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8
17 de enero de 2017
17 de enero de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se abre el telón y aparece un atasco bajo el sol. Damien Chazelle, director de increíble talento, sabe ambientar perfectamente una fantasía. Si en Whiplash Nueva York era la noche, las alcantarillas humeantes y las trompetas que resuenan en los callejones próximos a los rascacielos de piedra marrón; Los Angeles en cambio son los atascos, las palmeras, el sol, los sueños y la gentrificación de los barrios abarrotados de bares de tapas.
Un increíble número musical como abertura que nos deja claras sus intenciones desde el primer momento: la película será actual, pero el tono es clásico. Another day of sun es una canción imposible de quitársela de la cabeza que nos recuerda a las composiciones de Michel Legrand para las películas de Jacques Demy. Eso sí, con una puesta en escena, con bailarines en el capó de los coches, como si se tratase de los deshollinadores de Mary Poppins saltando de chimenea en chimenea. La la land es una obra con una pizca europea, un toque Hollywood pero sobre todo, un film con el ritmo de Chazelle.
En Whiplash el montaje venía condicionado por el ritmo de la música, brindándonos un resultado estimulante. Chazelle vuelve a dominar el tempo al detalle sin que la comedia musical decaiga en ningún momento. Dividir la película en estaciones es un acierto que ayuda al público a seguir la trama, aunque bien es cierto que ninguna canción resulta aurrida. Es más, la ausencia de números musicales a mitad de metraje provoca que el espectador eche en falta más canciones, viéndose su deseo satisfecho en el austero número de la audición de Emma Stone.
La la land consigue que el público quiera más música. Ningún número sobra. Esto se debe a la dosificación perfecta del director, pero también a la libertad que le confiere que este musical se trate de una producción original. Estos últimos años los mayores éxitos del cine musical son adaptaciones de Broadway: Chicago, Dreamgirls, Nine, Los miserables... Lo que en cierta medida supone un problema: adaptar un show de tres horas, con numerosas canciones adoradas por los fans, han de ser condensadas en menos tiempo en pantalla sin eliminar tampoco ninguna pieza que contribuya a la narración. A esto, hay que sumarle el truco de algunos grandes estudios de añadir una nueva canción al metraje para poder optar al Oscar de mejor canción original. Por tanto, La la land se libra de un esquema recargado y cansino que en manos de su maestro fluye en total armonía.
Pero no sólo la música sostiene el peso de la película. La imagen y la producción artística, con sus colores pastel, su vestuario atemporal y sus planos abiertos en las escenas de baile, remiten al pasado, a los códigos de los grandes clásicos del género que triunfaron: vemos el homenaje a West side story en los vestidos ondeantes de las cuatro chicas que bailan en la carretera. A Fred Astaire y Ginger Rogers en la escena del parue, a Bob Fosse en las escenas al piano, a Gene Kelly en el planetario y en el final, con un número similar a los de Cantando bajo la lluvia. Cine que superará la barrera del tiempo, al igual que sus protagonistas, de gran talento pero de mayor carisma, núcleo imprescindible de la película.
Un increíble número musical como abertura que nos deja claras sus intenciones desde el primer momento: la película será actual, pero el tono es clásico. Another day of sun es una canción imposible de quitársela de la cabeza que nos recuerda a las composiciones de Michel Legrand para las películas de Jacques Demy. Eso sí, con una puesta en escena, con bailarines en el capó de los coches, como si se tratase de los deshollinadores de Mary Poppins saltando de chimenea en chimenea. La la land es una obra con una pizca europea, un toque Hollywood pero sobre todo, un film con el ritmo de Chazelle.
En Whiplash el montaje venía condicionado por el ritmo de la música, brindándonos un resultado estimulante. Chazelle vuelve a dominar el tempo al detalle sin que la comedia musical decaiga en ningún momento. Dividir la película en estaciones es un acierto que ayuda al público a seguir la trama, aunque bien es cierto que ninguna canción resulta aurrida. Es más, la ausencia de números musicales a mitad de metraje provoca que el espectador eche en falta más canciones, viéndose su deseo satisfecho en el austero número de la audición de Emma Stone.
