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5,8
8.781
5
20 de mayo de 2015
20 de mayo de 2015
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Muchos son los actores que tarde o temprano deciden ponerse detrás de las cámaras para contar sus propias historias con mayor o menor acierto. Entre los aventajados se encuentra Clint Eastwood, que aprendió el oficio de dirigir de Sergio Leone y Don Siegel; Mel Gibson, que sorprendió a propios y extraños con “Braveheart” (1995) y confirmó su talento en la dirección con la vibrante “Apocalypto” (2006) o Charles Laughton, que solo dirigió un largometraje, pero es una auténtica obra maestra: “La noche del cazador” (1955). En España son dignos de mención los casos de Achero Mañas e Icíar Bollaín, que permutaron sus mediocres carreras como intérpretes por unas interesantes filmografías en la dirección. En el lado opuesto se encuentran Sylvester Stallone (“Los mercenarios”, 2010), Angelina Jolie (“Invencible”, 2014) o Ryan Gosling (“Lost River”, 2014).
Russell Crowe se une a esta nómina de actores-directores con “El maestro del agua”. Aunque en puridad ya había dirigido el documental, “Texas. 30 Odd Foot of Grunts” (2002) sobre el reencuentro de la banda de folk-rock que lideró durante un tiempo. En su debut en el largometraje de ficción apuesta por un esquema clásico de presentación, nudo y desenlace con una trama que recuerda, inequívocamente, a la de “Salvar al soldado Ryan” (1998), de Steven Spielberg. Aquí, Crowe encarna a un padre, granjero australiano con dotes de zahorí para más señas, que busca a sus tres hijos desaparecidos en la batalla de Galípoli, acaecida en 1915, entre otomanos, franceses, alemanes, australianos, neozelandeses e ingleses. Con un comienzo que recuerda a la célebre escena de las trincheras de “Senderos de gloria” (1957), de Stanley Kubrick, deviene en un melodrama con historia romántica de por medio, que intenta, sin conseguirlo, contrarrestar las escenas bélicas.
“El maestro del agua” da una de cal y otra de arena. Alterna vibrantes escenas como la tormenta de arena con otras realmente insípidas, pasamos de ver estéticas panorámicas, en la que destaca la fotografía de Andrew Lesnie (“El señor de los anillos”, 2001), a secuencias intrascendentes, remarcadas por una banda sonora desubicada. La ópera prima de Russell Crowe es una película narrativamente ágil hasta que se estanca a la hora de metraje con la aparición del personaje encarnado por Olga Kurylenko (“Siete psicópatas”, 2012), cuya edulcorada subtrama tiene la doble función de proponer una entente cultural y de redimir al sufrido padre viudo que busca honrar la memoria de sus hijos caídos en combate. Un rótulo final, convierte “El maestro del agua” en un homenaje a todos los muertos durante la Primera Guerra Mundial. Más logrado fue el homenaje cinematográfico que François Truffaut rindió a esos mismos difuntos en “La habitación verde” (1978). A Russel Crowe le falta mucho para llegar a la suela de los zapatos del artífice de “Los 400 golpes” (1959), “Jules et Jim” (1962) y “La piel suave (1964).
Russell Crowe se une a esta nómina de actores-directores con “El maestro del agua”. Aunque en puridad ya había dirigido el documental, “Texas. 30 Odd Foot of Grunts” (2002) sobre el reencuentro de la banda de folk-rock que lideró durante un tiempo. En su debut en el largometraje de ficción apuesta por un esquema clásico de presentación, nudo y desenlace con una trama que recuerda, inequívocamente, a la de “Salvar al soldado Ryan” (1998), de Steven Spielberg. Aquí, Crowe encarna a un padre, granjero australiano con dotes de zahorí para más señas, que busca a sus tres hijos desaparecidos en la batalla de Galípoli, acaecida en 1915, entre otomanos, franceses, alemanes, australianos, neozelandeses e ingleses. Con un comienzo que recuerda a la célebre escena de las trincheras de “Senderos de gloria” (1957), de Stanley Kubrick, deviene en un melodrama con historia romántica de por medio, que intenta, sin conseguirlo, contrarrestar las escenas bélicas.
