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Críticas ordenadas por utilidad
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7,1
15.966
5
3 de diciembre de 2021
3 de diciembre de 2021
40 de 65 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los primeros pasajes de Fue la mano de Dios (E estata la mano Di Dio, 2021), de Paolo Sorrentino, Federico Fellini realiza pruebas de casting en Napoles. Los rostros que aparecen son un eco de los peculiares rostros que recolectaba Fellini en sus obras, un rasgo caracterizador más de su singularidad. Sorrentino, en cambio, busca denodadamente la singularidad. Su cine es un eco ampuloso, como de modo manifiesto era el caso de La gran belleza (2013), o descafeinado, como es el de Fue la mano de Dios, del cine de Fellini. En esta hay quien cita una declaración del propio Fellini en la que decía que el cine era una necesaria distracción con la que contrarrestar la mediocridad de la vida. En su cine se palpaba ese desgarro entre ilusión y decepción y su descarnada agudeza era proporcional a su inventiva. En Sorrentino parece más bien una fuga envolviéndose con atavíos con los que intentar dotarse de una distinción que queda un tanto impostada, como quien huye con aspavientos de las llamas de la mediocridad. El cine de Fellini también se caracterizaba por su capacidad para alternar lo humorístico y lo dramático, el apunte poético y el grotesco. Su narración fluía graciosamente entre extremos, a veces coincidentes en la misma situación o un mismo plano. En Fue la mano de Dios, la fluidez se atranca, y el salto de una tonalidad a otra, en ciertas ocasiones, es brusca. Por añadidura, y sobre todo, su estructura se define por un cambio drástico de marcha en su ecuador que reconvierte su narración en otra película que no germina de lo previo sino que parece que desembocara en otra narración. Su previa alternancia de tonos deriva en una gravedad más lóbrega y se enquista en la afectación.
Si La gran belleza se nutría de la magistral La dolce vita (1959), de Fellini, En Fue la mano de Dios se pueden rastrear los ecos de Amarcord (1973) y Los inútiles (1953), las dos obras de Fellini que conectaban con su infancia y juventud. En Fue la mano de Dios, en la que Fabietto (Filippo Scotti) ejerce de reflejo del cineasta, Sorrentino mira a su propia adolescencia, cuando comenzó a soñar con ser director de cine. La construcción narrativa también es episódica. La acción transcurre en 1986, cuando se disputaba el mundial de Fútbol. El título de la película alude al célebre gol con la mano de Diego Armando Maradona en el partido que disputó Argentina contra Inglaterra. Una frase del futbolista argentino precede a la narración: Intenté hacerlo lo mejor posible, y creo que no lo hice mal. Frase que parece una variante de la que consta en la lápida de Stanislaw Lem: Hice cuanto pude. Quien sea capaz, hágalo mejor. Parece hacerse eco del denodado esfuerzo de Sorrentino por desprenderse de cualquier sombra (mancha) de mediocridad. El futbolista, que fichó en 1984 por el Napoles, funciona, narrativamente, a modo de telón de fondo como en Amarcord lo eran los fastos pretenciosos del Fascismo y sus rituales. Maradona ejerce de reflejo de lo sublime, de la ilusión, como la belleza de la tía Patricia (Luisa Ranieri), cuya exuberancia mamaria ejerce de manifiesto fetiche, como de modo más hiperbólico en la estanquera de Amarcord, película de la cual también se pueden encontrar ecos de los personajes del motorista o del transalántico, como de Los inútiles la perturbadora y sombría presencia del director de teatro o la marcha en tren de la ciudad de provincias a Roma.
En la primera parte, definida por esa alternancia de tonos, brillan momentos que definen las mejores cualidades de Sorrentino, la captación de la poesía de la extrañeza: la introducción, fantasmagórica, del encuentro de la tía Patricia, que espera en una parada de autobús, con San Genaro, que la lleva en su coche a un casa en ruinas donde un pequeño monje, de rostro oculto, puede ayudarle a que recupere la fertilidad (inmediatamente, en la secuencia posterior, se gira hacia el tono más prosaico, y estereotipado, de una discusión con su agresivo marido que desenfunda el descalificativo tradicional de puta ); un momento de pausa en la reunión en la casa rural familiar en la que escuchan el canto de un pájaro, o la llamada telefónica del padre a la madre en la que con el silbido con el que suelen comunicarse le expresa que desea volver a casa tras que ella le haya echado al descubrir su infidelidad (el hombre puede ser perdonado tras ser infiel mientras la mujer es despreciada como puta). En cierto pasaje, transita de la mirada admirada de Fabietto hacia la tía Patricia a, en la secuencia siguiente, la que dirige hacia la adormilada abuela, como si contrastara el cuerpo sensual y el cuerpo deteriorado, o intuyera la ineluctabilidad del curso de la vida. Ese contraste se hará más patente cuando la tragedia ensombrezca el curso narrativo. La vida es belleza que se deteriora o desquicia. El cuerpo bello pierde el rumbo, recluso de una vida que parece definida por la aleatoriedad, y la sensualidad se manifiesta, en la primera experiencia sexual, del modo más tétrico. La desolación que podían transpirar ciertas secuencias en Los inútiles, cuando las ilusiones colisionaban con las sombras de la realidad, resulta aquí más afectada, como quien se deleita en esa visión tan sórdida como lóbrega. Por eso, su ampulosidad en obras precedentes, como El divo (2008) o La juventud (2015), se revelaba tan protésica. Maquillaje para no afrontar la fealdad que se revela en el reflejo en el espejo, carente de la vivaz e insurgente poesía que anidaba en la mirada de Fellini. Por eso, el cine de Sorrentino, con la excepción de la excelente Las consecuencias del amor (2004), quizá se parezca más al cine de Fellini en el que la hiel, y el trazo grueso, dominaba su registro expresivo, caso de La ciudad de las mujeres (1980) y Ginger y Fred (1986).