La la land consigue que el público quiera más música. Ningún número sobra. Esto se debe a la dosificación perfecta del director, pero también a la libertad que le confiere que este musical se trate de una producción original. Estos últimos años los mayores éxitos del cine musical son adaptaciones de Broadway: Chicago, Dreamgirls, Nine, Los miserables... Lo que en cierta medida supone un problema: adaptar un show de tres horas, con numerosas canciones adoradas por los fans, han de ser condensadas en menos tiempo en pantalla sin eliminar tampoco ninguna pieza que contribuya a la narración. A esto, hay que sumarle el truco de algunos grandes estudios de añadir una nueva canción al metraje para poder optar al Oscar de mejor canción original. Por tanto, La la land se libra de un esquema recargado y cansino que en manos de su maestro fluye en total armonía.
Pero no sólo la música sostiene el peso de la película. La imagen y la producción artística, con sus colores pastel, su vestuario atemporal y sus planos abiertos en las escenas de baile, remiten al pasado, a los códigos de los grandes clásicos del género que triunfaron: vemos el homenaje a West side story en los vestidos ondeantes de las cuatro chicas que bailan en la carretera. A Fred Astaire y Ginger Rogers en la escena del parue, a Bob Fosse en las escenas al piano, a Gene Kelly en el planetario y en el final, con un número similar a los de Cantando bajo la lluvia. Cine que superará la barrera del tiempo, al igual que sus protagonistas, de gran talento pero de mayor carisma, núcleo imprescindible de la película.

6,3
18.859
7
16 de junio de 2016
16 de junio de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Julieta es un drama, no un melodrama. Esta vez, Almodóvar deja de lado a Douglas Sirk, a Fassbinder o a Tennessee Williams, grandes referentes de su filmografía. Deja de lado por tanto los elementos exagerados y casi paródicos que contrarrestan el dolor de los relatos para suavizar el golpe en el espectador. Julieta no pretende torturar al público, ni tampoco conmocionarlo. Es, en resumen, el film más austero del cineasta.
Julieta es una mujer que hace doce años que no sabe nada de su hija, Antía. Tras encontrarse por casualidad con una amiga de la infancia de esta, la protagonista se encierra en un piso para recordar cómo ha sido posible llegar a esta situación. Almodóvar traza dos líneas temporales del mismo personaje, en los 80 y en la actualidad, en la que la primera alcanza a la segunda a través de una notable escena con una toalla.
El dominio técnico de Almodóvar vuelve a destacar incluso cuando renuncia al toque kitsch de sus identificables colores vivos, en particular el rojo, mucho más discreto que de costumbre. También prescinde de técnicas de montaje sofisticadas al jugar con los marcos temporales, como bien hizo en Los abrazos rotos pero sobre todo, con gran maestría, en La mala educación. Parece que el director quisiera suprimir todos los adornos con los que le asociamos para ofrecernos un drama en bruto. Salvo que tampoco es el caso, puesto que el film esconde cuidadosamente sus intenciones.
Tres sucesos en su vida atormentan a Julieta: un suicidio, un accidente y un abandono; pero curiosamente el espectador no presencia ninguno de los tres, todos ocurren fuera de pantalla. Tampoco da a la heroína la oportunidad de desahogarse y encontrar el alivio, en ningún momento la vemos exteriorizar el dolor con gritos. Ni siquiera, por primera vez en la filmografía de Almodóvar, el espectador puede refugiarse en las escenas cómicas, dado que no hay ninguna, pese a algunas réplicas desternillantes de la parte del ama de llaves gallega, Rossy de Palma, o de la indisciplinada madre de Beatriz, la amiga de Antía.
Julieta es una película enferma por el pasado en la que las paredes hablan, al igual que las del piso vacío desde el que la protagonista escribe una carta. Es un malestar que invade al espectador poco a poco y del que no seremos capacez de librarnos al no encontrer desahogo alguno. El dolor de madre e hija macera en el interior de ambas hasta que se convierte en culpa, siendo esta la clave. Sin embargo, esta composición que muestra a un Almodóvar más en forma de lo que muchos creíamos, convierte la sofistificación y el cuidado por el detalle en un film más habitual de lo que nos gustaría reconocer.
