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7,2
46.817
8
10 de julio de 2018
10 de julio de 2018
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La cámara de Aronofsky sigue a Randy “The Ram” Robinson (Mickey Rourke) de muy cerca durante gran parte de la película (recurso que luego repetirá en Black Swan). Un enfoque acertado ya que Randy es en sí mismo el motor de la historia. Su vida colapsó (en algún momento), sin embargo, este peleador de lucha libre tuvo sus momentos gloriosos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Hay algo atractivo en la figura del anti-héroe que Aronofsky aprovecha muy bien. La vida de Randy es un desastre, pero sin embargo, una fuerza lo empuja a seguir dando batalla, su instinto natural (casi animal) lo lleva a seguir subiendo al ring para brindar espectáculos de lucha libre con el mayor nivel de adrenalina y realismo posibles. No importa si hay poca o mucha gente mirando, lo importante es entretener. Randy es un personaje circense, que bien puede recordar a los Freaks de Todd Browning o a Zampanó de La Strada (Fellini). Lo que prima es lo físico. ¿Es la lucha libre un espectáculo simulado? En The Wrestler queda claro que hay un límite demasiado dudoso para sostener esa idea, principalmente por el hecho de que la simulación tiene como objetivo herir el propio cuerpo, hacer brotar la sangre real para el deleite del público. Uno de los grandes aciertos de la película consiste en recrear el ámbito de la lucha libre con todos sus personajes y artilugios (poniendo en escena luchadores reales). Descubrimos que detrás del espectáculo hay una preparación, un entrenamiento y jerarquías establecidas (además de nacionalismo e ideología). Antes que espectáculo, la lucha libre es un modo de vida.
Así como Randy “The Ram” expone su cuerpo y aborrece su nombre real (Robin Radzinsky), también lo hace Cassidy, en realidad Pam (Marisa Tomei), en su trabajo como bailarina de cabaret. Dos trabajos que tienen más cosas en común de lo que podríamos imaginar (entretener por dinero). Si no fuera por la obstinación de Randy por la lucha libre (aún poniendo en riesgo su vida) la relación entre ambos personajes debería avanzar hacia terrenos sentimentales más profundos. Pero la intención del director no es ir por ese camino, sino que prefiere enfocarse en lo fallido de las relaciones (punto en común con Requiem para un sueño), la dificultad de determinadas personas de congeniar sus propios intereses con las necesidades de los demás. La hija de Randy también sufre por su padre, motivo por el cual termina desechándolo definitivamente de su vida.
En algún punto, encontramos alguna explicación sobre la conducta del protagonista. Las heridas físicas en el ring no son más que una metáfora del sufrimiento real (invisible) de la vida cotidiana de Randy. Cuanto peor es la vida personal de Randy, mejores y más realistas son los trucos que realiza para el público. Y esto no sólo sucede dentro del ring, sino que se extiende al resto de su rutina (Randy trabaja en un “deli” en sus tiempos libres). En una escena gloriosa y patéticamente realista, vemos como Randy se corta literalmente un dedo en la cortadora de fiambres luego de que un cliente lo reconoce y le recuerda su pasado (no olvidemos que después de todo, es una celebridad). La sangre brota hacia todas partes, los clientes del supermercado lo miran azorados (tal como si fueran parte de un show del que no fueron avisados).
Otro punto alto de The Wrestler es, sin lugar a dudas, la caracterización por parte de Mickey Rourke. Es dificil diferenciar actor y personaje. Esto le otorga a la película un tinte documental. ¿No es The Wrestler, a fin de cuentas, una película sobre el mismo Rourke?
Así como Randy “The Ram” expone su cuerpo y aborrece su nombre real (Robin Radzinsky), también lo hace Cassidy, en realidad Pam (Marisa Tomei), en su trabajo como bailarina de cabaret. Dos trabajos que tienen más cosas en común de lo que podríamos imaginar (entretener por dinero). Si no fuera por la obstinación de Randy por la lucha libre (aún poniendo en riesgo su vida) la relación entre ambos personajes debería avanzar hacia terrenos sentimentales más profundos. Pero la intención del director no es ir por ese camino, sino que prefiere enfocarse en lo fallido de las relaciones (punto en común con Requiem para un sueño), la dificultad de determinadas personas de congeniar sus propios intereses con las necesidades de los demás. La hija de Randy también sufre por su padre, motivo por el cual termina desechándolo definitivamente de su vida.
