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5,7
1.832
6
23 de marzo de 2025
23 de marzo de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Steven Soderbergh vuelve a hacerlo. No sé cómo lo consigue, pero cada vez que parece que ya ha hecho de todo, se saca de la manga otra película distinta, con otra forma de contar, otra manera de mirar. Presence es una de esas películas pequeñas que te atrapan sin hacer ruido. Dura apenas 85 minutos, pero te acompaña como si durase mucho más. No por pesada, sino por el poso que deja.
La premisa ya es llamativa: una familia se muda a una casa con historia, y la historia nos la cuenta el espíritu que habita allí. Literalmente. Toda la película está contada desde esa presencia, como si estuviéramos viendo a través de sus ojos. El punto de vista es estático, silencioso, casi invisible, pero tremendamente efectivo. Es como si estuviéramos colándonos en una casa ajena, mirando sin ser vistos, sintiendo lo que no se dice.
Y ahí está Soderbergh, otra vez, innovando. Ya lo hizo con Bubble, cuando se lanzó a rodar con actores no profesionales y cámaras mínimas; ya lo hizo con Unsane, que filmó entera con un iPhone 7 Plus, como si no necesitara más que una buena idea y ganas de romper moldes. En Presence da un paso más: no es solo la técnica, es el enfoque. La cámara no se mueve por moverse, no hay giros de guion gratuitos, no hay sustos baratos. Es puro ambiente, pura contención. Y funciona.
La familia protagonista podría ser cualquiera, y quizá por eso todo resulta tan real. Las interpretaciones son contenidas pero potentes, sobre todo Lucy Liu, que aquí brilla sin levantar la voz. Hay algo de tristeza, de pérdida, de miedo a lo no dicho. Pero también hay belleza. Porque Presence no va solo de un fantasma. Va de lo que dejamos atrás. De lo que no se ve, pero está.
Es una peli rara, en el mejor sentido. No va a gustar a todo el mundo, y probablemente muchos se queden esperando "más". Pero para mí, ahí está la gracia: no necesita más. Es un cuento, un susurro, una presencia. Y de eso va, ¿no? De estar sin estar. De dejar huella sin hacer ruido.
La premisa ya es llamativa: una familia se muda a una casa con historia, y la historia nos la cuenta el espíritu que habita allí. Literalmente. Toda la película está contada desde esa presencia, como si estuviéramos viendo a través de sus ojos. El punto de vista es estático, silencioso, casi invisible, pero tremendamente efectivo. Es como si estuviéramos colándonos en una casa ajena, mirando sin ser vistos, sintiendo lo que no se dice.
Y ahí está Soderbergh, otra vez, innovando. Ya lo hizo con Bubble, cuando se lanzó a rodar con actores no profesionales y cámaras mínimas; ya lo hizo con Unsane, que filmó entera con un iPhone 7 Plus, como si no necesitara más que una buena idea y ganas de romper moldes. En Presence da un paso más: no es solo la técnica, es el enfoque. La cámara no se mueve por moverse, no hay giros de guion gratuitos, no hay sustos baratos. Es puro ambiente, pura contención. Y funciona.
La familia protagonista podría ser cualquiera, y quizá por eso todo resulta tan real. Las interpretaciones son contenidas pero potentes, sobre todo Lucy Liu, que aquí brilla sin levantar la voz. Hay algo de tristeza, de pérdida, de miedo a lo no dicho. Pero también hay belleza. Porque Presence no va solo de un fantasma. Va de lo que dejamos atrás. De lo que no se ve, pero está.
Es una peli rara, en el mejor sentido. No va a gustar a todo el mundo, y probablemente muchos se queden esperando "más". Pero para mí, ahí está la gracia: no necesita más. Es un cuento, un susurro, una presencia. Y de eso va, ¿no? De estar sin estar. De dejar huella sin hacer ruido.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Si ya en la parte sin spoilers decía que Presence es una película que se cuela en ti sin hacer ruido, ahora que puedo hablar con libertad, creo que es aún más clara esa sensación de cuento íntimo contado desde el otro lado del mundo. Lo que más me fascinó es que no hay trucos narrativos evidentes ni grandes sobresaltos. El verdadero giro es que no hay giro. El punto de vista es el del fantasma, sí, pero ese truco formal no se convierte en una trampa vacía. Todo lo contrario. Al no moverse nunca la cámara de ese lugar, al no salir jamás del campo de visión de esa presencia, lo que se genera es una incomodidad silenciosa, una tensión que no estalla pero que te agarra desde el principio.
