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6,3
15.861
7
14 de octubre de 2019
14 de octubre de 2019
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Gozo al ver como a sus ochenta y tres años, Woody Allen, uno de los más grandes de la historia del cine, de la comedia, la literatura y la inteligencia aplicada al séptimo arte, sigue sin parangón alguno regalándonos sus inconfundibles historias orquestadas bajo su prodigiosa mente, con la creatividad y el corazón intactos.
A un ritmo sin igual de película por año, el director nos trae otro trabajo con un sabor ''Alleniano''. Nueva York, lluvia, personajes con un carácter anclado al pasado y un sin fin de situaciones que solo el genio de Brooklyn puede firmar.
Muchos han sido los obstáculos para que A Rainy Day in New York haya podido llegar sana y salva a la gran pantalla tras el acorralamiento público al que la corrección política actual ha sometido inmisericordemente al genio neoyorquino, por un caso del que fue absuelto hasta en dos ocasiones.
Pese a las trabas he podido verla, y como de costumbre he vuelto a un estado de embeleso constante. No he desatado ninguna carcajada, pero la sonrisa ha estado desde el comienzo de sus característicos títulos de créditos hasta el cierre de ellos. Y es que, estando Allen en estado de gracia, es extraño que no empatices con sus personajes, rías con sus insólitas situaciones o te enamores de sus geniales conversaciones.
La historia nos muestra a un chaval aristocrático llamado Gatsby (Timothée Chalamet) con la vida solucionada, aunque sin rumbo y un cerebro prodigioso junto a su encantadora y culta novia llamada Ashleigh (Elle Fanning). Ambos son universitarios y están enamorados, dispuestos a embarcarse en un fin de semana hacia la ciudad más amada para muchos. En su llegada, una serie de imprevistos les separa, por lo que el viaje a Nueva York se va a convertir en un viaje por la ciudad al encuentro de circunstancias disparatadas.
Los personajes vuelven a ser el álter ego de un joven Woody Allen con su odio hacia los de su propia clase, una muchacha periodista con una pasión abrumadora por el cine con todo lo que a ello concierne, y una sorprendente Selena Gomez interpretando a Chan, la joven que hará reflexionar a Gatsby sobre lo que le está costando hallar en la vida.
Los tres actores principales están magníficos. Probablemente encarnando los mejores papeles hasta el momento de sus prometedoras carreras. Lo agradecieron renegando de Allen ante las denuncias de las que fue exculpado, donaron al MeToo el sueldo que cobraron en la película y se mostraron escandalizados por haber trabajado con él. (Supuestamente lo sabían antes de empezar a rodar. Yo lo sé desde hace veinte años). Supongo que sus agentes les habrán asegurado que tendrían un gran porvenir en la industria del cine a cambio de su deslealtad.
A Rainy Day in New York no es su mejor película, pero a los entusiastas del más Oscarizado guionista de todos los tiempos, absolutamente todo les va a encantar. La esencia aunque a pequeña escala de lo que significa el director para el cine, vuelve de nuevo. Vuelven los paseos por las calles de Manhattan, los alardes sobre su intelecto, encuentros esperados e inesperados, diálogos para eruditos, conversaciones en museos sobre Arte, Cine y literatura, y como no, sobre sexo. Todo ello con un olor a melancolía.
Allen finalmente narra todo lo sucedido con gusto y con su único e inconfundible estilo. Con cariño a sus personajes confusos y libres de su reconocido pesimismo ante la vida. Y es que el director ha afirmado en más de una ocasión que el hacer el cine que a él le gusta, le evade de la idea de suicidarse. (Recordemos que es de los pocos cineastas que pueden afirmar hacer el cine que quieren). Pese a su visión del mundo, ha escrito una historia mucho más blanca de lo habitual, riéndose de ese gran cliché, el más grande de todos, la vida.
A un ritmo sin igual de película por año, el director nos trae otro trabajo con un sabor ''Alleniano''. Nueva York, lluvia, personajes con un carácter anclado al pasado y un sin fin de situaciones que solo el genio de Brooklyn puede firmar.
Muchos han sido los obstáculos para que A Rainy Day in New York haya podido llegar sana y salva a la gran pantalla tras el acorralamiento público al que la corrección política actual ha sometido inmisericordemente al genio neoyorquino, por un caso del que fue absuelto hasta en dos ocasiones.
Pese a las trabas he podido verla, y como de costumbre he vuelto a un estado de embeleso constante. No he desatado ninguna carcajada, pero la sonrisa ha estado desde el comienzo de sus característicos títulos de créditos hasta el cierre de ellos. Y es que, estando Allen en estado de gracia, es extraño que no empatices con sus personajes, rías con sus insólitas situaciones o te enamores de sus geniales conversaciones.
