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Críticas ordenadas por utilidad
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6,3
11.464
8
5 de julio de 2024
5 de julio de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Match point (2009), de Woody, se iniciaba con aquella reflexión sobre esa bola que da en la red de un campo de tenis, y que no sabes si pasará al otro campo o se quedará en el tuyo, lo que determinará que ganes o pierdas. ¿En qué medida las acciones dependen de la voluntad y el azar? Ecos con lo que se confrontaba el protagonista, Chris (Jonathan Rhys Meyer), tras cruzar ese umbral del crimen para conseguir materializar sus sueños, en su caso, arribistas. Porque algo parecido le pasa al protagonista de la última película de Allen, Golpe de suerte (2023), aunque sus motivos, para realizar un crimen, estén relacionados con la vertiente sentimental. Rivales (2024), de Luca Guadadigno, comienza con tres rostros, dos pertenecen a dos tenistas que se enfrentan, Patrick (Josh O'Connor) y Art (Mike Faist) y una espectadora, Tashi (Zendaya). Un plano sobre las sombras de los tenistas en el campo de juego refleja como este será un relato sobre las sombras que dominan la relación entre los tres desde que se conocieron en el 2006, cuando ambos ganaron juntos en dobles un torneo, y ella era una estrella en ciernes del tenis, hasta el actual 2019, en el que Tashi y Art están casados, con una hija, y disfrutando de una situación económica más que holgada (como reflejan los anuncios con los rostros de ambos en las calles y su lujosa habitación), y ella es la entrenadora de su marido, quien aspira a ganar el Open Usa. Aunque ¿Quién realmente aspira a esos triunfos, como evidencian unas primeras secuencias en las que es palpable la distancia y la carencia de diálogo entre ambos, a no ser que el tema sea el tenis, ya que ella rehúye otras opciones, sobre todo si el tema puede ser el hartazgo y cansancio de Art? Mientras, Patrick carece de dinero para poder disponer de habitación en un motel e incluso para apuntarse en el torneo en el que se enfrentará a Art, como refleja la secuencia inicial, en la final. Está situado en una posición bastante discreta en el ranking de tenistas y su mismo aspecto desastrado indica que parece navegar a la deriva en su vida, aunque carezca, a la inversa, de la amargura que parece dominar a Art. La narración explorará las sombras que arrastran hasta ese enfrentamiento en una final de tenis.
Hasta los huesos (bones and all, 2022), combinaba amor y canibalismo, Call me by your name, amor y arqueología, sobre cómo enterramos, ocultamos (reprimimos), lo que sentimos y cuán fundamental es exponer lo que se siente para que quizá aquel que amas vea que sientes lo mismo que él/ella. En Rivales, es el amor y el tenis. En ciertos diálogos, alguien dice ¿estamos hablando de tenis o de...? Se entremezclan, como metáforas y pantallas de proyección. Lo que ocurre, afecta, en el terreno sentimental influye en el terreno de tenis pero también a la inversa. Los tres llevan una vida fracturada desde tiempo atrás, y por eso la narración adopta la estructura de una fractura con continuos saltos atrás y adelante en el proceso de revelación sobre qué ocurrió entre los tres, qué se arrastra, por qué se tomaron ciertas decisiones, si el peso de las mismas fue más circunstancial. En los primeros estadios de las evocaciones se nos revela cómo se conocieron, cómo ambos se sintieron atraídos por ella, y cómo esa atracción, más allá del juego de su primera noche de acercamiento y besos, se convirtió en el factor contaminante ya que la rivalidad se tornó interferencia, el deseo se superpuso sobre la amistad, y hay quien recurrió a armas estratégicas para conseguir lo que quería, esto es, a quien quería, pese a que supusiera la frustración para quien supuestamente era su mejor amigo. Ese conflicto determinó un accidente también en la pista que, precisamente, favorecería al aspirante al triunfo de la pista sentimental. Sus tácticas marrulleras resultaron efectivas aunque quizá también propiciaran una pista de relación contaminada por otras proyecciones o ilusiones truncadas.
Hasta los huesos (bones and all, 2022), combinaba amor y canibalismo, Call me by your name, amor y arqueología, sobre cómo enterramos, ocultamos (reprimimos), lo que sentimos y cuán fundamental es exponer lo que se siente para que quizá aquel que amas vea que sientes lo mismo que él/ella. En Rivales, es el amor y el tenis. En ciertos diálogos, alguien dice ¿estamos hablando de tenis o de...? Se entremezclan, como metáforas y pantallas de proyección. Lo que ocurre, afecta, en el terreno sentimental influye en el terreno de tenis pero también a la inversa. Los tres llevan una vida fracturada desde tiempo atrás, y por eso la narración adopta la estructura de una fractura con continuos saltos atrás y adelante en el proceso de revelación sobre qué ocurrió entre los tres, qué se arrastra, por qué se tomaron ciertas decisiones, si el peso de las mismas fue más circunstancial. En los primeros estadios de las evocaciones se nos revela cómo se conocieron, cómo ambos se sintieron atraídos por ella, y cómo esa atracción, más allá del juego de su primera noche de acercamiento y besos, se convirtió en el factor contaminante ya que la rivalidad se tornó interferencia, el deseo se superpuso sobre la amistad, y hay quien recurrió a armas estratégicas para conseguir lo que quería, esto es, a quien quería, pese a que supusiera la frustración para quien supuestamente era su mejor amigo. Ese conflicto determinó un accidente también en la pista que, precisamente, favorecería al aspirante al triunfo de la pista sentimental. Sus tácticas marrulleras resultaron efectivas aunque quizá también propiciaran una pista de relación contaminada por otras proyecciones o ilusiones truncadas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En esas primeras secuencias resalta cómo, por un lado, Tashi porta unas gafas oscuras, y por otro, cómo, mientras todos los espectadores, giran su cabeza de un lado a otro según los golpes de los tenistas, el rostro de ella se fija. Recuerda a aquel recurso de Extraños en un tren (1950), de Alfred Hitchcock, con el asesino, encarnado por Robert Walker, solo atento a aquel con el que creía que había establecido un trato que implicaba el asesinato de quienes ejercían la perturbación en su vida ( y no parecía querer cumplir el acuerdo). En este caso, las gafas oscuras ya indican cómo las motivaciones de Tashi no son precisamente claras, y lo que proyecta en uno y otro, y lo que siente por uno y otro es más enrevesado de lo que puede parecer. Las miradas que se dirigen entre ella y ambos rivales ya indican cuánto arrastran del pasado, detalle, en particular, las miradas que Patrick dirige a Tashi, que consterna a Art. De hecho, su estrategia fue efectiva para quitar de la pista del escenario sentimental a Patrick, con quien ella mantenía relación y con quien había discutido precisamente el día que sufrió la grave lesión mientras jugaba un partido. ¿La inversión de la presencia de uno y otro en la vida de ella se debió más a ese hecho o a lo que ella siente por uno o por otro?¿En qué medida Tashi proyecta en Art la posibilidad de conseguir el triunfo en la pista de tenis que ella no podrá conseguir de ninguna manera, como le recuerda su cicatriz en la rodilla?¿Y por qué en su relación con Patrick, cuando se reencuentran, se combinan los desprecios con el desbordamiento de la pasión que sienten el uno por el otro? ¿En qué ha fundamentado su vida Tashi?¿Ha enmarañado y confundido ambas pistas en un entramado de ficción de vida? Ese es el sugerente planteamiento de desentrañamiento de unas sombras que se despliega en una narración que fluye armónicamente hasta, quizá, un final en el que alarga el crescendo en exceso, e incurra en redundancias y ciertos efectismos estilísticos, aunque no desdibujen los logros de una obra tan estimulante como Hasta los huesos, aunque no sea tampoco la gran obra que fue Call me by your name.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

6,6
2.786
10
5 de julio de 2024
5 de julio de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si pensáramos en un cineasta insignia del melodrama romántico, ese sería Frank Borzage. Uno de aquellos cineastas que parecían aún mirar la vida y la realidad con el pulso luminoso del descubrimiento, y la confianza en la emoción verdadera, como en la celebración de su realización expresiva en el lenguaje. Era un posible, aunque lo contrastaran con su colisión con las precariedades de la propia vida y las inconsecuencias del propio ser humano. La eternidad anhelada expresada en la plenitud que destilaba el canto del amor sublime, el impulso que buscaba rasgar los límites implícitos en la propia existencia, el ineludible paso del tiempo y la fugacidad, la tendencia a la destrucción del ser humano y el irreversible accidente de la muerte. En Adiós a las armas (A farewell to arms, 1932), adaptación de la novela homónima de Ernest Hemingway, una de las obras cumbres de Borzage, se hace música esta exaltación y esa colisión. Y qué puede ser más emblemático de este concepto (pues de hondas reverberaciones abstractas está tejido su cine) que la guerra. Marco o escenario en el que también se desarrollarán otros de sus grandes melodramas como Tres camaradas (1938) o Tormenta mortal (1940). Otro reflejo, o variante, de ese condicionante (al fin y al cabo, otro tipo de guerra) son las consecuencias de la barbarie de la depredación económica que propicia las desigualdades, como se revela en las diferencias de estatus social-laboral (o de posición económica), en Maniquí (1937), o en la pobreza de la indigencia en los arrabales, espejo de la crisis económica del 29, en Fueros humanos (1933). Algo que se convertía también en perturbación de fondo en Cena a medianoche (1937) en la figura del potentado que no aceptaba que su futura esposa realizará su amor con el chef que amaba. Qué habilidad, o sensibilidad, demuestra en ésta para.