“El maestro del agua” da una de cal y otra de arena. Alterna vibrantes escenas como la tormenta de arena con otras realmente insípidas, pasamos de ver estéticas panorámicas, en la que destaca la fotografía de Andrew Lesnie (“El señor de los anillos”, 2001), a secuencias intrascendentes, remarcadas por una banda sonora desubicada. La ópera prima de Russell Crowe es una película narrativamente ágil hasta que se estanca a la hora de metraje con la aparición del personaje encarnado por Olga Kurylenko (“Siete psicópatas”, 2012), cuya edulcorada subtrama tiene la doble función de proponer una entente cultural y de redimir al sufrido padre viudo que busca honrar la memoria de sus hijos caídos en combate. Un rótulo final, convierte “El maestro del agua” en un homenaje a todos los muertos durante la Primera Guerra Mundial. Más logrado fue el homenaje cinematográfico que François Truffaut rindió a esos mismos difuntos en “La habitación verde” (1978). A Russel Crowe le falta mucho para llegar a la suela de los zapatos del artífice de “Los 400 golpes” (1959), “Jules et Jim” (1962) y “La piel suave (1964).

6,3
3.114
7
20 de mayo de 2015
20 de mayo de 2015
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La animación francesa ha generado en los últimos años grandes títulos como “Persépolis” (2007), “Bienvenidos a Belleville” (2003) o “El ilusionista” (2010), estas dos últimas de Sylvain Chomet. “La mecánica del corazón” no llega al nivel de los filmes anteriormente reseñados, pero resulta una estimable cinta que se adentra, de forma original, en el sempiterno tema del enamoramiento. No hay que olvidar que el amor es uno de los grandes temas de la historia del cine, desde “Sucedió una noche” (1934) a gran parte de la filmografía de Woody Allen y François Truffaut, pasando por clásicos atemporales como “Ninotchka” (1939) o “Casablanca” (1942).
Lo genuino de “La mecánica del corazón” es que afronta una temática adulta empleando una animación aparentemente orientada a los infantes, que estéticamente está emparentada con la reciente “The Boxtrolls” (2014), pero que temáticamente se acerca al cine de Tim Burton, manteniendo una personalidad propia al presentar una estética lúgubre y una iconografía surrealista que entremezcla la cultura anglosajona, la gala y la hispana (existen referencias a “El Quijote”). Como curiosidad cabe reseñar que la singular Rossy de Palma pone la voz al personaje secundario de Luna tanto en la versión francesa como en la española.
Lo más destacado de “La mecánica del corazón”, nominada a mejor película de animación en los premios César del año pasado, es el sentido homenaje al cine mudo, y concretamente, al cine de Georges Méliès, uno de los pioneros del cine y creador de la totémica imagen del cohete estrellado en la Luna en su seminal filme “Viaje a la Luna” (1902). El largometraje de animación francés pone en boca de Méliès (al que pone voz Jean Rochefort, uno de los grandes actores de los últimos 50 años del cine francés) la elocuente frase: “Crees que los funambulistas piensan en que sucedería si se cayeran. ¡No! Disfrutan de la emoción de sentir el peligro corriendo por sus venas. Si te pasas la vida evitando que te hagan daño te morirás de aburrimiento”. Esta sentencia pone de relieve que las historias de amor presentan muchos giros de trama. Amar y ser amado entraña entrar en un carrusel de emociones, en el que se entremezclan todo tipo de sensaciones. La acertada metáfora del personaje protagonista, que en lugar de un corazón biológico tiene un artefacto mecánico cuyos engranajes se revolucionan hasta tal punto que su vida corre peligro, refleja a la perfección que en el terreno emocional todo es posible, en un sentido o en otro.
