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7
16 de abril de 2017
16 de abril de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Adaptation, Charlie Kaufman tuvo la capacidad de escribir la única película que era posible extraer de un libro en el que no sucedía absolutamente nada: una obra que narra las dificultades de un guionista para adaptar un ensayo a la gran pantalla. El resultado era una película que dialogaba con el espectador y la propia profesión del guionista, y homenajeaba a través de sus protagonistas (Charlie y Donald Kaufman, un alter ego real pero imaginario) a dos figuras que sin lugar a dudas tuvieron una fuerte influencia en la concepción del film de Spike Jonze: los hermanos Epstein, conocidos sobre todo por despachar uno de los mejores guiones de la historia del cine, el de Casablanca. Nuestra próxima película debía por tanto respetar la voluntad de Charlie Kaufman y homenajear a la figura binaria de los Epstein, aquel par de gemelos guionistas de la época dorada del cine.
Arsénico por compasión, un clásico de Hollywood, era probablemente la elección más obvia; pero no podríamos haber dejado pasar un curioso guiño que relaciona El hombre que vino a cenar con nuestra anterior parada en la historia del cine: el guion de esta película, escrito a cuatro manos por los Epstein, era una adaptación de una obra de teatro escrita por un tal… G. S. Kaufman. Fue gracias a esta curiosa y feliz coincidencia como conocimos al insoportable Whiteside Sheridan, locutor de radio e ídolo de masas.
El hombre que vino a cenar, dirigida por William Keighley en 1942, es una comedia de situación con tintes surrealistas, en la que una excéntrica estrella de la radio, en torno a la cual orbitan diversos planetoides del mundo del espectáculo, se ve momentáneamente confinada a una silla de ruedas. Para su desgracia, la celebridad se ve obligada a guardar reposo por prescripción de un médico que sueña con ser escritor, en la casa de una familia que no satisface su adicción a la farándula más sofisticada.
Pero si Mahoma no puede ir a la montaña, la montaña deberá a ir a Mahoma: el retorcido Sheridan decide trasladar su universo a la sala de estar del respetable matrimonio burgués (con dos hijos en edad de merecer) que le acoge, sin sospechar que esa decisión podría acabar desmontando su castillo de naipes. Y es que la rutina, las visitas, el sueño de una vida normal, en definitiva, captan la atención de su secretaria, una Bette Davis que demuestra aquí ser capaz de atenuar su brillo y permanecer en segundo plano. Por supuesto, si hay algo que el pequeño dios de un microcosmos no puede tolerar, es perder la atención de sus fieles: la reacción del gran Whiteside Sheridan es un arranque de rabia (una pataleta, en realidad) que traerá consigo líos, mentiras, pingüinos del polo sur y maniobras varias en las que el escritor desplegará a sus famosos peones para hacerle la vida imposible a todos los que le rodean.
Con esta premisa, los gemelos Epstein y William Keighley crean una primera versión del cóctel al que Frank Capra daría más tarde el nombre de Arsénico por compasión: cinco partes de ritmo desenfrenado, con constantes diálogos que acompañan hasta el final del metraje; tres partes de humor absurdo, que complementan la base de la mezcla; y dos partes, que son el prestigio del truco, para reírnos al mismo tiempo de la clase media norteamericana, las estrellas a las que adoran y, de paso, de nosotros mismos.
Arsénico por compasión, un clásico de Hollywood, era probablemente la elección más obvia; pero no podríamos haber dejado pasar un curioso guiño que relaciona El hombre que vino a cenar con nuestra anterior parada en la historia del cine: el guion de esta película, escrito a cuatro manos por los Epstein, era una adaptación de una obra de teatro escrita por un tal… G. S. Kaufman. Fue gracias a esta curiosa y feliz coincidencia como conocimos al insoportable Whiteside Sheridan, locutor de radio e ídolo de masas.
