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5,6
2.165
9
24 de octubre de 2014
24 de octubre de 2014
11 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
El mundo de ETA y la situación del conflicto vasco y la lucha armada han sido llevados en infinidad de ocasiones a la gran y pequeña pantalla. Desde las históricas Operación Ogro (1979, Gillo Pontecorvo), La fuga de Segovia (1981, Imanol Uribe) hasta las modernas El Lobo (2004, Miguel Courtois), Todos estamos invitados (2008, Manuel Gutiérrez Aragón) o El asesinato de Carrero Blanco (2011, Miguel Bardem) en televisión, pasando por la vertiente documental, de una gran valor y contenido menospreciados –o ninguneados– por la crítica, como Euskadi hors d’État (1983, Arthur MacCaig), La pelota vasca (2003, Julio Medem) o Asier ETA biok (2013, Aitor y Amaia Merino). A comienzos de los ochenta, el cambio promovió el ascenso de los socialista de Felipe González, con la posterior aparición de los GAL, cuya historia saltó sin red al cine en 2006 dirigida por Miguel Courtois y protagonizada por Natalia Verbeke, José García y Jordi Mollà, convirtiéndose en algo paupérrimo, en un mal chiste que no alcanzó el aprobado para presentar los hechos de uno de los casos que escandalizaron a la opinión pública. Esa película pasó por alto uno de los episodios más importantes del contraterrorismo, que movilizó a la sociedad vasca en los ochenta y noventa: la desaparición de Joxean Lasa y Joxi Zabala, dos jóvenes integrantes de ETA y refugiados en Baiona (Iparralde), el 16 de octubre de 1983, cuyos cuerpos aparecieron en una fosa de Busot (Alicante) dos años más tarde, pero no fueron identificados hasta una década después, gracias a la labor del comisario Jesús García y del antropólogo forense Francisco Etxeberria.
Treinta años después de los hechos iniciales, el director Pablo Malo, ganador del Goya al Mejor director novel por Frío sol de invierno (2004), realizó el filme que abordaba las circunstancias de las desapariciones de Lasa y Zabala, las torturas recibidas en el Palacio de la Cumbre por los hombres del general Rodríguez Galindo, sus ejecuciones, el descubrimiento de los cuerpos y el posterior sumario del caso que desencadenó en el juicio celebrado contra los detenidos en el 2000. Presentado en la pasada edición del Zinemaldia, han sido muchas las voces en su contra por reabrir viejas heridas y rebuscar en los recovecos más bajos de la política creada para intentar poner fin a ese Síndrome del norte, a la escalada terrorista y a buscar el apoyo galo. Pero es precisamente ahí, donde se juntan todas las críticas, donde más grande ha sido el trabajo tras las cámaras de Pablo Malo, pero también el de Unax Ugalde (No controles), interpretando a Iñigo Iruin, el abogado abertzale que sentó en los banquillos a Galindo, Vaquero, Elgorriaga, Dorado y Bayo por el caso Lasa y Zabala. La película está marcada durante todo el metraje por la tensión que emana en cada escena, bien por la fuerte banda sonora de Pascal Gaigne como por las presiones que los mismos protagonistas sufren en sus carnes; así como por la dureza, aunque suavizada para llegar a las salas, que no se corta en mostrar momentos de bastante violencia hiriente.
Los grandes aciertos de Lasa eta Zabala han sido dotarla de la forma propia de este thriller, con fotografía de Aitor Mantxola; llevarla a cabo intercalando castellano y euskera, que si bien a algunos les puede chirriar, es la única forma de mostrar en crudo muchos detalles de la película; y rodarla en los lugares originales donde ocurrieron los hechos (Baiona y Tolosa, principalmente), dándole la atmósfera necesaria que se busca plasmar para calar hondo en el espectador. Completando plantel, destaca el personaje de Fede (Iñigo Gastesi), quien contrarresta la balanza con el personaje de Ugalde, un tipo más racional que busca llegar al fin correcto, no motivado por otros valores que mueven a Iñigo. Así mismo, los jóvenes valores de Jon Anza (Lasa) y Cristian Merchan (Zabala), que, aunque secundarios, se encuentran presentes en cada momento. En la parte opuesta, unos acertados Ricard Sales (Dorado), Javier Mora (Vaquero), Oriol Vila, cuya perturbación del personaje de Felipe Bayo se ha moderado notablemente, Iñaki Ardanaz, que pone la nota de humanidad entre tanta falta, y Francesc Orella en un más que reconocible general Galindo, patriota de galones y nostálgico de la vieja guardia que pone el adulterado sentido del deber por encima de todo, y que, en la medida de la adaptación, recuerda al original, cuyo ego y sinsentido saltó en el juicio del 2000. Lasa eta Zabala puede pasar por ser una película que no todo el público digiera bien, pero más allá de las críticas negativas hacia la misma, resulta ser un filme notable, valiente y, ante todo, necesario.
