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España España · Zaragoza
Críticas de Juan Solo
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Críticas 272
Críticas ordenadas por utilidad
8
14 de diciembre de 2014
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La traducción castellana del título original de esta película – menos acertada de lo que en un principio pudiera parecer- nos pone en bandeja hablar de ella como de toda una delicatesen destinada a paladares exquisitos. Usando los mejores ingredientes y combinándolos de forma sabia en la dosis justa, el francés Julien Duvivier cocina en 1959 un manjar único. Puro caviar. El propio Duvidier debe buena parte de su popularidad a títulos como los de la serie “Don Camilo” a mayor gloria del cómico Fernandel, o quizá en menor medida a una de sus aventuras allende el Atlántico con la maravillosa “Seis destinos”. La película de la que nos ocupamos no le aportó desde luego popularidad pero sí debería henchir de prestigio su nombre. Merece estar en todas las guías Michelín del Séptimo Arte y con el mayor número de estrellas posible. Ahí van ocho mías.

No son diez negritos, ni doce hombres sin piedad, ni siquiera esa otra docena de elegidos llamados a la mesa por última vez en torno a un líder y a un traidor. Tal vez, los protagonistas que nos presenta Duvidier tengan un poco de todos ellos, pero al tiempo merecen un reconocimiento aparte, ser juzgados per se, y desde luego reclaman el sitio que la historia del cine les ha negado injustamente. Al frente de todos, María Octubre, una mujer con un nombre lo suficientemente rotundo y sonoro para que no termine acallándolo la traducción aleatoria de un título, por muy explícita que ésta sea. Han pasado quince años desde que los miembros de aquella cédula de la Resistencia Francesa a la que pertenecía se vieron por última vez. Ahora María instiga un nuevo encuentro en torno a una mesa para averiguar cuál de ellos les traicionó al enemigo poniendo fin a su relación y a su amistad. Tal vez porque con su instinto de mujer es la única que percibe que los motivos de la delación no necesariamente tuvieron que ver con la política, que quizá estaban relacionados con otro tipo de guerras.

El tiempo ha pasado, los hombres que se sientan hoy a la mesa no son los mismos de ayer. Todos tienen grabado lo que paso en aquella noche de autos, y todos tienen su coartada, lo malo es que tal vez sea su propio compañero de cubierto quien termine desmontándola. Y así pasará una velada inolvidable; suspense, melodrama, diálogos insuperables, interpretaciones maestras… y de postre, un final único. Sin salir de la habitación y conteniendo el aliento. La cena está servida. Bon apetit ¡
Juan Solo
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9
31 de agosto de 2014
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde un punto de vista objetivo y estrictamente semántico “Brute force” merece sin duda el calificativo de obra maestra. Y digo bien, “maestra”, porque enseña y sirve de guía a otros; en este caso, la película es precursora y marca el camino a los que vendrán posteriormente para convertir el subgénero carcelario en imprescindible. Fugas cinematográficas ha habido muchas a lo largo del tiempo, pero ninguna como ésta que tal vez debería ser juzgada como la madre de todas ellas. Hasta este 1.947 no habíamos visto ninguna otra, no al menos en una obra del calibre y del calado de la de de Dassin que de igual forma debería ser distinguido por ello con el rango de maestro.

En realidad, estos muros de Westgate no son muy diferentes a otros que en el futuro albergarán historias similares. Aquí ya vemos cómo los reclusos son sometidos a una disciplina que traspasa con creces todos los límites por parte de los en teoría encargados de custodiarles. Como veremos más tarde en “Brubaker”, por ejemplo. Al igual que en la icónica “Fuga de Alcatraz” los deseos de libertad de los prisioneros chocan de frente con las ansías de poder que exhiben sus carceleros. Lo mismo sucede en la infravalorada “Homicidio en primer grado”, en la que el principio de acción /reacción rige las tensas relaciones entre cautivos y funcionarios. Hay también un par de detalles que no se deberían pasar por alto como ese tablero de ajedrez que preside la celda y que sólo unos años más tarde volverá a aparecer en el “Stalag 17”, el barracón ideado por el maestro Wilder. O el poster en la pared de esa mujer que sirve de musa y de mucho más como sucederá bastante después en “Cadena perpetua” en la que también los planes se fraguaban en una sala oscura a la luz de un proyector. En fin, es lo que tiene ser un pionero.

