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Críticas de cinedesolaris
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Críticas 308
Críticas ordenadas por utilidad
7
3 de febrero de 2021
27 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los pequeños detalles son los que pueden dejar en evidencia lo que te esfuerzas en ocultar. Un pequeño detalle puede ser la leve fisura que se engradezca y exponga la película con la que habías tejido una apariencia, como conveniente narrativa, que no posibilitara que se percibiera cómo eres o qué has hecho. En Más allá de la duda (1956), de Fritz Lang, el protagonista revela que es el asesino, de modo inconsciente, cuando alude a alguien por su nombre real, en vez de su nombre artístico, por el que era conocida. Evidenciaba, de ese modo, que la conocía. Un nombre real puede ser un pequeño detalle que exponga realmente cómo eres o qué has hecho. Pero otros pequeños detalles son los que determinan que cometas un error cuando te domina la intemperancia o tus nervios te superan. Un mero gesto, un dedo que pulsa un gatillo, una reacción exasperada, y cruzas un umbral que solo podrá ser maquillado con el autoengaño, como una pinza que sostiene un vacío. Esos pequeños detalles son a los que alude Pequeños detalles (The Little things, 2021), de John Lee Hancock. El sheriff del condado Deacon (Denzel Washington) señala que los pequeños detalles son a los que hay que estar atentos porque son los que desvelan al infractor. Esos detalles que escapan al control, siempre hay una pequeña fuga. Se lo dice al detective Baxter (Rami Malek), al cargo de la investigación de un crimen, que parece es otro más cometido por un asesino en serie. La realidad puede ser esquiva, como una pantalla que obstaculiza el discernimiento, pero también la mirada puede ofuscarse. Y las buenas intenciones tornarse obsesiones que pueden generar catástrofes. La realidad está constituida por sombras, pero también por luces que ciegan.

Se ha hablado de que Pequeños detalles parece una película fuera de su tiempo, un tipo de producción más bien de los 90. Desafortunadamente, no un tipo de producción que se haya privilegiado en la última década en los Estudios hollywoodienses. Su lugar parecía ya ser el televisivo. Como la excepcional serie Mindhunter (2017-19), creada por Joe Penhall, aunque David Fincher sea su inspiración creativa. Precisamente, se ha traído a colación, con respecto a Pequeños detalles, la seminal Seven (1995), de David Fincher, una de esas obras que han marcado un antes y un después en la Historia del cine, y que aún sigue siendo uno de los más certeros reflejos de nuestro tiempo (de nuestra civilización). Una plantilla: dos polícías, uno veterano y uno joven, y un asesino en serie. De hecho, Hancock escribió el guion por aquel entonces, poco después del que desarrolló para Un mundo perfecto (1993), de Clint Eastwood. Se lo propuso a Spielberg, pero a éste le pareció demasiado oscuro. El estilo de Pequeños detalles no tiene mucho que ver con la atmósfera perturbadora de Seven, sino con el estilo más bien templado de Eastwood, como ya evidenciaba, también, en su obra previa, la también notable Emboscada mortal (2019). Una distancia templada modulada por la magnífica banda sonora de Thomas Newman, que conduce, emocionalmente, la narración como si fuera su médula espinal. Los pequeños detalles sintoniza más con Zodiac (2008), de nuevo, no en estilo, pero si enfoque. El desarrollo narrativo de Zodiac derivaba, o se enturbiaba, en la obsesión del periodista que encarnaba Jake Gyllenhaal. Necesitaba dotar de rostro a un asesino escurridizo, una fisura en la realidad que quemaba la película sobre la que se sostiene la ilusión de realidad (la rutina de continuidad). El asesino podía ser cualquiera, la muerte podía irrumpir en cualquier momento (un cliente en un taxi, una figura en un descampado cuando retozas plácidamente con tu pareja): la realidad quedaba expuesta como un desazonador sumidero de posibles, como si las purulencias fueran componente consustancial. No hay manera de controlar la (película de la) realidad
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cinedesolaris