La capacidad de alternar registros, y pasar del tono de comedia al efusivo drama con tal naturalidad y fluidez era otra de las cualidades más insignes del cine de Borzage. Y que en Adiós a las armas vuelve a demostrar con los ligeros toques de comedia en sus primeros compases, antes de que se densifique, precisamente, por las contrariedades que obstaculizan la realización del amor entre los dos protagonistas. Borzage hace de la emoción núcleo de su narrativa. Estamos en 1932, en los albores del cine sonoro, y sus imágenes aún parecen no resistirse a dejar el refinamiento que alcanzó la elaboración, inventiva e ingenio visual de las grandes obras del cine mudo - entre las cuáles, dos suyas, El séptimo cielo (1927) y El ángel de la calle (1928) son referencia señera-. El asombroso trabajo lumínico de Charles Lang jr. es inconmensurable en su creación de texturas emocionales y anímicas. El talento de Borzage ya destaca desde su primer plano. La cámara realiza una panorámica sobre un plácido y resplandeciente paisaje hasta encuadrar a un hombre tumbado que parece dormitar relajadamente. Pero no es así, está muerto. Estamos en tiempo de guerra, en la primera guerra mundial. Los siguientes planos nos muestran a unos camiones de la cruz roja que ascienden una empinada carretera. Uno de los heridos le señala a un conductor que se detenga, porque otro de los heridos se está muriendo. El conductor responde que no puede, porque los frenos no lo resistirían. Un último plano singulariza, en otro camión, a Frederick (Gary Cooper) que dormita tranquilamente junto al conductor. El si duerme realmente, y está vivo. Pero la muerte está al acecho.
No se puede ser más elocuente y dotar de tantas resonancias unas primeras imágenes. Nos definen las circunstancias, no sólo las concretas, sino las abstractas en juego, y nos adelanta lo que se dirimirá en el relato. El ansía de elevación o ascenso que supone esfuerzo. Las equívocas o ambivalentes apariencias. Vida y muerte fusionadas y trabadas. La condición luminosa e idílica, plena, desgarrada por la fisura de la muerte. La condición paradójica del rostro de ese muerto, que parece transpirar paz (y esas serán las últimas palabras que se dicen en el film), y de los vivos, que no lo están realmente sino aman. El estoicismo como necesario talante para sobrevivir a esas condiciones. Dos hombres que duermen. Un hombre que parece que duerme pero está muerto y otro que sí duerme y que despertará, en un sentido amplio, gracias al amor. El amor propicia la ascensión, o elevación, pero las sombras siempre están ahí como contrapunto, al acecho como posibilidad de trastorno de unas ilusiones. En el primer cruce de miradas entre Frederick y Katherine (Helen Hayes), ella está, precisamente, alzada sobre una silla. Porque está espiando cómo reprenden a una de sus compañeras enfermeras por su negligente comportamiento semejante a la deserción. Anuncio premonitorio de la deserción que el propio Frederick realizará por buscar reencontrarse con su amor. Su segundo cruce, casual, acontece cuando Katherine se esconda en los bajos de su edificio para protegerse de la caída de las bombas. Allí está, ebrio, Frederick, con un zapato en la mano. No ve su rostro, entre sombras, sólo su pie, que sostiene asombrado y maravillado, intentando encajar sin éxito, para su desconcierto, el zapato -que pertenece a otra chica que ha conocido, momentos antes, en un bar esa noche de juerga con su amigo, el capitán Rinaldi (Adolph Menjou) y de la cuál sólo veíamos su pierna, significativamente sin ver su rostro-. El tercer cruce, aquel que ya es encuentro, y en el que se materializará su primer beso, tiene lugar subidos a un árbol junto a una estatua. Elevados en su naciente universo propio de intimidad. Katherine, en el primer e impetuoso acercamiento de Frederick, le abofeteará. Al ver su turbada y respetuosa reacción - Katherine, tras ocho años de relación, había perdido a su novio en la guerra hace poco-, le dice que ahora sí puede besarla. El espacio interior de ambos se transfigura. Borgaze hace de sus gestos y miradas música de sentimientos en coreografía de ascensión.
La capacidad de alternar registros, y pasar del tono de comedia al efusivo drama con tal naturalidad y fluidez era otra de las cualidades más insignes del cine de Borzage. Y que en Adiós a las armas vuelve a demostrar con los ligeros toques de comedia en sus primeros compases, antes de que se densifique, precisamente, por las contrariedades que obstaculizan la realización del amor entre los dos protagonistas. Borzage hace de la emoción núcleo de su narrativa. Estamos en 1932, en los albores del cine sonoro, y sus imágenes aún parecen no resistirse a dejar el refinamiento que alcanzó la elaboración, inventiva e ingenio visual de las grandes obras del cine mudo - entre las cuáles, dos suyas, El séptimo cielo (1927) y El ángel de la calle (1928) son referencia señera-. El asombroso trabajo lumínico de Charles Lang jr. es inconmensurable en su creación de texturas emocionales y anímicas. El talento de Borzage ya destaca desde su primer plano. La cámara realiza una panorámica sobre un plácido y resplandeciente paisaje hasta encuadrar a un hombre tumbado que parece dormitar relajadamente. Pero no es así, está muerto. Estamos en tiempo de guerra, en la primera guerra mundial. Los siguientes planos nos muestran a unos camiones de la cruz roja que ascienden una empinada carretera. Uno de los heridos le señala a un conductor que se detenga, porque otro de los heridos se está muriendo. El conductor responde que no puede, porque los frenos no lo resistirían. Un último plano singulariza, en otro camión, a Frederick (Gary Cooper) que dormita tranquilamente junto al conductor. El si duerme realmente, y está vivo. Pero la muerte está al acecho.