Treinta años después de los hechos iniciales, el director Pablo Malo, ganador del Goya al Mejor director novel por Frío sol de invierno (2004), realizó el filme que abordaba las circunstancias de las desapariciones de Lasa y Zabala, las torturas recibidas en el Palacio de la Cumbre por los hombres del general Rodríguez Galindo, sus ejecuciones, el descubrimiento de los cuerpos y el posterior sumario del caso que desencadenó en el juicio celebrado contra los detenidos en el 2000. Presentado en la pasada edición del Zinemaldia, han sido muchas las voces en su contra por reabrir viejas heridas y rebuscar en los recovecos más bajos de la política creada para intentar poner fin a ese Síndrome del norte, a la escalada terrorista y a buscar el apoyo galo. Pero es precisamente ahí, donde se juntan todas las críticas, donde más grande ha sido el trabajo tras las cámaras de Pablo Malo, pero también el de Unax Ugalde (No controles), interpretando a Iñigo Iruin, el abogado abertzale que sentó en los banquillos a Galindo, Vaquero, Elgorriaga, Dorado y Bayo por el caso Lasa y Zabala. La película está marcada durante todo el metraje por la tensión que emana en cada escena, bien por la fuerte banda sonora de Pascal Gaigne como por las presiones que los mismos protagonistas sufren en sus carnes; así como por la dureza, aunque suavizada para llegar a las salas, que no se corta en mostrar momentos de bastante violencia hiriente.
Los grandes aciertos de Lasa eta Zabala han sido dotarla de la forma propia de este thriller, con fotografía de Aitor Mantxola; llevarla a cabo intercalando castellano y euskera, que si bien a algunos les puede chirriar, es la única forma de mostrar en crudo muchos detalles de la película; y rodarla en los lugares originales donde ocurrieron los hechos (Baiona y Tolosa, principalmente), dándole la atmósfera necesaria que se busca plasmar para calar hondo en el espectador. Completando plantel, destaca el personaje de Fede (Iñigo Gastesi), quien contrarresta la balanza con el personaje de Ugalde, un tipo más racional que busca llegar al fin correcto, no motivado por otros valores que mueven a Iñigo. Así mismo, los jóvenes valores de Jon Anza (Lasa) y Cristian Merchan (Zabala), que, aunque secundarios, se encuentran presentes en cada momento. En la parte opuesta, unos acertados Ricard Sales (Dorado), Javier Mora (Vaquero), Oriol Vila, cuya perturbación del personaje de Felipe Bayo se ha moderado notablemente, Iñaki Ardanaz, que pone la nota de humanidad entre tanta falta, y Francesc Orella en un más que reconocible general Galindo, patriota de galones y nostálgico de la vieja guardia que pone el adulterado sentido del deber por encima de todo, y que, en la medida de la adaptación, recuerda al original, cuyo ego y sinsentido saltó en el juicio del 2000. Lasa eta Zabala puede pasar por ser una película que no todo el público digiera bien, pero más allá de las críticas negativas hacia la misma, resulta ser un filme notable, valiente y, ante todo, necesario.

7,3
65.969
9
12 de enero de 2016
12 de enero de 2016
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si la carretera al infierno fuera muy transitada, en mitad de toda la basca de almas penosas, se necesitaría de un apeadero donde echar el último trago antes de perecer terrenalmente o reunirse antes del castigo eterno. Si hubiera una creación a nivel mundano para reunión de esas almas, sin duda, sería articulada por la mente perversa de Quentin Tarantino, y es que el cineasta ha conseguido con Los odiosos ocho llevar al espectador a una nueva y mejorada muestra de su concepto de western, a las puertas del vestíbulo del Infierno con su Mercería de Minnie, un paraje desconocido en el Wyoming de posguerra en el que ocho completos extraños deben pasar horas juntos, atrapados a merced de una ventisca, y rodeados de una intrahistoria y tensión palpable que podría ser otro actor más del elenco. Una puesta en escena donde nada es lo que parece ser ni nadie es lo que dice ser, una única ubicación que mezcla la trivialidad de Gran Hermano con el misterio del Orient Express de Agatha Christie y algunos pasajes de Hasta que llegó su hora de Sergio Leone, entre otras obras, y una música al cargo del legendario Ennio Morricone redondean un filme con el que Tarantino se ha marcado un buen tanto, un pulso con tacto y esencia cinéfila. Una recompensa más que merecida tras las filtraciones que le llevaron a plantearse aparcar para siempre la historia.