La familia que se instala en la casa no tiene nada de particular, y eso es lo brillante. No hay trauma exagerado, ni secretos oscuros escondidos en cajas del sótano. Lo que hay es gente intentando vivir. Gente que no se escucha del todo. Que convive pero no conecta. Rebecca, la madre, está centrada en su trabajo y en su imagen; Chris, el padre, va flotando por la historia como si fuera un mueble más; Tyler, el hijo, representa todo lo que está torcido desde la raíz; y Chloe, la hija, es la única que parece tener algo roto, algo expuesto, y por eso quizá es la única que siente de verdad la presencia del fantasma.
Ese vínculo entre Chloe y lo que habita en la casa es de lo más bonito y triste de la peli. No hacen falta palabras ni manifestaciones espectaculares. Basta con cómo se sienta en su habitación, cómo escucha, cómo aguanta. Hay una escena en la que simplemente se tumba en la cama, mirando al techo, y el plano no se mueve ni un centímetro. Dura casi nada, pero dice todo. Porque ese es el tipo de terror que maneja Soderbergh aquí: el de lo no dicho. El de lo que pesa pero no se nombra.
Lo que también me pareció muy potente fue cómo la propia casa parece moldearse alrededor de la cámara. Como si el espíritu que somos (porque sí, en esta peli somos el espíritu) solo pudiera mirar y nunca tocar. Nunca cambiar nada. Y eso te acaba generando una impotencia muy particular. Da igual lo que veas, no puedes intervenir. Solo observar cómo esa familia se deshace, no por culpa del fantasma, sino por todo lo demás: por lo cotidiano, por lo humano, por lo que está roto desde antes de entrar por la puerta.
Hay momentos donde la presencia interviene, claro. Objetos que se caen, puertas que se cierran solas, susurros… pero incluso esos detalles están medidos al milímetro. No es una peli de sustos, no busca eso. Busca inquietarte desde otro lugar. Y lo consigue.
Se nota que Soderbergh está jugando, pero también que sabe exactamente lo que hace. Ya lo vimos en Unsane, con ese rodaje en iPhone 7 Plus que parecía una locura y terminó funcionando. Aquí hace algo similar: reduce, comprime, controla todo. Y dentro de ese control, encuentra libertad.
¿Es perfecta? No. Hay momentos en los que uno echa en falta algo más de riesgo narrativo, un poco más de peso dramático en ciertas decisiones. Pero quizá eso también forma parte de lo que la hace especial. No intenta explicarte todo. No busca emocionar a lo grande. Solo está ahí. Observando. Como un fantasma. Como nosotros.
Y cuando termina, no hay clímax ni redención. Solo una familia que sigue con su vida y un espíritu que sigue atrapado. Y nosotros, espectadores fantasmas, nos vamos con él. Viéndolo todo. Sin poder hacer nada. Y por algún motivo, eso duele un poco.
La familia que se instala en la casa no tiene nada de particular, y eso es lo brillante. No hay trauma exagerado, ni secretos oscuros escondidos en cajas del sótano. Lo que hay es gente intentando vivir. Gente que no se escucha del todo. Que convive pero no conecta. Rebecca, la madre, está centrada en su trabajo y en su imagen; Chris, el padre, va flotando por la historia como si fuera un mueble más; Tyler, el hijo, representa todo lo que está torcido desde la raíz; y Chloe, la hija, es la única que parece tener algo roto, algo expuesto, y por eso quizá es la única que siente de verdad la presencia del fantasma.
Ese vínculo entre Chloe y lo que habita en la casa es de lo más bonito y triste de la peli. No hacen falta palabras ni manifestaciones espectaculares. Basta con cómo se sienta en su habitación, cómo escucha, cómo aguanta. Hay una escena en la que simplemente se tumba en la cama, mirando al techo, y el plano no se mueve ni un centímetro. Dura casi nada, pero dice todo. Porque ese es el tipo de terror que maneja Soderbergh aquí: el de lo no dicho. El de lo que pesa pero no se nombra.