Este cine adulto con envoltorio infantil viene de la mano de Mathias Malzieu, líder del grupo de rock Dyonisos (que coherentemente firma la banda sonora), que en su debut en la dirección, en comandita con Stéphane Berla, nos presenta una interesante visión del amor alejada de la ñoñería de las películas basadas en los “best-sellers” de Nicholas Sparks, artífice de las lucrativas “El diario de Noa” y “Lo mejor de mí”. Cuestión de buen gusto.
Lo genuino de “La mecánica del corazón” es que afronta una temática adulta empleando una animación aparentemente orientada a los infantes, que estéticamente está emparentada con la reciente “The Boxtrolls” (2014), pero que temáticamente se acerca al cine de Tim Burton, manteniendo una personalidad propia al presentar una estética lúgubre y una iconografía surrealista que entremezcla la cultura anglosajona, la gala y la hispana (existen referencias a “El Quijote”). Como curiosidad cabe reseñar que la singular Rossy de Palma pone la voz al personaje secundario de Luna tanto en la versión francesa como en la española.
Lo más destacado de “La mecánica del corazón”, nominada a mejor película de animación en los premios César del año pasado, es el sentido homenaje al cine mudo, y concretamente, al cine de Georges Méliès, uno de los pioneros del cine y creador de la totémica imagen del cohete estrellado en la Luna en su seminal filme “Viaje a la Luna” (1902). El largometraje de animación francés pone en boca de Méliès (al que pone voz Jean Rochefort, uno de los grandes actores de los últimos 50 años del cine francés) la elocuente frase: “Crees que los funambulistas piensan en que sucedería si se cayeran. ¡No! Disfrutan de la emoción de sentir el peligro corriendo por sus venas. Si te pasas la vida evitando que te hagan daño te morirás de aburrimiento”. Esta sentencia pone de relieve que las historias de amor presentan muchos giros de trama. Amar y ser amado entraña entrar en un carrusel de emociones, en el que se entremezclan todo tipo de sensaciones. La acertada metáfora del personaje protagonista, que en lugar de un corazón biológico tiene un artefacto mecánico cuyos engranajes se revolucionan hasta tal punto que su vida corre peligro, refleja a la perfección que en el terreno emocional todo es posible, en un sentido o en otro.
Este cine adulto con envoltorio infantil viene de la mano de Mathias Malzieu, líder del grupo de rock Dyonisos (que coherentemente firma la banda sonora), que en su debut en la dirección, en comandita con Stéphane Berla, nos presenta una interesante visión del amor alejada de la ñoñería de las películas basadas en los “best-sellers” de Nicholas Sparks, artífice de las lucrativas “El diario de Noa” y “Lo mejor de mí”. Cuestión de buen gusto.
7
24 de septiembre de 2018
24 de septiembre de 2018
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"El huido" rescata la historia del maestro Manuel Hernández Quintero, que con 23 años se convertiría en el alcalde más joven de la República Española, permaneciendo escondido en El Hierro ocho años durante la Guerra Civil. Junto a otros vecinos de El Pinar se escondió en el interior de una cueva volcánica, dando origen al fenómeno de los huidos de El Hierro.
"El huido" es el primer largometraje de Pablo Fajardo tras un ramillete de cortometrajes. Sus vínculos familiares con la isla del Meridiano Cero han propiciado su interés por esta historia que el tiempo ha soterrado, pero que se hace necesario sacar a la luz para que las nuevas generaciones conozcan esa parte de la historia de Canarias que no se estudia en el colegio ni en la universidad, pero que forma parte de nuestro ADN.
Junto al guionista Jorge Berástegui, Fajardo consigue, a través de entrevistas, fotografías, grabaciones antiguas, recreaciones y grabaciones aéreas con un dron, atrapar al espectador en una historia que aúna rigor histórico y emotividad a parte iguales. De hecho, este es su principal mérito, además de hablar de una historia dura con sensibilidad y sin ningún revanchachismo.
"El huido" cuenta con entrevistas a la viuda de Hernández Quintero, al catedrático de Historia Miguel Ángel Cabrera (que es el que situa el marco histórico), al político y jurista Eligio Hernández (natural de El Pinar) o al periodista Emilio Hernández. Sin lugar a dudas, los testimonios de la viuda son los que más calan en el público por su naturalidad y calidad humana.
