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Críticas 197
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
21 de febrero de 2024
49 de 53 usuarios han encontrado esta crítica útil
Es muy interesante cómo Javier Macipe combina formas realistas con otras que casi rozan lo experimental. Por ejemplo, la magnífica secuencia que abre el primer acto de la película (una charla entre Mauricio y el público de su concierto) es cerrada con un inesperado desenlace onírico. Se trata de una secuencia creíble, evocadora y que transmite, gracias a la habilidad de Lorente por hacernos creer que está soltando el primer comentario que acude en su mente, auténticas ganas de encontrarnos entre el público. Además, también tiene una importante función contextualizadora (el hecho de que el cantante no sólo esté fumando sino que mencione la opinión peyorativa que empieza a extenderse sobre el tabaco -así como el tipo de comentarios que hace sobre el flirteo y el amor romántico- provocan una sacudida ideológica que nos obliga a situarnos en un escenario distinto del actual) y representa el primer contacto entre público y protagonista, revelando significativos aspectos sobre su carácter, sus preocupaciones y sus obsesiones.

Se trata, entonces, de una secuencia interesante por múltiplos aspectos, pero que desprende, en cualquier caso, altas dosis de realismo. De ahí lo sorprendente del hecho de que Macipe opte por terminarla con la intervención de un personaje onírico: la joven mujer que simbolizará la adicción a la heroína del protagonista. Una combinación entre realismo y experimento que sólo se dará en momentos muy puntuales, concretamente, en secuencias decisivas que, de un modo u otro, representaran puntos culminantes del viaje introspectivo de los personajes. Sin duda, una decisión que da buen resultado, tal vez porque el estilo de Macipe jamás pierde su textura cinematográfica: los encuadres, los colores, el cuidado tratamiento del sonido y los llamativos planos secuencia que componen dicha primera secuencia ya dejan constancia de una cuidada intervención por parte de todos los departamentos artísticos. Y ello adquiere especial mérito si recordamos la naturalidad que la película logra transmitir.

Esta naturalidad debe parte de su éxito al uso de los planos de larga duración, mediante los cuales el director expresa su respeto hacia la libertad de los personajes y permite el lucimiento de los actores. Es también gracias a ellos que podemos saborear la impactante caracterización que pesa sobre la actuación de Pepe Lorente (su verdadera forma de hablar resulta casi imperceptible), por más que el actor logre cargarla sin ningún tipo de exhibicionismo. De hecho, el resultado de su trabajo es creíble hasta el punto de que ni él ni su personaje dan ninguna muestra de pretender caer simpáticos: el interés del trabajo reside en el hecho de convencernos de que estamos conociendo a una persona real, con sus inquietudes, su irrefrenable necesidad de aprender y todas las contradicciones que esconde el evidente complejo del impostor que arrastra. Aspectos que la película nos deja entrever sin mostrar por completo, igual que el amor incondicional que podemos intuir entre los dos hermanos y que Macipe jamás nos permite observar desde primera fila.

Esta contención también la encontramos en el propio tono del relato, puesto que, a pesar de tratarse de una historia trágica, hay en ella un gran espacio para el optimismo. Especialmente en la parte del metraje dedicada al viaje por Argentina, una suerte de inmersión a nuevas tendencias tanto musicales como culturales que ayudan al cantante a salir de su propia celda mental. De hecho, es precisamente el estilo de vida que Maurucio descubrirá en este momento de la película el que impregnará toda la experiencia de un pequeño halo de esperanza. Acaso un modesto consuelo para la historia de un artista que decidió esquivar, para bien y para mal, aquella ventisca de fama que trató de embestirle.
30 de octubre de 2020
57 de 72 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si algo hay que reconocerle a Cesc Gay es personalidad. De hecho, casi todas sus películas tienen intereses comunes. Pensemos en los títulos más conocidos, como La ciudad, Una pistola en cada mano y Truman. Son trabajos que comparten tipología de personajes, así como la clase de conflictos que los aúna y distancia. Casi podríamos hablar de un estilo, que se encuentra a caballo entre la comedia y el drama (más declinado hacia uno u otro según el título). También son reconocibles por la dirección, centrada en los actores, sutil en la planificación y siempre al servicio del guión. En resumen, el potencial de las películas de Cesc Gay reside en los personajes y en cómo interactúan según su situación. Nada de ello le impide ser, al mismo tiempo, cuidadoso con las formas. En realidad, da la sensación de que el director trabaja en ellas desde las primeras redacciones de los diálogos. Gracias a ello, es capaz de emocionar con resoluciones narrativas ejecutadas con una simple frase (La ciudad), sugerir relaciones de poder con el uso casi exclusivo de los diálogos (Una pistola en cada mano), ejercer un efecto hipnótico en el espectador mediante el modesto retrato de una amistad (Truman), o hacer que una hora y media de discusiones parezcan diez minutos de montañas rusas verbales (Sentimental).

