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Críticas ordenadas por utilidad
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8,0
6.679
10
15 de diciembre de 2024
15 de diciembre de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando una película te sumerge en un conflicto y te deja tambaleándote, con una mezcla de asombro y desasosiego, sabes que estás ante algo excepcional.
La Batalla de Argel no es solo cine político; es un puñetazo directo al estómago, un recordatorio incómodo de la violencia y la brutalidad inherentes a la historia humana.
Pontecorvo crea un artefacto cinematográfico que trasciende etiquetas: es un thriller, es cine bélico y es un retrato despiadado del colonialismo. Todo ello narrado con un realismo que, a ratos, te hace olvidar que estás viendo una película y no un documento histórico.
Desde el primer plano hasta el último, la película mantiene una tensión visceral. Su montaje preciso, la estructura en flashbacks que funcionan en perfecta narrativa, y una fotografía en necesario blanco y negro que parece arrancada de las entrañas del conflicto, convierten cada secuencia en una experiencia casi documental.
El estilo realista, heredero directo del neorrealismo italiano, no se detiene en lo descriptivo. Aquí no hay concesiones al tedio académico ni al sermón ideológico.
Es una película ágil, vibrante, que combina el análisis minucioso con un ritmo demoledor. No hay espacio para respirar: atentados, redadas, torturas, venganzas, y entre todo ello, la pausa inquietante del silencio tras las explosiones, las miradas de los curiosos, el miedo palpable en los rostros de los supervivientes.
Rodada en escenarios reales y con actores no profesionales que destilan autenticidad, Pontecorvo logra una atmósfera que, más que reconstruir, revive los hechos. Cada rincón de Argel palpita con vida, con desesperación, con rabia contenida.
Algunas escenas permanecen contigo mucho después de haberlas visto: la escena con las tres jóvenes argelinas vestidas a la europea que esquivan los controles militares con una mezcla de frialdad y desesperación; la escena de los niños que se ensañan con un pobre borracho; o ese anciano, aterrado, señalado por los gritos desde los balcones entre otras.
Y luego está la música de Ennio Morricone, que no se limita a subrayar emociones. Es un protagonista más, añadiendo capas de tensión y desasosiego en los momentos precisos.
Pero si algo eleva a La Batalla de Argel al rango de obra maestra intemporal, es su equilibrio moral. Pontecorvo no se deja seducir por el panfleto ni por el maniqueísmo. Aquí no hay héroes ni villanos absolutos. El Frente de Liberación Nacional y las autoridades francesas reciben un tratamiento igual de despiadado.
Jean Martin, único actor profesional, en el papel del coronel Mathieu, con una aparición en escena de las que no se olvidan facilmente, encarna un militar con una figura compleja: culto, carismático, brutalmente eficiente. Inspirado en Jacques Massu, Mathieu no es un monstruo, sino un hombre profundamente peligroso por su lógica implacable.
La película no busca justificar, pero sí entender. Sus motivaciones, sus tragedias y sus horrores son expuestos con una franqueza desarmante. Y en esa franqueza radica su grandeza. Es un cine que no sermonea, que no exige respuestas fáciles, pero que te obliga a mirar de frente lo que preferirías evitar.
Ver La Batalla de Argel hoy es enfrentarse a algo tan contemporáneo como el propio presente. Su capacidad para capturar la esencia del conflicto, sin atenuar su brutalidad ni perder su humanidad, la convierte en una película de visión obligatoria.
No solo es una obra maestra; es un recordatorio de por qué el cine puede ser una herramienta indispensable para entender el mundo.
La Batalla de Argel no es solo cine político; es un puñetazo directo al estómago, un recordatorio incómodo de la violencia y la brutalidad inherentes a la historia humana.
Pontecorvo crea un artefacto cinematográfico que trasciende etiquetas: es un thriller, es cine bélico y es un retrato despiadado del colonialismo. Todo ello narrado con un realismo que, a ratos, te hace olvidar que estás viendo una película y no un documento histórico.