La historia nos muestra a un chaval aristocrático llamado Gatsby (Timothée Chalamet) con la vida solucionada, aunque sin rumbo y un cerebro prodigioso junto a su encantadora y culta novia llamada Ashleigh (Elle Fanning). Ambos son universitarios y están enamorados, dispuestos a embarcarse en un fin de semana hacia la ciudad más amada para muchos. En su llegada, una serie de imprevistos les separa, por lo que el viaje a Nueva York se va a convertir en un viaje por la ciudad al encuentro de circunstancias disparatadas.
Los personajes vuelven a ser el álter ego de un joven Woody Allen con su odio hacia los de su propia clase, una muchacha periodista con una pasión abrumadora por el cine con todo lo que a ello concierne, y una sorprendente Selena Gomez interpretando a Chan, la joven que hará reflexionar a Gatsby sobre lo que le está costando hallar en la vida.
Los tres actores principales están magníficos. Probablemente encarnando los mejores papeles hasta el momento de sus prometedoras carreras. Lo agradecieron renegando de Allen ante las denuncias de las que fue exculpado, donaron al MeToo el sueldo que cobraron en la película y se mostraron escandalizados por haber trabajado con él. (Supuestamente lo sabían antes de empezar a rodar. Yo lo sé desde hace veinte años). Supongo que sus agentes les habrán asegurado que tendrían un gran porvenir en la industria del cine a cambio de su deslealtad.
A Rainy Day in New York no es su mejor película, pero a los entusiastas del más Oscarizado guionista de todos los tiempos, absolutamente todo les va a encantar. La esencia aunque a pequeña escala de lo que significa el director para el cine, vuelve de nuevo. Vuelven los paseos por las calles de Manhattan, los alardes sobre su intelecto, encuentros esperados e inesperados, diálogos para eruditos, conversaciones en museos sobre Arte, Cine y literatura, y como no, sobre sexo. Todo ello con un olor a melancolía.
Allen finalmente narra todo lo sucedido con gusto y con su único e inconfundible estilo. Con cariño a sus personajes confusos y libres de su reconocido pesimismo ante la vida. Y es que el director ha afirmado en más de una ocasión que el hacer el cine que a él le gusta, le evade de la idea de suicidarse. (Recordemos que es de los pocos cineastas que pueden afirmar hacer el cine que quieren). Pese a su visión del mundo, ha escrito una historia mucho más blanca de lo habitual, riéndose de ese gran cliché, el más grande de todos, la vida.

6,8
4.975
8
2 de diciembre de 2021
2 de diciembre de 2021
7 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por Marcos Orgaz
02 DIC 2021
Para Segundo Desayuno
De acuerdo, os voy a contar un secreto. Uno evidente. Siempre he querido ser Rodrigo Cortés. Al igual que mi hermano, mi gran amigo Rafa, Harold o el tipo que vendía por televisión aquella milagrosa mascarilla para adelgazar la cara. Si habéis escuchado hablar —o leído— al señor Cortés, sabéis de qué hablo. Cuentan además ciertas lenguas que uno dirige igual que escribe, que mira igual que habla y observa tal que mira. O quizás no hubo tales lenguas y quizá, y tan solo quizá, emanen del hombrecillo que vive dentro de mí y que lo admira. ¿Pero os dais cuenta de que estoy empezando a irme por las ramas?
Entonces, ¿dónde estaba? Ah, sí, es miércoles. Madrugo, me dirijo al cine y entro en la sala; me acomodo en mi butaca de siempre y me dispongo a ver Love Gets a Room, (El Amor en su lugar). A continuación, apagan las luces y se produce dicho instante que Virginia Woolf describió brillantemente como de expectación. Los asistentes del pase se frotan papel y bolígrafo y dan inicio a sus cuchicheos: «¡Psst!, juraría que es la de Rodrigo!», «Oiga, sucede todo en el Gueto de Varsovia ¿verdad?», «Tío, he leído por ahí que es un musical», «¿Perdone, sabe cuanto dura?», «¿Sabes?, esta noche juegan los Knicks y Kemba Walker estará como suplente, ¡voy a perder cincuenta pavos!».
La película por fin arranca y tras la primera gran secuencia y ante la atenta mirada de mis compañeros de prensa, comienzo a conjeturar: «Esto va a estar bien» —pienso—, y naturalmente, con mis aires de grandeza y algo de fortuna, acierto. La trama avanza y me percato de que la mayoría de las actuaciones son sensacionales y que Clara Rugaard, la muchacha que interpreta a Stefcia, es simplemente genial; bella y rebosante de talento. También Ferdia Walsh, su compañero; quien me resulta carismático y leal. Noto como la cámara no deja de moverse, intuyo que a sabiendas de que los personajes van a poder hacerlo poco. Por la razón que sea, a Rodrigo Cortés le vuelve a interesar el no salir del ataúd —en este caso teatro— y eso, a mí, me entusiasma.