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6
31 de julio de 2022
17 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los perdonados (The forgiven), de John Michael McDonagh, quien adapta la homónima novela de Lawrence Osborne, es una obra sobra la asunción de las consecuencias así como sobre la naturaleza de la inercia en la que se ha encasquillado la sociedad privilegiada occidental. El matrimonio que conforman David (Ralph Fiennes) y Jo (Jessica Chastain) se convierten, durante los primeros pasajes en emblema de ese enquistamiento que se caracteriza por el deterioro incluso ético, y durante la evolución del desarrollo narrativo, en la posibilidad de una posible modificación, que implica reenfoque y rectificación. En la secuencia inicial, sobre la cubierta del barco sobre la que avistan Marruecos, David saluda con un Le Afrique, que no transmite alegría sino que rezuma cierto desprecio, amplificado por el hecho de que la enuncie en francés pero no inglés. mientras Jo mira directamente a cámara con expresión de tedio. Le Afrique es una tierra extranjera que es otra, y por añadidura de categoría inferior. Esa xenofobia tiznada de suficiencia caracteriza a David en los primeros pasajes, como una amargura patente que intenta contener infructuosamente a través del alcohol. En esas primeras secuencias también queda patente que esa relación marital se asemeja a un accidente que aún no se ha querido calificar o asumir como tal. Son dos personajes que están juntos como quienes se dejan llevar a la deriva por mero automatismo. En su trayecto, por el Alto Atlas, en dirección a la lujosa villa propiedad de Richard (Matt Smith), en la que convive con Dally (Caleb Landry Jones), sufrirán un accidente que es más bien atropello de un joven vendedor de fósiles. Unos fósiles con apariencia humana acaban con la vida del joven, por el atolondramiento de David, debido al alcohol con el que se aturde y a una nueva discusión que mantiene con Jo. Ese atropello supondrá el punto de arranque para asumir que habían atropellado su propia vida y que resulta necesario una modificación radical de actitud y enfoque (no solo sobre su propia relación marital).

El motivo del desplazamiento es la asistencia a la fiesta que se celebra en esa villa. Los asistentes que se congregan reflejan el ensimismamiento y la autoindulgencia, la vacuidad y el extravío de la sociedad privilegiada occidental. Queda condensado en el despertar de una de sus asistentes, Cody (Abbey Lee), en una duna a centenares de metros de la vida, tras la primera celebración nocturna. ¿Qué hago aquí? es la pregunta que se hace, y es la que no se hacen, en términos más amplios, con respecto a su (modo y actitud de) vida, los asistentes a esa celebración, como si vivieran de modo pasajero en el decorado de una fantasía en un territorio exótico. Africa es un escenario con que el que mantienen distancia mediante la interposición de su espacio de lujo, como si fuera una nave espacial que hubiera creado su propio medio ambiente, una cápsula en la que extienden el lujo privilegiado que disfrutan en Occidente. Los africanos son sirvientes o figuras ajenas, de condición inferior, que pulula en el árido entorno circundante. Su privilegio les atropella sin particular escrúpulo, o con una reconfortante inconsciencia. Son figuras de fondo de decorado. La irrupción de Abdellar (Ismael Kanater), el padre del chico atropellado propiciará la confrontación con ese modo de vida, o lo será sobre todo para David, ya que el padre pide que le acompañe en un viaje de dos días hacia su aldea para asistir al funeral de su hijo.

La convicción de la espléndida interpretación de Fiennes contrarresta una quizá excesiva gravitación en el peso de un tesis. En ocasiones, más que fluir, la evolución dramática se asemeja a un engranaje que completa su proceso predeterminado, como si fuera un proceso de demostración más que de mostración. La distancia, en ocasiones, parece esterilizar o neutralizar la turbiedad de la infección vital que se desentraña. Es una obra de sugerente planteamiento en la que los conceptos parecen superponerse sobre la atmósfera, la tesis sobre el desarrollo orgánico narrativo.