Desde el primer plano hasta el último, la película mantiene una tensión visceral. Su montaje preciso, la estructura en flashbacks que funcionan en perfecta narrativa, y una fotografía en necesario blanco y negro que parece arrancada de las entrañas del conflicto, convierten cada secuencia en una experiencia casi documental.
El estilo realista, heredero directo del neorrealismo italiano, no se detiene en lo descriptivo. Aquí no hay concesiones al tedio académico ni al sermón ideológico.
Es una película ágil, vibrante, que combina el análisis minucioso con un ritmo demoledor. No hay espacio para respirar: atentados, redadas, torturas, venganzas, y entre todo ello, la pausa inquietante del silencio tras las explosiones, las miradas de los curiosos, el miedo palpable en los rostros de los supervivientes.
Rodada en escenarios reales y con actores no profesionales que destilan autenticidad, Pontecorvo logra una atmósfera que, más que reconstruir, revive los hechos. Cada rincón de Argel palpita con vida, con desesperación, con rabia contenida.
Algunas escenas permanecen contigo mucho después de haberlas visto: la escena con las tres jóvenes argelinas vestidas a la europea que esquivan los controles militares con una mezcla de frialdad y desesperación; la escena de los niños que se ensañan con un pobre borracho; o ese anciano, aterrado, señalado por los gritos desde los balcones entre otras.
Y luego está la música de Ennio Morricone, que no se limita a subrayar emociones. Es un protagonista más, añadiendo capas de tensión y desasosiego en los momentos precisos.
Pero si algo eleva a La Batalla de Argel al rango de obra maestra intemporal, es su equilibrio moral. Pontecorvo no se deja seducir por el panfleto ni por el maniqueísmo. Aquí no hay héroes ni villanos absolutos. El Frente de Liberación Nacional y las autoridades francesas reciben un tratamiento igual de despiadado.
Jean Martin, único actor profesional, en el papel del coronel Mathieu, con una aparición en escena de las que no se olvidan facilmente, encarna un militar con una figura compleja: culto, carismático, brutalmente eficiente. Inspirado en Jacques Massu, Mathieu no es un monstruo, sino un hombre profundamente peligroso por su lógica implacable.
La película no busca justificar, pero sí entender. Sus motivaciones, sus tragedias y sus horrores son expuestos con una franqueza desarmante. Y en esa franqueza radica su grandeza. Es un cine que no sermonea, que no exige respuestas fáciles, pero que te obliga a mirar de frente lo que preferirías evitar.
Ver La Batalla de Argel hoy es enfrentarse a algo tan contemporáneo como el propio presente. Su capacidad para capturar la esencia del conflicto, sin atenuar su brutalidad ni perder su humanidad, la convierte en una película de visión obligatoria.
No solo es una obra maestra; es un recordatorio de por qué el cine puede ser una herramienta indispensable para entender el mundo.

8,2
18.871
8
26 de noviembre de 2024
26 de noviembre de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué fue de Baby Jane? es una de esas raras películas que desafían el tiempo y la complacencia del espectador.
Dirigida con maestría por Robert Aldrich, lo que más impresiona de esta obra no es solo su capacidad para perturbar con su trama, sino la valentía arrolladora de sus intérpretes. En un Hollywood obsesionado con la juventud y la belleza, Bette Davis y Joan Crawford, dos mitos consagrados, se entregaron sin filtros, sin miedo a la fealdad ni al deterioro. Davis, en particular, no se limita a interpretar a Jane Hudson; la habita con una ferocidad que roza lo demoníaco. Sus primeros planos, de maquillaje grotesco y sonrisa demente, son un desafío directo al espectador. Hoy sería inconcebible ver algo semejante en un cine dominado por la perfección digital y los rostros pulidos hasta lo irreal.
