que le persiguen desde entonces (en vez de afrontarlos él sólo, lo que hubiera implicado asumir alguna responsabilidad, pero le mueve la conveniencia, y prefiere apoyarse, sin solicitar ayuda, en los otros, aunque implique riesgo de perder la vida para éstos: dispara sobre la espalda de uno de los indios cuando éstos se encuentran cara a cara de los otros). La de Kemp es su furia, su despecho. Fue abandonado por la mujer amaba. Tras volver de la guerra se encontró con que se había ido con otro hombre, y que había perdido su rancho (por eso ansía ese dinero, y por eso no había querido compartir la información de la recompensa).
El curso del relato es el itinerario de estos tres hombres entre bosques y espacios escarpados llevando a un hombre que representa la realización de una necesidad (una recompensa), cada uno cargando con una inclinación que es debilidad, o lo es para provecho de Ben, con las que jugará arteramente durante el trayecto para su propio beneficio. La de Jesse es la codicia, el dinero, ese que no ha conseguido durante veinte años de búsqueda de oro ( y que como señala, lo encontraba hasta aquel que borracho se caía de su caballo). Para Roy son las mujeres, o más bien su imperativo deseo depredador. De hecho, su degradación se debe a que ha ultrajado a una mujer india. Roy carece de cualquier escrúpulo, es capaz de dejar atrás a Kemp cuando esté haya sido herido, y no tendrá reparos en involucrar en un tiroteo a los demás cuando aviste a los indios de la tribu a la que pertenecía la mujer que ultrajó, y que le persiguen desde entonces (en vez de afrontarlos él sólo, lo que hubiera implicado asumir alguna responsabilidad, pero le mueve la conveniencia, y prefiere apoyarse, sin solicitar ayuda, en los otros, aunque implique riesgo de perder la vida para éstos: dispara sobre la espalda de uno de los indios cuando éstos se encuentran cara a cara de los otros). La de Kemp es su furia, su despecho. Fue abandonado por la mujer amaba. Tras volver de la guerra se encontró con que se había ido con otro hombre, y que había perdido su rancho (por eso ansía ese dinero, y por eso no había querido compartir la información de la recompensa).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Si el primer enfrentamiento, como he dicho, tiene lugar en un escarpado risco, el final tendrá lugar en otro, de nombre, precisamente, La espuela desnuda, y en el que la misma espuela será instrumento definitivo. Escarpado como las emociones en conflicto durante la narración, y frente a un río de tumultuosas aguas, como turbiamente tumultuosas son las emociones en lid. O poco ejemplares. Para fugarse, el artero Ben usa a otros (Lina) para que distraiga a Kemp, sabotea (como cuando afloja las correas del caballo de Kemp) o toca las teclas de debilidades de los otros (como consigue con la codicia de Jesse). Sólo un personaje parece ajeno a esas afiladas actitudes, el de Lina (Janet Leigh), que acompañaba a Ben (por ser hija de un amigo forajido de éste ya fallecido), un personaje escindido, entre su afecto por Ben y la atracción que va sintiendo hacia Kemp (que tiene su reflejo en una hermosa secuencia, aquella en la que hablan en la entrada de la cueva, junto a las latas llenas de agua por la lluvia, como un concierto musical, mientras en el interior Ben trama su fuga al mismo tiempo). El relato avanza a golpes de sacudidas, a veces contenidas, en otras de rasgante intensidad, como cuando Kemp despierta por unas pesadillas gritando el nombre de la mujer que le abandonó, y aturdido por la fiebre, ya que está herido, por un momento confunde a Lina con ella. Al final, Lina representará los restos de una conciencia perdida entre tantos intereses codiciosos, turbios. Si comenzaba la narración con la espalda de Kemp (de acuerdo a lo que cargaba y ocultaba), Mann encuadra la nuca de Kemp empecinado en su propósito cuando carga el cadáver de Ben sobre el caballo, y se vuelve, con agónica expresión desesperada, a Lina, para, al fin, asumir que debe enterrar su furia, desembarazarse de su pasado, un lastre de espuela desnuda, y construir un futuro conciliado con otra mujer.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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6,6