Muy bien, entonces me encuentro en mitad del metraje y me está interesando lo que veo y escucho. Me cautiva la Banda Sonora a cargo del extraordinario Victor Reyes, el montaje y las voces de los actores entonando el mensaje que comienza a entreverse sobre la necesidad del Arte en un mundo deplorable. No obstante, acude a mí un nuevo juicio cuando los diálogos deambulan por recovecos más sinceros. Llegando el final, por ejemplo, cierto personaje le pregunta a Stefcia: «¿No crees que hay vida después de la muerte?» A lo que ella responde de manera acertada y totalmente objetiva bajo mi humilde —y como siempre irrelevante— punto de vista, con total conocimiento en lo referente a la condición humana: «No estoy segura de que haya vida antes». Es entonces, cuando la película pasa de gustarme a fascinarme. Cuando muestra que aún haber escasos momentos de felicidad, ya sea por el amor, el Arte; ya sea por cualquier distracción y pese a ser conocedores de lo dolorosamente absurda y deprimente que es la vida, seguimos estando programados para resistirnos a dejarla partir.
02 DIC 2021
Para Segundo Desayuno
De acuerdo, os voy a contar un secreto. Uno evidente. Siempre he querido ser Rodrigo Cortés. Al igual que mi hermano, mi gran amigo Rafa, Harold o el tipo que vendía por televisión aquella milagrosa mascarilla para adelgazar la cara. Si habéis escuchado hablar —o leído— al señor Cortés, sabéis de qué hablo. Cuentan además ciertas lenguas que uno dirige igual que escribe, que mira igual que habla y observa tal que mira. O quizás no hubo tales lenguas y quizá, y tan solo quizá, emanen del hombrecillo que vive dentro de mí y que lo admira. ¿Pero os dais cuenta de que estoy empezando a irme por las ramas?
Entonces, ¿dónde estaba? Ah, sí, es miércoles. Madrugo, me dirijo al cine y entro en la sala; me acomodo en mi butaca de siempre y me dispongo a ver Love Gets a Room, (El Amor en su lugar). A continuación, apagan las luces y se produce dicho instante que Virginia Woolf describió brillantemente como de expectación. Los asistentes del pase se frotan papel y bolígrafo y dan inicio a sus cuchicheos: «¡Psst!, juraría que es la de Rodrigo!», «Oiga, sucede todo en el Gueto de Varsovia ¿verdad?», «Tío, he leído por ahí que es un musical», «¿Perdone, sabe cuanto dura?», «¿Sabes?, esta noche juegan los Knicks y Kemba Walker estará como suplente, ¡voy a perder cincuenta pavos!».
La película por fin arranca y tras la primera gran secuencia y ante la atenta mirada de mis compañeros de prensa, comienzo a conjeturar: «Esto va a estar bien» —pienso—, y naturalmente, con mis aires de grandeza y algo de fortuna, acierto. La trama avanza y me percato de que la mayoría de las actuaciones son sensacionales y que Clara Rugaard, la muchacha que interpreta a Stefcia, es simplemente genial; bella y rebosante de talento. También Ferdia Walsh, su compañero; quien me resulta carismático y leal. Noto como la cámara no deja de moverse, intuyo que a sabiendas de que los personajes van a poder hacerlo poco. Por la razón que sea, a Rodrigo Cortés le vuelve a interesar el no salir del ataúd —en este caso teatro— y eso, a mí, me entusiasma.
Muy bien, entonces me encuentro en mitad del metraje y me está interesando lo que veo y escucho. Me cautiva la Banda Sonora a cargo del extraordinario Victor Reyes, el montaje y las voces de los actores entonando el mensaje que comienza a entreverse sobre la necesidad del Arte en un mundo deplorable. No obstante, acude a mí un nuevo juicio cuando los diálogos deambulan por recovecos más sinceros. Llegando el final, por ejemplo, cierto personaje le pregunta a Stefcia: «¿No crees que hay vida después de la muerte?» A lo que ella responde de manera acertada y totalmente objetiva bajo mi humilde —y como siempre irrelevante— punto de vista, con total conocimiento en lo referente a la condición humana: «No estoy segura de que haya vida antes». Es entonces, cuando la película pasa de gustarme a fascinarme. Cuando muestra que aún haber escasos momentos de felicidad, ya sea por el amor, el Arte; ya sea por cualquier distracción y pese a ser conocedores de lo dolorosamente absurda y deprimente que es la vida, seguimos estando programados para resistirnos a dejarla partir.
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