Lo que también me pareció muy potente fue cómo la propia casa parece moldearse alrededor de la cámara. Como si el espíritu que somos (porque sí, en esta peli somos el espíritu) solo pudiera mirar y nunca tocar. Nunca cambiar nada. Y eso te acaba generando una impotencia muy particular. Da igual lo que veas, no puedes intervenir. Solo observar cómo esa familia se deshace, no por culpa del fantasma, sino por todo lo demás: por lo cotidiano, por lo humano, por lo que está roto desde antes de entrar por la puerta.
Hay momentos donde la presencia interviene, claro. Objetos que se caen, puertas que se cierran solas, susurros… pero incluso esos detalles están medidos al milímetro. No es una peli de sustos, no busca eso. Busca inquietarte desde otro lugar. Y lo consigue.
Se nota que Soderbergh está jugando, pero también que sabe exactamente lo que hace. Ya lo vimos en Unsane, con ese rodaje en iPhone 7 Plus que parecía una locura y terminó funcionando. Aquí hace algo similar: reduce, comprime, controla todo. Y dentro de ese control, encuentra libertad.
¿Es perfecta? No. Hay momentos en los que uno echa en falta algo más de riesgo narrativo, un poco más de peso dramático en ciertas decisiones. Pero quizá eso también forma parte de lo que la hace especial. No intenta explicarte todo. No busca emocionar a lo grande. Solo está ahí. Observando. Como un fantasma. Como nosotros.
Y cuando termina, no hay clímax ni redención. Solo una familia que sigue con su vida y un espíritu que sigue atrapado. Y nosotros, espectadores fantasmas, nos vamos con él. Viéndolo todo. Sin poder hacer nada. Y por algún motivo, eso duele un poco.

5,8
6.596
6
30 de julio de 2023
30 de julio de 2023
Sé el primero en valorar esta crítica
Uno de los conceptos centrales de la filosofía existencialista de Sartre es la "angustia existencial". Sartre sostiene que los seres humanos están condenados a ser libres y, como resultado, enfrentan la responsabilidad total de elegir su propia existencia. La angustia existencial surge cuando nos damos cuenta de que somos libres para tomar decisiones y que estas decisiones dan forma a nuestra identidad y nuestro destino. En la película, Josh y Cornelia experimentan esta angustia existencial a medida que reflexionan sobre sus elecciones de vida y enfrentan el hecho de que han envejecido y han perdido parte de su juventud.
La fascinación de Josh y Cornelia por la pareja más joven, Jamie y Darby, representa el anhelo de juventud y vitalidad, así como la negación de la realidad del envejecimiento. En la filosofía de Sartre, esto se conoce como "mala fe". La mala fe es un acto de autoengaño mediante el cual nos refugiamos en identidades construidas socialmente y evitamos enfrentar la verdad sobre nosotros mismos. En la película, Josh y Cornelia son atraídos por la aparente autenticidad y espontaneidad de Jamie y Darby, quienes parecen encarnar la imagen idealizada de la juventud moderna. Sin embargo, en última instancia, esta fascinación es una forma de evadir la realidad de su propia madurez y las decisiones que han tomado en sus vidas.
Además, la película también explora cómo las redes sociales y la tecnología influyen en las relaciones personales y en la percepción de la realidad. En la filosofía de Sartre, esto se relaciona con el concepto de "ser-para-otro". Sartre argumenta que gran parte de nuestra identidad y percepción de nosotros mismos está influenciada por cómo nos ven los demás y cómo nos presentamos ante ellos. Las redes sociales proporcionan una plataforma para construir identidades cuidadosamente seleccionadas y proyectar una imagen deseada de nosotros mismos. En la película, tanto Josh como Jamie tienen experiencias relacionadas con la representación de sí mismos en línea y cómo esto afecta sus relaciones y percepciones mutuas.
A lo largo de "While We're Young", Baumbach nos invita a reflexionar sobre la búsqueda de autenticidad y cómo nuestras elecciones y la forma en que nos presentamos al mundo influyen en nuestra identidad. La película muestra que ser auténtico implica enfrentar la realidad de quienes somos y aceptar nuestras elecciones, incluso si implican envejecer y dejar atrás parte de nuestra juventud.