Julieta es una mujer que hace doce años que no sabe nada de su hija, Antía. Tras encontrarse por casualidad con una amiga de la infancia de esta, la protagonista se encierra en un piso para recordar cómo ha sido posible llegar a esta situación. Almodóvar traza dos líneas temporales del mismo personaje, en los 80 y en la actualidad, en la que la primera alcanza a la segunda a través de una notable escena con una toalla.
El dominio técnico de Almodóvar vuelve a destacar incluso cuando renuncia al toque kitsch de sus identificables colores vivos, en particular el rojo, mucho más discreto que de costumbre. También prescinde de técnicas de montaje sofisticadas al jugar con los marcos temporales, como bien hizo en Los abrazos rotos pero sobre todo, con gran maestría, en La mala educación. Parece que el director quisiera suprimir todos los adornos con los que le asociamos para ofrecernos un drama en bruto. Salvo que tampoco es el caso, puesto que el film esconde cuidadosamente sus intenciones.
Tres sucesos en su vida atormentan a Julieta: un suicidio, un accidente y un abandono; pero curiosamente el espectador no presencia ninguno de los tres, todos ocurren fuera de pantalla. Tampoco da a la heroína la oportunidad de desahogarse y encontrar el alivio, en ningún momento la vemos exteriorizar el dolor con gritos. Ni siquiera, por primera vez en la filmografía de Almodóvar, el espectador puede refugiarse en las escenas cómicas, dado que no hay ninguna, pese a algunas réplicas desternillantes de la parte del ama de llaves gallega, Rossy de Palma, o de la indisciplinada madre de Beatriz, la amiga de Antía.
Julieta es una película enferma por el pasado en la que las paredes hablan, al igual que las del piso vacío desde el que la protagonista escribe una carta. Es un malestar que invade al espectador poco a poco y del que no seremos capacez de librarnos al no encontrer desahogo alguno. El dolor de madre e hija macera en el interior de ambas hasta que se convierte en culpa, siendo esta la clave. Sin embargo, esta composición que muestra a un Almodóvar más en forma de lo que muchos creíamos, convierte la sofistificación y el cuidado por el detalle en un film más habitual de lo que nos gustaría reconocer.
7
11 de enero de 2017
11 de enero de 2017
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película narra la historia de un hombre destruído obligado a hacer frente a su pasado. Un pasado que le ha convertido en un muerto viviente y cuya huída no ha ayudado a mejorar las cosas. Siguiendo la línea de clásicos del melodrama como Gente corriente, de Robert Redford, destaca por encima de todo la impecable escritura de Lonergan. Poca gente puede toserle hoy a este escritor en cuanto a materia de guiones se refiere. Cada personaje resulta creíble sin desafinar en ningún momento, aparte que la delicadeza con la que el director sugiere cada evento multiplica su potencia gracias a la contención conferida: Patrick echando un rápido vistazo a su padre, el rencor del pueblo contra Lee, el email que no terminamos de leer, el pollo congelado que se cae al abrir la puerta...
Tal sobresaliente guión se convierte en el cimiento imprescindible de la obra. Hasta tal punto de permitir a Casey Affleck demostrarnos sus dotes artísticas más desconocidas y a Michelle Williams desenvolverse con total libertad al encarnar con apenas un par de certeras indicaciones un personaje que consigue robar la película no ya en dos escenas, el velatorio y la charla, sino en una sola mirada.
Lonergan mantiene sin despeinarse dos horas y cuarto de drama alternando el presente con el pasado de manera que no podamos levantarnos del asiento. Al igual que en su debut, gracias a una historia de familias descompuestas en la que los adultos caen en la aflicción, siendo los más jóvenes y desprotegidos quienes estén más preparados para seguir adelante.