1.496
9
6 de enero de 2024
6 de enero de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bajo la arena (Sous le sable, 2000), de Francois Ozon, es un relato de fantasmas. Es la historia de una desaparición. Es la historia de un hombre, Jean (Bruno Cremer) que desaparece sin dejar rastro tras decir a su esposa, Marie (Charlotte Rampling), que se va a dar un baño en el mar. Ella se queda tumbada sobre la arena, y espera. Y no dejará de esperar. Sin lograr saber qué hay bajo la arena, esto es, qué puede revelar esa desaparición sobre su matrimonio, o sobre lo que creía que era, lo que implica, cómo creía que era o vivía la relación su marido. O quizás la cuestión sea que no desea saber. Jean quizá se ahogó, quizá se suicidó, quizá aprovechó para romper con su vida y desvanecerse en otra. Jean era un hombre que ya había empezado a desaparecer, como se aprecia, en las primeras secuencias, por su forma de acariciar el tronco de un árbol, o descubrir, tras levantar el de un árbol caído, un hormiguero, la vida en ebullición. Pareciera que invocara la vida, sentirse presente; algo de ello, como un fuera de campo que quiere dotarse de encuadre, se refleja en su mirada durante la cena la noche anterior, o antes de dirigirse hacia el mar. No vemos siquiera cómo se interna en el agua. Porque el fuera de campo ya está en su mirada. Es su expresión la que queda resonando como una incógnita que su mujer, Marie, no parece querer confrontar.
Marie prefiere vivir con su fantasma, como si fuera una presencia que no la ha abandonado sino que, en cambio, la espera al llegar a casa, con el que repite acciones, como las de la última noche que estuvo con ella, en la cama, leyendo un libro, dejando las gafas sobre la mesilla, o recibiéndola para escuchar sus impresiones sobre una cena a la que ha asistido. A veces, evoca sus manos, y otras manos, que surgen del fuera de campo, la acarician, cuando el deseo bulle en ella, tras haber conocido a otro hombre, Vincent (Jacques Nolot), un cuerpo que no podrá ocupar la ausencia de quien aún prefiere como fantasma, una huella, la de un cuerpo que aún siente sobre el suyo, más cuando la constitución delgada de Vincent es la opuesta de la corpulenta de Jean. Marie prefiere vivir en la negación, como si él no hubiera muerto. Prefiere hablar a los demás de él en presente de indicativo, no como pasado. Queda dividida, entre lo que quisiera que aún fuera y lo que es, como reflejan esos planos de ella en la cama sentada, y en la pared las piernas en una pintura, o contemplándose en un espejo.
Como el personaje que Charlotte Rampling interpretará en Swimming pool (2003), no se sabe muy bien hacia donde mira, si discierne lo que es real de lo que no es sino su imaginación que niega, que se agarra como un ancla a lo que ya no es, a lo que quisiera que aún fuera. Es un cuerpo que prefiere vivir como un fantasma, un fantasma que anhela poder sentirse cuerpo. En Swimming pool convive con un cuerpo imaginario, creado por su mente de escritora, como si fuera real. En Bajo la arena convive con un fantasma como si aún fuera real. No es de extrañar que Bajo la arena fuera una obra que Ingmar Bergman admirara especialmente, y que reconociera haber revisado repetidas veces. En el cine de Bergman también abundaban los fantasmas, la relación fantasmal con la vida. La esquinada percepción de que quizá la vida haya sido un discurrir entre escenarios, un tránsito ingrávido, como si nunca posaras los pies sobre el suelo. Y un día incluso te das cuenta que eres un extraño para ti mismo. Y miras hacia el fuera de campo, y ves tu abismo o quizás otro sendero que no habías advertido, el cual decides tomar. O te das cuenta de que quizá no conocieras tan bien a aquel con el que convivías, como es el caso de Marie con respecto a su marido, del que ignoraba sus depresiones (de las que sí era conocedora su madre) y asistencias al médico pocos días antes de su muerte..