El hombre que vino a cenar, dirigida por William Keighley en 1942, es una comedia de situación con tintes surrealistas, en la que una excéntrica estrella de la radio, en torno a la cual orbitan diversos planetoides del mundo del espectáculo, se ve momentáneamente confinada a una silla de ruedas. Para su desgracia, la celebridad se ve obligada a guardar reposo por prescripción de un médico que sueña con ser escritor, en la casa de una familia que no satisface su adicción a la farándula más sofisticada.
Pero si Mahoma no puede ir a la montaña, la montaña deberá a ir a Mahoma: el retorcido Sheridan decide trasladar su universo a la sala de estar del respetable matrimonio burgués (con dos hijos en edad de merecer) que le acoge, sin sospechar que esa decisión podría acabar desmontando su castillo de naipes. Y es que la rutina, las visitas, el sueño de una vida normal, en definitiva, captan la atención de su secretaria, una Bette Davis que demuestra aquí ser capaz de atenuar su brillo y permanecer en segundo plano. Por supuesto, si hay algo que el pequeño dios de un microcosmos no puede tolerar, es perder la atención de sus fieles: la reacción del gran Whiteside Sheridan es un arranque de rabia (una pataleta, en realidad) que traerá consigo líos, mentiras, pingüinos del polo sur y maniobras varias en las que el escritor desplegará a sus famosos peones para hacerle la vida imposible a todos los que le rodean.
Con esta premisa, los gemelos Epstein y William Keighley crean una primera versión del cóctel al que Frank Capra daría más tarde el nombre de Arsénico por compasión: cinco partes de ritmo desenfrenado, con constantes diálogos que acompañan hasta el final del metraje; tres partes de humor absurdo, que complementan la base de la mezcla; y dos partes, que son el prestigio del truco, para reírnos al mismo tiempo de la clase media norteamericana, las estrellas a las que adoran y, de paso, de nosotros mismos.

6,6
723
7
23 de abril de 2017
23 de abril de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Venimos de una película en la que el bueno de Edward G. Robinson interpretaba a un policía duro y honesto que tenía que infiltrarse entre criminales. Dicho así, continuar la cadena es un auténtico regalo pues, ¿cuántas películas han jugado con esa idea? La lista sería interminable, pero, buscando alejarse de las filmografías habitualmente más transitadas, toca apostar por Hong Kong y Ringo Lam con una de las cintas más importantes del cine de acción de la antigua colonia británica: City on Fire.
Empecemos dejándolo claro: Ringo Lam no es John Woo, ni City on Fire está a la altura de El asesino, Un mañana mejor o Hervidero. Si alguien quiere ver el mejor cine de acción de Hong Kong, que visite esas películas. Las cuatro, por cierto, están protagonizadas por Chow Yun-fat, sin ninguna duda la gran estrella del cine cantonés. Tras empezar en la televisión y con algunas películas menores, la carrera de Yun-fat explotó en 1986 y durante unos años parecía tener una varita mágica a la hora de elegir sus proyectos, al menos en el género que nos ocupa.
La película de Ringo Lam se centra en el personaje de un policía infiltrado entre los criminales de Hong Kong, quien se ve involucrado, tras el asesinato de otro miembro de las fuerzas del orden, en un peligroso grupo de ladrones de joyerías. Su vida personal y los problemas para llevar a cabo la operación ocupan la primera parte de la cinta, dejando para aproximadamente el último tercio del metraje el atraco en sí y sus consecuencias. Es precisamente ese último tramo el que le ha dado la inmortalidad a la cinta de manera indirecta.
Porque City on Fire es la evidente inspiración de Quentin Tarantino a la hora de construir su opera prima como director, Reservoir Dogs. Mucho se ha escrito al respecto, pero baste señalar aquí que, en esencia, el atraco que nunca vemos en la cinta americana se encuentra en la hongkonesa y que muchas situaciones y escenas se repiten en ambas. ¿Homenaje o robo? La respuesta la debe dar cada espectador. Por lo que me toca, solamente diré que City on Fire es una buena película, pero Reservoir Dogs es aún mejor; lo que no quita para que la segunda no pudiera existir sin la primera. Gracias, Ringo Lam.