El único pero de la película es la falta de innovación. Un guión tan sólido podría suponer la oportunidad perfecta del director para desmarcarse de un estilo tras la cámara que, pese pertenecer a él de manera legítima, ya se viene convirtiendo en un manual. Quizás Lonergan, más ducho en teatro, no esté interesado en desplegar sus capacidades técnicas, pero dada su inclinación al detalle en cuanto a la pluma se refiere, queda claro que podría perfectamente volver a revolucionar el cine independiente marca Sundance si se lo propusiera.
Tal sobresaliente guión se convierte en el cimiento imprescindible de la obra. Hasta tal punto de permitir a Casey Affleck demostrarnos sus dotes artísticas más desconocidas y a Michelle Williams desenvolverse con total libertad al encarnar con apenas un par de certeras indicaciones un personaje que consigue robar la película no ya en dos escenas, el velatorio y la charla, sino en una sola mirada.
Lonergan mantiene sin despeinarse dos horas y cuarto de drama alternando el presente con el pasado de manera que no podamos levantarnos del asiento. Al igual que en su debut, gracias a una historia de familias descompuestas en la que los adultos caen en la aflicción, siendo los más jóvenes y desprotegidos quienes estén más preparados para seguir adelante.
El único pero de la película es la falta de innovación. Un guión tan sólido podría suponer la oportunidad perfecta del director para desmarcarse de un estilo tras la cámara que, pese pertenecer a él de manera legítima, ya se viene convirtiendo en un manual. Quizás Lonergan, más ducho en teatro, no esté interesado en desplegar sus capacidades técnicas, pero dada su inclinación al detalle en cuanto a la pluma se refiere, queda claro que podría perfectamente volver a revolucionar el cine independiente marca Sundance si se lo propusiera.

5,6
10.922
8
2 de agosto de 2016
2 de agosto de 2016
6 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es compresible que cualquier espectador o crítico al que no le gusten las imposturas salga horrorizado de la sala: la trama es delirante y la acción lenta y casi inexistente, viéndose sepultada por escenas grotescas a lo largo de toda la obra. Sin embargo, la nueva entrega del director de Drive es una de las experiencias visuales más impactantes de los últimos años. Refn logra transformar los códigos del lenguaje publicitario de manera que convierte planos, poses y luces más que vistas en un universo surrealista en la que una historia terrorífica tiene lugar.
Y es que es esta destrucción y recomposición de la imagen donde reside la potencia del film. Reducir la película a una trama de modelos violentas es pecar de lo que se critica: superficialidad. Decir que The neon demon es una crítica sangrienta a la moda es no enterarse del asunto. No hay ninguna crítica al mundo de la moda al igual que en Drive no había ninguna crítica al mundo de la mecánica. La moda no es más que el vehículo para que Refn nos cuente una historia de belleza y envidia. Una luz cegadora, Elle Fanning, detestada por todas las criaturas oscuras. La rabia que en las almas malvadas y corruptas despiertan la pureza y la excelencia. La diferencia entre el talento y el don.
Hablábamos antes del universo surrealista y desde luego Refn se ha convertido en uno de los referentes contemporáneos a tener más en cuenta. Ya en la fallida, aunque reivindicable, Sólo Dios perdona, el danés coqueteaba con las escenas oníricas en las que el Dios de la cinta, el tailandés Vithaya Pasringarm cantaba en un karaoke lleno de neones en varias ocasiones, casi dándose la mano con el fascinante cineasta Apichatpong Weerasethakul, experto en desdibujar la fina línea que separa el sueño de la vigilia. Gran acierto de Refn el haber explotado las vías visuales renunciando al protagonismo de la acción, que era precisamente lo que más renqueaba en su anterior film.
The neon demon, además, sabe rendir homenaje a los maestros surrealistas del cine sin renunciar a un estilo propio identificable en las décadas a venir: Los omnipresentes neones reflejados en la oscuridad y los colores pastel que se apagan bajo la luz natural. El puntero vestuario en contraste con los decorados más horteras. Falsa sangre. Elle Fanning flotando en un trampolín...