El guion, adaptado de la novela de Henry Farrell, es una joya en su construcción psicológica. Más allá del horror explícito, lo que hace que la película se te meta bajo la piel es la autenticidad del descenso a la locura de Jane. Aquí no hay monstruos sobrenaturales; el terror nace del fracaso, del resentimiento acumulado y de un trauma que nunca se curó. La pequeña Baby Jane, estrella infantil que se desvaneció tan rápido como llegó, representa con escalofriante precisión los estragos que puede causar la manipulación y el circo mediático en torno a los llamados niños prodigio. En un tiempo como el actual, donde programas de talentos infantiles proliferan sin recato como setas y las redes sociales convierten a los más pequeños en productos de consumo, ¿Qué fue de Baby Jane? resuena con una vigencia inquietante. ¿Cuántas Jane Hudson estarán gestándose hoy, para quedar mañana atrapadas en un pasado glorioso que el mundo olvidará en cuanto crezcan ?
Dirigida con maestría por Robert Aldrich, lo que más impresiona de esta obra no es solo su capacidad para perturbar con su trama, sino la valentía arrolladora de sus intérpretes. En un Hollywood obsesionado con la juventud y la belleza, Bette Davis y Joan Crawford, dos mitos consagrados, se entregaron sin filtros, sin miedo a la fealdad ni al deterioro. Davis, en particular, no se limita a interpretar a Jane Hudson; la habita con una ferocidad que roza lo demoníaco. Sus primeros planos, de maquillaje grotesco y sonrisa demente, son un desafío directo al espectador. Hoy sería inconcebible ver algo semejante en un cine dominado por la perfección digital y los rostros pulidos hasta lo irreal.
El guion, adaptado de la novela de Henry Farrell, es una joya en su construcción psicológica. Más allá del horror explícito, lo que hace que la película se te meta bajo la piel es la autenticidad del descenso a la locura de Jane. Aquí no hay monstruos sobrenaturales; el terror nace del fracaso, del resentimiento acumulado y de un trauma que nunca se curó. La pequeña Baby Jane, estrella infantil que se desvaneció tan rápido como llegó, representa con escalofriante precisión los estragos que puede causar la manipulación y el circo mediático en torno a los llamados niños prodigio. En un tiempo como el actual, donde programas de talentos infantiles proliferan sin recato como setas y las redes sociales convierten a los más pequeños en productos de consumo, ¿Qué fue de Baby Jane? resuena con una vigencia inquietante. ¿Cuántas Jane Hudson estarán gestándose hoy, para quedar mañana atrapadas en un pasado glorioso que el mundo olvidará en cuanto crezcan ?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Y luego está ese final. Surrealista, sí, pero también cargado de un simbolismo devastador. Jane, la caricatura de sí misma, danzando en la arena como si el tiempo se hubiese detenido, mientras su hermana yace en el umbral de la muerte. Es una situación, un clímax tan extraño como perfecto, que resume la tragedia de ambas mujeres: dos vidas arruinadas por el éxito y la dependencia mutua, incapaces de escapar de su prisión emocional. La película nos recuerda, con un golpe final, que la locura no tiene un desenlace lógico, pero sí una aterradora coherencia interna.
En definitiva, ¿Qué fue de Baby Jane? es una obra maestra que nos incomoda y fascina a partes iguales. Es el tipo de cine que ya no se hace, donde el riesgo artístico y la profundidad narrativa están por encima de cualquier cálculo comercial. Un recordatorio brutal de que, en la pantalla, las emociones más auténticas no siempre son bonitas.
En definitiva, ¿Qué fue de Baby Jane? es una obra maestra que nos incomoda y fascina a partes iguales. Es el tipo de cine que ya no se hace, donde el riesgo artístico y la profundidad narrativa están por encima de cualquier cálculo comercial. Un recordatorio brutal de que, en la pantalla, las emociones más auténticas no siempre son bonitas.

7,7
25.829
10
27 de abril de 2025
27 de abril de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Hay películas que no envejecen, como las amistades que sobreviven al tiempo, son el antídoto perfecto a la tendencia innata a la depresión de los sociedad actual. La extraña pareja es una de esas películas. Lo es por muchos motivos. Porque está dirigida con una precisión certera por Gene Sak que consigue que está película sea una de esas obras que uno vuelve a ver, no por costumbre sino por necesidad. Porque hay guiones, como el de Neil Simon, que son pura artesanía emocional disfrazada de comedia.