Tras su estreno en Tenerife Espacio de las Artes, agotando las entradas, se proyectó en el Ateneo de Tegueste, superando las expectativas de los organizadores, un síntoma de que "El huido" interesa al público canario, que podrá ver el documental en los meses venideros en Televisión Canaria, que ha adquirido los derechos de la cinta.
"El huido" es el primer largometraje de Pablo Fajardo tras un ramillete de cortometrajes. Sus vínculos familiares con la isla del Meridiano Cero han propiciado su interés por esta historia que el tiempo ha soterrado, pero que se hace necesario sacar a la luz para que las nuevas generaciones conozcan esa parte de la historia de Canarias que no se estudia en el colegio ni en la universidad, pero que forma parte de nuestro ADN.
Junto al guionista Jorge Berástegui, Fajardo consigue, a través de entrevistas, fotografías, grabaciones antiguas, recreaciones y grabaciones aéreas con un dron, atrapar al espectador en una historia que aúna rigor histórico y emotividad a parte iguales. De hecho, este es su principal mérito, además de hablar de una historia dura con sensibilidad y sin ningún revanchachismo.
"El huido" cuenta con entrevistas a la viuda de Hernández Quintero, al catedrático de Historia Miguel Ángel Cabrera (que es el que situa el marco histórico), al político y jurista Eligio Hernández (natural de El Pinar) o al periodista Emilio Hernández. Sin lugar a dudas, los testimonios de la viuda son los que más calan en el público por su naturalidad y calidad humana.
Tras su estreno en Tenerife Espacio de las Artes, agotando las entradas, se proyectó en el Ateneo de Tegueste, superando las expectativas de los organizadores, un síntoma de que "El huido" interesa al público canario, que podrá ver el documental en los meses venideros en Televisión Canaria, que ha adquirido los derechos de la cinta.
8
15 de abril de 2018
15 de abril de 2018
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"Las postales de Robertro", que previamente se ha exhibido en Seminci y MiradasDoc, se pudo ver en el Festival de Cine de Las Palmas de Gran Canaria. El documental cuenta la vida en imágenes de Roberto Rodríguez, un cineasta amateur palmero que capturó instantáneas del siglo pasado en sus viajes por diversos puntos del planeta.
Rodríguez vuelve a recordar su infancia, la relación con sus padres, sus viajes por África, París u Holanda. Lo que sirve a Dailo Barco para emprender una imprescindible labor de rescate de imágenes de otro tiempo, de tal manera que descongela la historia y la presenta al público del siglo XXI, eminentemente audiovisual. Barco no aparece con afán de protagonismo sino porque su presencia indica el encuentro de un tesoro fílmico que quiere compartir con los espectadores.
El filme ofrece mucho más que postales audiovisuales. Son el testigo de la historia. Que muestran cómo ha cambiado Canarias y cómo se puede conectar con personas de otros pueblos, así como ver que existen otros modos de vida. Además, “Las postales de Roberto”, destila una sensibilidad especial que propicia la conexión con el público más reacio a ver cine “histórico”.
Rodríguez vuelve a recordar su infancia, la relación con sus padres, sus viajes por África, París u Holanda. Lo que sirve a Dailo Barco para emprender una imprescindible labor de rescate de imágenes de otro tiempo, de tal manera que descongela la historia y la presenta al público del siglo XXI, eminentemente audiovisual. Barco no aparece con afán de protagonismo sino porque su presencia indica el encuentro de un tesoro fílmico que quiere compartir con los espectadores.
El filme ofrece mucho más que postales audiovisuales. Son el testigo de la historia. Que muestran cómo ha cambiado Canarias y cómo se puede conectar con personas de otros pueblos, así como ver que existen otros modos de vida. Además, “Las postales de Roberto”, destila una sensibilidad especial que propicia la conexión con el público más reacio a ver cine “histórico”.