Tiempo después de la Guerra civil estadounidense, en Wyoming, una caravana variopinta se ve desviada por una azarosa ventisca de nieve. A bordo de la misma viajan John Ruth El verdugo (Kurt Russell, Death Proof), quien lleva a la prisionera Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh, La señora Parker y el círculo vicioso) a ser juzgada y ahorcada en Red Rock; junto a ellos, van Marquis Warren (Samuel L. Jackson, Django desencadenado), un cazarrecompensas de la Unión, y Chris Mannix (Walton Goggins, The Shield), un renegado sureño que dice ser el nuevo sheriff de Red Rock. Al atardecer llegan a una cantina llamada La mercería de Minnie, donde les esperan otros viajeros de paso, encerrados por el temporal. Bob (Demian Bichir, El puente), el cantireno mexicano, Oswaldo Mobray (Tim Roth, Reservoir Dogs), el vaquero Joe Gage (Michael Madsen, Kill Bill) y el general confederado Sanford Smithers (Bruce Dern, Nebraska). Sus miembros deberán compartir un escenario que se crece a medida que las puntadas de los mismos empiezan a unirse. Tarantino pudiera pecar de grotesco, gore y racista, pero sus excentricidades han tenido una buena pascua juntos en Los ocho odiosos, donde ha vuelto a mostrar su calidad a la hora de buscar los secundarios elegidos para la gloria de su filmografía, que, a falta de Christoph Waltz, ilustra Jason Leigh, cuyo personaje engancha, cautiva e ilustra su papel de presa como una desquiciada mujer de armas tomar que juega a dos bandas, entre los silencios y un mordaz y ácido humor que la hace única entre la pandilla de hombres de la Mercería de Minnie.
No es que Tarantino pueda considerarse el pater del western en el siglo XXI. El concepto de este género ha quedado ya guardado en el siglo anterior, pero sí que se puede pensar en él como el alumno más avanzado de la clase, el rarito que ha recogido lo mejor de todos los conocimientos y lo ha remezclado con un estilo personal. Y ha mejorado su marca de Django desencadenado, dando una nueva bocanada de aire fresco e igualando los hitos de 1992, con Reservoir Dogs, y en 1994, con Pulp Fiction. Pero como todo, también hay que criticar, dentro del particular mundo que brinda el cineasta de Tennessee, la marca de insubordinación del lenguaje racista. Sin llegar a ser El precio del poder, la película encadena una detrás de otra la palabra "negro" y la hace tan habitual que uno llega a perderse en esa turbulenta paradoja de lo mal hablado, una acción que ya le valió numerosas críticas en los pases previos a su estreno y por parte del Sindicato de Policías. Tarantino ha incrustado en los nevados parajes del Estados Unidos de posguerra la versión americana de sus malditos bastardos europeos, y, amén de las críticas, ineludibles como en tantas otras, octava muestra de su camino vital por el séptimo arte y la segunda carantoña (directa) al mundo (y submundo) al que dieron vida (y color) Ford, Hawks, Barboni, Corbucci, Leone y Sollima. Aunque amenace con retirarse tras su décima película, ante la posibilidad de que cumpla con lo dicho, habrá que aprovechar al máximo el próximo cine que realice, pues si llega con la misma puntería con la que ha acertado a la diana con Los odiosos ocho valdrá la pena decirle adiós en mayúsculas.
Tiempo después de la Guerra civil estadounidense, en Wyoming, una caravana variopinta se ve desviada por una azarosa ventisca de nieve. A bordo de la misma viajan John Ruth El verdugo (Kurt Russell, Death Proof), quien lleva a la prisionera Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh, La señora Parker y el círculo vicioso) a ser juzgada y ahorcada en Red Rock; junto a ellos, van Marquis Warren (Samuel L. Jackson, Django desencadenado), un cazarrecompensas de la Unión, y Chris Mannix (Walton Goggins, The Shield), un renegado sureño que dice ser el nuevo sheriff de Red Rock. Al atardecer llegan a una cantina llamada La mercería de Minnie, donde les esperan otros viajeros de paso, encerrados por el temporal. Bob (Demian Bichir, El puente), el cantireno mexicano, Oswaldo Mobray (Tim Roth, Reservoir Dogs), el vaquero Joe Gage (Michael Madsen, Kill Bill) y el general confederado Sanford Smithers (Bruce Dern, Nebraska). Sus miembros deberán compartir un escenario que se crece a medida que las puntadas de los mismos empiezan a unirse. Tarantino pudiera pecar de grotesco, gore y racista, pero sus excentricidades han tenido una buena pascua juntos en Los ocho odiosos, donde ha vuelto a mostrar su calidad a la hora de buscar los secundarios elegidos para la gloria de su filmografía, que, a falta de Christoph Waltz, ilustra Jason Leigh, cuyo personaje engancha, cautiva e ilustra su papel de presa como una desquiciada mujer de armas tomar que juega a dos bandas, entre los silencios y un mordaz y ácido humor que la hace única entre la pandilla de hombres de la Mercería de Minnie.
No es que Tarantino pueda considerarse el pater del western en el siglo XXI. El concepto de este género ha quedado ya guardado en el siglo anterior, pero sí que se puede pensar en él como el alumno más avanzado de la clase, el rarito que ha recogido lo mejor de todos los conocimientos y lo ha remezclado con un estilo personal. Y ha mejorado su marca de Django desencadenado, dando una nueva bocanada de aire fresco e igualando los hitos de 1992, con Reservoir Dogs, y en 1994, con Pulp Fiction. Pero como todo, también hay que criticar, dentro del particular mundo que brinda el cineasta de Tennessee, la marca de insubordinación del lenguaje racista. Sin llegar a ser El precio del poder, la película encadena una detrás de otra la palabra "negro" y la hace tan habitual que uno llega a perderse en esa turbulenta paradoja de lo mal hablado, una acción que ya le valió numerosas críticas en los pases previos a su estreno y por parte del Sindicato de Policías. Tarantino ha incrustado en los nevados parajes del Estados Unidos de posguerra la versión americana de sus malditos bastardos europeos, y, amén de las críticas, ineludibles como en tantas otras, octava muestra de su camino vital por el séptimo arte y la segunda carantoña (directa) al mundo (y submundo) al que dieron vida (y color) Ford, Hawks, Barboni, Corbucci, Leone y Sollima. Aunque amenace con retirarse tras su décima película, ante la posibilidad de que cumpla con lo dicho, habrá que aprovechar al máximo el próximo cine que realice, pues si llega con la misma puntería con la que ha acertado a la diana con Los odiosos ocho valdrá la pena decirle adiós en mayúsculas.