Empecemos dejándolo claro: Ringo Lam no es John Woo, ni City on Fire está a la altura de El asesino, Un mañana mejor o Hervidero. Si alguien quiere ver el mejor cine de acción de Hong Kong, que visite esas películas. Las cuatro, por cierto, están protagonizadas por Chow Yun-fat, sin ninguna duda la gran estrella del cine cantonés. Tras empezar en la televisión y con algunas películas menores, la carrera de Yun-fat explotó en 1986 y durante unos años parecía tener una varita mágica a la hora de elegir sus proyectos, al menos en el género que nos ocupa.
La película de Ringo Lam se centra en el personaje de un policía infiltrado entre los criminales de Hong Kong, quien se ve involucrado, tras el asesinato de otro miembro de las fuerzas del orden, en un peligroso grupo de ladrones de joyerías. Su vida personal y los problemas para llevar a cabo la operación ocupan la primera parte de la cinta, dejando para aproximadamente el último tercio del metraje el atraco en sí y sus consecuencias. Es precisamente ese último tramo el que le ha dado la inmortalidad a la cinta de manera indirecta.
Porque City on Fire es la evidente inspiración de Quentin Tarantino a la hora de construir su opera prima como director, Reservoir Dogs. Mucho se ha escrito al respecto, pero baste señalar aquí que, en esencia, el atraco que nunca vemos en la cinta americana se encuentra en la hongkonesa y que muchas situaciones y escenas se repiten en ambas. ¿Homenaje o robo? La respuesta la debe dar cada espectador. Por lo que me toca, solamente diré que City on Fire es una buena película, pero Reservoir Dogs es aún mejor; lo que no quita para que la segunda no pudiera existir sin la primera. Gracias, Ringo Lam.

6,6
550
6
21 de abril de 2017
21 de abril de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tomando como punto de enlace El hombre que vino a cenar (The Man Who Came to Dinner, 1942), nos sumergimos en la filmografía de su director, William Keighley para encontramos un título tan potente como eficaz, Balas o votos (Bullets or Ballots, 1936).
Rodada en 1936 y protagonizada por Edward G. Robinson, Joan Blondell y Humphrey Bogart, Balas o votos nos muestra una historia de gánsteres, ambientada en los años posteriores a la prohibición, donde los mayores criminales no viven en barrios de inmigrantes ni trabajan en las trastiendas de suntuosos cafés, sino que anidan en las capas más altas de las élites económicas, bajo el amparo de una supuesta honorabilidad e incorruptibilidad. Edward G. Robinson encarna a Blake, un policía abrupto en sus formas (inspirado, por cierto, en un detective real de la época llamado Johnny Broderick) que tras simular su expulsión del cuerpo policial se infiltra en un grupo criminal. El violento y despiadado Fenner (Humphrey Bogart) desconfía de él en todo momento y no le pondrá las cosas fáciles. Joan Blondell, en un papel inusual (aunque secundario) para los roles de género de la época, encarna a Lee Morgan, la dueña de un negocio de lotería que se ve envuelta en la maquinaria criminal que le rodea.
Balas o votos es una película típica y atípica al mismo tiempo. Me explico: es una película típica por su forma, en la que dos personajes enfrentados, uno en el papel de héroe rudo aunque honorable, encarnado en la figura de Edward G. Robinson (quien por cierto se llamaba Emanuel Goldenberg y cambió su nombre debido a las dificultades laborales que en la época suponía ser judío), y otro en el del villano Fenner, cruel y violento, luchan por sobrevivir en un entorno hostil en el que las apariencias engañan y donde, aunque los malos bailan al son de un mal mayor, la justicia del Estado ha de imponerse victoriosa. Pero nos encontramos, además, ante una película atípica por el fondo: a pesar de ser muy ágil, la acción es limitada, aunque aparece ocasionalmente y de forma casi hilarante a través de los puñetazos que el protagonista reparte a diestro y siniestro. La figura del gánster no es aquí idolatrada al estilo de los románticos bandoleros idealistas que luchan contra el sistema con sagacidad y picaresca, burlando la ley para poder medrar, sino que se muestra como un parásito criminal que forma parte de un corpúsculo mayor, a extirpar de la sociedad.