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Si La gran belleza se nutría de la magistral La dolce vita (1959), de Fellini, En Fue la mano de Dios se pueden rastrear los ecos de Amarcord (1973) y Los inútiles (1953), las dos obras de Fellini que conectaban con su infancia y juventud. En Fue la mano de Dios, en la que Fabietto (Filippo Scotti) ejerce de reflejo del cineasta, Sorrentino mira a su propia adolescencia, cuando comenzó a soñar con ser director de cine. La construcción narrativa también es episódica. La acción transcurre en 1986, cuando se disputaba el mundial de Fútbol. El título de la película alude al célebre gol con la mano de Diego Armando Maradona en el partido que disputó Argentina contra Inglaterra. Una frase del futbolista argentino precede a la narración: Intenté hacerlo lo mejor posible, y creo que no lo hice mal. Frase que parece una variante de la que consta en la lápida de Stanislaw Lem: Hice cuanto pude. Quien sea capaz, hágalo mejor. Parece hacerse eco del denodado esfuerzo de Sorrentino por desprenderse de cualquier sombra (mancha) de mediocridad. El futbolista, que fichó en 1984 por el Napoles, funciona, narrativamente, a modo de telón de fondo como en Amarcord lo eran los fastos pretenciosos del Fascismo y sus rituales. Maradona ejerce de reflejo de lo sublime, de la ilusión, como la belleza de la tía Patricia (Luisa Ranieri), cuya exuberancia mamaria ejerce de manifiesto fetiche, como de modo más hiperbólico en la estanquera de Amarcord, película de la cual también se pueden encontrar ecos de los personajes del motorista o del transalántico, como de Los inútiles la perturbadora y sombría presencia del director de teatro o la marcha en tren de la ciudad de provincias a Roma.
En la primera parte, definida por esa alternancia de tonos, brillan momentos que definen las mejores cualidades de Sorrentino, la captación de la poesía de la extrañeza: la introducción, fantasmagórica, del encuentro de la tía Patricia, que espera en una parada de autobús, con San Genaro, que la lleva en su coche a un casa en ruinas donde un pequeño monje, de rostro oculto, puede ayudarle a que recupere la fertilidad (inmediatamente, en la secuencia posterior, se gira hacia el tono más prosaico, y estereotipado, de una discusión con su agresivo marido que desenfunda el descalificativo tradicional de puta ); un momento de pausa en la reunión en la casa rural familiar en la que escuchan el canto de un pájaro, o la llamada telefónica del padre a la madre en la que con el silbido con el que suelen comunicarse le expresa que desea volver a casa tras que ella le haya echado al descubrir su infidelidad (el hombre puede ser perdonado tras ser infiel mientras la mujer es despreciada como puta). En cierto pasaje, transita de la mirada admirada de Fabietto hacia la tía Patricia a, en la secuencia siguiente, la que dirige hacia la adormilada abuela, como si contrastara el cuerpo sensual y el cuerpo deteriorado, o intuyera la ineluctabilidad del curso de la vida. Ese contraste se hará más patente cuando la tragedia ensombrezca el curso narrativo. La vida es belleza que se deteriora o desquicia. El cuerpo bello pierde el rumbo, recluso de una vida que parece definida por la aleatoriedad, y la sensualidad se manifiesta, en la primera experiencia sexual, del modo más tétrico. La desolación que podían transpirar ciertas secuencias en Los inútiles, cuando las ilusiones colisionaban con las sombras de la realidad, resulta aquí más afectada, como quien se deleita en esa visión tan sórdida como lóbrega. Por eso, su ampulosidad en obras precedentes, como El divo (2008) o La juventud (2015), se revelaba tan protésica. Maquillaje para no afrontar la fealdad que se revela en el reflejo en el espejo, carente de la vivaz e insurgente poesía que anidaba en la mirada de Fellini. Por eso, el cine de Sorrentino, con la excepción de la excelente Las consecuencias del amor (2004), quizá se parezca más al cine de Fellini en el que la hiel, y el trazo grueso, dominaba su registro expresivo, caso de La ciudad de las mujeres (1980) y Ginger y Fred (1986).