No se puede ser más elocuente y dotar de tantas resonancias unas primeras imágenes. Nos definen las circunstancias, no sólo las concretas, sino las abstractas en juego, y nos adelanta lo que se dirimirá en el relato. El ansía de elevación o ascenso que supone esfuerzo. Las equívocas o ambivalentes apariencias. Vida y muerte fusionadas y trabadas. La condición luminosa e idílica, plena, desgarrada por la fisura de la muerte. La condición paradójica del rostro de ese muerto, que parece transpirar paz (y esas serán las últimas palabras que se dicen en el film), y de los vivos, que no lo están realmente sino aman. El estoicismo como necesario talante para sobrevivir a esas condiciones. Dos hombres que duermen. Un hombre que parece que duerme pero está muerto y otro que sí duerme y que despertará, en un sentido amplio, gracias al amor. El amor propicia la ascensión, o elevación, pero las sombras siempre están ahí como contrapunto, al acecho como posibilidad de trastorno de unas ilusiones. En el primer cruce de miradas entre Frederick y Katherine (Helen Hayes), ella está, precisamente, alzada sobre una silla. Porque está espiando cómo reprenden a una de sus compañeras enfermeras por su negligente comportamiento semejante a la deserción. Anuncio premonitorio de la deserción que el propio Frederick realizará por buscar reencontrarse con su amor. Su segundo cruce, casual, acontece cuando Katherine se esconda en los bajos de su edificio para protegerse de la caída de las bombas. Allí está, ebrio, Frederick, con un zapato en la mano. No ve su rostro, entre sombras, sólo su pie, que sostiene asombrado y maravillado, intentando encajar sin éxito, para su desconcierto, el zapato -que pertenece a otra chica que ha conocido, momentos antes, en un bar esa noche de juerga con su amigo, el capitán Rinaldi (Adolph Menjou) y de la cuál sólo veíamos su pierna, significativamente sin ver su rostro-. El tercer cruce, aquel que ya es encuentro, y en el que se materializará su primer beso, tiene lugar subidos a un árbol junto a una estatua. Elevados en su naciente universo propio de intimidad. Katherine, en el primer e impetuoso acercamiento de Frederick, le abofeteará. Al ver su turbada y respetuosa reacción - Katherine, tras ocho años de relación, había perdido a su novio en la guerra hace poco-, le dice que ahora sí puede besarla. El espacio interior de ambos se transfigura. Borgaze hace de sus gestos y miradas música de sentimientos en coreografía de ascensión.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Borzage lo hace aún más manifiesto a través de la mirada de Frederick en esa prodigiosa secuencia en la que, tras caer herido a causa de una bomba, es trasladado en camilla por los pasillos del hospital hasta su habitación. Dos travellings desde la perspectiva subjetiva de Frederick. Ante la cámara aparecen diversos rostros inclinados sobre él, y en un momento dado la cámara se detiene debajo de una cúpula, un sacro ojo. Ya en su habitación, aparece Katherine que, exultante, se inclina sobre él para besarle, ocupando el encuadre uno de sus ojos, el sacro ojo del amor. Ya entonces corta el plano, y realiza contraplanos de ambos, para después abrazarse, dos cuerpos unidos por el amor. No se puede ser más elocuente y con tanta belleza e ingenio. El resto del relato nos narra su separación, y sus esfuerzos por volver a unirse, impedidos por las circunstancias, y la intervención de aquellos que censuran, u ordenan devolver, las cartas que se envían. La muerte puede ser un límite insuperable, pero los otros, los mundanos, pueden ser superados si uno se esfuerza por transgredirlos, resistente. Por eso Frederick opta por desertar. Para él la guerra no significa ni representa nada. En cambio, el amor lo es todo. Son ejemplares las secuencias, entrecortadas, entre sombras y fulgores de bombas, cuerpos en el barro y procesiones de soldados que se desplazan sin rumbo en la indiscernible noche. Frederick no quiere ser una de esas sombras. El busca la luz del amor. Las secuencias finales, las secuencias de su reencuentro en el hospital donde ella está ingresada, tras dar a luz, son de las más bellas y líricas que ha dado el cine -como el también sublime final de Tres Camaradas-. Canto de amor y entrega que se resiste incluso a que la muerte se convierta en impedimento de su pletórica unión. Katherine muere en brazos de Frederick mientras el plano se llena de luz sobre su rostro. Ni la muerte podrá teñir de oscuridad el fulgor de su amor. Frederick la coge en brazos, mientras resuena el tañido de las campanas que anuncian el fin de la guerra, y musita un par de veces 'paz'. El último plano contempla el vuelo de unas aves. El amor es la fuerza que pueda dotar de paz a la vida. Es ascensión y vuelo. Es el impulso de permanencia, a la vez movimiento, que dota de aliento de la ascensión a la transitoriedad y fugacidad. O quizá lo único que dota de transcendencia a la existencia. Decir adiós a las armas, es decir hola al amor. El sentido, vuelo y guía de la vida.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

6,5
21.992
10
29 de junio de 2024
29 de junio de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vamos allá. Un hombre, Barry (Adam Sandler), habla por teléfono en el almacén de una empresa de saneamientos que él dirige. El encuadre, el despojamiento del escenario, nos trasmite una sensación de aislamiento y compresión. Sobra mucho espacio, pero él habita un espacio reducido del mismo. Su preocupación parece girar alrededor de una promoción, la de una compañía de alimentación, Healthy choice (alternativa saludable), según la cual puedes canjear productos comprados por horas de vuelo. Ha descubierto una fisura en la promoción, mediante la que con poco gasto puede canjear horas de vuelo para toda su vida. Pero Barry nunca ha volado, como reconocerá más adelante, ni tiene intención de volar. Qué extraño. Peculiar también resulta su atuendo, un traje azul eléctrico. Le preguntarán por qué se lo ha comprado, si nunca ha vestido de ese modo. Él contesta que no lo sabe. Todo resulta un poco desconcertante. Como el mismo hecho de que esté trabajando a unas horas tan tempranas que a la vez son tardías (¿No ha dormido?¿Ha pasado en el almacén toda la noche?). Algo le sucede a Barry. Parece una olla a presión. Alguien que habita un espacio reducido de sí mismo, apretado, comprimido, como transmite ese primer encuadre. No acaba ahí lo extraño. Algo fuera de lo corriente tiene lugar. De hecho, se puede decir que el relato se inicia con el extrañamiento: Barry, con una cafetera en la mano, asoma, levemente, su cabeza por una esquina de la entrada de su almacén porque escucha un intrigante tintineo que no deja de parecer una nota musical. Como si siguiera un rastro que le atrajera como un canto de sirenas, se acerca a la verja de entrada del polígono donde tiene ubicada su empresa. Súbitamente, un coche se estrella, y una furgoneta deja un harmonio delante de la verja de entrada, como si ambas acciones fueran parte del mismo compás. Preludio: Compresión, accidente y falta de música. Barry contempla el harmonio como si fuera una aparición sobrenatural: la cámara le encuadra desde diversos ángulos, desde la proximidad y desde la distancia, como si la realidad se abriera, desde la compresión a la multiplicidad de ángulos. Coge el harmonio, con el azoramiento del gesto proscrito, lo lleva a su despacho, y arrobado empieza a crear acordes. ¿Ha llegado la música a su vida? ¿Su vida será ahora más vulnerable pese a su inclinación a la ilusoria protección de la compresión? Así parece: el mundo irrumpe: Acto seguido, aparecerá una mujer, Lena (Emily Watson), que viene a dejar su coche en el garaje colindante, para que lo revisen. Un atolondrado intercambio de frases refleja la eléctrica conexión que parece gestarse entre ambos, una chispa temblorosa, quizá un primer acorde musical.