7,0
68.423
8
8 de octubre de 2015
8 de octubre de 2015
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando Neil Armstrong dijo su célebre frase sobre el suelo lunar, podría predecirse un final de ciclo. Ese término apocalíptico en algunos campos, acabó aplicándose a la carrera espacial, y es que en 1969 Estados Unidos conseguía su preciado objetivo: ganar a la Unión Soviética en su carrera por llegar los primeros a la Luna. Aquel boom espacial perduró el tiempo de las misiones Apolo, pero todas salvo la undécima misión -y si se excluye a grandes rasgos la Apolo XIII- han pasado por no ser tan grandilocuentes, por ser olvidadas por gran parte del público tiempo después. Mirar hacia la Luna como objetivo en la carrera espacial pasó a mejor vida, tanto como el siglo XX que las encabezó. The Moon is dead, long live the Moon. La deliciosa perla roja del cosmos ha cogido su relevo y se ha convertido en el nuevo campo de experimentos de la ciencia y el séptimo arte, así como del fruto de ambos. Con mayor o menor sutileza (y acierto), el hombre ya ha imaginado su incursión en Marte, desde el clásico de Paul Verhoeven y Arnold Schwarzenegger de 1990 (Desafío total) hasta las plomizas y desventuradas intentonas de Brian de Palma (Misión a Marte, 2000) y John Carpenter (Fantasmas de Marte, 2001). Dejando al margen la influencia que Kubrick ha dejado a la ciencia ficción, incluso Philip K. Dick, en un intento de mejorar las expectativas, el último en entrar al trapo ha sido Ridley Scott, quien, después de su periplo por el Éxodo y su búsqueda metafísica de Alien, ha vuelto a denotar el toque de gracia que el sci-fi le ha brindado con Marte (The Martian), el filme que protagonizan Matt Damon y Jessica Chastain basado en la novela de Andy Weir.
La misión del Ares III en Marte debe abandonar el planeta por una terrible tormenta de arena. Durante la evacuación, el astronauta Mark Watney (Matt Damon) queda atrapado y sus compañeros le dan por muerto. Watney, sin embargo, ha sobrevivido, pero se encuentra solo, atrapado a más de 200 millones de kilómetros de la Tierra, con equipamiento y abastecimiento para algo más de un mes. Watney debe conseguir multiplicar sus recursos para conseguir que la NASA contacte con él y sepan que está vivo. No obstante, las autoridades dudan que sea viable un rescate de esas magnitudes, y deciden no contar los hechos al resto de la tripulación de Watney, que, liderados por la comandante Melissa Lewis (Jessica Chastain), regresan a la Tierra. Cuando se les notifica que sigue vivo, tendrán que tomar una importante decisión: continuar sin él o arriesgar sus vidas en una misión por rescatarle. Curiosamente, es la película espacial del cineasta británico en la que más ha tenido los pies en la tierra. Sin ambages ni lecturas filosóficas, que podrían encontrarse en la Interstellar de Nolan, el filme de Scott tira de una simplicidad de lenguaje y acción que es gran parte de su magnetismo. Sus casi dos horas y media de metraje las intercala con bastante acierto, siguiendo el libreto de Goddard, entre el puro drama espacial, el cine de aventura y las perlas humorísticas, a caballo entre 2001: Una odisea del espacio, Gravity y Space Cowboys, haciendo que estas últimas hagan olvidar por momentos la soledad del protagonista.