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

5,7
12.223
7
3 de febrero de 2021
3 de febrero de 2021
30 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los pequeños detalles son los que pueden dejar en evidencia lo que te esfuerzas en ocultar. Un pequeño detalle puede ser la leve fisura que se engradezca y exponga la película con la que habías tejido una apariencia, como conveniente narrativa, que no posibilitara que se percibiera cómo eres o qué has hecho. En Más allá de la duda (1956), de Fritz Lang, el protagonista revela que es el asesino, de modo inconsciente, cuando alude a alguien por su nombre real, en vez de su nombre artístico, por el que era conocida. Evidenciaba, de ese modo, que la conocía. Un nombre real puede ser un pequeño detalle que exponga realmente cómo eres o qué has hecho. Pero otros pequeños detalles son los que determinan que cometas un error cuando te domina la intemperancia o tus nervios te superan. Un mero gesto, un dedo que pulsa un gatillo, una reacción exasperada, y cruzas un umbral que solo podrá ser maquillado con el autoengaño, como una pinza que sostiene un vacío. Esos pequeños detalles son a los que alude Pequeños detalles (The Little things, 2021), de John Lee Hancock. El sheriff del condado Deacon (Denzel Washington) señala que los pequeños detalles son a los que hay que estar atentos porque son los que desvelan al infractor. Esos detalles que escapan al control, siempre hay una pequeña fuga. Se lo dice al detective Baxter (Rami Malek), al cargo de la investigación de un crimen, que parece es otro más cometido por un asesino en serie. La realidad puede ser esquiva, como una pantalla que obstaculiza el discernimiento, pero también la mirada puede ofuscarse. Y las buenas intenciones tornarse obsesiones que pueden generar catástrofes. La realidad está constituida por sombras, pero también por luces que ciegan.
Se ha hablado de que Pequeños detalles parece una película fuera de su tiempo, un tipo de producción más bien de los 90. Desafortunadamente, no un tipo de producción que se haya privilegiado en la última década en los Estudios hollywoodienses. Su lugar parecía ya ser el televisivo. Como la excepcional serie Mindhunter (2017-19), creada por Joe Penhall, aunque David Fincher sea su inspiración creativa. Precisamente, se ha traído a colación, con respecto a Pequeños detalles, la seminal Seven (1995), de David Fincher, una de esas obras que han marcado un antes y un después en la Historia del cine, y que aún sigue siendo uno de los más certeros reflejos de nuestro tiempo (de nuestra civilización). Una plantilla: dos polícías, uno veterano y uno joven, y un asesino en serie. De hecho, Hancock escribió el guion por aquel entonces, poco después del que desarrolló para Un mundo perfecto (1993), de Clint Eastwood. Se lo propuso a Spielberg, pero a éste le pareció demasiado oscuro. El estilo de Pequeños detalles no tiene mucho que ver con la atmósfera perturbadora de Seven, sino con el estilo más bien templado de Eastwood, como ya evidenciaba, también, en su obra previa, la también notable Emboscada mortal (2019). Una distancia templada modulada por la magnífica banda sonora de Thomas Newman, que conduce, emocionalmente, la narración como si fuera su médula espinal. Los pequeños detalles sintoniza más con Zodiac (2008), de nuevo, no en estilo, pero si enfoque. El desarrollo narrativo de Zodiac derivaba, o se enturbiaba, en la obsesión del periodista que encarnaba Jake Gyllenhaal. Necesitaba dotar de rostro a un asesino escurridizo, una fisura en la realidad que quemaba la película sobre la que se sostiene la ilusión de realidad (la rutina de continuidad). El asesino podía ser cualquiera, la muerte podía irrumpir en cualquier momento (un cliente en un taxi, una figura en un descampado cuando retozas plácidamente con tu pareja): la realidad quedaba expuesta como un desazonador sumidero de posibles, como si las purulencias fueran componente consustancial. No hay manera de controlar la (película de la) realidad
Se ha hablado de que Pequeños detalles parece una película fuera de su tiempo, un tipo de producción más bien de los 90. Desafortunadamente, no un tipo de producción que se haya privilegiado en la última década en los Estudios hollywoodienses. Su lugar parecía ya ser el televisivo. Como la excepcional serie Mindhunter (2017-19), creada por Joe Penhall, aunque David Fincher sea su inspiración creativa. Precisamente, se ha traído a colación, con respecto a Pequeños detalles, la seminal Seven (1995), de David Fincher, una de esas obras que han marcado un antes y un después en la Historia del cine, y que aún sigue siendo uno de los más certeros reflejos de nuestro tiempo (de nuestra civilización). Una plantilla: dos polícías, uno veterano y uno joven, y un asesino en serie. De hecho, Hancock escribió el guion por aquel entonces, poco después del que desarrolló para Un mundo perfecto (1993), de Clint Eastwood. Se lo propuso a Spielberg, pero a éste le pareció demasiado oscuro. El estilo de Pequeños detalles no tiene mucho que ver con la atmósfera perturbadora de Seven, sino con el estilo más bien templado de Eastwood, como ya evidenciaba, también, en su obra previa, la también notable Emboscada mortal (2019). Una distancia templada modulada por la magnífica banda sonora de Thomas Newman, que conduce, emocionalmente, la narración como si fuera su médula espinal. Los pequeños detalles sintoniza más con Zodiac (2008), de nuevo, no en estilo, pero si enfoque. El desarrollo narrativo de Zodiac derivaba, o se enturbiaba, en la obsesión del periodista que encarnaba Jake Gyllenhaal. Necesitaba dotar de rostro a un asesino escurridizo, una fisura en la realidad que quemaba la película sobre la que se sostiene la ilusión de realidad (la rutina de continuidad). El asesino podía ser cualquiera, la muerte podía irrumpir en cualquier momento (un cliente en un taxi, una figura en un descampado cuando retozas plácidamente con tu pareja): la realidad quedaba expuesta como un desazonador sumidero de posibles, como si las purulencias fueran componente consustancial. No hay manera de controlar la (película de la) realidad