En algún punto, encontramos alguna explicación sobre la conducta del protagonista. Las heridas físicas en el ring no son más que una metáfora del sufrimiento real (invisible) de la vida cotidiana de Randy. Cuanto peor es la vida personal de Randy, mejores y más realistas son los trucos que realiza para el público. Y esto no sólo sucede dentro del ring, sino que se extiende al resto de su rutina (Randy trabaja en un “deli” en sus tiempos libres). En una escena gloriosa y patéticamente realista, vemos como Randy se corta literalmente un dedo en la cortadora de fiambres luego de que un cliente lo reconoce y le recuerda su pasado (no olvidemos que después de todo, es una celebridad). La sangre brota hacia todas partes, los clientes del supermercado lo miran azorados (tal como si fueran parte de un show del que no fueron avisados).
Otro punto alto de The Wrestler es, sin lugar a dudas, la caracterización por parte de Mickey Rourke. Es dificil diferenciar actor y personaje. Esto le otorga a la película un tinte documental. ¿No es The Wrestler, a fin de cuentas, una película sobre el mismo Rourke?
Documental

7,8
8.305
Documental
8
10 de julio de 2018
10 de julio de 2018
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La película comienza con una breve explicación que sitúa al espectador en contexto: en la década de 1960, los militares derrocaron al gobierno de Indonesia y ordenaron la persecución y exterminio de los opositores. Así, más de un millón de “comunistas” (término utilizado por el gobierno para referirse a sindicalistas, campesinos, intelectuales e inmigrantes chinos, entre otros) fueron asesinados. Los encargados de llevar adelante el exterminio fueron grupos paramilitares y criminales que contaron con ayuda tanto interna (gobierno militar) como externa (potencias occidentales) y que hoy en día siguen teniendo ayuda del poder en su actividad de persecución de opositores.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Nada más alejado del típico formato documental es lo que sucede luego de esta introducción. No hay entrevistas a sobrevivientes o parientes de las víctimas contando su historia, no hay voz en off narrando los terribles acontecimientos. Lo que hay es una consigna: el director les pide a los responsables de esos crímenes que “recreen” de manera audiovisual, con “libertad creativa” total, algunas de las matanzas perpetradas.
De esta manera, nos sumergimos en la vida diaria de los victimarios, en su afán por contar su/s historia/s. Conocemos el entorno, su relación con los demás ciudadanos, los vemos caminar libremente por las calles, idolatrados y temidos por igual. Conocemos su pasado como “gangsters” barriales y su rápido ascenso a mercenarios del gobierno militar. Accedemos a representaciones de distintos tipos de tortura física y psicológica. Los escuchamos conversar de manera distendida acerca de asesinatos y violaciones.
La ausencia de culpa o remordimiento por parte de los victimarios resulta el motor de este documental polémico que avanza y suma tensión a medida que las escenas de violencia aumentan en sadismo y crueldad, borrándose los límites entre ficción y realidad. Se recrean escenas con estéticas tan disímiles como el film noir y el musical, pasando por el cine clase B y las películas bélicas.
El fin de estas representaciones es doble: por una parte sirve como elemento lúdico que permite tratar temas sensibles en una población que aún no hizo un Mea culpa público, un país en el cual no hubo juicio alguno contra los genocidas. Esta premisa supuestamente banal resulta la mejor forma de acceder a la realidad pura del fenómeno ocurrido.
Por otra parte, la riqueza estética de estas representaciones, que incluyen desde escenas iluminadas al estilo noir hasta vestimentas coloridas salidas del musical clásico, evidencian la cercanía de la población de Indonesia con el cine y la cultura norteamericana y reflejan la intromisión de las potencias extranjeras en la política interna de Indonesia.
Es en estas representaciones aparentemente superficiales donde surge el elemento real que justifica la premisa inicial. Los actores de esta farsa cobran un aspecto corpóreo y brutal, hay asesinos despiadados, hay víctimas de todas las edades, hay corridas, gritos y llantos de niños que perduran incluso después de que se escuche la palabra “corten”. Se trata de representaciones que también funcionan como catarsis en una población pobre y poco instruida, fuertemente manipulada por los medios de comunicación.