Los efectos especiales de Marte, como Gravity e Interstellar anteriormente, han sido fundamentales para mostrar en el cine la imagen más o menos nítida del escenario que el ser humano sueña alcanzar el día de mañana. No obstante, y recapitulando errores ya genéricos a la hora de hablar del espacio exterior, más por entretenimiento que por negar la evidencia física, se vuelve a hacer patente el ridículo a la hora de querer mostrar explosiones y ruidos adicionales donde reina la nada. Un condicionante secundario (Alien y Prometheus citando ejemplos del director) que no turba el buen papel y el grato sabor de boca que deja Marte, que vuelve a tener la huella palpable del paso de Scott y que condecora a la música disco (los temas de ABBA y Gloria Gaynor entre otros) como parte incondicional de su banda sonora. Una aventura espacial que también se sujeta en la acción sus secundarios, como Kate Mara (House of Cards) o Michael Peña (El tirador) en la tripulación; Jeff Daniels (The Newsroom), que retuerce y constringe esa vena a lo Will McAvoy como el dirigente de la NASA que valora más las audiencias que la vida de uno de sus chicos; y el resto del equipo que intenta traer a Watney a casa: Chiwetel Ejiofor (12 años de esclavitud), Kristen Wiig (La boda de mi mejor amiga), una Mackenzie McHale en escena, o Sean Bean (Juego de Tronos), que deja alto uno de sus momentos más memorables. Dammon ha intentado dotar a su personaje del instinto primario de supervivencia que, sin duda, se necesita en esas situaciones de extrema necesidad. Logra darle esa entereza y aplomo en los momentos graves, aunque algo alejado de un carácter más dramático que sí se hubiera precisado; además de encandilar, cuando lo precisa en momentos justos, con la vena humorística que ya tiene en su expediente de gags. Marte vuelve a ser otro notable ejemplo del universo de Scott y una nueva y placentera visita por su extensa labor fílmica. Puede que el día de mañana el ser humano acabe superando sus expectativas y la hazaña vaya más allá del cine, y entonces quizá, cuando el próximo Armstrong pise la superficie rojiza y marciana, se culmine otro fin de ciclo y se de algo nuevo para lo que el cine, seguro, ya se aventura a cumplir.
La misión del Ares III en Marte debe abandonar el planeta por una terrible tormenta de arena. Durante la evacuación, el astronauta Mark Watney (Matt Damon) queda atrapado y sus compañeros le dan por muerto. Watney, sin embargo, ha sobrevivido, pero se encuentra solo, atrapado a más de 200 millones de kilómetros de la Tierra, con equipamiento y abastecimiento para algo más de un mes. Watney debe conseguir multiplicar sus recursos para conseguir que la NASA contacte con él y sepan que está vivo. No obstante, las autoridades dudan que sea viable un rescate de esas magnitudes, y deciden no contar los hechos al resto de la tripulación de Watney, que, liderados por la comandante Melissa Lewis (Jessica Chastain), regresan a la Tierra. Cuando se les notifica que sigue vivo, tendrán que tomar una importante decisión: continuar sin él o arriesgar sus vidas en una misión por rescatarle. Curiosamente, es la película espacial del cineasta británico en la que más ha tenido los pies en la tierra. Sin ambages ni lecturas filosóficas, que podrían encontrarse en la Interstellar de Nolan, el filme de Scott tira de una simplicidad de lenguaje y acción que es gran parte de su magnetismo. Sus casi dos horas y media de metraje las intercala con bastante acierto, siguiendo el libreto de Goddard, entre el puro drama espacial, el cine de aventura y las perlas humorísticas, a caballo entre 2001: Una odisea del espacio, Gravity y Space Cowboys, haciendo que estas últimas hagan olvidar por momentos la soledad del protagonista.
Los efectos especiales de Marte, como Gravity e Interstellar anteriormente, han sido fundamentales para mostrar en el cine la imagen más o menos nítida del escenario que el ser humano sueña alcanzar el día de mañana. No obstante, y recapitulando errores ya genéricos a la hora de hablar del espacio exterior, más por entretenimiento que por negar la evidencia física, se vuelve a hacer patente el ridículo a la hora de querer mostrar explosiones y ruidos adicionales donde reina la nada. Un condicionante secundario (Alien y Prometheus citando ejemplos del director) que no turba el buen papel y el grato sabor de boca que deja Marte, que vuelve a tener la huella palpable del paso de Scott y que condecora a la música disco (los temas de ABBA y Gloria Gaynor entre otros) como parte incondicional de su banda sonora. Una aventura espacial que también se sujeta en la acción sus secundarios, como Kate Mara (House of Cards) o Michael Peña (El tirador) en la tripulación; Jeff Daniels (The Newsroom), que retuerce y constringe esa vena a lo Will McAvoy como el dirigente de la NASA que valora más las audiencias que la vida de uno de sus chicos; y el resto del equipo que intenta traer a Watney a casa: Chiwetel Ejiofor (12 años de esclavitud), Kristen Wiig (La boda de mi mejor amiga), una Mackenzie McHale en escena, o Sean Bean (Juego de Tronos), que deja alto uno de sus momentos más memorables. Dammon ha intentado dotar a su personaje del instinto primario de supervivencia que, sin duda, se necesita en esas situaciones de extrema necesidad. Logra darle esa entereza y aplomo en los momentos graves, aunque algo alejado de un carácter más dramático que sí se hubiera precisado; además de encandilar, cuando lo precisa en momentos justos, con la vena humorística que ya tiene en su expediente de gags. Marte vuelve a ser otro notable ejemplo del universo de Scott y una nueva y placentera visita por su extensa labor fílmica. Puede que el día de mañana el ser humano acabe superando sus expectativas y la hazaña vaya más allá del cine, y entonces quizá, cuando el próximo Armstrong pise la superficie rojiza y marciana, se culmine otro fin de ciclo y se de algo nuevo para lo que el cine, seguro, ya se aventura a cumplir.