Porque Simon escribe como quien respira: con naturalidad, pero con un oído absoluto para el diálogo que suena humano, imperfecto y gloriosamente divertido. Cada línea es una pequeña sinfonía de neurosis y ternura, de contrastes y de pequeños detalles inadvertidos.
En medio de todo eso, uno se encuentra riendo, sí, pero también sintiendo el sutil reflejo de la personalidades que somos y nos rodean. Porque la gracia de La extraña pareja no está solo en el ingenio —que lo tiene de sobra— sino en su capacidad para capturar la tristeza y lo absurdo que habita en los gestos más cotidianos.
Y luego están ellos. Jack Lemmon y Walter Matthau. Qué pareja, madre mía. Lemmon es un portento: su Felix es un volcán contenido, un obsesivo con el corazón hecho trizas que se refugia en la limpieza como quien se agarra a una balsa en mitad del naufragio. Matthau, con esa cara de haber dormido mal toda la vida, es un monumento al desparpajo, al desorden, al hastío con encanto. Juntos funcionan como un mecanismo perfecto: se pisan las frases, se desesperan, se necesitan. La química entre ambos no se fabrica, se da o no se da. Y ellos la tienen a raudales.
La extraña pareja es comedia de altura, sí, pero también una elegía sutil sobre la dificultad de convivir —con otros, con uno mismo— cuando el mundo ya no tiene sentido. Cine que entiende que la risa, cuando está bien escrita e interpretada, es la forma más noble de la melancolía.
Porque Simon escribe como quien respira: con naturalidad, pero con un oído absoluto para el diálogo que suena humano, imperfecto y gloriosamente divertido. Cada línea es una pequeña sinfonía de neurosis y ternura, de contrastes y de pequeños detalles inadvertidos.
En medio de todo eso, uno se encuentra riendo, sí, pero también sintiendo el sutil reflejo de la personalidades que somos y nos rodean. Porque la gracia de La extraña pareja no está solo en el ingenio —que lo tiene de sobra— sino en su capacidad para capturar la tristeza y lo absurdo que habita en los gestos más cotidianos.
Y luego están ellos. Jack Lemmon y Walter Matthau. Qué pareja, madre mía. Lemmon es un portento: su Felix es un volcán contenido, un obsesivo con el corazón hecho trizas que se refugia en la limpieza como quien se agarra a una balsa en mitad del naufragio. Matthau, con esa cara de haber dormido mal toda la vida, es un monumento al desparpajo, al desorden, al hastío con encanto. Juntos funcionan como un mecanismo perfecto: se pisan las frases, se desesperan, se necesitan. La química entre ambos no se fabrica, se da o no se da. Y ellos la tienen a raudales.
La extraña pareja es comedia de altura, sí, pero también una elegía sutil sobre la dificultad de convivir —con otros, con uno mismo— cuando el mundo ya no tiene sentido. Cine que entiende que la risa, cuando está bien escrita e interpretada, es la forma más noble de la melancolía.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Mención especial merece esa escena delirante y deliciosa en la que Oscar decide montar una cita doble con las vecinas del piso de arriba, las hermanas Pigeon —dos inglesitas de carcajada contagiosa y cerebro difuso—, como si eso fuera a resolver el naufragio emocional de ambos. Lo que sigue es una clase magistral de comedia física, de silencios incómodos, de risas contenidas y gestos ridículos. Lemmon, con su sensibilidad a flor de piel, acaba convirtiendo lo que debía ser una noche de evasión en una sesión de psicoanálisis improvisado. Y uno no sabe si reír o abrazarlo. Probablemente ambas cosas.