7
15 de abril de 2018
15 de abril de 2018
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El 18º Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria se inauguró con el estreno de “El pintor de calaveras”, que se adentra en la simpar figura del creador plástico Pepe Dámaso.
La película, producida por Andrés Santana y dirigida por Sigfrid Monleón, se construye a través del diálogo pictórico que Dámaso ha establecido con la muerte toda su vida. Y a las puertas de la muerte se encontró hace unos meses, pero la burló, incluso con sentido del humor como se muestra en la introducción de la cinta en su estadía en el hospital.
En “El pintor de calaveras” se dan la mano la persona y el personaje. A sus 84 años, y antes de desprenderse de toda su obra plástica (que ha donado al pueblo canario), Dámaso revisita su infancia y las claves de su obra, como la huella guanche en su obra o su querencia por el surrealismo (impagable la escena de la cabra subiendo por las escaleras y miccionando sobre una alfombra).
Un muestrario de elementos identitarios que se completa con su faceta como realizador de piezas audiovisuales. En este sentido es todo un acierto haberle entregado una cámara de Súper 8 al propio Dámaso para grabar al equipo de rodaje y crear un juego de espejos en el que se rememoran cintas como “La umbría” (1975). Sin embargo, prevalece el hecho de que es una película documental movida por los sentimientos y que refleja la esencia de uno de los artistas canarios más singulares de los últimos 50 años.
Si algo hay que achacarle al documental y a Pepe Dámaso es que ha explotado en demasía su relación con el fenecido César Manrique. De hecho, en el “El pintor de calaveras”, se le muestra en una visita al camposanto de Haría, en Lanzarote, derramando lágrimas sobre su tumba.
Pero quedémonos con lo bueno. Una excelente fotografía, obra de Chechu Graf. En que Santana y Monleón saben encauzar a Dámaso, un personaje que es pura exuberancia, para ofrecer una visión más emocional que racional, con lo cual llegará a un público más amplio que el que suele frecuentar las galerías de arte y los museos. Y, sobre todo, quedémonos con que el arte cura. Como dijo el propio Pepe Dámaso en el festival grancanario: “Esta película me ha dado la vida”.
La película, producida por Andrés Santana y dirigida por Sigfrid Monleón, se construye a través del diálogo pictórico que Dámaso ha establecido con la muerte toda su vida. Y a las puertas de la muerte se encontró hace unos meses, pero la burló, incluso con sentido del humor como se muestra en la introducción de la cinta en su estadía en el hospital.
En “El pintor de calaveras” se dan la mano la persona y el personaje. A sus 84 años, y antes de desprenderse de toda su obra plástica (que ha donado al pueblo canario), Dámaso revisita su infancia y las claves de su obra, como la huella guanche en su obra o su querencia por el surrealismo (impagable la escena de la cabra subiendo por las escaleras y miccionando sobre una alfombra).
Un muestrario de elementos identitarios que se completa con su faceta como realizador de piezas audiovisuales. En este sentido es todo un acierto haberle entregado una cámara de Súper 8 al propio Dámaso para grabar al equipo de rodaje y crear un juego de espejos en el que se rememoran cintas como “La umbría” (1975). Sin embargo, prevalece el hecho de que es una película documental movida por los sentimientos y que refleja la esencia de uno de los artistas canarios más singulares de los últimos 50 años.
Si algo hay que achacarle al documental y a Pepe Dámaso es que ha explotado en demasía su relación con el fenecido César Manrique. De hecho, en el “El pintor de calaveras”, se le muestra en una visita al camposanto de Haría, en Lanzarote, derramando lágrimas sobre su tumba.
Pero quedémonos con lo bueno. Una excelente fotografía, obra de Chechu Graf. En que Santana y Monleón saben encauzar a Dámaso, un personaje que es pura exuberancia, para ofrecer una visión más emocional que racional, con lo cual llegará a un público más amplio que el que suele frecuentar las galerías de arte y los museos. Y, sobre todo, quedémonos con que el arte cura. Como dijo el propio Pepe Dámaso en el festival grancanario: “Esta película me ha dado la vida”.
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