5,6
43.981
7
15 de agosto de 2014
15 de agosto de 2014
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Álex de la Iglesia regresa a la gran pantalla quizá con su dósis más gamberra, aquella que dio a conocer con Acción mutante o El día de la bestia. Con Las brujas de Zugarramurdi ha intentado acercar no sólo la típica película de brujas. En una apreciación más profunda, ha ahondado en los recobecos de la cultura vasca más arraigada, aquella superviviente de siglos que tiene a las brujas (o sorginak) como parte fundamental de los cuentos de las amamas para asustar a los niños. Pero lejos de darle un homenaje como se merece, quizá por el tono cómico de la película, esta parece mancillada en su honor. De la Iglesia, por contra, ha conseguido uno de sus comienzos más redondos, y es que rodar un atraco en la mismísima Puerta del Sol bien merece un aplauso. Y los causantes de ello son Hugo Silva y Mario Casas, tándem protagonista de la cinta que, si bien puede producir un shock al principio, muestran tener buena química juntos, sobresaliendo -todo hay que decirlo- Mario Casas a lo largo de toda la película.
La primera media hora consigue, gracias a las conversaciones ideadas por De la Iglesia y Guerricaechevarría, mostrar una spanish road movie de categoría en la que, dentro de un taxi robado en Sol rumbo a Francia, se mezclan los temas sobre el divorcio, las mujeres y las desgracias propias. Con unos gags asombrosos de la mano de Tallafé, como el señor de Badajoz, y un taxista poco convencional (Jaime Ordóñez) afín a lo paranormal. Siguiéndoles la pista, la histérica mujer del protagonista (Macarena Gómez) y dos policías bastante peculiares (Secun de la Rosa y Pepón Nieto). Habría que preguntar a Álex si percibía Las brujas de Zugarramurdi como un spin off de Los hombres de Paco. Haciéndose de rogar entran en escena las dos principales cabeza de familia, Terele Pávez -implacable, verdadera sorgina- y Carmen Maura, acompañadas de la pequeña de la familia (Carolina Bang), una particular redentora a la que le encantan iniciar broncas de pareja sin sentido y que no cumple el papel previsto dentro de su familia, donde predominan las mujeres. En este punto hay que añadir que el director ha ahondado en algo que es conocido por quienes la tenemos: la familia vasca es, ante todo, matriarcal.
El pecado de Álex de la Iglesia ha sido poner toda la carne en el asador al comienzo y no preparar una película elaborada de primero, segundo y postre. Hubiera venido bien una segmentación de los recursos -y excesos- en los tres actos de la película, pero esta ausencia hace que flaquee al entrar en el culmen de la película, el akelarre en la cueva de Zugarramurdi. Un momento de transformación en sí que, a pesar del carácter que impregna, acaba convirtiéndose, irrintzis incluidos, en un particular rave, únicamente salvado por el homenaje a Mikel Laboa y a su canción "Baga, biga, higa" en el conjuro de las brujas. Pero todo esto se deforma salvaje y ruinmente al hacer acto de presencia una mutante Venus de Willendorf reconvertida en Gargantúa, con lo que se dice adiós al misticismo vasco de las sorginak, los akelarres, los zanpantzares y la diosa Mari. De la Iglesia además parece no meterle más carga dramática a un momento que hubiera sido impactante, pero es que además el mal uso de cromas en ciertos momentos no hace sino bajar su nivel. El basto elenco de Las brujas de Zugarramurdi -que incorpora a unos Santiago Segura y Carlos Areces travestidos y con exagerados acentos vascos- intenta en todo momento mantener a flote la película. Aunque esto se consigue al principio, irremediablemente acaba hundiéndose por no saber cerrar bien la trama. Su epílogo rompe con todos los esquemas poniendo un mal punto y final a una historia sobre brujas, mujeres malvadas -y algo brujas- y hombres tontos, que daba para más.
La primera media hora consigue, gracias a las conversaciones ideadas por De la Iglesia y Guerricaechevarría, mostrar una spanish road movie de categoría en la que, dentro de un taxi robado en Sol rumbo a Francia, se mezclan los temas sobre el divorcio, las mujeres y las desgracias propias. Con unos gags asombrosos de la mano de Tallafé, como el señor de Badajoz, y un taxista poco convencional (Jaime Ordóñez) afín a lo paranormal. Siguiéndoles la pista, la histérica mujer del protagonista (Macarena Gómez) y dos policías bastante peculiares (Secun de la Rosa y Pepón Nieto). Habría que preguntar a Álex si percibía Las brujas de Zugarramurdi como un spin off de Los hombres de Paco. Haciéndose de rogar entran en escena las dos principales cabeza de familia, Terele Pávez -implacable, verdadera sorgina- y Carmen Maura, acompañadas de la pequeña de la familia (Carolina Bang), una particular redentora a la que le encantan iniciar broncas de pareja sin sentido y que no cumple el papel previsto dentro de su familia, donde predominan las mujeres. En este punto hay que añadir que el director ha ahondado en algo que es conocido por quienes la tenemos: la familia vasca es, ante todo, matriarcal.