Sobre el final queda la amarga sensación de que probablemente no se haga justicia. De que nunca sabremos si la escena final en la que uno de los “gangsters” llora y vomita frente a cámara diciendo que no podrá volver a recrear una escena de tortura es parte de una nueva representación. Lo que si sabemos es que por más representaciones que se lleven a cabo, no habrá conciencia real del fenómeno hasta que no se haga justicia por tales aberraciones a los derechos humanos. Mientras tanto, los asesinos siguen caminando por las calles, presentándose a elecciones y manejando el rumbo del país.
De esta manera, nos sumergimos en la vida diaria de los victimarios, en su afán por contar su/s historia/s. Conocemos el entorno, su relación con los demás ciudadanos, los vemos caminar libremente por las calles, idolatrados y temidos por igual. Conocemos su pasado como “gangsters” barriales y su rápido ascenso a mercenarios del gobierno militar. Accedemos a representaciones de distintos tipos de tortura física y psicológica. Los escuchamos conversar de manera distendida acerca de asesinatos y violaciones.
La ausencia de culpa o remordimiento por parte de los victimarios resulta el motor de este documental polémico que avanza y suma tensión a medida que las escenas de violencia aumentan en sadismo y crueldad, borrándose los límites entre ficción y realidad. Se recrean escenas con estéticas tan disímiles como el film noir y el musical, pasando por el cine clase B y las películas bélicas.
El fin de estas representaciones es doble: por una parte sirve como elemento lúdico que permite tratar temas sensibles en una población que aún no hizo un Mea culpa público, un país en el cual no hubo juicio alguno contra los genocidas. Esta premisa supuestamente banal resulta la mejor forma de acceder a la realidad pura del fenómeno ocurrido.
Por otra parte, la riqueza estética de estas representaciones, que incluyen desde escenas iluminadas al estilo noir hasta vestimentas coloridas salidas del musical clásico, evidencian la cercanía de la población de Indonesia con el cine y la cultura norteamericana y reflejan la intromisión de las potencias extranjeras en la política interna de Indonesia.
Es en estas representaciones aparentemente superficiales donde surge el elemento real que justifica la premisa inicial. Los actores de esta farsa cobran un aspecto corpóreo y brutal, hay asesinos despiadados, hay víctimas de todas las edades, hay corridas, gritos y llantos de niños que perduran incluso después de que se escuche la palabra “corten”. Se trata de representaciones que también funcionan como catarsis en una población pobre y poco instruida, fuertemente manipulada por los medios de comunicación.
Sobre el final queda la amarga sensación de que probablemente no se haga justicia. De que nunca sabremos si la escena final en la que uno de los “gangsters” llora y vomita frente a cámara diciendo que no podrá volver a recrear una escena de tortura es parte de una nueva representación. Lo que si sabemos es que por más representaciones que se lleven a cabo, no habrá conciencia real del fenómeno hasta que no se haga justicia por tales aberraciones a los derechos humanos. Mientras tanto, los asesinos siguen caminando por las calles, presentándose a elecciones y manejando el rumbo del país.
10 de julio de 2018
10 de julio de 2018
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En “Le Gamin au vélo”, una nueva incursión de los Dardenne en los conflictos familiares y en especial en los paterno-filiales, Cyril (Thomas Doret) interpreta a un niño que ha sido abandonado por su padre en un hogar de acogida.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El niño -cuyos problemas de conducta lo vuelven indomable-, intenta desesperadamente dar con su padre Guy (Jérémie Renier, actor habitual de las películas de los hermanos belgas). La obsesión de Cyril lo impulsa a escaparse en varias ocasiones del hogar, donde siente que lo tienen encarcelado, recorriendo los lugares donde su padre solía pasar el tiempo, recabando pistas como si se tratara de un detective.
Luego de un encuentro puramente casual, Cyril conoce a Samantha (Cécile de France), una mujer de mediana edad que, en gran medida gracias a la insistencia de Cyril y el deseo del niño por salir del hogar de acogida y encontrar a su padre, acepta cuidarlo durante los fines de semana. Samantha asume el papel de madre y no le resulta sencillo, ya que carece de autoridad. Además Cyril está obsesionado con encontrar a su padre y, como todo niño, lo idealiza. Una serie de hechos confirman lo que Samantha ya sospecha y teme decirle a Cyril, esto es, que su padre no lo quiere ver más. Samantha se gana la confianza del niño cuando recupera su antigua bicicleta, la cual había sido vendida por su padre antes de mudarse a otra ciudad para rehacer su vida sin su hijo. Además, ayuda a Cyril a ubicar a su padre y finalmente, en una drástica y conmovedora escena, obliga a Guy a sincerarse con él y decirle en persona que no puede ni quiere cuidarlo.
