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Críticas ordenadas por utilidad
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8,4
44.076
10
1 de mayo de 2016
1 de mayo de 2016
10 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película protagonizada por siete samuráis que deben defender a un pueblo de las garras de cuarenta forajidos. Los agricultores ofrecen comida como único salario y los samuráis aceptan el encargo debido a que piensan que es una causa justa. Los códigos de honor de los samuráis son muy distintos al de los pobladores, seres temerosos y cobardes que ocultan sus intenciones. Hay un acertado tratamiento de personajes, donde cada guerrero tiene características e historias particulares, conformando un grupo que trabaja la estrategia colectiva y en que Kanbei (Takashi Shimura) destaca por su temple y liderazgo. La otra cara del espejo es representada por Kikuchiyo (Toshiro Mifune), joven arrogante, de origen campesino, que intenta hacerse pasar por un verdadero samurái. Kurosawa también hace una radiografía a algunos lugareños, que tienen otros temores aparte de los bandoleros, estos últimos caracterizados sólo como grupo. El director no abusa del movimiento de cámara: la mayoría son planos fijos, entre los cuales hay muchos planos generales y sólo algunos primeros planos para destacar emociones. Hay escenas memorables como el incendio del molino y el final deja los pelos de punta al contrastar las sensaciones de los samuráis con las de los aldeanos. La película es una fiel fotografia del Japón feudal (siglo XVI), destacando el profundo humanismo con que dota a los personajes, con lo que se distancia de cintas meramente de acción. En 1960, John Sturges (lejos de ser John Ford o Sam Peckinpah) adaptó la película de Kurosawa en clave western, y resultó una historia absurda, sin contexto histórico, donde la banda sonora era lo mejor logrado. En comparación, la cinta de Kurosawa brilla por el equilibrio entre la historia, los personajes y las imágenes. El genio del director japonés nos cautiva en las casi dos horas y media del metraje, en cambio, la película de Sturges se torna inconexa, una especie de matiné de dos horas que nos remite al cine de acción y aventuras de menor calado.

6,4
23.512
8
17 de marzo de 2016
17 de marzo de 2016
10 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
El crimen perfecto, sin remordimientos ni consecuencias para el ejecutor, es resucitado nuevamente por la aguda percepción de Woody Allen. Esta vez lo acomete acompañado de un jazz suave, casi cotidiano, que le quita a este acto radical su carga de tragedia. Mediante este acto incluso pretende mejorar el mundo (una visión maquiavélica), en contraposición a permanecer pusilánime frente a los hechos de la vida. El alter ego de Allen será Abe Lucas (Joaquin Phoenix), un profesor de filosofía carente de “sed de vivir” (pesimista en extremo) que requiere de otros para encontrar un propósito vital. Pero hay otro tema interesante, el hecho de que los tres personajes angulares soportan vidas más o menos miserables y encuentran en vidas más vulnerables que las suyas la posibilidad de ayudarlos a sobrevivir la desgracia de ellos y la suya propia, otro tópico recurrente en la filmografía de Allen. Abe proclama a sus estudiantes que “la mayor parte de la filosofía es masturbación verbal” y ese cinismo, propio de un cineasta de ochenta años y casi cincuenta filmes, se cuela es cada una de las escenas de esta obra, sin duda una comedia de humor negro bien lograda. A Allen la vida le resulta patética y no encuentra en los libros nada que lo libre de sus pesares. Abe considera que matar a alguien es un acto creativo, que da vida y propósito, sus intenciones son buenas aun cuando su accionar sea cuestionable. El que la víctima sea un juez demuestra que Allen siente desprecio por la justicia, quizás considera que la vida de unos sea más injusta que la de otros, pero en definitiva siente desprecio por la justicia de los hombres. Su personaje también rehúye de los sentimientos maternales que despierta en las mujeres: “estoy enamorada de ti” (estudiante) y “huye conmigo” (profesora de mediana edad) son sinónimos de “es brillante, pero sufre mucho”, sentimientos que lo tienen sin cuidado debido a que no soporta la condescendencia, así como tampoco el amor romántico del que Abe parece aprovecharse, de esa manía femenina por querer explicar y controlar la vida de sus parejas. Abe ha aprendido a seguir sus instintos y a perseguir que su inconsciente tome las riendas. No le interesa lo moral sino lo que lo hace sentir vivo, en fin, odia la mediocridad de la clase media. La vida es un huir del sufrimiento y buscar el placer, nuestro cerebro reptiliano no entiende de filosofías.