El pecado de Álex de la Iglesia ha sido poner toda la carne en el asador al comienzo y no preparar una película elaborada de primero, segundo y postre. Hubiera venido bien una segmentación de los recursos -y excesos- en los tres actos de la película, pero esta ausencia hace que flaquee al entrar en el culmen de la película, el akelarre en la cueva de Zugarramurdi. Un momento de transformación en sí que, a pesar del carácter que impregna, acaba convirtiéndose, irrintzis incluidos, en un particular rave, únicamente salvado por el homenaje a Mikel Laboa y a su canción "Baga, biga, higa" en el conjuro de las brujas. Pero todo esto se deforma salvaje y ruinmente al hacer acto de presencia una mutante Venus de Willendorf reconvertida en Gargantúa, con lo que se dice adiós al misticismo vasco de las sorginak, los akelarres, los zanpantzares y la diosa Mari. De la Iglesia además parece no meterle más carga dramática a un momento que hubiera sido impactante, pero es que además el mal uso de cromas en ciertos momentos no hace sino bajar su nivel. El basto elenco de Las brujas de Zugarramurdi -que incorpora a unos Santiago Segura y Carlos Areces travestidos y con exagerados acentos vascos- intenta en todo momento mantener a flote la película. Aunque esto se consigue al principio, irremediablemente acaba hundiéndose por no saber cerrar bien la trama. Su epílogo rompe con todos los esquemas poniendo un mal punto y final a una historia sobre brujas, mujeres malvadas -y algo brujas- y hombres tontos, que daba para más.

5,2
23.632
7
3 de diciembre de 2014
3 de diciembre de 2014
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Éxodo es el episodio del Antiguo Testamento más difundido, con más o menos acierto, por la pequeña y gran pantalla. Un relato que, tanto para el creyente como para el que no lo es, se conoce hasta la saciedad. Después de los dos antecedentes mastodónticos de Cecil B. DeMille, del que recordamos por Charlton Heston la segunda de 1956, y la cinta animada El príncipe de Egitpo (1998, Hickner, Wells y Chapman), por poner algunos de los ejemplos iconos del caso, podría pensarse que vista una, vista todas, y que poco más se puede añadir. Pero es ahí cuando entra en juego la última pieza sobre el tablero, la del Hollywood moderno creador de blockbusters, como el de Noé de Aronofsky, dispuesto a una revisión bíblica dotada de un mayor despliegue de medios y, cómo no, de un gran presupuesto. Y el artífice tras las cámaras para esta nueva internada no podía ser sino Ridley Scott. El director británico vuelve con Exodus: Dioses y Reyes al género épico histórico que tan buenos resultados le dio en el 2000 con Gladiator, un éxito que no repitió al mismo nivel años después con El reino de los cielos o Robin Hood, Reformada de arriba a abajo, sin contemplaciones, ha formado una película entretenida, donde la acción brota en dosis acertadas. Sin embargo, su estructura no tiene un ritmo definido. Jugar con desniveles deriva en un resultado irregular, y aquí se da el caso: pasa de un buen arranque con la batalla de Qadesh de trasfondo a diversos prolegómenos que gastan una hora de metraje, quitando fuerza de atracción a una historia que, no obstante, encandila la parte final con un ritmo apabullante desde que hacen acto de presencia las plagas.
Después de cuatrocientos años como esclavos en Egipto, el pueblo judío espera la llegada del mesías que les libere. Moisés (Christian Bale, El caballero oscuro) y Ramsés (Joel Edgerton, El gran Gatsby) han sido criados como hermanos. Situados en la batalla de Qadesh contra los hititas, Moisés salva de morir a Ramsés, quien se muestra receloso de la acción de su hermano por culpa de una profecía. Desde entonces, ambos se distanciarán hasta romper toda relación. Destinado a solucionar algunos problemas con la comunidad esclava, Moisés se topa con Nun (Ben Kingsley, La invención de Hugo), quien le cuenta su origen y su verdadera identidad. Tras conocer su condición, Moisés, exiliado, se dirige a Madián, donde desposa a Séfora (María Valverde, Tengo ganas de ti). Reconvertido en pastor, y perdido en una tormenta, Dios le rebela a Moisés la misión que debe llevar a cabo: regresar a Egipto y liberar a los esclavos hebreos para llevarlos a la tierra de Canaán. La negatividad de Ramsés provocará la ira de Dios, quien asolará el imperio como castigo a su osadía. El peso de la trama de Exodus: Dioses y Reyes recae en el tándem Bale-Edgerton, cara y cruz distinguibles -y sobresalientes- del filme. Es obvio afirmar que Bale carga con algo más de responsabilidad, pero no se puede entender el uno sin el otro. Mientras que este nuevo Moisés es apasionado, algo incrédulo al principio pero siempre fiel a su instinto; el Ramsés que deja Edgelton no pasa desapercibido ni siquiera bajo la sombra de Yul Brynner, ya que la frialdad, la impulsividad y el egocentrismo de su personaje son bazas propias de un antagonista del propio Scott. Por debajo de ellos dos, el plantel deja bastante que desear, ya que, a excepción de Ben Kingsley y María Valverde, quien da vida más que aceptablemente a Séfora, ningún otro transmite ni atrapa más allá del oficio en pantalla. Ni Aaron Paul, ni John Turturro ni tan siquiera Sigourney Weaver, pues solo dejan unas interpretaciones para lo anecdótico.