Para ser un niño, Cyril tiene mucha independencia, se mueve con su bicicleta como si la ciudad le perteneciera. Cuando un niño del barrio roba su bici, lo persigue, incansable, hasta encontrarlo y darle su merecido. Samantha es incapaz de controlarlo y esto se convierte en un problema. Cyril es hipnotizado por Wes, un adolescente que intenta llevarlo por el camino de la delincuencia. Ambos tienen cosas en común, en especial el hecho de que han pasado por el mismo hogar de acogida. A falta de su padre, Cyril ve en Wes a una figura similar. Como quiere ganarse su respeto, termina cometiendo un violento robo, en el que golpea con un bate de beisbol a un padre y a su hijo llevándose la recaudación de su puesto de diarios. En una escena memorable, Cyril visita por última vez a su padre y le ofrece el dinero que ha robado, consciente de los problemas económicos que afronta y pensando, en su inocencia, que un puñado de billetes harán que su padre lo vuelva a querer en su vida. Su padre, como es de esperar, no acepta ese dinero. Pero no es eso lo que resulta chocante, sino el hecho de que su padre se deshace de él como si se tratara de un desconocido que lo meterá en problemas.
Pero afortunadamente, Cyril no está solo, ya que Samantha asume definitivamente el rol de madre y protectora del niño. “Le Gamin au vélo” trata temas universales como la rebeldía, la responsabilidad y el deseo de ser amado, y resulta conmovedora porque nos muestra las dos caras del mundo moderno: el mundo en el que los padres abandonan a sus hijos, y el mundo en el que las personas aceptan responsabilidades sin ser obligadas a ello y realizan actos bondadosos que nos llevan a no perder las esperanzas.
Luego de un encuentro puramente casual, Cyril conoce a Samantha (Cécile de France), una mujer de mediana edad que, en gran medida gracias a la insistencia de Cyril y el deseo del niño por salir del hogar de acogida y encontrar a su padre, acepta cuidarlo durante los fines de semana. Samantha asume el papel de madre y no le resulta sencillo, ya que carece de autoridad. Además Cyril está obsesionado con encontrar a su padre y, como todo niño, lo idealiza. Una serie de hechos confirman lo que Samantha ya sospecha y teme decirle a Cyril, esto es, que su padre no lo quiere ver más. Samantha se gana la confianza del niño cuando recupera su antigua bicicleta, la cual había sido vendida por su padre antes de mudarse a otra ciudad para rehacer su vida sin su hijo. Además, ayuda a Cyril a ubicar a su padre y finalmente, en una drástica y conmovedora escena, obliga a Guy a sincerarse con él y decirle en persona que no puede ni quiere cuidarlo.
Para ser un niño, Cyril tiene mucha independencia, se mueve con su bicicleta como si la ciudad le perteneciera. Cuando un niño del barrio roba su bici, lo persigue, incansable, hasta encontrarlo y darle su merecido. Samantha es incapaz de controlarlo y esto se convierte en un problema. Cyril es hipnotizado por Wes, un adolescente que intenta llevarlo por el camino de la delincuencia. Ambos tienen cosas en común, en especial el hecho de que han pasado por el mismo hogar de acogida. A falta de su padre, Cyril ve en Wes a una figura similar. Como quiere ganarse su respeto, termina cometiendo un violento robo, en el que golpea con un bate de beisbol a un padre y a su hijo llevándose la recaudación de su puesto de diarios. En una escena memorable, Cyril visita por última vez a su padre y le ofrece el dinero que ha robado, consciente de los problemas económicos que afronta y pensando, en su inocencia, que un puñado de billetes harán que su padre lo vuelva a querer en su vida. Su padre, como es de esperar, no acepta ese dinero. Pero no es eso lo que resulta chocante, sino el hecho de que su padre se deshace de él como si se tratara de un desconocido que lo meterá en problemas.
Pero afortunadamente, Cyril no está solo, ya que Samantha asume definitivamente el rol de madre y protectora del niño. “Le Gamin au vélo” trata temas universales como la rebeldía, la responsabilidad y el deseo de ser amado, y resulta conmovedora porque nos muestra las dos caras del mundo moderno: el mundo en el que los padres abandonan a sus hijos, y el mundo en el que las personas aceptan responsabilidades sin ser obligadas a ello y realizan actos bondadosos que nos llevan a no perder las esperanzas.