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pequeños detalles, como Zodiac, también enfoca en ese tipo de desquiciamiento, cuando quieres, denodadamente, que la realidad se amolde a como quieres que sea o se resuelva o esclarezca cuando quieres que se resuelva o esclarezca. En Pequeños detalles, Deke ve en el nuevo caso una repetición de aquel caso que le derrotó, porque le superó y cometió un error catastrófico. Los nervios le superaron, no controló su dedo y no disparó en la noche a quien era una amenaza. Disparó a quien no debía. Fue el motivo de que dejara su labor como detective, y optara por ser un uniformado sheriff de condado, de alguna manera en los márgenes. Pero quizá el pasado, de alguna manera, pueda ser reparado. Decide participar en la investigación de los crímenes presentes, colaboración que Baxter recibe con agrado porque conoce su reputación. Una figura parece sobresalir como sospechoso, Sparma (Jared Leto), alguien que había realizado reparaciones en el piso o inmediaciones de los últimos asesinatos. Se convierte en la pantalla, en el emblema, con el que Deke quizá pueda reparar su trágico error pasado. Pero también se convierte en la obsesión de Baxter. Deke sabe que esa obcecación se convirtió en desquiciamiento que propició su error. Pero Baxter aún no sabe guiarse por la necesaria templanza. Ese hombre, Sparma, puede ser el asesino porque lo parece, o lo parece, por lo que puede serlo. Su actitud altiva y desafiante les hace sentir que debe serlo. Pruebas circunstanciales. Sparma se comporta como un reptil. No pierde los estribos, pero Baxter parece temblar en ese filo. No soporta la tensión de la espera o incertidumbre, la no confirmación de sus presunciones. Necesita que la realidad exponga lo que cree, o sospecha, como quien espera que su reflejo sea lo real. Pero no sabe que cava en una realidad que realmente responde más al desquiciamiento de su necesidad. Quizá no haya nada, quizá parezca un asesino pero no lo sea. Y la evidencia de que Sparma juega, gozosamente, con esa ambivalencia, pulsa la tecla de su exasperación. Le hace cavar en distintos lugares en un espacio yermo. Y quizás no haya nada que revelar, y solo sea eso, una burla. Pero quizás no la del asesino que no pierde el control y no se revela o expone con un pequeño detalle, sino la del inocente que, desafiante, juega de modo perverso con una presunción. Una palabra, un comentario, un nombre, puede ser ese pequeño detalle que deje en evidencia que se es el culpable de un crimen pero también puede pulsar la tecla que determine la reacción desquiciada que se torne en acto y catástrofe. Y esa herida fatal que se inflige solo puede ser cubierta con la película de un autoengaño, la sugestión de que esa reacción desquiciada disponía de algún fundamento real. Por eso, Los pequeños detalles puede parecer una producción de los noventa, pero es una película que interpela a nuestro presente, qué grado de desquiciamiento podemos alcanzar para que la realidad se ajuste a nuestra percepción.
Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
Alexander Zárate
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7,5
4.834
10
15 de abril de 2021
15 de abril de 2021
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
A un hombre, Corey (Alain Delon), le es concedida la libertad, antes de que cumpla el tiempo de condena al que le sentenciaron, por buen comportamiento. Antes de abandonar la prisión de Marsella, un oficial de policía le plantea la opción de un atraco a una joyería de París. Corey muestra su reticencia, porque no quiere reincidir, pero el policía argumenta que no está en posición de decidir quien ha estado recluido cinco años de prisión. No es cuestión de lo que quiera sino de lo que puede, y para alguien con sus antecedentes será complicado encontrar un empleo. La fatalidad es la propia sociedad. Otro hombre, Vogel (Gian Maria Volonté), se fuga del compartimento del tren en el que es trasladado de Marsella a París, escoltado por el inspector Mattei (André Bourvil), quien no cejará para volver a apresarle. Prisión, fuga, fatalidad, liberación. Los pasajes iniciales de Círculo rojo (Le cercle rouge, 1970), de Jean Pierre Melville, alternan los avatares de ambos hombres, un prófugo y un (presunto) liberado, hasta que sus direcciones coincidan, como si un círculo fuera lo que les uniera. Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día, cualquier cosa puede pasarles, y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, inevitablemente estarán juntos en el círculo rojo, es la cita, del propio Melville, con la que se abre la película. Tras que Vogel atraviese bosques y prados nevados, perseguido por la policía, se introducirá en el maletero del coche, aparcado, de Corey, mientras éste toma un café en un bar de carretera. Azar, coincidencia, ¿fatalidad? La tenacidad de Mattei será una sombra que se cierna sobre ambos. Pero también la de quien ya había traicionado a Corey antes de ser encarcelado, Rico (Andre Ekyan), y durante su estancia en prisión, ya que había entablado relación con la que había sido novia de Corey, quien, cuando acude a su domicilio a pedir cuentas, intuye que está en el dormitorio. Todo plan o proyecto se ve enturbiado por la interferencia de los otros. El azar son las voluntades o los despechos de los otros. La vida es como una mesa de billar en la que juegas y no sabes cuándo irrumpirá, imprevisible, otro jugador que, quizá, desbarate tu propósito.