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cinedesolaris
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10
15 de abril de 2021
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
A un hombre, Corey (Alain Delon), le es concedida la libertad, antes de que cumpla el tiempo de condena al que le sentenciaron, por buen comportamiento. Antes de abandonar la prisión de Marsella, un oficial de policía le plantea la opción de un atraco a una joyería de París. Corey muestra su reticencia, porque no quiere reincidir, pero el policía argumenta que no está en posición de decidir quien ha estado recluido cinco años de prisión. No es cuestión de lo que quiera sino de lo que puede, y para alguien con sus antecedentes será complicado encontrar un empleo. La fatalidad es la propia sociedad. Otro hombre, Vogel (Gian Maria Volonté), se fuga del compartimento del tren en el que es trasladado de Marsella a París, escoltado por el inspector Mattei (André Bourvil), quien no cejará para volver a apresarle. Prisión, fuga, fatalidad, liberación. Los pasajes iniciales de Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970), de Jean Pierre Melville, alternan los avatares de ambos hombres, un prófugo y un (presunto) liberado, hasta que sus direcciones coincidan, como si un círculo fuera lo que les uniera. Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día, cualquier cosa puede pasarles, y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, inevitablemente estarán juntos en el círculo rojo, es la cita, del propio Melville, con la que se abre la película. Tras que Vogel atraviese bosques y prados nevados, perseguido por la policía, se introducirá en el maletero del coche, aparcado, de Corey, mientras éste toma un café en un bar de carretera. Azar, coincidencia, ¿fatalidad? La tenacidad de Mattei será una sombra que se cierna sobre ambos. Pero también la de quien ya había traicionado a Corey antes de ser encarcelado, Rico (Andre Ekyan), y durante su estancia en prisión, ya que había entablado relación con la que había sido novia de Corey, quien, cuando acude a su domicilio a pedir cuentas, intuye que está en el dormitorio. Todo plan o proyecto se ve enturbiado por la interferencia de los otros. El azar son las voluntades o los despechos de los otros. La vida es como una mesa de billar en la que juegas y no sabes cuándo irrumpirá, imprevisible, otro jugador que, quizá, desbarate tu propósito.

Ambos, Corey y Vogel, sombras fugitivas, están marcados por la figura de un policía, el que propuso el plan a Corey, y el que persigue de modo implacable a Vogel. Uno establece como única posible dirección la reincidencia en el delito y el otro se cierne cual espada de Damocles. Por eso, resulta una ironía, que Corey no puede evitar advertir, que quien sea el tercer integrante para el atraco, por su afinada puntería, sea alguien que fue policía, Jansen (Yves Montand). Si en el primer tercio la narración es la coreografía de dos destinos que se entrecruzan, estos pasajes previos al atraco están dominados por la presencia de quien ha perdido pie y es una sombra de lo que fue (o quiso ser), ya que Jansen sufre alucinaciones de delirium tremens por el excesivo consumo de alcohol. Su particular prisión. Es un desecho, un despojo vital, como el despojamiento de su mismo hogar. Los hechos no se controlan, ni la interferencia de los otros, pero sí al menos hay un logro que es posible, aquel que depende de la voluntad, la victoria sobre las propias fragilidades, el triunfo de la pericia sobre los temblores.
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cinedesolaris
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7
11 de diciembre de 2021
15 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la primera secuencia de Tres pisos (Tre piani, 2021), de Nanni Moretti, tres vidas, tres hogares vecinos, convergen en un suceso nocturno, el atropello de un coche a una peatona que cruza la calle. El coche que conduce Andrea (Alessandro Perdutti), hijo de Vittorio (Nanni Moretti) y Dora (Margherita Buy), tras el atropello, embiste la cristalera del piso que ocupa Lucio (Riccardo Scarmaccio) con su esposa Sara (Elena Lietti) y su hija. Monica (Alba Rohrwacher), que se dirige al hospital para dar a luz, es testigo del suceso. Atropellos, colisiones, percepciones. La narración alterna, durante varios años, el curso de las relaciones en cada uno de esos tres hogares, como si se estableciera un diálogo especular entre los diferentes conflictos que se viven en uno y otro. Ese suceso no conecta las tres vidas pero si señaliza o anticipa los percances que se viven o vivirán en cada hogar. El atropello se corresponde con la sensación de atropello que siente Andrea con respecto a la figura de autoridad de su padre, juez. La rotura de la cristalera con la desestabilización que quebrara la vida de Lucio cuando tema que su hija haya podido sufrir abuso sexual por parte de un vecino, anciano, que solía cuidarla cuando ellos estaban ausentes. Por su parte, Mónica, que no puede dar un testimonio preciso sobre el accidente, sobre si la mujer cruzó sin mirar o fue responsabilidad del conductor, se caracterizara por una progresiva desestabilización de su percepción de la realidad. Por ciertas visiones, como la de un cuervo en su salón, teme haber heredado la enfermedad neuronal de su madre, aunque el médico le indique que no tiene por qué ser así.