9
10 de julio de 2018
10 de julio de 2018
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El tren, símbolo del progreso industrial/tecnológico de la era moderna, es un elemento recurrente en el cine. Ya los Lumière percibieron la concordancia entre cine y movimiento, cualidad distintiva del nuevo medio, y lo ejemplificaron con lo que se considera una de las primeras películas de la historia, “Llegada del tren a la estación de La Ciotat”. Porter hizo del tren el personaje estrella en “Asalto y Robo de un Tren”, prototipo del cine de acción y el western, además de uno de los primeros intentos por romper con la identificación entre escena y toma. Hitchcock, que entendía más que cualquier otro la dinámica del suspenso y la tensión dramática, encontró en la velocidad del tren un disparador de situaciones de riesgo e inevitabilidad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En “The General”, Keaton elabora una comedia que gira casi en su totalidad alrededor de locomotoras y se sostiene fundamentalmente por una seguidilla de gags y situaciones disparatadas en las que la adrenalina y la velocidad aumentan escena a escena. Johnnie Gray, interpretado por el inconfundible Keaton, es maquinista de “La General”, una locomotora que es robada por el ejército de la Unión durante la Guerra de Secesión. El otro amor de Johnnie, además de la locomotora, es Annabelle, quien se niega a volver a verlo cuando el primero es rechazado como posible miembro del ejército confederado. Johnnie va en busca de “La General” y cuando logra dar con ella, ve que Annabelle ha sido tomada como prisionera por el bando opuesto. Así es como comienza una persecución a través de las vías, en las que Johnnie debe utilizar su ingenio y destreza para evitar que los enemigos lleven a cabo su plan de derrotar al ejército de la Unión.
La locomotora se convierte, de esta manera, en una extensión del cuerpo del protagonista, donde hombre y máquina se unifican, amplificando tanto la destreza de Keaton como el talante cómico de la película. Pero no es tanto la destreza como la casualidad, el elemento contingente, lo que nos sorprende a cada paso y genera un sinfín de posibilidades en cada escena, mientras Johnnie, que conoce cada rincón del tren, debe ingeniárselas para mantener alejados a sus perseguidores, todo sucediendo a gran velocidad. La persecución concluye en una escena monumental, principalmente por los recursos que significó para ser rodada, en la que el tren de los enemigos cae de un puente.
A pesar del fracaso comercial que resultó ser la película, la misma evidencia a la perfección la capacidad de Keaton para narrar una historia que se sostiene, casi exclusivamente, en base a su presencia escénica y a su carisma y destreza física (Keaton no utiliza dobles de riesgo), algo de lo que no muchos artistas pueden jactarse.
La locomotora se convierte, de esta manera, en una extensión del cuerpo del protagonista, donde hombre y máquina se unifican, amplificando tanto la destreza de Keaton como el talante cómico de la película. Pero no es tanto la destreza como la casualidad, el elemento contingente, lo que nos sorprende a cada paso y genera un sinfín de posibilidades en cada escena, mientras Johnnie, que conoce cada rincón del tren, debe ingeniárselas para mantener alejados a sus perseguidores, todo sucediendo a gran velocidad. La persecución concluye en una escena monumental, principalmente por los recursos que significó para ser rodada, en la que el tren de los enemigos cae de un puente.
A pesar del fracaso comercial que resultó ser la película, la misma evidencia a la perfección la capacidad de Keaton para narrar una historia que se sostiene, casi exclusivamente, en base a su presencia escénica y a su carisma y destreza física (Keaton no utiliza dobles de riesgo), algo de lo que no muchos artistas pueden jactarse.