Pero también un pasillo en el que un personaje sale detrás de una cortina para atacar a la protagonista, como Buñuel hizo en Belle de Jour con Catherine Deneuve, o un inoportuno puma en la cama del motel, como la vaca de La edad de oro. En un desfile los neones que iluminan la pasarela provocan en Elle Fanning reacciones y fotogramas similares a los de Romy Schneider en la inconclusa L'enfer de Georges Clouzot. Y sobre todo, vemos a Jodorowsky.
Ya en los créditos de Sólo Dios perdona se pudo ver en letras bien grandes que la película iba exclusivamente dedicada a al director chileno. El multidisciplinar artista vuelve a parecer en los agradecimientos, pero además el final nos remite directamente a La montaña sagrada. Una sala decorada de manera imposible y esa escena gore maravillosa, con efectos imperfectos y en definitiva, ya grabada en la posteridad.
Uno de los finales más impactantes de la historia del cine gracias también a las imponentes presencias de Bella Heathcote y sobre todo, la increíble Abbey Lee. Ambas, junto a las también magníficas Jena Malone y Elle Fanning, hacen de esta pesadilla de colores saturados una muestra de la valía de los elencos exclusivamente femeninos en cualquier tipo de película.
Y es que es esta destrucción y recomposición de la imagen donde reside la potencia del film. Reducir la película a una trama de modelos violentas es pecar de lo que se critica: superficialidad. Decir que The neon demon es una crítica sangrienta a la moda es no enterarse del asunto. No hay ninguna crítica al mundo de la moda al igual que en Drive no había ninguna crítica al mundo de la mecánica. La moda no es más que el vehículo para que Refn nos cuente una historia de belleza y envidia. Una luz cegadora, Elle Fanning, detestada por todas las criaturas oscuras. La rabia que en las almas malvadas y corruptas despiertan la pureza y la excelencia. La diferencia entre el talento y el don.
Hablábamos antes del universo surrealista y desde luego Refn se ha convertido en uno de los referentes contemporáneos a tener más en cuenta. Ya en la fallida, aunque reivindicable, Sólo Dios perdona, el danés coqueteaba con las escenas oníricas en las que el Dios de la cinta, el tailandés Vithaya Pasringarm cantaba en un karaoke lleno de neones en varias ocasiones, casi dándose la mano con el fascinante cineasta Apichatpong Weerasethakul, experto en desdibujar la fina línea que separa el sueño de la vigilia. Gran acierto de Refn el haber explotado las vías visuales renunciando al protagonismo de la acción, que era precisamente lo que más renqueaba en su anterior film.
The neon demon, además, sabe rendir homenaje a los maestros surrealistas del cine sin renunciar a un estilo propio identificable en las décadas a venir: Los omnipresentes neones reflejados en la oscuridad y los colores pastel que se apagan bajo la luz natural. El puntero vestuario en contraste con los decorados más horteras. Falsa sangre. Elle Fanning flotando en un trampolín...
Pero también un pasillo en el que un personaje sale detrás de una cortina para atacar a la protagonista, como Buñuel hizo en Belle de Jour con Catherine Deneuve, o un inoportuno puma en la cama del motel, como la vaca de La edad de oro. En un desfile los neones que iluminan la pasarela provocan en Elle Fanning reacciones y fotogramas similares a los de Romy Schneider en la inconclusa L'enfer de Georges Clouzot. Y sobre todo, vemos a Jodorowsky.
Ya en los créditos de Sólo Dios perdona se pudo ver en letras bien grandes que la película iba exclusivamente dedicada a al director chileno. El multidisciplinar artista vuelve a parecer en los agradecimientos, pero además el final nos remite directamente a La montaña sagrada. Una sala decorada de manera imposible y esa escena gore maravillosa, con efectos imperfectos y en definitiva, ya grabada en la posteridad.
Uno de los finales más impactantes de la historia del cine gracias también a las imponentes presencias de Bella Heathcote y sobre todo, la increíble Abbey Lee. Ambas, junto a las también magníficas Jena Malone y Elle Fanning, hacen de esta pesadilla de colores saturados una muestra de la valía de los elencos exclusivamente femeninos en cualquier tipo de película.