Marie prefiere vivir con su fantasma, como si fuera una presencia que no la ha abandonado sino que, en cambio, la espera al llegar a casa, con el que repite acciones, como las de la última noche que estuvo con ella, en la cama, leyendo un libro, dejando las gafas sobre la mesilla, o recibiéndola para escuchar sus impresiones sobre una cena a la que ha asistido. A veces, evoca sus manos, y otras manos, que surgen del fuera de campo, la acarician, cuando el deseo bulle en ella, tras haber conocido a otro hombre, Vincent (Jacques Nolot), un cuerpo que no podrá ocupar la ausencia de quien aún prefiere como fantasma, una huella, la de un cuerpo que aún siente sobre el suyo, más cuando la constitución delgada de Vincent es la opuesta de la corpulenta de Jean. Marie prefiere vivir en la negación, como si él no hubiera muerto. Prefiere hablar a los demás de él en presente de indicativo, no como pasado. Queda dividida, entre lo que quisiera que aún fuera y lo que es, como reflejan esos planos de ella en la cama sentada, y en la pared las piernas en una pintura, o contemplándose en un espejo.
Como el personaje que Charlotte Rampling interpretará en Swimming pool (2003), no se sabe muy bien hacia donde mira, si discierne lo que es real de lo que no es sino su imaginación que niega, que se agarra como un ancla a lo que ya no es, a lo que quisiera que aún fuera. Es un cuerpo que prefiere vivir como un fantasma, un fantasma que anhela poder sentirse cuerpo. En Swimming pool convive con un cuerpo imaginario, creado por su mente de escritora, como si fuera real. En Bajo la arena convive con un fantasma como si aún fuera real. No es de extrañar que Bajo la arena fuera una obra que Ingmar Bergman admirara especialmente, y que reconociera haber revisado repetidas veces. En el cine de Bergman también abundaban los fantasmas, la relación fantasmal con la vida. La esquinada percepción de que quizá la vida haya sido un discurrir entre escenarios, un tránsito ingrávido, como si nunca posaras los pies sobre el suelo. Y un día incluso te das cuenta que eres un extraño para ti mismo. Y miras hacia el fuera de campo, y ves tu abismo o quizás otro sendero que no habías advertido, el cual decides tomar. O te das cuenta de que quizá no conocieras tan bien a aquel con el que convivías, como es el caso de Marie con respecto a su marido, del que ignoraba sus depresiones (de las que sí era conocedora su madre) y asistencias al médico pocos días antes de su muerte..
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Marie se resiste a perder el paso, la coreografía de pasos en que ha constituido su vida para no percibir sus fisuras, y por tanto precipitarse en la desolación de la consciencia. A veces sus emociones tartamudean, cuando una brecha se abre en ese escenario de fantasmas que ha preferido crear, como cuando distingue entre sus alumnos a uno de los socorristas que no encontraron aquel cuerpo con el que ella aún convive como un fantasma que le hace sentir que la vida no es una progresiva desaparición. Por eso, no alquila un piso nuevo cuando advierte que desde una de las ventanas el horizonte es un cementerio. Con Vincent no logra hacer el amor con demasiada luz, como si pudiera percibir con demasiada claridad que la realidad no es como cree que es o como prefiere que siga siendo. Por ello, no permite que esa relación se afiance, como si Vincent fuera un sucedáneo de quien no quiere asumir que ha muerto. Bajo la arena, la ebullición de la vida, el trasiego de las hormigas, como aquellos insectos bajo la hierba en el prólogo de Terciopelo azul (1986), de David Lynch. Tanto permanece oculto, invisible, inadvertido, durante tantos años. Soñamos con lo que no hemos sido, con lo que quisiéramos ser, fantasmas que pueden enajenarnos, como casas o piscinas que son simplemente las de nuestra mente, las de toda esa vida que permanece en el desván de lo no realizado. Pero quizá también no queremos mirar hacia atrás porque no queremos descubrir que no había sendero alguno, que habíamos recorrido la vida como meros fantasmas, y que había más vida bajo la arena que sobre ella.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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