Mientras Barry muestra sus productos a unos posibles compradores no deja de ser interrumpido por las llamadas de sus hermanas para que acuda a una celebración familiar esa noche: recibe tres llamadas de siete de ellas, y todas exudan presión, un talante insistente, demandante; no parece importarles lo que él pueda sentir, o estar haciendo, como si estuvieran habituadas a tenerle a su disposición, y él a aguantar el chaparrón; o como si fuera una pieza de sus urdimbres: es una pieza que deben ajustar como desean, aunque él está completamente desajustado, quizá por esa misma razón: como si no fuera suficiente la insistencia, una de sus hermanas aparece para remachar el clavo: quiere presentarle esa noche a una compañera de trabajo con el propósito fundamental de que la conozca, algo que incomoda sobremanera a Barry: la presión no va con él, tanta ya lleva encima contenida. La percusión de la banda sonora en estos pasajes acompasa la presión que no deja de apretar y tensar, como un puño que apretara su sistema nervioso. Se comienza a percibir por qué puede estar tan crispado este hombre. Durante los prolegómenos de la cena, su sonrisa, siempre dibujada a cincel en su rostro (sonrisa saneada), se va crispando cada vez más, hasta que estalla, y rompe la cristalera del salón con furibundas patadas de hartazgo y frustración. Como justificación, confiesa a uno de los maridos de una de sus hermanas que no se gusta a sí mismo. De repente, como en ese mismo instante, suele sufrir ataques de llanto que le superan. Está claro que necesita liberar todo lo que tiene dentro: sus entrañas son un azul eléctrico al borde del cortocircuito: No quiere volar, pero necesita volar.
Barry toma dos decisiones, aunque son más bien contracciones, impulsos de fuga, llamadas de auxilio. Primero, compra un potosí de natillas para canjearlas por horas de vuelo. Un ingente surtido de natillas al que todos miran extrañados, preguntándose qué hacen ahí, en el almacén, y para qué son. Y, en segundo lugar, mientras recorta esos cupones, descubre el anuncio de un teléfono erótico, al que llama, y suministra mil datos personales antes de que le pasen con una chica, por mucho que insista que sólo quiere hablar con una mujer, y no entienda para qué tiene que suministrar tantos datos y cuentas y números, mientras la cámara, de nuevo, le encuadra en un extremo del encuadre, como si habitara el desajuste, y no deja de moverse de un lado a otro por la habitación, como quien nervioso recorre unos interminables pasadizos de trámites en un laberinto que no parece tener fin para hablar con una voz femenina en la que espera encontrar la distensión que anhela. Y cuando al fin lo consigue, se crea un desencuentro de dialogo, porque la mujer supone que quiere una conversación al uso, mera descarga sexual, y pregunta si esta ya empalmado, y si se toca, pero él solo quiere hablar, necesita hablar, necesita descargar emociones, necesita que le escuchen, necesita expresar todo lo que bulle en su interior. Necesita explotar, pero de otra manera.
Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), de Paul Thomas Anderson es una comedia romántica muy extraña, excéntrica, que no encaja en ningún molde, un singular prodigio fuera de toda órbita conocida.
Mientras Barry muestra sus productos a unos posibles compradores no deja de ser interrumpido por las llamadas de sus hermanas para que acuda a una celebración familiar esa noche: recibe tres llamadas de siete de ellas, y todas exudan presión, un talante insistente, demandante; no parece importarles lo que él pueda sentir, o estar haciendo, como si estuvieran habituadas a tenerle a su disposición, y él a aguantar el chaparrón; o como si fuera una pieza de sus urdimbres: es una pieza que deben ajustar como desean, aunque él está completamente desajustado, quizá por esa misma razón: como si no fuera suficiente la insistencia, una de sus hermanas aparece para remachar el clavo: quiere presentarle esa noche a una compañera de trabajo con el propósito fundamental de que la conozca, algo que incomoda sobremanera a Barry: la presión no va con él, tanta ya lleva encima contenida. La percusión de la banda sonora en estos pasajes acompasa la presión que no deja de apretar y tensar, como un puño que apretara su sistema nervioso. Se comienza a percibir por qué puede estar tan crispado este hombre. Durante los prolegómenos de la cena, su sonrisa, siempre dibujada a cincel en su rostro (sonrisa saneada), se va crispando cada vez más, hasta que estalla, y rompe la cristalera del salón con furibundas patadas de hartazgo y frustración. Como justificación, confiesa a uno de los maridos de una de sus hermanas que no se gusta a sí mismo. De repente, como en ese mismo instante, suele sufrir ataques de llanto que le superan. Está claro que necesita liberar todo lo que tiene dentro: sus entrañas son un azul eléctrico al borde del cortocircuito: No quiere volar, pero necesita volar.
Barry toma dos decisiones, aunque son más bien contracciones, impulsos de fuga, llamadas de auxilio. Primero, compra un potosí de natillas para canjearlas por horas de vuelo. Un ingente surtido de natillas al que todos miran extrañados, preguntándose qué hacen ahí, en el almacén, y para qué son. Y, en segundo lugar, mientras recorta esos cupones, descubre el anuncio de un teléfono erótico, al que llama, y suministra mil datos personales antes de que le pasen con una chica, por mucho que insista que sólo quiere hablar con una mujer, y no entienda para qué tiene que suministrar tantos datos y cuentas y números, mientras la cámara, de nuevo, le encuadra en un extremo del encuadre, como si habitara el desajuste, y no deja de moverse de un lado a otro por la habitación, como quien nervioso recorre unos interminables pasadizos de trámites en un laberinto que no parece tener fin para hablar con una voz femenina en la que espera encontrar la distensión que anhela. Y cuando al fin lo consigue, se crea un desencuentro de dialogo, porque la mujer supone que quiere una conversación al uso, mera descarga sexual, y pregunta si esta ya empalmado, y si se toca, pero él solo quiere hablar, necesita hablar, necesita descargar emociones, necesita que le escuchen, necesita expresar todo lo que bulle en su interior. Necesita explotar, pero de otra manera.
Embriagado de amor (Punch drunk love, 2002), de Paul Thomas Anderson es una comedia romántica muy extraña, excéntrica, que no encaja en ningún molde, un singular prodigio fuera de toda órbita conocida.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero eso ha sido algo habitual en las obras de Anderson, ese extrañamiento que envuelve al espectador, para penetrar en desconcertantes senderos que le limpiarán la mirada para contemplar desde otros ángulos los frágiles territorios de nuestras emociones, embozadas entre tanta impostura y convención. Como esa impostura saneada en la que Barry vive, por comprimir sus emociones, que implica falta de música. Necesitará surcar un laberinto, en sí mismo, para desprenderse de ese lastre, esa capa que le inmoviliza como una contracción nerviosa permanente. Un laberinto como la serie de pasillos que debe recorrer cuando debe reencontrar la puerta del apartamento de Lena, tras que se haya ido previamente de su piso sin ser capaz de manifestar su deseo y haya tenido que acudir a la llamada de ella, en recepción, antes de que abandone el edificio. Un tintineo que parece una nota musical, la voz de la mujer que ama. No era casual que ella dejara el coche en el garaje colindante, era una excusa, porque era ella a quien su hermana quería presentarle. No tenía avería su coche. Quien tiene que resolver su avería es Barry. Y gracias a ella lo conseguirá. Aún más, será capaz de realizar lo que no suele atreverse a hacer. Vuela hasta Hawai, porque sabe que ella está ahí. Se deja arrebatar por el impulso y realiza el correspondiente atajo que supera todas las posibles distancias, incluso las que le tenían cautivo y electrocutado en sí mismo, para conseguir realizar la conexión eléctrica de la proximidad.