7,6
29.889
10
4 de febrero de 2025
4 de febrero de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
El cine siempre se ha caracterizado por tener el poder trasladar al espectador a un mundo irreal en donde los sueños se hacen realidad, a un mundo donde se mezclan, se funden, la realidad y ficción.
Woody Allen, en La Rosa Púrpura de El Cairo, jugando con esa mezcla de realidad y ficción nos da una de sus grandes obras maestras.
La película es una fábula cinéfila. Es una comedia romántica fantástica, divertida, tierna y emocionante.
Realizada con su estilo elegante, clásico, soñador y nostálgico al que ha añadido generosas dosis de fantasía.
Una historia genial de principio a fin.
La película es muy inteligente. No es sesuda ni intelectual. Algunos pensaran incluso que es simple o blanda, pero no, la película está llena de ingenio e invención
El argumento de La Rosa Púrpura de El Cairo surge de una idea tan fascinante como deliciosa: un personaje de cine que, literalmente, se escapa de la pantalla y aterriza en la vida real. La película la protagoniza una maravillada espectadora, Cecilia (Mia Farrow), que es una mujer atrapada en la monotonía, en la dureza de un mundo sin brillo, que encuentra en las películas la única vía de escape a su triste existencia. Y un día, la fantasía se le presenta en carne y hueso. Tom Baxter (Jeff Daniels), héroe aventurero de un filme de época, salta de la pantalla y la mira a los ojos. Pero Baxter solo sabe lo que su personaje ha vivido en la historia proyectada, y ahí comienza la más deliciosa de las paradojas: la vida real es un misterio para él. A partir de este planteamiento, Allen despliega su habitual genio, construyendo momentos que oscilan entre la comedia brillante, la ternura más genuina y la melancolía imperecedera.
Pocos directores han manejado con tanta inteligencia y elegancia la frontera entre la realidad y la ficción. Allen juega con ellas con maestría, haciendo que se fundan, que se desdibujen, que nos preguntemos qué es más real, si la vida o el cine. Porque, al final, todos queremos vivir en una historia mejor, en un mundo más bello, más glamuroso, donde las cosas suceden con el ritmo perfecto de un guion bien escrito. Pero el despertar es inevitable. "La gente real quiere una vida ficticia, y la gente ficticia quiere una vida real", dice la película. Y qué verdad encierra esa frase.
Desde el punto de vista visual destaca la dirección de artística y la fotografía impecable al ubicarnos en dos realidades paralelas con ambientes diferentes. El mundo de Cecilia es frío, gris, teñido de tristeza, mientras que el universo de Tom Baxter, a pesar de ser en blanco y negro, destila encanto, glamour, esa seducción inalcanzable de lo que nunca es real.
Con escasos 85 minutos es la duración justa para este guion. No hay escenas superfluas, todos los diálogos, todas las escenas son indispensables.
Woody Allen, en La Rosa Púrpura de El Cairo, jugando con esa mezcla de realidad y ficción nos da una de sus grandes obras maestras.
La película es una fábula cinéfila. Es una comedia romántica fantástica, divertida, tierna y emocionante.
Realizada con su estilo elegante, clásico, soñador y nostálgico al que ha añadido generosas dosis de fantasía.
Una historia genial de principio a fin.
La película es muy inteligente. No es sesuda ni intelectual. Algunos pensaran incluso que es simple o blanda, pero no, la película está llena de ingenio e invención
El argumento de La Rosa Púrpura de El Cairo surge de una idea tan fascinante como deliciosa: un personaje de cine que, literalmente, se escapa de la pantalla y aterriza en la vida real. La película la protagoniza una maravillada espectadora, Cecilia (Mia Farrow), que es una mujer atrapada en la monotonía, en la dureza de un mundo sin brillo, que encuentra en las películas la única vía de escape a su triste existencia. Y un día, la fantasía se le presenta en carne y hueso. Tom Baxter (Jeff Daniels), héroe aventurero de un filme de época, salta de la pantalla y la mira a los ojos. Pero Baxter solo sabe lo que su personaje ha vivido en la historia proyectada, y ahí comienza la más deliciosa de las paradojas: la vida real es un misterio para él. A partir de este planteamiento, Allen despliega su habitual genio, construyendo momentos que oscilan entre la comedia brillante, la ternura más genuina y la melancolía imperecedera.