Sin embargo, aunque la justicia prevalece, este filme no es un documento adoctrinador como el que se muestra, precisamente, en la primera escena de la película en la que los mafiosos acuden a un cine a verse a sí mismos en un magazine, sino que resulta casi una suerte de profecía, ya que los verdaderos villanos, los que mueven los hilos de la corrupción, son los dueños de los bancos (esto nos sonará a todos de algo). Igualmente, el poder se refleja como generador de opiniones de los medios de comunicación de masas, tanto en la escena mencionada como en la figura del editor que desafía a la mafia al principio de la cinta (otro aspecto que tampoco nos es ajeno en tiempos actuales).
Balas o votos es, por tanto, una película muy recomendable tanto por la agilidad y entretenimiento que ofrece la trama, como por el interés que subyace en el trasfondo de los personajes y su mundo que, aunque nos pese, también es el nuestro.
Rodada en 1936 y protagonizada por Edward G. Robinson, Joan Blondell y Humphrey Bogart, Balas o votos nos muestra una historia de gánsteres, ambientada en los años posteriores a la prohibición, donde los mayores criminales no viven en barrios de inmigrantes ni trabajan en las trastiendas de suntuosos cafés, sino que anidan en las capas más altas de las élites económicas, bajo el amparo de una supuesta honorabilidad e incorruptibilidad. Edward G. Robinson encarna a Blake, un policía abrupto en sus formas (inspirado, por cierto, en un detective real de la época llamado Johnny Broderick) que tras simular su expulsión del cuerpo policial se infiltra en un grupo criminal. El violento y despiadado Fenner (Humphrey Bogart) desconfía de él en todo momento y no le pondrá las cosas fáciles. Joan Blondell, en un papel inusual (aunque secundario) para los roles de género de la época, encarna a Lee Morgan, la dueña de un negocio de lotería que se ve envuelta en la maquinaria criminal que le rodea.
Balas o votos es una película típica y atípica al mismo tiempo. Me explico: es una película típica por su forma, en la que dos personajes enfrentados, uno en el papel de héroe rudo aunque honorable, encarnado en la figura de Edward G. Robinson (quien por cierto se llamaba Emanuel Goldenberg y cambió su nombre debido a las dificultades laborales que en la época suponía ser judío), y otro en el del villano Fenner, cruel y violento, luchan por sobrevivir en un entorno hostil en el que las apariencias engañan y donde, aunque los malos bailan al son de un mal mayor, la justicia del Estado ha de imponerse victoriosa. Pero nos encontramos, además, ante una película atípica por el fondo: a pesar de ser muy ágil, la acción es limitada, aunque aparece ocasionalmente y de forma casi hilarante a través de los puñetazos que el protagonista reparte a diestro y siniestro. La figura del gánster no es aquí idolatrada al estilo de los románticos bandoleros idealistas que luchan contra el sistema con sagacidad y picaresca, burlando la ley para poder medrar, sino que se muestra como un parásito criminal que forma parte de un corpúsculo mayor, a extirpar de la sociedad.
Sin embargo, aunque la justicia prevalece, este filme no es un documento adoctrinador como el que se muestra, precisamente, en la primera escena de la película en la que los mafiosos acuden a un cine a verse a sí mismos en un magazine, sino que resulta casi una suerte de profecía, ya que los verdaderos villanos, los que mueven los hilos de la corrupción, son los dueños de los bancos (esto nos sonará a todos de algo). Igualmente, el poder se refleja como generador de opiniones de los medios de comunicación de masas, tanto en la escena mencionada como en la figura del editor que desafía a la mafia al principio de la cinta (otro aspecto que tampoco nos es ajeno en tiempos actuales).