Ambos, Corey y Vogel, sombras fugitivas, están marcados por la figura de un policía, el que propuso el plan a Corey, y el que persigue de modo implacable a Vogel. Uno establece como única posible dirección la reincidencia en el delito y el otro se cierne cual espada de Damocles. Por eso, resulta una ironía, que Corey no puede evitar advertir, que quien sea el tercer integrante para el atraco, por su afinada puntería, sea alguien que fue policía, Jansen (Yves Montand). Si en el primer tercio la narración es la coreografía de dos destinos que se entrecruzan, estos pasajes previos al atraco están dominados por la presencia de quien ha perdido pie y es una sombra de lo que fue (o quiso ser), ya que Jansen sufre alucinaciones de delirium tremens por el excesivo consumo de alcohol. Su particular prisión. Es un desecho, un despojo vital, como el despojamiento de su mismo hogar. Los hechos no se controlan, ni la interferencia de los otros, pero sí al menos hay un logro que es posible, aquel que depende de la voluntad, la victoria sobre las propias fragilidades, el triunfo de la pericia sobre los temblores.
Ambos, Corey y Vogel, sombras fugitivas, están marcados por la figura de un policía, el que propuso el plan a Corey, y el que persigue de modo implacable a Vogel. Uno establece como única posible dirección la reincidencia en el delito y el otro se cierne cual espada de Damocles. Por eso, resulta una ironía, que Corey no puede evitar advertir, que quien sea el tercer integrante para el atraco, por su afinada puntería, sea alguien que fue policía, Jansen (Yves Montand). Si en el primer tercio la narración es la coreografía de dos destinos que se entrecruzan, estos pasajes previos al atraco están dominados por la presencia de quien ha perdido pie y es una sombra de lo que fue (o quiso ser), ya que Jansen sufre alucinaciones de delirium tremens por el excesivo consumo de alcohol. Su particular prisión. Es un desecho, un despojo vital, como el despojamiento de su mismo hogar. Los hechos no se controlan, ni la interferencia de los otros, pero sí al menos hay un logro que es posible, aquel que depende de la voluntad, la victoria sobre las propias fragilidades, el triunfo de la pericia sobre los temblores.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Por eso, Jansen renunciará a su parte del botín, porque para él su desafío era la superación de temblor que le superaba y le convertía en un guiñapo dominado por el temor, logro de lo que es signo concreto el disparo certero, desde larga distancia, para neutralizar las alarmas de la joyería.
La secuencia del atraco, que dura aproximadamente media hora, es un afinado prodigio de modulación, de parecido calibre a los veintiocho minutos que duraba el de la también magistral Rififí (1955), de Jules Dassin. Otra filigrana de coreografía de montaje de acciones y gestos, sin una sola palabra. Es el logro. Pero la consecución se verá frustrada por la intervención de las citadas sombras. Rico, que ya previamente había enviado, por dos veces, a una diferente pareja de sicarios para matar a Corey (en la primera ocasión, en unos billares, Corey se libra de ambos, y en la segunda, será fundamental la intervención de Vogel), impide que el tratante acepte vender las joyas robadas. Determinará que Corey busque otra opción, en la que interferirá Mattei, ya que por su presión al contacto de Corey, Santi (Francois Perier), con una representación que se revelará realidad (detendrá a su hijo como sospechoso de posesión de marihuana pero realmente si la posee), se hará él mismo pasar por tratante (otra representación). La vida tramada por falsos reflejos. Mattei es una vertiente del orden: la repetición: por dos veces nos es mostrado llegara su domicilio donde vive en compañía de tres gatos. Su vida es su dedicación policial. Más allá, solo unos gatos para disimular su soledad, un vacío en el que no parece haber nada más. Otra vertiente de la ley: la visión nihilista o fatalista del jefe de policía, quien asevera que todos somos culpables, tarde o temprano (¿por naturaleza o por la manera en que se configura la sociedad?). Una tercera: la corrupción (de quien propuso el atraco a Corey: el mismo Orden incita a la reincidencia porque el Orden no da oportunidades de reintegración). Y una más, la sombra herida o irónica: el policía que dejó de serlo, porque no resistió ni el vacío de la repetición ni el cinismo nihilista ni la corrupción y se precipitó en los abismos de la embriaguez para resistir una vida insatisfactoria, una impostura. Antes de morir, con una sonrisa, espeta a Mattei qué estúpida es la ley. Pero la Ley y el Orden se impone sobre aquellos que habían intentado fugarse o habían abandonado prisión como quien está más bien atrapado en un círculo vicioso. Un círculo que sólo podía romperse con la muerte.