Pocos directores han manejado con tanta inteligencia y elegancia la frontera entre la realidad y la ficción. Allen juega con ellas con maestría, haciendo que se fundan, que se desdibujen, que nos preguntemos qué es más real, si la vida o el cine. Porque, al final, todos queremos vivir en una historia mejor, en un mundo más bello, más glamuroso, donde las cosas suceden con el ritmo perfecto de un guion bien escrito. Pero el despertar es inevitable. "La gente real quiere una vida ficticia, y la gente ficticia quiere una vida real", dice la película. Y qué verdad encierra esa frase.
Desde el punto de vista visual destaca la dirección de artística y la fotografía impecable al ubicarnos en dos realidades paralelas con ambientes diferentes. El mundo de Cecilia es frío, gris, teñido de tristeza, mientras que el universo de Tom Baxter, a pesar de ser en blanco y negro, destila encanto, glamour, esa seducción inalcanzable de lo que nunca es real.
Con escasos 85 minutos es la duración justa para este guion. No hay escenas superfluas, todos los diálogos, todas las escenas son indispensables.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Y cuando llega el final... Ah, ese final. Allen tenía tres opciones, y eligió la mejor, el final más inteligente, el que implica la evolución como persona de Farrow gracias a los acontecimientos que ha vivido.
Un cierre que es una declaración de intenciones, un homenaje supremo al cine y a quienes, como Cecilia, se sientan en una butaca con la esperanza de que la pantalla les devuelva un poco de felicidad.
La última imagen es un prodigio emocional que encierra la esencia del séptimo arte: el cine como salvación, como consuelo, como el gran engaño que todos aceptamos con gusto. El más hermoso de los homenajes a todo aquel que acude al cine en busca de su magia.
Un gran canto de amor al cine que solo un genio como Woody Allen podía concebir.
Un cierre que es una declaración de intenciones, un homenaje supremo al cine y a quienes, como Cecilia, se sientan en una butaca con la esperanza de que la pantalla les devuelva un poco de felicidad.
La última imagen es un prodigio emocional que encierra la esencia del séptimo arte: el cine como salvación, como consuelo, como el gran engaño que todos aceptamos con gusto. El más hermoso de los homenajes a todo aquel que acude al cine en busca de su magia.
Un gran canto de amor al cine que solo un genio como Woody Allen podía concebir.
10
6 de diciembre de 2024
6 de diciembre de 2024
Sé el primero en valorar esta crítica
Hay series que trascienden su formato para convertirse en un refugio emocional, y Modern Family es una de ellas. A primera vista, parece otra comedia de enredos familiares, un terreno trillado por sitcoms que apelan al chiste fácil o al sentimentalismo barato. Pero Modern Family se eleva por encima de ese cliché con una audacia que no resulta ruidosa, sino ingeniosa y entrañable. Si tuviera que clasificarla, diría que es la mejor de su especie, y no soy amigo de los halagos absolutos.
Su genialidad radica en algo tan inusual como admirable, tiene el don de poder gustar a públicos tan dispares como los miembros de sus propias familias protagonistas.
No hay aquí un mensaje críptico ni el elitismo de un humor inaccesible. Es una serie que no discrimina; en su ADN hay un afán casi de universalidad, y ese mérito es, en gran medida, responsabilidad de sus creadores, Steven Levitan y Christopher Lloyd, y de los guionistas de la serie que deberían ser considerados artistas en pleno derecho con igual o mayor fama que los actores protagonistas.
El planteamiento es tan simple como brillante: tres familias, cada una con su propia configuración excéntrica pero plausible;
Tenemos a la pareja gay, que pone en evidencia con mucho amor y algo de teatro lo absurdo de los prejuicios. Está el matrimonio de hombre mayor con billetera generosa y mujer joven de acento exótico, tan caricaturesco como encantador. Y, por supuesto, la familia tradicional que sublima los arquetipos con un padre que juega a ser moderno y una madre que carga con la realidad de todos.