Y luego está, claro, Burt Lancaster que años más tarde volverá a enfundarse el traje a rayas para encarnar a su inolvidable adiestrador de pájaros en Alcatraz. Aquí no hay pájaros, sólo jaulas. Y como dice uno de los personajes, el instinto de un hombre enjaulado le instigará siempre a escapar, no importa lo descabellado de la idea ni lo imposible que se presente la fuga. Y eso no cambia – “dentro de doce años, seguirá siendo el martes a las 12, 15” dice otro. Los únicos resquicios de libertad para estos hombres se presentan en forma de recuerdos y en forma de mujer. Es lo único que tienen y a lo que se aferran, a pesar del dolor que dicho recuerdo les puede llegar a causar confirmándoles que definitivamente la vida no les ha tratado nada bien.

“Brute forcé” es una obra maestra por esto y por mucho más, por su inolvidable final - qué final-, por sus impecables diálogos y su certero dibujo de personajes que creará escuela. Desde el entrañable doctor que no deja de ser un preso más hasta el alcaide que calla más que otorga y ese coro de esclavos en el que encontramos al líder, al soplón, al mimado… y no nos olvidemos del simpático Calypso. En el otro extremo, el malo malísimo Hume Cronyn en la piel del despreciable capitán Munsey. Desde hoy está por derecho propio en mi lista de villanos favoritos del cine. Espero que muy pronto esté en la de alguno más; no se la pierdan.
Juan Solo
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7
29 de noviembre de 2017
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Claude Chabrol nos vuelve a enredar en otro de sus habituales y retorcidos juegos cinematográficos. Lo curioso es que esta vez lo hace partiendo de un material ajeno y de un guión que empezó a filmar allá por los sesenta el director Henri George Clouzot. Nunca sabremos qué tenía pensado hacer con esta historia el autor de “El salario del miedo”, que tuvo que abandonar el proyecto tras sufrir un ataque al corazón en pleno rodaje, pero no sorprende en absoluto que fuese Chabrol quien la retomase casi tres décadas después. Porque la historia, al menos la que ha llegado hasta nosotros, más “chabroliana” no puede ser.

Por obra y gracia del título, estamos avisados desde el principio de que el matrimonio no va a ser un camino de rosas para Nelly y para Paul. La idílica relación entre los protagonistas avanza y da sus primeros pasos a golpe de elipsis, resuelta alguna de ellas tal vez de manera algo abrupta. No existe un punto de inflexión claro, y el conflicto se cocina a fuego lento para generar “in crescendo” dudas y desasosiego a partes iguales en el sufrido espectador. Nelly se siente casi halagada cuando su marido le confiesa que la sigue por que no se fía de ella esgrimiendo el argumento tópico de “si tienes celos es porque me quieres”. No será sino un primer brote que derivará en una obsesión enfermiza que tal vez no tenga final. Chabrol va también más allá del tópico alegato contra el machismo compulsivo de los celos, recreando una atmósfera de verdadera pesadilla – excepcional toda la secuencia del apagón- y valiéndose del trabajo sobresaliente de sus dos actores principales. Cluzet – que de joven aún se parecía más incluso a Dustin Hoffman que ahora- se mueve a sus anchas y da muy mal rollito en la piel del mismo demonio; a la bella Beart el guión la obliga a desdoblarse, dulce y doliente esposa a los ojos del espectador, lasciva y carnal si quien la mira es el marido. ¿Quién será la verdadera Nelly? La duda siempre nos aboca al infierno.
Juan Solo
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9
23 de enero de 2017
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
A comienzos de la década de los setenta, Bernardo Bertolucci lleva a la gran pantalla la adaptación cinematográfica de la novela de Alberto Moravia “El conformista”, cuya primera publicación data de 1951. Afiliado desde muy joven al Partido Comunista italiano y atraído también desde siempre por el ideario marxista, Bertolucci usa el texto de Moravia no tanto para criticar abiertamente al fascismo, sino para intentar acercarse a él, comprender las causas de su vertiginoso ascenso. Ya el discurso radiofónico inicial del amigo ciego del protagonista es toda una declaración de principios al respecto. Bertolucci se pregunta cómo todo un pueblo, el italiano en este caso, fue capaz de dejarse arrastrar por un régimen extremo y totalitario hasta llegar a asumirlo como algo normal (una de las obsesiones del protagonista es ser considerado una persona “normal”). Es esta una idea que el director desarrollará más ampliamente en ese magistral fresco histórico llamado “Noveccento” que rodará sólo un par de años más tarde.