A pesar de no redondear la historia con un buen guión, la gran baza de Exodus: Dioses y Reyes está en su despliegue visual y artístico. La película muestra un escenario que busca llamar la atención al espectador, aprovechándose tanto de la banda sonora compuesta por Alberto Iglesias como de unas localizaciones únicas (Almería y Fuerteventura) para las desérticas recreaciones del Antiguo Egipto, Mar Rojo y Sinaí. Con fotografía del habitual de Scott, el polaco Dariusz Wolski, se tiende a buscar bastos planos panorámicos y escenas de acción donde dar rienda suelta al encanto de un filme en el que hay que destacar ese último gran plano del ejército egipcio cargando sobre el fondo del Mar Rojo antes de ser engullidos por las olas. No podía faltar la parte artística, pues Exodus: Dioses y Reyes es, así mismo, una recreación de la vida y costumbres del Egipto de los faraones, por lo que se contó con la oscarizada Janty Yates para un diseño de vestuario que en pantalla resulta de lo más llamativo. Después de un flojo paso por El consejero, no se trata de la mejor película de Ridley Scott, pero ello no es impedimento para afirmar que su visionado es más que recomendable, pues Exodus: Dioses y Reyes entra dentro de sus mejores producciones épicas. Es épica y sentida, un homenaje personal a la figura de su hermano Tony, fallecido en el 2012.
Después de cuatrocientos años como esclavos en Egipto, el pueblo judío espera la llegada del mesías que les libere. Moisés (Christian Bale, El caballero oscuro) y Ramsés (Joel Edgerton, El gran Gatsby) han sido criados como hermanos. Situados en la batalla de Qadesh contra los hititas, Moisés salva de morir a Ramsés, quien se muestra receloso de la acción de su hermano por culpa de una profecía. Desde entonces, ambos se distanciarán hasta romper toda relación. Destinado a solucionar algunos problemas con la comunidad esclava, Moisés se topa con Nun (Ben Kingsley, La invención de Hugo), quien le cuenta su origen y su verdadera identidad. Tras conocer su condición, Moisés, exiliado, se dirige a Madián, donde desposa a Séfora (María Valverde, Tengo ganas de ti). Reconvertido en pastor, y perdido en una tormenta, Dios le rebela a Moisés la misión que debe llevar a cabo: regresar a Egipto y liberar a los esclavos hebreos para llevarlos a la tierra de Canaán. La negatividad de Ramsés provocará la ira de Dios, quien asolará el imperio como castigo a su osadía. El peso de la trama de Exodus: Dioses y Reyes recae en el tándem Bale-Edgerton, cara y cruz distinguibles -y sobresalientes- del filme. Es obvio afirmar que Bale carga con algo más de responsabilidad, pero no se puede entender el uno sin el otro. Mientras que este nuevo Moisés es apasionado, algo incrédulo al principio pero siempre fiel a su instinto; el Ramsés que deja Edgelton no pasa desapercibido ni siquiera bajo la sombra de Yul Brynner, ya que la frialdad, la impulsividad y el egocentrismo de su personaje son bazas propias de un antagonista del propio Scott. Por debajo de ellos dos, el plantel deja bastante que desear, ya que, a excepción de Ben Kingsley y María Valverde, quien da vida más que aceptablemente a Séfora, ningún otro transmite ni atrapa más allá del oficio en pantalla. Ni Aaron Paul, ni John Turturro ni tan siquiera Sigourney Weaver, pues solo dejan unas interpretaciones para lo anecdótico.
A pesar de no redondear la historia con un buen guión, la gran baza de Exodus: Dioses y Reyes está en su despliegue visual y artístico. La película muestra un escenario que busca llamar la atención al espectador, aprovechándose tanto de la banda sonora compuesta por Alberto Iglesias como de unas localizaciones únicas (Almería y Fuerteventura) para las desérticas recreaciones del Antiguo Egipto, Mar Rojo y Sinaí. Con fotografía del habitual de Scott, el polaco Dariusz Wolski, se tiende a buscar bastos planos panorámicos y escenas de acción donde dar rienda suelta al encanto de un filme en el que hay que destacar ese último gran plano del ejército egipcio cargando sobre el fondo del Mar Rojo antes de ser engullidos por las olas. No podía faltar la parte artística, pues Exodus: Dioses y Reyes es, así mismo, una recreación de la vida y costumbres del Egipto de los faraones, por lo que se contó con la oscarizada Janty Yates para un diseño de vestuario que en pantalla resulta de lo más llamativo. Después de un flojo paso por El consejero, no se trata de la mejor película de Ridley Scott, pero ello no es impedimento para afirmar que su visionado es más que recomendable, pues Exodus: Dioses y Reyes entra dentro de sus mejores producciones épicas. Es épica y sentida, un homenaje personal a la figura de su hermano Tony, fallecido en el 2012.
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