También dejará de huir del mundo, de la presión de los otros, de su abuso. Se enfrentará a la impostura que la llamada de empresa erótica representaba, ya que sólo era una tapadera para sacarle el dinero. La primera vez que es amenazado huye desesperado entre callejones vacíos y calles nocturnas desoladas. Pero con la fuerza encontrada por el amor que se afirma, puede canalizar sus arrebatos de violencia para defenderse, para no dejarse avasallar por la percusión incontenible de la abusiva voluntad de los otros. Ha encontrado el amor, y nadie puede dañar a quien ama. Cuando Barry y Lena hacen el amor, ella le dice que le gustaría morder sus mejillas, y él que le gustaría golpear su rostro con un mazo, y machacarlo, y ella responde que quiere morderle y sacarle los ojos, y él remata que qué bonito. No es la forma convencional de decir te quiero pero cuando se ama a alguien desea también morderlo entero hasta que sea parte del otro. Esa parte salvaje que libera de trajes azules eléctricos que no dejaban de ser un grito mudo de estoy crispado y comprimido y congestionado, y no sé cómo expresar mis emociones. En el plano final, él se dispone a tocar el harmonio, y ella dice, Vamos allá. Que suene la música, con natillas para volar.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
También dejará de huir del mundo, de la presión de los otros, de su abuso. Se enfrentará a la impostura que la llamada de empresa erótica representaba, ya que sólo era una tapadera para sacarle el dinero. La primera vez que es amenazado huye desesperado entre callejones vacíos y calles nocturnas desoladas. Pero con la fuerza encontrada por el amor que se afirma, puede canalizar sus arrebatos de violencia para defenderse, para no dejarse avasallar por la percusión incontenible de la abusiva voluntad de los otros. Ha encontrado el amor, y nadie puede dañar a quien ama. Cuando Barry y Lena hacen el amor, ella le dice que le gustaría morder sus mejillas, y él que le gustaría golpear su rostro con un mazo, y machacarlo, y ella responde que quiere morderle y sacarle los ojos, y él remata que qué bonito. No es la forma convencional de decir te quiero pero cuando se ama a alguien desea también morderlo entero hasta que sea parte del otro. Esa parte salvaje que libera de trajes azules eléctricos que no dejaban de ser un grito mudo de estoy crispado y comprimido y congestionado, y no sé cómo expresar mis emociones. En el plano final, él se dispone a tocar el harmonio, y ella dice, Vamos allá. Que suene la música, con natillas para volar.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,1
8.088
10
21 de abril de 2024
21 de abril de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Quién es ese hombre, Francis (Bruce Greenwood), que acude como espectador a un local de bailes eróticos, de nombre Exótica, en donde parece que tiene una singular relación, diríase que ritualizada, con una de las bailarinas, Christina (Mia Kirshner), quien realiza sus bailes, vestida de colegiala, y a los sones de una canción poco asociable con un ambiente así, Everybody knows de Leonard Cohen? Desde una perspectiva convencional, o desde una perspectiva superficial, sería una imagen sexual, con componente fetichista, dada la indumentaria de la chica, lo que podría determinar que a él se le calificaría de pervertido, practicante de un llamado comportamiento desviado, aunque esa imagen degradada también la alcanzaría a ella, como alguien que se vende, dejando de lado las vergüenzas convencionales, exhibiendo sin pudor su cuerpo. Se podría decir que no poseen una imagen respetable. Pero no son lo que representan (para una mirada convencional; para una mirada que proyecta pero no discierne, o no se esfuerza en comprender más allá del filtro de una imagen superficial por convencional). Porque ¿realmente Todos saben (everybody knows), son capaces de discernir, de conocer lo que es real bajo las apariencias?
En una de las secuencias iniciales de esta magnífica Exótica (1994), de Atom Egoyan, vemos a dos inspectores de aduanas contemplando a los viajeros que llegan a través de un espejo opaco para el que está al otro lado, uno instruyendo al otro sobre cómo discernir quién puede estar trayendo algo ilícito o de contrabando. ¿Qué es lo que vemos? ¿Qué es lo que parecemos a los ojos de los demás? ¿En qué medida una imagen o apariencia puede ser equívoca o incompleta, y más según desde la perspectiva, condicionada por diferentes causas, de quién mira o valora? Es decir, ¿Qué condiciona, como filtro, algunas miradas? En el club, el dj, Eric mira a través del espejo que es opaco desde el otro lado, pero él no discierne sino que proyecta, no ve esa imagen convencional, sino que mira desde una condicionada perspectiva personal. No percibe a ambos, o cuál puede ser vínculo real, sino que proyecta lo que le disgusta de esa circunstancia por cómo le afecta a él emocionalmente. Exótica se construye narrativamente como una cebolla que va descubriendo sus capas, desvelando lo imprecisas que pueden ser las impresiones a partir de las apariencias ( y más desde la sancionadora perspectiva convencional, edificada sobre la vergüenza y el valor de imagen, la respetabilidad y la conveniencia), y cómo hay que conocer, y comprender, las circunstancias, presentes y pasadas, de cada persona, para enfocar una mirada precisa sobre él o ella. Al final de la película tendremos una perspectiva muy diferente sobre quiénes son, y cómo sienten, y por qué actúan de ese modo cuando nos son presentados, Francis y Christina.
En ese club hay una norma, cuando las bailarinas realizan una sesión privada con sus clientes, estos nunca podrán tocarlas, a riesgo de ser expulsados, sólo ellas pueden hacerlo. Tocar, sentir, empaparse de las emociones del otro, quebrar las distancias, en un mendo preso de las imágenes como cristales interpuestos, proyecciones y ausencia afectiva. Hay otros personajes que componen este puzzle, y cuyo papel, en el equívoco entramado de relaciones, iremos descubriendo, aunque suscite el desconcierto en primera instancia, por desconocer la circunstancia, la implicación de unos y otros. Francis recurre a una chica, Tracey (Sarah Polley), como niñera, en un hogar donde no vemos ninguna niña, sólo fotos de ella, y ¿por qué se pone a tocar el piano?. ¿Por qué actúa asi, de un modo que tiene la apariencia de recreación ritual?. Esa chica es su sobrina, que no entiende para que recurre a ella para realizar esas acciones rituales, ni comprende sus reflexiones sobre que lo que más desea es hacer el bien, y hacer sentir bien a los demás. Para Tracey, Francis mantiene con su hermano (Victor Garber), impedido en una silla de ruedas, una desconcertante relación, como si entre ellos hubiera asuntos pendientes o deudas; Tracey reconoce que no le gusta cómo se comporta su padre cuando está con su hermano, no entiende por qué se comporta de modo diferente. No será hasta la conclusión que descubramos que el hermano mantuvo una relación con la esposa de Francis y conducción el coche con el que sufrieron el accidente en el que murió ella y en el que él quedó inválido. Francis es inspector de hacienda, alguien que también escruta la vida de los demás, para descubrir una fisura, la ilícita e infame transgresión. ¿Cuál es la suya?. Él también ha cruzado ese umbral en que es escrutado desde la mirada convencional como infractor de las buenas costumbres. El hombre que valora y sanciona fisuras se encuentra en la otra posición, la de sancionado, o al contrario, ser comprendido. De hecho, en primera instancia fue sospechoso del asesinato de su hija, hasta que fue detenido el real culpable. No hay motivación sexual sino emocional en sus actos, dado que es un hombre quebrado emocionalmente como se irá revelando, que aún no ha superado la pérdida de seres queridos, en especial, de su hija. ¿Y por qué esa obsesión de Eric (Elias Koteas), el Dj de Exótica, con respecto a Christina? ¿por qué ese celo posesivo, molesto con esa relación que parece tan cercana y cómplice entre Francis y Christina, como si realmente se conocieran profundamente más allá del papel que ambos representan en ese local, y que le lleva a poner una trampa a Francis para que realice la infracción de las reglas del local, y toque a Christina?. Una serie de dosificados saltos atrás en el tiempo nos muestran cuándo y cómo se conocieron Eric Y Christina, realizando, precisamente, una búsqueda por verdes y hermosos prados de hierbas altas, aunque ¿Qué o a quién buscaban?