Estos personajes —una docena, ni más ni menos— cohabitan con un equilibrio que parece milagroso, cada uno aportando su peculiaridad al mosaico de la serie.
Cada capítulo es una danza perfectamente sincronizada de equívocos y enredos. Dos, tres, a veces cuatro tramas que se cruzan como los hilos de un bordado complejo y acaban en un desenlace compartido, siempre ingenioso. No hay lugar para frases vacías; cada línea de diálogo tiene un propósito, ya sea arrancarte una carcajada o profundizar en la psicología de los personajes. Es un guion sin fisuras, escrito por gente que entiende que la comedia no es un arte menor, sino un ejercicio de precisión.
Modern Family es, además, un retrato irónico y certero de las relaciones familiares y sociales. No pretende escandalizar, pero tampoco es complaciente. Su humor es político sin sermones, inclusivo sin condescendencia. Y, por encima de todo, es divertida, que no es poco en un mundo donde las risas auténticas son cada vez más escasas.
Eso sí, aviso para navegantes; si esperas una serie de crítica social mordaz, con personajes oscuros y narrativas sombrías que alimenten tu nihilismo, aquí no encontrarás lo que buscas. Modern Family es lo que promete ser: una comedia ligera, entretenida y llena de corazón. Y en lo que se propone, no solo cumple; sobresale.
Para mí, es un rotundo 10.
Su genialidad radica en algo tan inusual como admirable, tiene el don de poder gustar a públicos tan dispares como los miembros de sus propias familias protagonistas.
No hay aquí un mensaje críptico ni el elitismo de un humor inaccesible. Es una serie que no discrimina; en su ADN hay un afán casi de universalidad, y ese mérito es, en gran medida, responsabilidad de sus creadores, Steven Levitan y Christopher Lloyd, y de los guionistas de la serie que deberían ser considerados artistas en pleno derecho con igual o mayor fama que los actores protagonistas.
El planteamiento es tan simple como brillante: tres familias, cada una con su propia configuración excéntrica pero plausible;
Tenemos a la pareja gay, que pone en evidencia con mucho amor y algo de teatro lo absurdo de los prejuicios. Está el matrimonio de hombre mayor con billetera generosa y mujer joven de acento exótico, tan caricaturesco como encantador. Y, por supuesto, la familia tradicional que sublima los arquetipos con un padre que juega a ser moderno y una madre que carga con la realidad de todos.
Estos personajes —una docena, ni más ni menos— cohabitan con un equilibrio que parece milagroso, cada uno aportando su peculiaridad al mosaico de la serie.
Cada capítulo es una danza perfectamente sincronizada de equívocos y enredos. Dos, tres, a veces cuatro tramas que se cruzan como los hilos de un bordado complejo y acaban en un desenlace compartido, siempre ingenioso. No hay lugar para frases vacías; cada línea de diálogo tiene un propósito, ya sea arrancarte una carcajada o profundizar en la psicología de los personajes. Es un guion sin fisuras, escrito por gente que entiende que la comedia no es un arte menor, sino un ejercicio de precisión.
Modern Family es, además, un retrato irónico y certero de las relaciones familiares y sociales. No pretende escandalizar, pero tampoco es complaciente. Su humor es político sin sermones, inclusivo sin condescendencia. Y, por encima de todo, es divertida, que no es poco en un mundo donde las risas auténticas son cada vez más escasas.
Eso sí, aviso para navegantes; si esperas una serie de crítica social mordaz, con personajes oscuros y narrativas sombrías que alimenten tu nihilismo, aquí no encontrarás lo que buscas. Modern Family es lo que promete ser: una comedia ligera, entretenida y llena de corazón. Y en lo que se propone, no solo cumple; sobresale.
Para mí, es un rotundo 10.
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