En conclusión, "While We're Young" dialoga en gran medida con la filosofía existencialista de Jean-Paul Sartre al explorar la angustia existencial, la mala fe y la influencia de las redes sociales en la construcción de la identidad. La película ofrece una mirada reflexiva y conmovedora sobre el envejecimiento y la búsqueda de autenticidad en un mundo en el que a menudo nos sentimos presionados por las expectativas sociales y la idealización de la juventud. La comparación entre la película y la filosofía de Sartre nos permite profundizar en los dilemas y desafíos existenciales que enfrentamos como seres humanos en busca de significado y autenticidad en nuestras vidas
La fascinación de Josh y Cornelia por la pareja más joven, Jamie y Darby, representa el anhelo de juventud y vitalidad, así como la negación de la realidad del envejecimiento. En la filosofía de Sartre, esto se conoce como "mala fe". La mala fe es un acto de autoengaño mediante el cual nos refugiamos en identidades construidas socialmente y evitamos enfrentar la verdad sobre nosotros mismos. En la película, Josh y Cornelia son atraídos por la aparente autenticidad y espontaneidad de Jamie y Darby, quienes parecen encarnar la imagen idealizada de la juventud moderna. Sin embargo, en última instancia, esta fascinación es una forma de evadir la realidad de su propia madurez y las decisiones que han tomado en sus vidas.
Además, la película también explora cómo las redes sociales y la tecnología influyen en las relaciones personales y en la percepción de la realidad. En la filosofía de Sartre, esto se relaciona con el concepto de "ser-para-otro". Sartre argumenta que gran parte de nuestra identidad y percepción de nosotros mismos está influenciada por cómo nos ven los demás y cómo nos presentamos ante ellos. Las redes sociales proporcionan una plataforma para construir identidades cuidadosamente seleccionadas y proyectar una imagen deseada de nosotros mismos. En la película, tanto Josh como Jamie tienen experiencias relacionadas con la representación de sí mismos en línea y cómo esto afecta sus relaciones y percepciones mutuas.
A lo largo de "While We're Young", Baumbach nos invita a reflexionar sobre la búsqueda de autenticidad y cómo nuestras elecciones y la forma en que nos presentamos al mundo influyen en nuestra identidad. La película muestra que ser auténtico implica enfrentar la realidad de quienes somos y aceptar nuestras elecciones, incluso si implican envejecer y dejar atrás parte de nuestra juventud.
En conclusión, "While We're Young" dialoga en gran medida con la filosofía existencialista de Jean-Paul Sartre al explorar la angustia existencial, la mala fe y la influencia de las redes sociales en la construcción de la identidad. La película ofrece una mirada reflexiva y conmovedora sobre el envejecimiento y la búsqueda de autenticidad en un mundo en el que a menudo nos sentimos presionados por las expectativas sociales y la idealización de la juventud. La comparación entre la película y la filosofía de Sartre nos permite profundizar en los dilemas y desafíos existenciales que enfrentamos como seres humanos en busca de significado y autenticidad en nuestras vidas

6,9
17.896
8
10 de marzo de 2025
10 de marzo de 2025
2 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anora, dirigida por Sean Baker, se erige como una obra maestra del cine contemporáneo que encapsula la esencia de las películas que, bajo una aparente simplicidad, encierran una profundidad emocional arrolladora. Es de esas cintas íntimas y delicadas donde, aunque parece que no ocurre mucho, en realidad sucede todo.
Yo suelo llamar a este tipo de películas las Lost in Translation. No es un género oficial, pero para mí define esas historias pequeñitas y preciosas que, en apariencia, no tienen una gran trama o giros espectaculares, pero donde la vida, con todas sus emociones, pasa en cada escena. En estas películas, los momentos más insignificantes se convierten en los más trascendentes. Lost in Translation fue la que me hizo darme cuenta de esto, pero también metería aquí Perfect Days, Paterson, The Florida Project, Her, En los 90 y A Ghost Story. Todas ellas tienen ese tipo de magia: personajes que, con apenas palabras y pequeñas acciones, nos hacen sentirlo todo. Anora encaja perfectamente en esta categoría.
La trama sigue a Anora Mikheeva (interpretada magistralmente por Mikey Madison), una stripper de Brooklyn que se ve inmersa en un matrimonio con Vanya Zakharov (Mark Eydelshteyn), hijo de un oligarca ruso. A través de su cotidianidad, la película explora temas de identidad, pertenencia y las complejidades de las relaciones humanas. Baker, conocido por su habilidad para retratar la vida de los marginados con autenticidad y empatía, nos ofrece una narrativa que, sin grandilocuencias, profundiza en la esencia de sus personajes.