8,5
48.426
10
9 de enero de 2017
9 de enero de 2017
9 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Probablemente sea la película que mejor representa al cine dentro del cine, particularmente la época dorada de Hollywood, mediante un largo racconto en la voz de un muerto (Joe Gillis), dirigiéndose al espectador en tercera persona para luego interiorizarnos con su relato en primera persona. «Nadie abandona a una estrella», dice Norma Desmond (alter ego de Gloria Swanson), frase significativa de una actriz del cine mudo de los años veinte, que contrata a un guionista mediocre para pulir una historia que ella misma ha escrito y que supuestamente marcará el regreso a sus años de esplendor. El guion y diálogos de Charles Brackett son fabulosos, en parte un homenaje al cine clásico, pero a la vez un cruel retrato de la industria, de los egos desmesurados, de las cárceles que rondaban a esos mundos ilusorios.
La película de Wilder constituye una feroz crítica a los grandes estudios de Hollywood, que endiosaban a sus artistas para luego (ni siquiera el dinero podía impedirlo) dejarlos caer en el olvido.
La película de Wilder constituye una feroz crítica a los grandes estudios de Hollywood, que endiosaban a sus artistas para luego (ni siquiera el dinero podía impedirlo) dejarlos caer en el olvido.
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Resulta paradojal que la historia sea relatada por un guionista, ser invisible para el espectador, quizás el menos indicado para entender a una diva encerrada en su mansión llena de barrotes, coleccionista no sólo de objetos sino de personas (el mayordomo fue el director de sus primeras películas y también su primer marido) a las que Norma Desmond desea mantener orbitando alrededor de su vida. En el presente (1950) ella ha cumplido los cincuenta años y el cine sonoro la ha enterrado en el olvido. «Las estrellas no tienen edad», insiste, sumida en ensoñaciones que serán antesala de sus delirios. Todavía se siente el centro del universo, mientras el mayordomo se ha rebajado a un papel secundario (incluso alentando la relación amorosa con Joe Gillis) debido a que para Max von Mayerling (alter ego de Erich von Stroheim) ella sigue siendo su musa. El director nunca abandonó a su estrella y alienta la fantasía de que Norma Desmond volverá a rodar con Cecil B. DeMille, productor que la llevó al estrellato y que en la actualidad continúa haciendo cine, ahora sonoro y en colores. Gillis, en cambio, ha renunciado a sus sueños (incluso al amor que siente por una joven) debido a que más que guionista se ha convertido en un gigoló, un mero objeto extirpado de la realidad. Gillis se rebela e intenta huir de la cárcel impuesta por la actriz (la mansión decadente), pero ella le dispara y cae muerto en la piscina. Su intento por abandonar a la estrella ha sido aniquilado por el ego y los celos de Norma Desmond. Acude la policía y la diva, ante la presencia de las cámaras de reporteros, imagina que está en el plató de un estudio. El posesivo mayordomo (titiritero de esta macabra función) ha instalado las luces y filma los últimos instantes de este enfermizo amor por el pasado.
El primer plano final a Gloria Swanson (con su impronta exagerada de cine mudo) es de un sadismo despiadado. Su fisonomía perturbada nos impide despertar de esta pesadilla que podría haber sido filmada por el propio Erich von Stroheim, director megalómano que siempre se excedió en el metraje de sus películas.
El primer plano final a Gloria Swanson (con su impronta exagerada de cine mudo) es de un sadismo despiadado. Su fisonomía perturbada nos impide despertar de esta pesadilla que podría haber sido filmada por el propio Erich von Stroheim, director megalómano que siempre se excedió en el metraje de sus películas.