Balas o votos es, por tanto, una película muy recomendable tanto por la agilidad y entretenimiento que ofrece la trama, como por el interés que subyace en el trasfondo de los personajes y su mundo que, aunque nos pese, también es el nuestro.

8,1
24.713
8
24 de abril de 2017
24 de abril de 2017
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si Quentin Tarantino hubiese admitido abiertamente haberse inspirado en City on Fire para dar forma a su genial Reservoir Dogs, probablemente habría atajado cualquier polémica sobre un posible plagio. Eso fue precisamente lo que ocurrió cuando los hermanos Coen afirmaron que El gran Lebowski era su particular homenaje a un rocambolesco clásico de Hollywood estrenado en 1946: El sueño eterno.
Efectivamente, el cóctel protagonizado en 1998 por Jeff Bridges tiene muchas partes de este clásico de la época dorada del cine, producido en un tiempo en el que se podían fabricar sueños mientras seguía su curso el mayor conflicto bélico de la historia. De hecho, aunque la película llegó a los cines casi un año después del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón, diversos elementos de la película delatan que se rodó en plena ofensiva aliada. En cualquier caso, El sueño eterno no mira hacia el viejo continente, sino al interior del país que se estaba convirtiendo en potencia hegemónica al mismo tiempo que suspiraba por el matrimonio de Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Tal era la popularidad de la pareja, que tras su boda el estudio decidió rodar escenas adicionales y estrenar, solo unos meses después de la película original de Howard Hawks, una versión que alteraba ligeramente el guion adaptado de William Faulkner y pretendía explotar, todavía más, la química entre ambos.
Sin embargo, a pesar de la pléyade de estrellas que forman la constelación de El sueño eterno, si hay algo por lo que destaque la película de la Warner es el laberíntico caso en el que se ve inmerso el detective Philip Marlowe: prácticamente imposible de seguir, el argumento del film parte de una desaparición para acabar relacionándose con los diferentes estratos del mundo del hampa y también, aunque sutilmente debido a la censura, con diversas problemáticas como la homosexualidad.
Escena tras escena, Marlowe rompe corazones al mismo tiempo que acaba con nuestras ideas preconcebidas sobre lo que creíamos que era el mundo del crimen; en menos de dos horas, el personaje original de Raymond Chandler nos saca de nuestro engaño: los norteamericanos que viven al otro lado de la ley no solo se disparan, también se enamoran, enfrentan y negocian. Algunos, incluso, recorren diariamente la distancia entre ambos mundos a través de los sinuosos caminos que conectan los barrios respetables con los bajos fondos de su sociedad.
Al llegar junto al detective Marlowe al centro del laberinto, el espectador puede sentirse desconcertado; muy probablemente no recordará cómo ha llegado hasta allí. Por suerte, Bogart y su actitud de mascarón de proa de la historia del cine han ido dejando a su paso un ovillo que podemos seguir para tener algo de perspectiva: en El sueño eterno lo importante no es quién ha desaparecido, ni por qué un criminal decidió liquidar a otro tipo en una cabaña solitaria. En realidad, a nuestro guía todo esto parece traerle sin cuidado; la única certeza es que, mientras avanzan a través de su película, él y Lauren Bacall nos enseñan cómo habrá que empuñar un arma o encenderse un cigarrillo durante el resto del siglo XX. Los hermanos Coen se dieron cuenta de ello y, al filo del nuevo milenio, homenajearon a Marlowe dotándole de un nuevo estilo. Eso sí, ellos dejaron muy claro qué es lo que quería su detective: una alfombra. Daba ambiente a la habitación.