La crítica ha sido unánime en su elogio a Anora. En Rotten Tomatoes, la película ostenta un 94% de aprobación basado en 324 reseñas, con una calificación promedio de 8.9/10. Metacritic le asigna una puntuación de 91 sobre 100, indicando “aclamación universal”. La actuación de Mikey Madison ha sido especialmente destacada, llevándola a ganar el Oscar a Mejor Actriz, mientras que la película se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2024.
La narrativa de Anora se caracteriza por su ritmo pausado y una atmósfera contemplativa, elementos que permiten al espectador sumergirse en la vida interior de los personajes. Al igual que en Lost in Translation, donde la conexión entre los protagonistas se desarrolla en medio de la soledad y el aislamiento, Anora nos muestra cómo, en la quietud de lo cotidiano, se desatan las emociones más profundas.
En conclusión, Anora es una película especial, especial, especial. De esas que se sienten únicas y personales, de las que no se olvidan fácilmente. A través de su aparente sencillez, logra transmitir una riqueza emocional y narrativa que la coloca junto a las grandes obras del cine minimalista contemporáneo. Es una experiencia cinematográfica que invita a la reflexión y que, sin duda, perdurará en la memoria de quienes la vean.
Yo suelo llamar a este tipo de películas las Lost in Translation. No es un género oficial, pero para mí define esas historias pequeñitas y preciosas que, en apariencia, no tienen una gran trama o giros espectaculares, pero donde la vida, con todas sus emociones, pasa en cada escena. En estas películas, los momentos más insignificantes se convierten en los más trascendentes. Lost in Translation fue la que me hizo darme cuenta de esto, pero también metería aquí Perfect Days, Paterson, The Florida Project, Her, En los 90 y A Ghost Story. Todas ellas tienen ese tipo de magia: personajes que, con apenas palabras y pequeñas acciones, nos hacen sentirlo todo. Anora encaja perfectamente en esta categoría.
La trama sigue a Anora Mikheeva (interpretada magistralmente por Mikey Madison), una stripper de Brooklyn que se ve inmersa en un matrimonio con Vanya Zakharov (Mark Eydelshteyn), hijo de un oligarca ruso. A través de su cotidianidad, la película explora temas de identidad, pertenencia y las complejidades de las relaciones humanas. Baker, conocido por su habilidad para retratar la vida de los marginados con autenticidad y empatía, nos ofrece una narrativa que, sin grandilocuencias, profundiza en la esencia de sus personajes.
La crítica ha sido unánime en su elogio a Anora. En Rotten Tomatoes, la película ostenta un 94% de aprobación basado en 324 reseñas, con una calificación promedio de 8.9/10. Metacritic le asigna una puntuación de 91 sobre 100, indicando “aclamación universal”. La actuación de Mikey Madison ha sido especialmente destacada, llevándola a ganar el Oscar a Mejor Actriz, mientras que la película se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2024.
La narrativa de Anora se caracteriza por su ritmo pausado y una atmósfera contemplativa, elementos que permiten al espectador sumergirse en la vida interior de los personajes. Al igual que en Lost in Translation, donde la conexión entre los protagonistas se desarrolla en medio de la soledad y el aislamiento, Anora nos muestra cómo, en la quietud de lo cotidiano, se desatan las emociones más profundas.
En conclusión, Anora es una película especial, especial, especial. De esas que se sienten únicas y personales, de las que no se olvidan fácilmente. A través de su aparente sencillez, logra transmitir una riqueza emocional y narrativa que la coloca junto a las grandes obras del cine minimalista contemporáneo. Es una experiencia cinematográfica que invita a la reflexión y que, sin duda, perdurará en la memoria de quienes la vean.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Lo que hace que Anora sea tan especial es cómo construye su tensión narrativa de manera casi imperceptible. Desde el inicio, parece que estamos simplemente observando el día a día de Anora y su relación con Vanya, pero poco a poco, la película va dejando pequeñas señales de que algo más grande se está gestando. Sean Baker utiliza su estilo realista y casi documental para sumergirnos en el mundo de la protagonista sin necesidad de sobreexplicar nada. Y cuando todo estalla, lo hace de una forma tan orgánica que nos pilla por sorpresa, aunque en el fondo sabíamos que algo así iba a pasar.