6,8
32.509
9
1 de abril de 2019
1 de abril de 2019
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si Julieta se caracterizaba por un Almodóvar contenido, podría decirse que Dolor y gloria es el Almodóvar controlado. El cineasta ha llegado a un punto en su carrera en el que ya no necesita reprimir sus excesos y pasiones en el cine, sino que sabe dosificarlos en las cantidades justas. En esta película la emoción fluye sin necesidad de demasiado artificio. Y eso que volvemos a encontrar la comedia y también el melodrama en esta nueva entrega, pero sin que fagociten el ritmo ni la trama principal, sin ese secundario gracioso que le coma la tostada al protagonista en escenas clave.
Esta película supone las mayores cuotas de refinamiento que el estilo de Almodóvar haya alcanzado nunca, tanto a nivel narrativo, como estético o escénico. Además, tal parece que se trata de su obra más personal, pues el protagonista es un director que ha de hacer frente a los dolores, físicos y anímicos, de la vejez que llama a la puerta. Tanto con medicamentos, tanto con heroína, cuya preparación y efecto, finalmente, vemos que no se diferencian tanto para él.
Inevitablemente, en su última oportunidad para preservar su madurez dejando echar a volar, libre, el recuerdo de su juventud, el hombre se pierde en asuntos del pasado aún pendientes: un actor con quien ha de hacer las paces, un antiguo amor que ha de superar, el dolor de la ausencia de una madre que ha de aceptar y el primer deseo en forma de hombre desnudo, en una secuencia magnífica. Estos tres puntos, cine, hombres y madre, santísima trinidad de la pasión del protagonista. se van entrelazando de manera sutil, casi sin que nos demos cuenta que forman tres historias independientes. No en vano, las tres vienen y se van constantemente, al igual que en la mente de su protagonista. Al igual, por tanto, que el Almodóvar público que conocemos.
Aunque él representa el paradigma de la figura del cineasta mediático, autor y realizador en la misma persona, casi siempre se alaba al Almodóvar guionista en dentrimento del igualmente excelso Almodóvar director. Dolor y gloria quizás sea, junto con La mala educación, donde su puesta en escena cobra mayor importancia. Si en esta última descubríamos a mitad de película que los flashbacks eran parte de un rodaje, en Dolor y gloria ocurre algo parecido. Además, gran parte de la película se construye en torno a la restauración de una antigua obra en la Filmoteca y la organización del evento.
El metacine es un recurso arriesgado que puede hacer que el público pierda el hilo o el interés, o peor aún, que vean las costuras del truco. Es por ello que sólo quien conoce y quien ama el cine, es decir, aquel que se fija con pasión en el mínimo detalle de su día a día, es capaz de hacerlo de manera magistral: Fellini en Ocho y medio, Truffaut en La noche americana, Wilder en Fedora, Godard en El desprecio, Kiarostami en El viento nos llevará... y Almodóvar. El manchego ya lo ha hecho en muchas ocasiones, más de las que el imaginario popular recuerda: el casting al comienzo de La ley del deseo, el doblaje de Mujeres al borde de un ataque de nervios, Victoria Abril ahorcando a la muerte en Átame, El amante menguante, La visita, Chicas y maletas... Cuando vuelve a abordar el tema en Dolor y gloria, tanto en torno a la restauración de Sabor como el rodaje de El primer deseo, películas dirigidas por el protagonista, la técnica mostrada vuelve a ser magistral.
Esta película supone las mayores cuotas de refinamiento que el estilo de Almodóvar haya alcanzado nunca, tanto a nivel narrativo, como estético o escénico. Además, tal parece que se trata de su obra más personal, pues el protagonista es un director que ha de hacer frente a los dolores, físicos y anímicos, de la vejez que llama a la puerta. Tanto con medicamentos, tanto con heroína, cuya preparación y efecto, finalmente, vemos que no se diferencian tanto para él.