La respuesta a la pregunta anterior es sencilla y hay que encontrarla justamente en ese conformismo al que se agarró una buena parte de los compatriotas del cineasta durante el primer tercio del siglo XX. Las propuestas de Moravia y Bertolucci funcionan como parábolas perfectas ya que no remiten exclusivamente a un periodo de tiempo concreto sino que son extrapolables a cualquier época. Y así hoy en día es fácil encontrar personas que como el protagonista de la película renuncian a todo ideal y a toda lucha para acomodarse a una realidad que les es más propicia. Como Marcello Cierci que abraza el fascismo después de cuestionarlo como filósofo, arrastrando además cierta frustración sexual como consecuencia de un suceso ocurrido durante la niñez.

Una de las primeras películas del maestro parmesano en la que ya es posible encontrarnos con todas las obsesiones de su obra posterior. Deslumbrante desde el punto de vista visual, fascinante desde su concepción temática, Bertolucci se apoya en la apabullante labor del camarógrafo Vittorio Storaro y de una insuperable puesta en escena para completar uno de los mejores trabajos de su carrera. Obra maestra de obligatoria visión.
Juan Solo
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6
13 de junio de 2016
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Gus Van Sant no ha sido nunca lo que se dice santo de mi devoción, pero en este caso me veo obligado a romper una lanza en favor del muchacho. Muchos se rasgan las vestiduras, y se tiran de los pelos, y se preguntan desesperadamente ¿por qué? ante este nuevo remake de la obra maestra de Hitch. ¿Y por qué no? añado yo, o mejor ¿por qué nadie se atrevió antes a hacer algo así?. Muchos se sienten estafados .Pero aquí Van Sant no engaña a nadie, al menos desde el primer momento dijo que lo que íbamos a ver era un remake en el sentido más estricto de la palabra, una película “vuelta a hacer”, de arriba abajo, plano a plano, de principio a fin.

Así que nadie tiene motivos para sentirse estafado. Sabíamos a lo que veníamos, estábamos avisados desde el principio. Tampoco las intenciones de Van Sant son las de hacer una copia MEJOR que la original, quiere hacerla IGUAL, ni más ni menos. Hablad de provocación, pero en ningún caso habléis de pretenciosidad (como la que puedan manifestar otros que tal vez sí intentan superar el modelo primitivo). Entre la "Psicosis" de Hitchcock y la "Psicosis" de Van Sant hay diferencias de matiz, riesgos -mínimos- que quizá no debieran haberse corrido, por supuesto, cuarenta años no pasan en balde, pero eso también forma parte del juego. Porque eso, y no otra cosa, es lo que le interesa al director, el juego, el experimento. Poner encima de la mesa el eterno conflicto entre el original y la copia (certificada diría Kiarostami). Lo de menos es que la elegida haya sido “Psicosis”, podía haberle tocado a “Ciudadano Kane” o a “El hombre que mató a Liberty Valance”. A Van Sant no le importa que Anne Heche sea más sosa que Janet Leigh o que la mirada de Vaughn no sea tan perturbadora como la de Perkins. Si a nosotros nos importa, el problema es nuestro.
Juan Solo
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