Alexander Zárate
https://elcinedesolaris.blogspot.com/
La secuencia del atraco, que dura aproximadamente media hora, es un afinado prodigio de modulación, de parecido calibre a los veintiocho minutos que duraba el de la también magistral Rififí (1955), de Jules Dassin. Otra filigrana de coreografía de montaje de acciones y gestos, sin una sola palabra. Es el logro. Pero la consecución se verá frustrada por la intervención de las citadas sombras. Rico, que ya previamente había enviado, por dos veces, a una diferente pareja de sicarios para matar a Corey (en la primera ocasión, en unos billares, Corey se libra de ambos, y en la segunda, será fundamental la intervención de Vogel), impide que el tratante acepte vender las joyas robadas. Determinará que Corey busque otra opción, en la que interferirá Mattei, ya que por su presión al contacto de Corey, Santi (Francois Perier), con una representación que se revelará realidad (detendrá a su hijo como sospechoso de posesión de marihuana pero realmente si la posee), se hará él mismo pasar por tratante (otra representación). La vida tramada por falsos reflejos. Mattei es una vertiente del orden: la repetición: por dos veces nos es mostrado llegara su domicilio donde vive en compañía de tres gatos. Su vida es su dedicación policial. Más allá, solo unos gatos para disimular su soledad, un vacío en el que no parece haber nada más. Otra vertiente de la ley: la visión nihilista o fatalista del jefe de policía, quien asevera que todos somos culpables, tarde o temprano (¿por naturaleza o por la manera en que se configura la sociedad?). Una tercera: la corrupción (de quien propuso el atraco a Corey: el mismo Orden incita a la reincidencia porque el Orden no da oportunidades de reintegración). Y una más, la sombra herida o irónica: el policía que dejó de serlo, porque no resistió ni el vacío de la repetición ni el cinismo nihilista ni la corrupción y se precipitó en los abismos de la embriaguez para resistir una vida insatisfactoria, una impostura. Antes de morir, con una sonrisa, espeta a Mattei qué estúpida es la ley. Pero la Ley y el Orden se impone sobre aquellos que habían intentado fugarse o habían abandonado prisión como quien está más bien atrapado en un círculo vicioso. Un círculo que sólo podía romperse con la muerte.
Alexander Zárate
https://elcinedesolaris.blogspot.com/

5,6
1.954
6
31 de julio de 2022
31 de julio de 2022
17 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los perdonados (The forgiven), de John Michael McDonagh, quien adapta la homónima novela de Lawrence Osborne, es una obra sobra la asunción de las consecuencias así como sobre la naturaleza de la inercia en la que se ha encasquillado la sociedad privilegiada occidental. El matrimonio que conforman David (Ralph Fiennes) y Jo (Jessica Chastain) se convierten, durante los primeros pasajes en emblema de ese enquistamiento que se caracteriza por el deterioro incluso ético, y durante la evolución del desarrollo narrativo, en la posibilidad de una posible modificación, que implica reenfoque y rectificación. En la secuencia inicial, sobre la cubierta del barco sobre la que avistan Marruecos, David saluda con un Le Afrique, que no transmite alegría sino que rezuma cierto desprecio, amplificado por el hecho de que la enuncie en francés pero no inglés. mientras Jo mira directamente a cámara con expresión de tedio. Le Afrique es una tierra extranjera que es otra, y por añadidura de categoría inferior. Esa xenofobia tiznada de suficiencia caracteriza a David en los primeros pasajes, como una amargura patente que intenta contener infructuosamente a través del alcohol. En esas primeras secuencias también queda patente que esa relación marital se asemeja a un accidente que aún no se ha querido calificar o asumir como tal. Son dos personajes que están juntos como quienes se dejan llevar a la deriva por mero automatismo. En su trayecto, por el Alto Atlas, en dirección a la lujosa villa propiedad de Richard (Matt Smith), en la que convive con Dally (Caleb Landry Jones), sufrirán un accidente que es más bien atropello de un joven vendedor de fósiles. Unos fósiles con apariencia humana acaban con la vida del joven, por el atolondramiento de David, debido al alcohol con el que se aturde y a una nueva discusión que mantiene con Jo. Ese atropello supondrá el punto de arranque para asumir que habían atropellado su propia vida y que resulta necesario una modificación radical de actitud y enfoque (no solo sobre su propia relación marital).
El motivo del desplazamiento es la asistencia a la fiesta que se celebra en esa villa. Los asistentes que se congregan reflejan el ensimismamiento y la autoindulgencia, la vacuidad y el extravío de la sociedad privilegiada occidental. Queda condensado en el despertar de una de sus asistentes, Cody (Abbey Lee), en una duna a centenares de metros de la vida, tras la primera celebración nocturna. ¿Qué hago aquí? es la pregunta que se hace, y es la que no se hacen, en términos más amplios, con respecto a su (modo y actitud de) vida, los asistentes a esa celebración, como si vivieran de modo pasajero en el decorado de una fantasía en un territorio exótico. Africa es un escenario con que el que mantienen distancia mediante la interposición de su espacio de lujo, como si fuera una nave espacial que hubiera creado su propio medio ambiente, una cápsula en la que extienden el lujo privilegiado que disfrutan en Occidente. Los africanos son sirvientes o figuras ajenas, de condición inferior, que pulula en el árido entorno circundante. Su privilegio les atropella sin particular escrúpulo, o con una reconfortante inconsciencia. Son figuras de fondo de decorado. La irrupción de Abdellar (Ismael Kanater), el padre del chico atropellado propiciará la confrontación con ese modo de vida, o lo será sobre todo para David, ya que el padre pide que le acompañe en un viaje de dos días hacia su aldea para asistir al funeral de su hijo.