En una de las secuencias iniciales de esta magnífica Exótica (1994), de Atom Egoyan, vemos a dos inspectores de aduanas contemplando a los viajeros que llegan a través de un espejo opaco para el que está al otro lado, uno instruyendo al otro sobre cómo discernir quién puede estar trayendo algo ilícito o de contrabando. ¿Qué es lo que vemos? ¿Qué es lo que parecemos a los ojos de los demás? ¿En qué medida una imagen o apariencia puede ser equívoca o incompleta, y más según desde la perspectiva, condicionada por diferentes causas, de quién mira o valora? Es decir, ¿Qué condiciona, como filtro, algunas miradas? En el club, el dj, Eric mira a través del espejo que es opaco desde el otro lado, pero él no discierne sino que proyecta, no ve esa imagen convencional, sino que mira desde una condicionada perspectiva personal. No percibe a ambos, o cuál puede ser vínculo real, sino que proyecta lo que le disgusta de esa circunstancia por cómo le afecta a él emocionalmente. Exótica se construye narrativamente como una cebolla que va descubriendo sus capas, desvelando lo imprecisas que pueden ser las impresiones a partir de las apariencias ( y más desde la sancionadora perspectiva convencional, edificada sobre la vergüenza y el valor de imagen, la respetabilidad y la conveniencia), y cómo hay que conocer, y comprender, las circunstancias, presentes y pasadas, de cada persona, para enfocar una mirada precisa sobre él o ella. Al final de la película tendremos una perspectiva muy diferente sobre quiénes son, y cómo sienten, y por qué actúan de ese modo cuando nos son presentados, Francis y Christina.
En ese club hay una norma, cuando las bailarinas realizan una sesión privada con sus clientes, estos nunca podrán tocarlas, a riesgo de ser expulsados, sólo ellas pueden hacerlo. Tocar, sentir, empaparse de las emociones del otro, quebrar las distancias, en un mendo preso de las imágenes como cristales interpuestos, proyecciones y ausencia afectiva. Hay otros personajes que componen este puzzle, y cuyo papel, en el equívoco entramado de relaciones, iremos descubriendo, aunque suscite el desconcierto en primera instancia, por desconocer la circunstancia, la implicación de unos y otros. Francis recurre a una chica, Tracey (Sarah Polley), como niñera, en un hogar donde no vemos ninguna niña, sólo fotos de ella, y ¿por qué se pone a tocar el piano?. ¿Por qué actúa asi, de un modo que tiene la apariencia de recreación ritual?. Esa chica es su sobrina, que no entiende para que recurre a ella para realizar esas acciones rituales, ni comprende sus reflexiones sobre que lo que más desea es hacer el bien, y hacer sentir bien a los demás. Para Tracey, Francis mantiene con su hermano (Victor Garber), impedido en una silla de ruedas, una desconcertante relación, como si entre ellos hubiera asuntos pendientes o deudas; Tracey reconoce que no le gusta cómo se comporta su padre cuando está con su hermano, no entiende por qué se comporta de modo diferente. No será hasta la conclusión que descubramos que el hermano mantuvo una relación con la esposa de Francis y conducción el coche con el que sufrieron el accidente en el que murió ella y en el que él quedó inválido. Francis es inspector de hacienda, alguien que también escruta la vida de los demás, para descubrir una fisura, la ilícita e infame transgresión. ¿Cuál es la suya?. Él también ha cruzado ese umbral en que es escrutado desde la mirada convencional como infractor de las buenas costumbres. El hombre que valora y sanciona fisuras se encuentra en la otra posición, la de sancionado, o al contrario, ser comprendido. De hecho, en primera instancia fue sospechoso del asesinato de su hija, hasta que fue detenido el real culpable. No hay motivación sexual sino emocional en sus actos, dado que es un hombre quebrado emocionalmente como se irá revelando, que aún no ha superado la pérdida de seres queridos, en especial, de su hija. ¿Y por qué esa obsesión de Eric (Elias Koteas), el Dj de Exótica, con respecto a Christina? ¿por qué ese celo posesivo, molesto con esa relación que parece tan cercana y cómplice entre Francis y Christina, como si realmente se conocieran profundamente más allá del papel que ambos representan en ese local, y que le lleva a poner una trampa a Francis para que realice la infracción de las reglas del local, y toque a Christina?. Una serie de dosificados saltos atrás en el tiempo nos muestran cuándo y cómo se conocieron Eric Y Christina, realizando, precisamente, una búsqueda por verdes y hermosos prados de hierbas altas, aunque ¿Qué o a quién buscaban?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
. Pero aparte de esa búsqueda fue la circunstancia en la que se conocieron, y en la que él reconoció cómo se sentía atraído por ella. Para enfatizar ese anómalo, en cuanto no convencional, entramado de relaciones afectivas o sexuales, Christina mantiene una relación con Zoe, la dueña de Exótica, quien a su vez va a tener un hijo con Eric, más bien como encargo. Un personaje, al que hemos visto en paralelo, Thomas (Don McKellar) servirá de detonante para desvelar esas inciertas relaciones, cuyo lazo no logramos entrever más allá de las apariencias desconcertantes. Thomas es el dueño de una tienda de animales, a quien hemos visto en esa secuencia inicial en la aduana como pasajero recién llegado (que observaban a través del cristal) y que llevaba algo de contrabando oculto (no percibido), unos huevos de animales exóticos. A su vez, usa unas entradas en la puerta de una sala de conciertos para invitar a hombres con los que quizá logre ligar, también como acción ritualizada, por repetida (siempre les devuelve el dinero que le han pagado; con uno establecerá una relación sexual). Francis descubrirá, en una de sus auditorias, sus trapicheos y le pedirá a cambio que le ayude a vengarse de Eric, por expulsarle del Exótica, o descubrir por qué lo hizo, requiriendo como cliente a Christina. En la conversación entre Thomas y Christina, en su sesión privada, las piezas se aclararán casi del todo. Eric y Christina, en aquel rastreo por los campos, buscaban a una chica desaparecida, que no era sino la hija de Francis, y a la que se descubrió muerta y violada. Y Christina era su niñera entonces. Este era el sentido del ritual entre Francis y Christina, un ritual de terapia afectiva, más que sexual. Christina no era una fantasía sexual para Francis, sino una imagen consoladora afectiva, y además, para Christina, Francis representa el amor puro, algo que comprendemos en la secuencia final, que nos retrotrae a cuando ella trabajaba de niñera para él. Una secuencia en donde apreciamos el cariño de Francis hacia ella, que le ofrece todo su apoyo y comprensión cálida, dado que ella, con su acné, se sentía fea y rechazada por los demás. De alguna manera, sus bailes son un equivalente, y respuesta, a aquella actitud servicial y afectiva de Francis hacia ella, un ritual de cura. Y aún hay más. En el enfrentamiento