Fragilidades, inestabilidad. La imprecisa u ofuscada percepción de los otros ¿Qué percibimos de los demás o qué proyectamos sobre los demás?¿En qué medida se pueden convertir más en lo que representan, de nuestros temores o frustraciones, que lo que son? La percepción es una cuestión capital en el entramado dramatúrgico y conceptual. En especial, en relación con Lucio, cuya conflicto es el que ocupa más tiempo narrativo (y que, de modo específico, se hace eco de dinámicas condenatorias sociales que en la última década han sido recurrentes). A diferencia de su esposa, se ofusca y obceca con su convicción de que su vecino infligió abuso sexual a su hija. Cuando les encuentra en el parque en la noche, no percibe un hombre al que han fallado las piernas, ni se convence de que sea fiable el relato de su hija. No cree que se perdieron, como ella le dice, más bien él se pierde en sus temores y recelos. Hay una cristalera que se rompe en su mente.
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7
15 de mayo de 2023
12 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la secuencia introductoria de Blue Jean (2022), opera prima de Georgia Oakley, Jean (excelente Rosy McEwen) se tiñe el pelo. Jean es profesora de educación física en un colegio de Newcastle en el que no comparte con sus compañeros de trabajo que es lesbiana. De alguna manera, se tiñe en su forma de presentarse ante los demás, para aparentar lo que no es, para sentirse integrada y no sentirse estigmatizada, e incluso, perder su trabajo. Actitud que difiere de la de su pareja, Viv (Kerry Hayes), quien no se camufla en ninguno de los escenarios sociales que configuran su vida. Jean compartimenta, por eso nunca socializa con sus compañeros de trabajo. Fuera de éste, disfruta del tiempo de ocio con su novia y amigas lesbianas. Vive vidas separadas. En las secuencias iniciales, contempla en la televisión imágenes de un concurso, Blind date, en el que hombres y mujeres, heterosexuales, buscan pareja, así como intervenciones de políticos, que se sucederán a lo largo de la narración, condenando la homosexualidad, a la que califican como opuesta a lo que conciben como normal (legítimo, deseable, ejemplar). En 1988, el año en el que transcurre la narración, se discutía la aprobación de la ley Sección 28, que prohibía la promoción de la homosexualidad (ley que, tras ser aprobada, se mantendría vigente hasta el año 2000), como si fuera una decisión que se pudiera adoptar. Influía en el sistema educativo porque alentaba los abusos y podía propiciar que se pudiera calificar como inaceptable (en términos de configuración familiar), o que directamente se condenara, aún más cuando parecía asociarse con los comportamientos depredadores sexuales pedófilos. En esa circunstancia, hubo quienes, como Jean, optaron por mantener una doble vida, dos narrativas en paralelo, que implicaba fingimiento y negación en los escenarios sociales en los que podía ser rechazada, fuera en el laboral o en el familiar (aunque la hermana de Jean lo intuye, e incluso se lo plantee con naturalidad).

El tratamiento realista y las convenciones dramatúrgicas pueden entrar en conflicto o quizá convivir en funambulista armonía. En el colegio no falta la alumna que rezuma arrogancia y que acaudilla el correspondiente grupo que se ríe de alguien, otra chica, es decir, que disfruta humillándola. Es el caso de Siobhan (Lydia Page) que no se cansa de provocar o intentar humillar a la chica nueva, Lois (Lucy Halliday), y más aún cuando sospecha que puede ser lesbiana. Es un recurso dramatúrgico convencional, en cuanto frecuente, aunque refleje, tristemente, una realidad recurrente. Lois, por su parte, ejerce de contrapunto, en la senda de Viv, para Jean, porque no se ve lastrada por los mismos temores. Incluso, en el mismo pub que frecuenta Jean, Lois no duda en entablar amistad con las amigas de Jean, para consternación de ésta, ya que quiere mantener separadas sus dos realidades, la natural y la prostética. El desarrollo de ese conflicto entre alumnas, como se puede prever, ejercerá de puesta a prueba de la capacidad de Jean para ser consecuente con lo que es y piensa o si, por el contrario, se pliega a la máscara conveniente con la que se amolda a lo que demanda la sociedad tanto como normativa como normalidad (por tanto, legitimada).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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