Efectivamente, el cóctel protagonizado en 1998 por Jeff Bridges tiene muchas partes de este clásico de la época dorada del cine, producido en un tiempo en el que se podían fabricar sueños mientras seguía su curso el mayor conflicto bélico de la historia. De hecho, aunque la película llegó a los cines casi un año después del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón, diversos elementos de la película delatan que se rodó en plena ofensiva aliada. En cualquier caso, El sueño eterno no mira hacia el viejo continente, sino al interior del país que se estaba convirtiendo en potencia hegemónica al mismo tiempo que suspiraba por el matrimonio de Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Tal era la popularidad de la pareja, que tras su boda el estudio decidió rodar escenas adicionales y estrenar, solo unos meses después de la película original de Howard Hawks, una versión que alteraba ligeramente el guion adaptado de William Faulkner y pretendía explotar, todavía más, la química entre ambos.
Sin embargo, a pesar de la pléyade de estrellas que forman la constelación de El sueño eterno, si hay algo por lo que destaque la película de la Warner es el laberíntico caso en el que se ve inmerso el detective Philip Marlowe: prácticamente imposible de seguir, el argumento del film parte de una desaparición para acabar relacionándose con los diferentes estratos del mundo del hampa y también, aunque sutilmente debido a la censura, con diversas problemáticas como la homosexualidad.
Escena tras escena, Marlowe rompe corazones al mismo tiempo que acaba con nuestras ideas preconcebidas sobre lo que creíamos que era el mundo del crimen; en menos de dos horas, el personaje original de Raymond Chandler nos saca de nuestro engaño: los norteamericanos que viven al otro lado de la ley no solo se disparan, también se enamoran, enfrentan y negocian. Algunos, incluso, recorren diariamente la distancia entre ambos mundos a través de los sinuosos caminos que conectan los barrios respetables con los bajos fondos de su sociedad.
Al llegar junto al detective Marlowe al centro del laberinto, el espectador puede sentirse desconcertado; muy probablemente no recordará cómo ha llegado hasta allí. Por suerte, Bogart y su actitud de mascarón de proa de la historia del cine han ido dejando a su paso un ovillo que podemos seguir para tener algo de perspectiva: en El sueño eterno lo importante no es quién ha desaparecido, ni por qué un criminal decidió liquidar a otro tipo en una cabaña solitaria. En realidad, a nuestro guía todo esto parece traerle sin cuidado; la única certeza es que, mientras avanzan a través de su película, él y Lauren Bacall nos enseñan cómo habrá que empuñar un arma o encenderse un cigarrillo durante el resto del siglo XX. Los hermanos Coen se dieron cuenta de ello y, al filo del nuevo milenio, homenajearon a Marlowe dotándole de un nuevo estilo. Eso sí, ellos dejaron muy claro qué es lo que quería su detective: una alfombra. Daba ambiente a la habitación.
6
15 de junio de 2017
15 de junio de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras dos westerns crepusculares, va siendo hora de abandonar el Lejano Oeste, siquiera poco a poco (porque siempre cuesta dejar atrás ese mundo desértico entregado al cine) y con otra película dedicada a una forma de vida que termina, en este caso voluntariamente. Los protagonistas de Vampiros a la sombra (Anthony Hickox, 1990) son un grupo de renegados que han decidido abandonar su vida de depredadores nocturnos para intentar pasar su inmortalidad desapercibidos, en un pueblo del oeste norteamericano y consumiendo sangre sintética. Esta no es solo la carta de presentación de la popular serie de televisión True Blood (HBO, 2008) sino también de Sundown: Vampires in Retreat, según el más afortunado título original de la cinta de Vestron Pictures.