final entre Francis y Eric, en el aparcamiento fuera del local, en donde Francis apunta con un arma al segundo, porque no entiende el motivo de que le haya hecho tanto daño, Francis descubre que fue Eric fue quien descubrió el cadáver de su hija. Y ambos se funden en un abrazo. El film se cierra con Christina, un rostro de acné y desmaquillado, en aquel pasado, despidiéndose del hombre que admira, y que le ha ofrecido su cariño atento, el hombre que tiene una relación afectiva con su hija que ella no siente con sus padres. Christina entra en su casa, una fachada, que realmente no sentía como hogar, ya que este lo sentía en uno ajeno, el de Francis con su familia. La realidad rebosa de fachadas que no transparentan su interior, e incluso pueden ser equívocas. El trayecto narrativo desvela el rostro verdadero de las emociones que condicionan e impulsan los actos de los personajes. Y esa imagen verdadera, precisa, nada tiene que ver con aquella equívoca inicial, equívoca desde la perspectiva convencional, esa mirada que no busca comprender a los demás, y a sus circunstancias, sino solo descubrir sus infracciones y vergüenzas para sancionarles y despreciarles como indignos. Sólo la mirada despojada de ese lastre, la mirada empática, sin prejuicios, ajena a la noción de vergüenza, sabrá ver, discernir, rastreando, más allá de la apariencia, y sentir, y tocar al otro en su condición íntima. Exótica es una obra que supone una aguda reflexión sobre cómo los juicios se sustentan sobre equívocas apariencias y ofuscadas proyecciones sin saber discernir al otro.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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6,3
3.740
9
21 de abril de 2024
21 de abril de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las apariencias de la incógnita pueden ser otras. La niebla difusa, una sombra. En la imagen introductoria de La mansión encantada (The haunting, 1963), de Robert Wise, adaptación de The haunting of hill house, de Shirley Jackson, la mansión es una sombra. La indefinida voz en off expresa que una mansión encantada es como un territorio desconocido que explorar. Pero cuando es vista por primera vez desde la perspectiva de Eleanor (su rostro en leve picado), ella expresa que siente que la mira, que la llama. Como una sombra que se anima con la mirada que necesita. ¿Interacción o transferencia?. Los encuadres asocian su mirada con la fachada de la casa, con sus ventanas, que asemejan ojos (oscuros, huecos). Ya el elíptico prólogo, guiado por esa voz que nos introduce en el misterio de esta casa encantada, juega con lo indefinido o intangible de un fuera de campo que es susceptible de especulación fantástica, a través de la narración de extraños acontecimientos que influyeron en la vida de sus últimos habitantes, como el fatal accidente de la esposa al llegar por primera vez a la mansión, con el inexplicable encabritamiento de los caballos que provocaron que el carruaje se estrellara (con ese plano de su mano inerte, más relevante, cuando más adelante una mano jugará un papel importante en una de las secuencias más terroríficas, pero también en la muerte de otro personaje). Como inquietante es la sucesión de primeros planos de la hija, tumbada en la cama, desde que es niña hasta llegar a anciana, como si el tiempo de su vida pasara en un soplo. La voz que condensa con su relato noventa años de la historia/vida de esa casa se revelará que es la del doctor Markham (Richard Johnson), organizador de la reunión, o experimento, para corroborar cuán real es fenómeno sobrenatural. Para comprobarlo recurre a quienes han experimentado experiencias anómalas, o parecen disponer de singulares cualidades intuitivas o perceptivas, como Theo (Claire Bloom) y Eleanor (Julie Harris), pero también a Luke (Russ Tamblyn), el escéptico sobrino de la dueña de la casa (a él solo le interesa la rentabilidad que puede proporcionar esa casa).
Resultará significativo el relevo de voz en el desarrollo narrativo, ya que dominará la voz interior de Eleanor. Lo que ande en su interior, anda solo. Son las últimas palabras de la presentación de la casa de la colina. Pero ¿se refieren sólo a la misma casa o a la mente de quien será, en principio, uno de sus habitantes provisionales?¿Está encantada, o más bien está ofuscada la percepción de quien proyecta sus fantasmas (miedos, desajustes emocionales) internos, Eleanor?¿ O quizá se crea una singular interacción, o conexión, entre la casa y la proyectiva mente receptiva, dependiente la primera de la segunda para manifestarse, como si fuera un espacio que se activara con el interruptor de quien la habita con las condiciones necesarias?¿Cuál es la materia de la oscuridad que se almacena? La atmósfera dota de una permanente inestabilidad a la relación entre habitantes y espacio (esos pasillos laberínticos que desorientan a los personajes, con tantas puertas, indistintas, que les impiden ubicarse), y de una movediza condición abstracta, como el jardín interior con esas esculturas con las que los mismos personajes juegan con la especulación de una posible identificación con alguna de ellas, o esa escalera en espiral de la biblioteca (el espacio en el que se ahorcó la enfermera de la última habitante), en donde alcanza su cenit la inestabilidad que afecta a Eleanor en la misma espiral de su mente.
Su voz en off, precisamente, puntúa la narración, lo que es tanto expresión de su caracter ensimismado, como refleja que está prisionera de sí misma después de años enclaustrada, ajena al mundo real que estaba más allá de sus paredes, por estar cuidando a su madre (durante once años). Madre que quiza murió porque no fue bien atendida en cierto momento, como la última habitante de la casa por su enfermera (posibilidad que atormenta a Eleanor; sabe que esa noche, a diferencia de otras, decidió no atender su llamada golpeando la pared; aunque ¿no debía pesarle ya tantos años de atención servicial en todo momento?) ¿Es ese el interruptor que posibilita esa singular interacción entre la mansión y la mente de Eleanor, la culpa que esta arrastra y la torna vulnerable?. Por añadidura, si algo Eleanor anhela, fervientemente, es encontrar su hogar, su casa, su lugar en el mundo, y cree haberlo encontrado en esta mansión. Aunque la exhorten, cuando los acontecimientos se agraven, a que abandone la casa por su propia seguridad, ella se niega, como si le atrajera la espiral del mismo abismo. ¿Despierta su deseo y anhelo algo en la casa? ¿Esta encuentra en ella el habitante que necesitaba, y, por tanto, pretende 'poseerla' como una permanente estatua más? Todos comprobarán que acontecen extraños fenómenos: ruidos diversos, fuertes golpes sonoros, gemidos que parecen arrastrarse tras la puertas, incluso cómo se abomba una de ellas por una indefinida presión, pero ¿Qué genera u origina esos fenómenos?¿Por qué aparece una pintada en una pared que dice que no hay que impedir que Eleanor vuelva a casa?