Inevitablemente, en su última oportunidad para preservar su madurez dejando echar a volar, libre, el recuerdo de su juventud, el hombre se pierde en asuntos del pasado aún pendientes: un actor con quien ha de hacer las paces, un antiguo amor que ha de superar, el dolor de la ausencia de una madre que ha de aceptar y el primer deseo en forma de hombre desnudo, en una secuencia magnífica. Estos tres puntos, cine, hombres y madre, santísima trinidad de la pasión del protagonista. se van entrelazando de manera sutil, casi sin que nos demos cuenta que forman tres historias independientes. No en vano, las tres vienen y se van constantemente, al igual que en la mente de su protagonista. Al igual, por tanto, que el Almodóvar público que conocemos.
Aunque él representa el paradigma de la figura del cineasta mediático, autor y realizador en la misma persona, casi siempre se alaba al Almodóvar guionista en dentrimento del igualmente excelso Almodóvar director. Dolor y gloria quizás sea, junto con La mala educación, donde su puesta en escena cobra mayor importancia. Si en esta última descubríamos a mitad de película que los flashbacks eran parte de un rodaje, en Dolor y gloria ocurre algo parecido. Además, gran parte de la película se construye en torno a la restauración de una antigua obra en la Filmoteca y la organización del evento.
El metacine es un recurso arriesgado que puede hacer que el público pierda el hilo o el interés, o peor aún, que vean las costuras del truco. Es por ello que sólo quien conoce y quien ama el cine, es decir, aquel que se fija con pasión en el mínimo detalle de su día a día, es capaz de hacerlo de manera magistral: Fellini en Ocho y medio, Truffaut en La noche americana, Wilder en Fedora, Godard en El desprecio, Kiarostami en El viento nos llevará... y Almodóvar. El manchego ya lo ha hecho en muchas ocasiones, más de las que el imaginario popular recuerda: el casting al comienzo de La ley del deseo, el doblaje de Mujeres al borde de un ataque de nervios, Victoria Abril ahorcando a la muerte en Átame, El amante menguante, La visita, Chicas y maletas... Cuando vuelve a abordar el tema en Dolor y gloria, tanto en torno a la restauración de Sabor como el rodaje de El primer deseo, películas dirigidas por el protagonista, la técnica mostrada vuelve a ser magistral.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero Dolor y gloria va un paso más allá en la metanarrativa y no se contenta con el cine, pues quizás las escenas más impresionantes de la cinta corresponden a otro tipo de arte: el teatro. Tampoco es la primera vez que Almodóvar hace homenaje al arte sobre el escenario: Manuela Velasco cantando Ne me quitte pas en La ley del deseo. También Un tranvía llamado deseo en Todo sobre mi madre, donde hay un claro homenaje a Opening night de Cassavetes, que gira en torno al teatro al igual que Eva al desnudo, de donde Almodóvar tomó el título. Cafe Muller de Pina Bausch en Hable con ella y cómo no, las artes escénicas más infravaloradas de las que el director formó parte casi al mismo tiempo que el cine, si acaso incluso antes: la escena drag.
Dos momentos claves bastan para asombrarnos. El primero, un simple plano de unos niños coristas ensayando sobre el escenario. Un piano, un fondo negro y un marco rojo. Un encuadre de gran potencia visual gracias a la composición de los personajes: el cura cabizbajo ante su piano y la orientación de los niños, cantando con sus barbillas por encima de la cabeza de su maestro. Y el segundo, quizás la mejor escena de la película, Adicción, la obra de teatro representada en pantalla. Más allá del sentimiento puesto en el monólogo, este segmento está impecablemente rodado. Un hombre que no conocemos llora al escuchar el texto y el suspense invade la escena. Un hombre que es imposible no verlo cuando Almodóvar enfoca al público, como al villano de Extraños en un tren. Es en esa imagen en espejo, cuando el público del cine tenemos en la pantalla, sentados frente a nosotros al público del teatro, que Almodóvar fusiona dos artes poniendo su texto enmedio de dos patios de butacas distintos, a un lado y al otro de la pantalla.