Un problema en la fábrica que produce el sustento artificial de los pacíficos chupasangres dirigidos por el Conde Mardulak (David Carradine) obliga a los habitantes de Purgatorio a solicitar los servicios del ingeniero que la había construido, que viaja hasta el pueblo junto a su familia. La visita es la oportunidad que Shane (Maxwell Caulfield), enamorado de la mujer del ingeniero, llevaba años esperando. Los acontecimientos se precipitan y, súbitamente, estalla una guerra civil en la calle principal del pueblo porque, entre el alboroto, Ethan Jefferson (John Ireland), archienemigo de Mardulak, encuentra por fin un resquicio por el que entrar a los dominios de su rival para sembrar el caos. Para aliñar esta esperpéntica situación, un par de excursionistas se integran en un bando, un par de punkis (punkis vampíricos, en realidad) en el otro, y un descendiente de Van Helsing interpretado por el gran Bruce Campbell llega a la zona con sed de venganza. Para entonces, la película se ha convertido ya en un trepidante western con alianzas cruzadas y duelos bajo la luna, en el que unos vampiros que pueden transformarse en murciélago y poseen una fuerza desmesurada se persiguen a caballo y disparan balas recubiertas de madera. Y es que la cinta de Hickox apunta al corazón de los más espectadores más gamberros.
Lo cierto es que Vampiros a la sombra no llegó siquiera a estrenarse en cines. Su presencia en la gran pantalla se limitó a un par de festivales (entre ellos el de Cannes, en 1989) y la mayoría de los ingresos de Verston Pictures, que echó el cierre tras este fiasco, llegaron a través de la venta de VHS. Sin embargo, el paso de los años ha sido amable con una película que, apoyada en el ascendiente de las figuras de Carradine y Campbell, se ha convertido en una obra de culto para los amantes de lo fantástico en general y los vampiros en particular. El tiempo ha tratado bien el retiro al desierto de los vástagos de Drácula porque su película cumple lo que promete y, de paso, deja la puerta de nuestro cinefórum entreabierta, por si alguna otra criatura de la noche quiere visitarlo…
Un problema en la fábrica que produce el sustento artificial de los pacíficos chupasangres dirigidos por el Conde Mardulak (David Carradine) obliga a los habitantes de Purgatorio a solicitar los servicios del ingeniero que la había construido, que viaja hasta el pueblo junto a su familia. La visita es la oportunidad que Shane (Maxwell Caulfield), enamorado de la mujer del ingeniero, llevaba años esperando. Los acontecimientos se precipitan y, súbitamente, estalla una guerra civil en la calle principal del pueblo porque, entre el alboroto, Ethan Jefferson (John Ireland), archienemigo de Mardulak, encuentra por fin un resquicio por el que entrar a los dominios de su rival para sembrar el caos. Para aliñar esta esperpéntica situación, un par de excursionistas se integran en un bando, un par de punkis (punkis vampíricos, en realidad) en el otro, y un descendiente de Van Helsing interpretado por el gran Bruce Campbell llega a la zona con sed de venganza. Para entonces, la película se ha convertido ya en un trepidante western con alianzas cruzadas y duelos bajo la luna, en el que unos vampiros que pueden transformarse en murciélago y poseen una fuerza desmesurada se persiguen a caballo y disparan balas recubiertas de madera. Y es que la cinta de Hickox apunta al corazón de los más espectadores más gamberros.
Lo cierto es que Vampiros a la sombra no llegó siquiera a estrenarse en cines. Su presencia en la gran pantalla se limitó a un par de festivales (entre ellos el de Cannes, en 1989) y la mayoría de los ingresos de Verston Pictures, que echó el cierre tras este fiasco, llegaron a través de la venta de VHS. Sin embargo, el paso de los años ha sido amable con una película que, apoyada en el ascendiente de las figuras de Carradine y Campbell, se ha convertido en una obra de culto para los amantes de lo fantástico en general y los vampiros en particular. El tiempo ha tratado bien el retiro al desierto de los vástagos de Drácula porque su película cumple lo que promete y, de paso, deja la puerta de nuestro cinefórum entreabierta, por si alguna otra criatura de la noche quiere visitarlo…
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