Resultará significativo el relevo de voz en el desarrollo narrativo, ya que dominará la voz interior de Eleanor. Lo que ande en su interior, anda solo. Son las últimas palabras de la presentación de la casa de la colina. Pero ¿se refieren sólo a la misma casa o a la mente de quien será, en principio, uno de sus habitantes provisionales?¿Está encantada, o más bien está ofuscada la percepción de quien proyecta sus fantasmas (miedos, desajustes emocionales) internos, Eleanor?¿ O quizá se crea una singular interacción, o conexión, entre la casa y la proyectiva mente receptiva, dependiente la primera de la segunda para manifestarse, como si fuera un espacio que se activara con el interruptor de quien la habita con las condiciones necesarias?¿Cuál es la materia de la oscuridad que se almacena? La atmósfera dota de una permanente inestabilidad a la relación entre habitantes y espacio (esos pasillos laberínticos que desorientan a los personajes, con tantas puertas, indistintas, que les impiden ubicarse), y de una movediza condición abstracta, como el jardín interior con esas esculturas con las que los mismos personajes juegan con la especulación de una posible identificación con alguna de ellas, o esa escalera en espiral de la biblioteca (el espacio en el que se ahorcó la enfermera de la última habitante), en donde alcanza su cenit la inestabilidad que afecta a Eleanor en la misma espiral de su mente.
Su voz en off, precisamente, puntúa la narración, lo que es tanto expresión de su caracter ensimismado, como refleja que está prisionera de sí misma después de años enclaustrada, ajena al mundo real que estaba más allá de sus paredes, por estar cuidando a su madre (durante once años). Madre que quiza murió porque no fue bien atendida en cierto momento, como la última habitante de la casa por su enfermera (posibilidad que atormenta a Eleanor; sabe que esa noche, a diferencia de otras, decidió no atender su llamada golpeando la pared; aunque ¿no debía pesarle ya tantos años de atención servicial en todo momento?) ¿Es ese el interruptor que posibilita esa singular interacción entre la mansión y la mente de Eleanor, la culpa que esta arrastra y la torna vulnerable?. Por añadidura, si algo Eleanor anhela, fervientemente, es encontrar su hogar, su casa, su lugar en el mundo, y cree haberlo encontrado en esta mansión. Aunque la exhorten, cuando los acontecimientos se agraven, a que abandone la casa por su propia seguridad, ella se niega, como si le atrajera la espiral del mismo abismo. ¿Despierta su deseo y anhelo algo en la casa? ¿Esta encuentra en ella el habitante que necesitaba, y, por tanto, pretende 'poseerla' como una permanente estatua más? Todos comprobarán que acontecen extraños fenómenos: ruidos diversos, fuertes golpes sonoros, gemidos que parecen arrastrarse tras la puertas, incluso cómo se abomba una de ellas por una indefinida presión, pero ¿Qué genera u origina esos fenómenos?¿Por qué aparece una pintada en una pared que dice que no hay que impedir que Eleanor vuelva a casa?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Cuando Eleanor intente abandonar esa casa no lo logrará, y perderá la vida (un plano de su mano colgante relaciona su muerte con la de la madre noventa años atrás). Como si para Eleanor habitar esa casa culminara su irreparable sentimiento de culpa, y como si para la casa Eleanor debiera sufrir por lo que aquella enfermera hizo en el pasado. ¿Un mero trágico accidente o la casa no le permite abandonarla como si ya fuera miembro u órgano de su cuerpo? ¿Qué se gestó entre la casa y Eleanor que quizá sólo podía derivar en muerte ?. Una de las principales virtudes de La casa encantada es su forma de trabajar el espacio, el decorado, y su capacidad de crear una perturbadora atmósfera a través de la sugerencia (el fuera de campo de lo que no se ve, el fuera de campo de la mente). La posterior versión, La guarida ( 1999), de Jan de Bont convertía al decorado en un auténtico festín de trucos digitales (por impecable que fuera el trabajo del director artístico), donde figuras, muebles, pasillos, artesonado y ocultos péndulos con desproporcionada bola de metal remarcaban la condición animada de la casa hasta la saturación, y remataba su impotencia para crear una atmósfera fantástica con un carrusel de efectos visuales, cual nada sutil barraca de feria, que obviaban la personalidad oculta tras el hechizo de la casa. Wise opta por la sutileza, creando, o cargando, esta tensión entre personajes y casa, a través de la presencia de esculturas en el encuadre, o arrebujados en los que uno sabe si ha distinguido unos ojos que le observan o es una mera ilusión óptica. La sensación de claustrofobia es manifiesta a lo largo de la narración por esa interrelación entre espacio (decorado abigarrado) y encuadre (con encuadres de aguda fisicidad).
Modélicas son las secuencias en las que Eleanor y Theo escuchan unos extraños sonidos, retumbantes, como si algo quisiera entrar en su habitación. O aquella a en la que Eleanor duerme en la oscuridad, como si la luz que la aísla, y un amortiguado silencio hecho de susurros imperceptibles, se acompasara a su progresivo y enajenado aislamiento, envuelta en sus encontrados pensamientos de anhelos y miedos, y cree sentir que alguien la coge la mano, y piensa que es Theo, y al encender la luz ve que esta en su cama dormida al otro extremo de la habitación. O aquella, tras que se haya unido a ellos Grace (Lois Maxwell), la mujer del profesor, los cuatro, en el salón, escuchan, de nuevo, esos percutantes ruidos, más allá de la puerta, y cómo esta parece que cede, doblándose, como si una fuerza invisible quisiera quebrarla, y aún más angustiados porque saben que Grace está sola en su cuarto. No deja de ser elocuente, sabiendo que Eleanor se ha ido enamorando del profesor, que Grace desaparezca. Nadie sabe dónde está, qué ha podido ser de ella. ¿No es acaso el deseo de Eleanor? ¿No es nada casual que sea Eleanor, tras subir la escalera de espiral, cuando la entrevea perdida, con el rostro trastornado, a través de una trampilla en el techo, como una súbita aparición, y que ni siquiera su marido, que ha ido a salvar a Eleanor de que sufra un accidente por la inestabilidad de esa escalera, ha entrevisto?. Queda claro, que si Eleanor no puede encontrar su lugar en la vida del profesor, supliendo a su esposa, quizá su destino sea el habitar esta casa para siempre, como una estatua fantasmal más. Su vida ya antes, al fin y al cabo, casi era la de una estatua.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Modélicas son las secuencias en las que Eleanor y Theo escuchan unos extraños sonidos, retumbantes, como si algo quisiera entrar en su habitación. O aquella a en la que Eleanor duerme en la oscuridad, como si la luz que la aísla, y un amortiguado silencio hecho de susurros imperceptibles, se acompasara a su progresivo y enajenado aislamiento, envuelta en sus encontrados pensamientos de anhelos y miedos, y cree sentir que alguien la coge la mano, y piensa que es Theo, y al encender la luz ve que esta en su cama dormida al otro extremo de la habitación. O aquella, tras que se haya unido a ellos Grace (Lois Maxwell), la mujer del profesor, los cuatro, en el salón, escuchan, de nuevo, esos percutantes ruidos, más allá de la puerta, y cómo esta parece que cede, doblándose, como si una fuerza invisible quisiera quebrarla, y aún más angustiados porque saben que Grace está sola en su cuarto. No deja de ser elocuente, sabiendo que Eleanor se ha ido enamorando del profesor, que Grace desaparezca. Nadie sabe dónde está, qué ha podido ser de ella. ¿No es acaso el deseo de Eleanor? ¿No es nada casual que sea Eleanor, tras subir la escalera de espiral, cuando la entrevea perdida, con el rostro trastornado, a través de una trampilla en el techo, como una súbita aparición, y que ni siquiera su marido, que ha ido a salvar a Eleanor de que sufra un accidente por la inestabilidad de esa escalera, ha entrevisto?. Queda claro, que si Eleanor no puede encontrar su lugar en la vida del profesor, supliendo a su esposa, quizá su destino sea el habitar esta casa para siempre, como una estatua fantasmal más. Su vida ya antes, al fin y al cabo, casi era la de una estatua.
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