La convicción de la espléndida interpretación de Fiennes contrarresta una quizá excesiva gravitación en el peso de un tesis. En ocasiones, más que fluir, la evolución dramática se asemeja a un engranaje que completa su proceso predeterminado, como si fuera un proceso de demostración más que de mostración. La distancia, en ocasiones, parece esterilizar o neutralizar la turbiedad de la infección vital que se desentraña. Es una obra de sugerente planteamiento en la que los conceptos parecen superponerse sobre la atmósfera, la tesis sobre el desarrollo orgánico narrativo.
El motivo del desplazamiento es la asistencia a la fiesta que se celebra en esa villa. Los asistentes que se congregan reflejan el ensimismamiento y la autoindulgencia, la vacuidad y el extravío de la sociedad privilegiada occidental. Queda condensado en el despertar de una de sus asistentes, Cody (Abbey Lee), en una duna a centenares de metros de la vida, tras la primera celebración nocturna. ¿Qué hago aquí? es la pregunta que se hace, y es la que no se hacen, en términos más amplios, con respecto a su (modo y actitud de) vida, los asistentes a esa celebración, como si vivieran de modo pasajero en el decorado de una fantasía en un territorio exótico. Africa es un escenario con que el que mantienen distancia mediante la interposición de su espacio de lujo, como si fuera una nave espacial que hubiera creado su propio medio ambiente, una cápsula en la que extienden el lujo privilegiado que disfrutan en Occidente. Los africanos son sirvientes o figuras ajenas, de condición inferior, que pulula en el árido entorno circundante. Su privilegio les atropella sin particular escrúpulo, o con una reconfortante inconsciencia. Son figuras de fondo de decorado. La irrupción de Abdellar (Ismael Kanater), el padre del chico atropellado propiciará la confrontación con ese modo de vida, o lo será sobre todo para David, ya que el padre pide que le acompañe en un viaje de dos días hacia su aldea para asistir al funeral de su hijo.
La convicción de la espléndida interpretación de Fiennes contrarresta una quizá excesiva gravitación en el peso de un tesis. En ocasiones, más que fluir, la evolución dramática se asemeja a un engranaje que completa su proceso predeterminado, como si fuera un proceso de demostración más que de mostración. La distancia, en ocasiones, parece esterilizar o neutralizar la turbiedad de la infección vital que se desentraña. Es una obra de sugerente planteamiento en la que los conceptos parecen superponerse sobre la atmósfera, la tesis sobre el desarrollo orgánico narrativo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Ese viaje implicará, por un lado, al faltar una pieza del autómata marital que conformaban, la transformación radical de Jo mediante la relación que establecerá con el cínico estadounidense Tom (Christopher Abbot). Un cínico, analista financiero, que ignora lo que es una relación íntima y vive meramente en la superficie de sucesivas relaciones sexuales, servirá de contrapunto de la asunción, por parte de Jo, de su sonambulismo sentimental. Se había convertido en una mujer hueca como hueco es ese hombre epicúreo que no esconde que es nada o un número con forma humana que transita en las emociones más básicas. Para Jo ese reflejo distorsionado de aquello en lo que se había convertido por inercia ejerce de despertar. La pasajera decide apearse de su deriva marital e iniciar otro trayecto, sea cual sea, pero al menos uno el que sí se sienta presente, y con un propósito que sienta como propio. Mientras, David, afronta que era un hombre que huía de sí mismo, de su frustración y amargura, que había enmascarado en suficiencia y amarga causticidad. En un tiempo, incluso, cuando era universitario, era un hombre que pensaba de un modo radicalmente diferente. La confrontación con ese otro modo de vida, durante dos días, supondrá tanto la asunción, que será capaz de reconocer, de que la muerte del joven vendedor de fósiles no fue un accidente sino la consecuencia de su irresponsabilidad, como la del engaño en que se había degradado su propia vida, como una figura de una ficción sonámbula. La excelente, por contundente y concisa, conclusión no logra que se desvanezca la sensación de que la película pudiera haber sido más abrasiva y áspera en su desarrollo narrativo.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

6,6
1.535
7
15 de mayo de 2023
15 de mayo de 2023
14 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la secuencia introductoria de Blue Jean (2022), opera prima de Georgia Oakley, Jean (excelente Rosy McEwen) se tiñe el pelo. Jean es profesora de educación física en un colegio de Newcastle en el que no comparte con sus compañeros de trabajo que es lesbiana. De alguna manera, se tiñe en su forma de presentarse ante los demás, para aparentar lo que no es, para sentirse integrada y no sentirse estigmatizada, e incluso, perder su trabajo. Actitud que difiere de la de su pareja, Viv (Kerry Hayes), quien no se camufla en ninguno de los escenarios sociales que configuran su vida. Jean compartimenta, por eso nunca socializa con sus compañeros de trabajo. Fuera de éste, disfruta del tiempo de ocio con su novia y amigas lesbianas. Vive vidas separadas. En las secuencias iniciales, contempla en la televisión imágenes de un concurso, Blind date, en el que hombres y mujeres, heterosexuales, buscan pareja, así como intervenciones de políticos, que se sucederán a lo largo de la narración, condenando la homosexualidad, a la que califican como opuesta a lo que conciben como normal (legítimo, deseable, ejemplar). En 1988, el año en el que transcurre la narración, se discutía la aprobación de la ley Sección 28, que prohibía la promoción de la homosexualidad (ley que, tras ser aprobada, se mantendría vigente hasta el año 2000), como si fuera una decisión que se pudiera adoptar. Influía en el sistema educativo porque alentaba los abusos y podía propiciar que se pudiera calificar como inaceptable (en términos de configuración familiar), o que directamente se condenara, aún más cuando parecía asociarse con los comportamientos depredadores sexuales pedófilos. En esa circunstancia, hubo quienes, como Jean, optaron por mantener una doble vida, dos narrativas en paralelo, que implicaba fingimiento y negación en los escenarios sociales en los que podía ser rechazada, fuera en el laboral o en el familiar (aunque la hermana de Jean lo intuye, e incluso se lo plantee con naturalidad).