Documental

7,6
4.762
Documental
9
10 de julio de 2018
10 de julio de 2018
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En la pintura “Las Espigadoras” de Jean-François Millet, un grupo de mujeres recogen espigas de trigo bajo el intenso sol de la tarde. Varda retoma esa imagen, canonizada y exhibida en el Musée d´Orsay, utilizándola como punto de partida de su documental, en el cual recorre distintos sitios del país en busca de historias que se conecten con la idea de la recolección. Rápidamente, la imagen de las espigadoras se resignifica: en el año 2000, el trabajo manual ha sido reemplazado por máquinas cosechadoras, pero eso no quita que surjan otras formas de entender la acción que, hace ciento cincuenta años, realizaban las mujeres retratadas por Millet.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Gracias a una ley antiquísima, en Francia es legal que una vez realizada la cosecha, gente ajena a los campos pueda recolectar lo que ha sido dejado de lado. En muchas de las plantaciones de papas, coles, manzanas y uvas sobreviven a caudales los mismos frutos, esperando la putrefacción. Varda recorre las plantaciones y se encuentra con hombres, mujeres y niños que recogen, uno por uno, los sobrantes de las cosechas. En un caso aislado, seguimos la rutina de un cocinero con dos estrellas Michelin, mientras recoge distintos alimentos del campo y se enorgullece de hacerlo por cuestiones éticas y por estar en contra del desperdicio de comida. Pero el denominador común es gente de bajos recursos que depende de esos sobrantes para subsistir. Se trata de marginados atrapados en la contradicción de una sociedad abundante en recursos pero incapaz de satisfacer las necesidades mínimas de gran parte de la población. Del campo viajamos a la ciudad, donde la abundancia de alimentos rebalsa los contenedores de basura con productos desechados por supermercados y ferias. La dignidad que podíamos percibir en las espigadoras de Millet se vuelve difusa al ver a hombres y mujeres revolviendo los restos de comida (si bien Varda no busca el golpe bajo, la cuestión se plantea de manera inevitable al ver las imágenes).
Pero el tema del documental excede al de los alimentos, y Varda lo deja claro desde el comienzo. La recolección es una acción, y como tal, tiene distintos contextos y finalidades. Sin ir más lejos, el arte mismo puede entenderse como una forma de recolección, donde el artista re-contextualiza símbolos que al ser situados en nuevos universos adquieren otro sentido. De la misma manera, el documental surge gracias a una edición de imágenes dispersas que son colocadas en una sucesión lineal, dotándolas de una lógica novedosa. Junto con su cámara de video, Varda es una espigadora, al igual que varios de los artistas que visita, los cuales se dedican a recorrer la ciudad, recogiendo objetos desechados que pasarán a formar parte de sus obras. A su vez, los museos de arte moderno exhiben objetos reciclados que adquieren una nueva significación solo por ser parte del espacio de exhibición.
La marca autoral de la directora francesa está presente en cada imagen. La voz de Varda funciona como guía, generando a su vez nuevos interrogantes en el espectador. En este recorrido personal e histórico, que incluye desde reflexiones personales sobre la vejez y el paso del tiempo hasta música rap cuyas letras refieren a la contradictoria situación de la abundancia y escasez de alimentos, Varda reflexiona sobre temas sociales que conservan su completa vigencia en el cambio de milenio. Gran parte de la razón por la cual la imagen de “Las Espigadoras” de Millet adquiere una multiplicidad de interpretaciones posibles que nos hablan desde la actualidad, se debe a la original y contundente propuesta de la directora.
Pero el tema del documental excede al de los alimentos, y Varda lo deja claro desde el comienzo. La recolección es una acción, y como tal, tiene distintos contextos y finalidades. Sin ir más lejos, el arte mismo puede entenderse como una forma de recolección, donde el artista re-contextualiza símbolos que al ser situados en nuevos universos adquieren otro sentido. De la misma manera, el documental surge gracias a una edición de imágenes dispersas que son colocadas en una sucesión lineal, dotándolas de una lógica novedosa. Junto con su cámara de video, Varda es una espigadora, al igual que varios de los artistas que visita, los cuales se dedican a recorrer la ciudad, recogiendo objetos desechados que pasarán a formar parte de sus obras. A su vez, los museos de arte moderno exhiben objetos reciclados que adquieren una nueva significación solo por ser parte del espacio de exhibición.
La marca autoral de la directora francesa está presente en cada imagen. La voz de Varda funciona como guía, generando a su vez nuevos interrogantes en el espectador. En este recorrido personal e histórico, que incluye desde reflexiones personales sobre la vejez y el paso del tiempo hasta música rap cuyas letras refieren a la contradictoria situación de la abundancia y escasez de alimentos, Varda reflexiona sobre temas sociales que conservan su completa vigencia en el cambio de milenio. Gran parte de la razón por la cual la imagen de “Las Espigadoras” de Millet adquiere una multiplicidad de interpretaciones posibles que nos hablan desde la actualidad, se debe a la original y contundente propuesta de la directora.
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