8
17 de octubre de 2016
17 de octubre de 2016
9 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Interesante cinta colombiana acerca del choque cultural entre los llamados civilizados y aquellos pueblos originarios de la selva amazónica. Se basa en los diarios de un etnógrafo alemán y de un botánico estadounidense. Ambos son introducidos al mundo salvaje por el chamán Karamakate (el último de los cohiuanos), al etnógrafo lo guía en 1909 y al botánico, cuarenta años más tarde. Ambos científicos van tras la búsqueda de una planta medicinal, la yakruna, siendo el norteamericano el que sigue las anotaciones del alemán, que pereció en la selva, donde el director plantea (en la voz de Kamarakate) que el chamán le está enseñando el origen del universo, el secreto del río amazonas, la serpiente que va a abrazar al biólogo con su sabiduría. Hay que dejar en claro que no se trata de un documental: la fotografía en blanco y negro cumple con aportar mayor verosimilitud al relato, pero la ficción contiene exageraciones con el objeto de potenciar el mensaje: los colonos trajeron la violencia al territorio y los religiosos impusieron creencias ajenas (secuencia digna de Buñuel) que los indígenas adoptaron al pie de la letra, mostrando a un supuesto mesías que ofrece su propia carne, mezcla de canibalismo y catolicismo que alienó a los aborígenes, apartándolos de su cultura ancestral, desarrollada en armonía con la tierra y no mediante la explotación del caucho que significó esclavitud y torturas a los nativos. En la mitad del metraje, Karamakate le dice al botánico norteamericano que «algo salió mal… que ahora (los indígenas) están en el peor de ambos mundos», perdieron su cultura y adoptaron creencias que no entienden. La nitidez de los sonidos de la selva, unido al crisol de lenguas (español, portugués, alemán y lenguas amazónicas), ayudan a reflejar otra visión del origen del universo, estableciendo un paralelo a las nociones teológicas provenientes del mundo cristiano. Hay semejanza con el investigador de la novela «Los pasos perdidos», de Alejo Carpentier, que buscaba instrumentos primitivos (en vez de una planta medicinal), pero dicho viaje siempre estuvo relacionado con la presencia de la mujer (esposa, amante e indígena), siendo la figura femenina (la nativa Rosario) un nexo fundamental para establecer una relación entre el hombre y la madre naturaleza. La visión del director colombiano, en cambio, plantea un pasaje a la sabiduría en ausencia del mundo femenino.

7,0
22.320
9
19 de julio de 2016
19 de julio de 2016
9 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Historia particular de gran alcance, muy bien contada. Se nota cuando un director (guionista) sabe de qué está hablando. El tablero de juego es original: el mundo de los creadores y fans de los cómics. Las piezas son tres, una mujer y dos hombres, hipotético triángulo amoroso que no resultará para nada clásico. La anécdota que dispara el conflicto es clisé, una fantasía masculina que se desarrolla, al comienzo, dentro de los márgenes tradicionales de una comedia romántica, pero cuando Holden (Ben Affleck) le presta oídos a Banky (su colega dibujante), la relación que Holden ha entablado con Alyssa Jones (Joey Lauren Adams) sufre un revés debido a las particulares definiciones de “normalidad” de cada uno de los protagonistas. Los personajes secundarios también aportan visiones estereotipadas, pero es a partir de sus consejos (en tono de comedia) desde donde surge el lado humano y “verdadero” de la cinta. Los giros del guion van desde lo superficial a lo profundo, desde la comedia al drama, pero llevan el tema de las relaciones homosexuales (heterosexuales también) al terreno peliagudo del no retorno, de aquellas palabras que nunca debieron ser dichas y, por extrapolación, de aquellas acciones que van más allá de lo tolerable. El punto exacto en que una relación única se quiebra para siempre y deja atrás una estela de arrepentimiento. El desenlace es tan rudo que el espectador queda suspendido en la incredulidad, en cómo, de un momento a otro, las cosas se pueden echar a perder tan violentamente.
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