El tratamiento realista y las convenciones dramatúrgicas pueden entrar en conflicto o quizá convivir en funambulista armonía. En el colegio no falta la alumna que rezuma arrogancia y que acaudilla el correspondiente grupo que se ríe de alguien, otra chica, es decir, que disfruta humillándola. Es el caso de Siobhan (Lydia Page) que no se cansa de provocar o intentar humillar a la chica nueva, Lois (Lucy Halliday), y más aún cuando sospecha que puede ser lesbiana. Es un recurso dramatúrgico convencional, en cuanto frecuente, aunque refleje, tristemente, una realidad recurrente. Lois, por su parte, ejerce de contrapunto, en la senda de Viv, para Jean, porque no se ve lastrada por los mismos temores. Incluso, en el mismo pub que frecuenta Jean, Lois no duda en entablar amistad con las amigas de Jean, para consternación de ésta, ya que quiere mantener separadas sus dos realidades, la natural y la prostética. El desarrollo de ese conflicto entre alumnas, como se puede prever, ejercerá de puesta a prueba de la capacidad de Jean para ser consecuente con lo que es y piensa o si, por el contrario, se pliega a la máscara conveniente con la que se amolda a lo que demanda la sociedad tanto como normativa como normalidad (por tanto, legitimada).
El tratamiento realista y las convenciones dramatúrgicas pueden entrar en conflicto o quizá convivir en funambulista armonía. En el colegio no falta la alumna que rezuma arrogancia y que acaudilla el correspondiente grupo que se ríe de alguien, otra chica, es decir, que disfruta humillándola. Es el caso de Siobhan (Lydia Page) que no se cansa de provocar o intentar humillar a la chica nueva, Lois (Lucy Halliday), y más aún cuando sospecha que puede ser lesbiana. Es un recurso dramatúrgico convencional, en cuanto frecuente, aunque refleje, tristemente, una realidad recurrente. Lois, por su parte, ejerce de contrapunto, en la senda de Viv, para Jean, porque no se ve lastrada por los mismos temores. Incluso, en el mismo pub que frecuenta Jean, Lois no duda en entablar amistad con las amigas de Jean, para consternación de ésta, ya que quiere mantener separadas sus dos realidades, la natural y la prostética. El desarrollo de ese conflicto entre alumnas, como se puede prever, ejercerá de puesta a prueba de la capacidad de Jean para ser consecuente con lo que es y piensa o si, por el contrario, se pliega a la máscara conveniente con la que se amolda a lo que demanda la sociedad tanto como normativa como normalidad (por tanto, legitimada).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Ese dilema, o la decisión por la que, en primera instancia, se inclina, deparará unos pasajes de cariz impresionista, potenciado por el uso expresivo del diseño sonoro, que reflejan los forcejeos emocionales de Jean. Destaca un excelente movimiento de cámara de retroceso que la reencuadra con sus compañeros de trabajo en un bar, el cual condensa su provisional claudicación. Por fortuna, dramáticamente, no se busca la vía convencional que busque la resolución de la circunstancia, ni siquiera en términos de justicia poética, sino que ahonda en las contradicciones de Jean y en su proceso de confrontación con las mismas como tránsito de muda vital que supone modificación de actitud, o un paso crucial en en ese proceso. La circunstancia, externa, no variará, y los desafíos seguirán siendo los mismos. La diferencia reside en quién no tiene miedo de las reacciones de los otros y quién sí se encorva y esconde para evitar las burlas o los desprecios. De ahí, la liberación que supondrá para Jean reconocer que es lesbiana, y además de modo espontáneo, en uno de esos escenarios sociales en los que solía disimular: su reacción mezcla de llanto y carcajada condensa de modo elocuente esa catarsis: el contrapunto visual de unos caballos en el prado es elocuente reflejo pero, de nuevo, colinda con la convención. Aunque sus secuencias finales culminan, con sucinta belleza, una catarsis emocional a través de miradas sin necesidades de subrayados.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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