Uno de los momentos clave es cuando los padres de Vanya entran en escena. Hasta ese punto, la relación entre Anora y su marido parecía un juego juvenil, una burbuja ajena al mundo real. Pero la llegada de la familia de él introduce una amenaza silenciosa. En un principio, parecen fríos pero contenidos, manejando la situación con la condescendencia de quien sabe que tiene el poder absoluto. Sin embargo, la película va tensando la cuerda poco a poco, hasta que el tono cambia radicalmente y nos damos cuenta de que la historia se dirige a un lugar mucho más oscuro.
La secuencia en la que Anora es separada de Vanya y llevada a la fuerza a un entorno donde pierde todo control sobre su vida es un punto de quiebre brutal. La película deja de ser solo una observación sobre un amor inesperado para convertirse en una lucha por la autonomía, la identidad y, sobre todo, la supervivencia. Mikey Madison está impresionante en estas escenas, mostrando el miedo, la desesperación y la rabia con una sutileza devastadora. Su actuación es uno de los grandes logros del film, porque nunca cae en dramatismos innecesarios: todo es contenido, casi como si ella misma tardara en procesar lo que le está ocurriendo.
El desenlace de la película es un equilibrio perfecto entre realismo y emoción contenida. Baker no nos da un cierre redondo ni una resolución convencional. No hay un gran clímax ni un final que busque satisfacer por completo al espectador. En su lugar, nos deja con una sensación agridulce, con la certeza de que, aunque Anora ha encontrado una salida, el sistema en el que está atrapada sigue existiendo. Es un cierre perfecto para una película que, sin necesidad de subrayar sus mensajes, nos deja con una reflexión profunda sobre el poder, la libertad y las decisiones que nos definen.
En definitiva, Anora es una de esas películas que crecen en la memoria. Lo que empieza como una historia íntima sobre una relación inesperada termina convirtiéndose en un relato sobre la lucha contra fuerzas mucho más grandes. Sean Baker demuestra, una vez más, que es un maestro en capturar la vida en sus detalles más mínimos y en convertir lo cotidiano en algo universal.
Uno de los momentos clave es cuando los padres de Vanya entran en escena. Hasta ese punto, la relación entre Anora y su marido parecía un juego juvenil, una burbuja ajena al mundo real. Pero la llegada de la familia de él introduce una amenaza silenciosa. En un principio, parecen fríos pero contenidos, manejando la situación con la condescendencia de quien sabe que tiene el poder absoluto. Sin embargo, la película va tensando la cuerda poco a poco, hasta que el tono cambia radicalmente y nos damos cuenta de que la historia se dirige a un lugar mucho más oscuro.
La secuencia en la que Anora es separada de Vanya y llevada a la fuerza a un entorno donde pierde todo control sobre su vida es un punto de quiebre brutal. La película deja de ser solo una observación sobre un amor inesperado para convertirse en una lucha por la autonomía, la identidad y, sobre todo, la supervivencia. Mikey Madison está impresionante en estas escenas, mostrando el miedo, la desesperación y la rabia con una sutileza devastadora. Su actuación es uno de los grandes logros del film, porque nunca cae en dramatismos innecesarios: todo es contenido, casi como si ella misma tardara en procesar lo que le está ocurriendo.
El desenlace de la película es un equilibrio perfecto entre realismo y emoción contenida. Baker no nos da un cierre redondo ni una resolución convencional. No hay un gran clímax ni un final que busque satisfacer por completo al espectador. En su lugar, nos deja con una sensación agridulce, con la certeza de que, aunque Anora ha encontrado una salida, el sistema en el que está atrapada sigue existiendo. Es un cierre perfecto para una película que, sin necesidad de subrayar sus mensajes, nos deja con una reflexión profunda sobre el poder, la libertad y las decisiones que nos definen.
En definitiva, Anora es una de esas películas que crecen en la memoria. Lo que empieza como una historia íntima sobre una relación inesperada termina convirtiéndose en un relato sobre la lucha contra fuerzas mucho más grandes. Sean Baker demuestra, una vez más, que es un maestro en capturar la vida en sus detalles más mínimos y en convertir lo cotidiano en algo universal.
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