Desde que el cine es cine, el montaje diferenció el celuloide de un simple teatro filmado cuando apareció el primer corte en una película sobre María Estuardo para no tener que cortar la cabeza a la actriz. Mucho antes de que aparecieran los movimientos de cámara que enriquecieran el arte del cinematógrafo. Sin embargo, hay cineastas que han dado saltos mortales en su carrera para filmar el teatro en el cine sin renunciar a la esencia de ambas artes. Estas dos escenas de Dolor y gloria ponen a Almodóvar a la altura de uno de sus mayores referentes, a quien ya rindió homenaje en Tacones lejanos con una mención directa a Sonata de otoño: Bergman.
El sueco se consideraba director de escena antes que cineasta. La dirección de sus actores venía fuertemente influenciada por el arte escénico, pero él mismo combinó teatro y cine de manera muy curiosa en una de sus últimas obras, En presencia de un payaso. En ella, un propietario de una sala de cine en los años 20 cree encontrar el negocio definitivo inventando el cine sonoro, pero no de la manera que creemos: tras la pantalla en la que se proyecta la película, los actores recitarán el texto actuando. Sin embargo, un incendio tiene lugar en el estreno y la sala de proyecciones se quema, por lo que los comediantes han de representar la obra de cara al público. En esta película el cine sirve como excusa para terminar valorando el teatro. En Dolor y gloria, al contrario, el teatro se utiliza como mcguffin para que el cine continúe, para desencadenar el reencuentro del hombre que llora entre el público con el protagonista, uno de los momentos más emotivos de la carrera de Almodóvar en ese rencuentro entre dos hombres que añoran un Madrid que los consumió.
hommecinema.blogspot.com
Dos momentos claves bastan para asombrarnos. El primero, un simple plano de unos niños coristas ensayando sobre el escenario. Un piano, un fondo negro y un marco rojo. Un encuadre de gran potencia visual gracias a la composición de los personajes: el cura cabizbajo ante su piano y la orientación de los niños, cantando con sus barbillas por encima de la cabeza de su maestro. Y el segundo, quizás la mejor escena de la película, Adicción, la obra de teatro representada en pantalla. Más allá del sentimiento puesto en el monólogo, este segmento está impecablemente rodado. Un hombre que no conocemos llora al escuchar el texto y el suspense invade la escena. Un hombre que es imposible no verlo cuando Almodóvar enfoca al público, como al villano de Extraños en un tren. Es en esa imagen en espejo, cuando el público del cine tenemos en la pantalla, sentados frente a nosotros al público del teatro, que Almodóvar fusiona dos artes poniendo su texto enmedio de dos patios de butacas distintos, a un lado y al otro de la pantalla.
Desde que el cine es cine, el montaje diferenció el celuloide de un simple teatro filmado cuando apareció el primer corte en una película sobre María Estuardo para no tener que cortar la cabeza a la actriz. Mucho antes de que aparecieran los movimientos de cámara que enriquecieran el arte del cinematógrafo. Sin embargo, hay cineastas que han dado saltos mortales en su carrera para filmar el teatro en el cine sin renunciar a la esencia de ambas artes. Estas dos escenas de Dolor y gloria ponen a Almodóvar a la altura de uno de sus mayores referentes, a quien ya rindió homenaje en Tacones lejanos con una mención directa a Sonata de otoño: Bergman.
El sueco se consideraba director de escena antes que cineasta. La dirección de sus actores venía fuertemente influenciada por el arte escénico, pero él mismo combinó teatro y cine de manera muy curiosa en una de sus últimas obras, En presencia de un payaso. En ella, un propietario de una sala de cine en los años 20 cree encontrar el negocio definitivo inventando el cine sonoro, pero no de la manera que creemos: tras la pantalla en la que se proyecta la película, los actores recitarán el texto actuando. Sin embargo, un incendio tiene lugar en el estreno y la sala de proyecciones se quema, por lo que los comediantes han de representar la obra de cara al público. En esta película el cine sirve como excusa para terminar valorando el teatro. En Dolor y gloria, al contrario, el teatro se utiliza como mcguffin para que el cine continúe, para desencadenar el reencuentro del hombre que llora entre el público con el protagonista, uno de los momentos más emotivos de la carrera de Almodóvar en ese rencuentro entre dos hombres que añoran un Madrid que los consumió.
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