Si embargo, eso no es todo. Digámoslo sin tapujos: los personajes que el director retrata casi siempre son personajes de clase medio-alta. De ahí que sus conflictos tengan mucho más de psicológico que de pragmático. Hablando sin tapujos, sus situaciones pueden catalogarse como dramas del primer mundo. Algo que fácilmente pasa desapercibido si estamos ante un divertimento sin pretensiones, pero que puede despertar cierto distanciamiento cuando el director pretende profundizar. No era el caso, por ejemplo, de Truman, en dónde la situación extrema de Tomás ejercía un magnífico contrapunto respecto a la condición privilegiada de su amigo. Sí lo es, en cambio, en el caso de Sentimental, en dónde un presunto drama convivencial prácticamente termina reducido a banales problemas de “satisfacción conyugal”. A mi entender, el principal defecto de la película es que su ambigüedad genérica (como siempre, entre el drama y la comedia) está mal resuelta: por más que el director se esfuerza en sugerir que bajo la comedia existe un importante drama existencial, este jamás se materializa. El sarcasmo de Julio, por ejemplo, presunto envoltorio de algún tipo de personalidad reprimida, acaba convirtiéndose en el propio motor del personaje, sin más razón de ser que la comedia.

Lo mismo sucede con el carácter liberal de los vecinos de la pareja protagonista, que de tan superficial casi parece la subtrama de una película de institutos para adolescentes. O con los amagos de huida de los personajes, que resultan tan poco creíbles como las frustraciones de las mismas. Sin embargo, no todo son desaciertos. En realidad, la película contiene suficientes puntos fuertes como para que su visionado no represente una pérdida de tiempo. El primero, entredicho ya en el primer párrafo, es que en ningún momento resulta tedioso. El segundo, y por extraño que parezca, es que nunca llega a caer en el ridículo. El tercero, fuertemente ligado a los dos primeros, es que, a pesar de ser una adaptación teatral, la narrativa cinematográfica puede palparse en cada una de las secuencias. Y el cuarto, marca de la casa, es que los diálogos están escritos con encanto, ligereza y simpatía. De ahí que Sentimental se vea sin aburrimiento ni enfado, dejando finalmente cierta sensación de indiferencia, pero también la de haber pasado un rato distraído. Firma inconfundible de las obras menores de aquellos directores que, cuando menos, logran mantener su sello intacto.
25 de mayo de 2018
40 de 50 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una vez tuve un amigo dibujante cuyo método de trabajo era imaginar un objeto encima del folio en blanco y reseguir los rasgos con el lápiz. El proceso de creación tenía lugar en su mente, el trabajo manual no era más que facilitar al observador la información necesaria para “hacerse entender”. En otras palabras, al dibujar no estaba creando, sino intentando describir con precisión algo que ya existía. Da la sensación de que esto es lo que hace Sebastán Lelio con su película Disobedience, más parecida al retrato de una serie de sucesos reales que una historia inventada. El director resigue los trazos de unos sucesos casi palpables, con un lápiz de punta fina, sensible, cuidadoso. Se limita a abrir las puertas de su historia y a ofrecernos el mejor enfoque para seguir los acontecimientos. La existencia de los personajes va mucho más allá del encuadre desde el que los vemos. Todo lo que se dicen, todas sus acciones, siguen la lógica de una realidad que poco a poco vamos descubriendo. Aceptamos su carácter y comportamiento con la misma naturalidad que lo aceptaríamos en personas reales.

Lelio describe la cotidianidad de una comunidad judía ortodoxa desde una mirada indudablemente crítica, pero desprovista de maniqueísmo y manipulación. Nada resulta caricaturesco ni exagerado. La posición disconforme del director no impide a la familia (a pesar de su carácter hermético y absolutista) resultar interesante. Es tanta la precisión con que está descrita que observarla no puede más que despertar el interés. Todos los personajes actúan siguiendo ciertos parámetros, ninguno trata de complacer los deseos del director. Además, su interacción con los espacios es del todo natural, en gran parte gracias al especial cuidado que Sarah Finlay y Danny Cohen dedican a la dirección de arte y la fotografía. La planificación, por su parte, está ideada con el grado justo de realismo y manierismo para que la narrativa devenga transparente pero estilizada, contundente y a la vez ligera. A su vez, la banda sonora de Matthew Herbet (quien ya colaborara con el director en Gloria, trabajo galardonado por la academia como mejor película de habla no inglesa) logra hacerse evidente sin resultar invasiva, con deliciosas reminiscencias al magnífico trabajo Incantations de Micke Oldfield.

Presto especial atención a todos estos aspectos técnicos porque es francamente sorprendente la homogeneidad con que trabajan, siempre al unísono, describiendo una realidad que parecen conocer hasta el más pequeño detalle. Algo que sin duda contribuye a que las secuencias relativas a la historia de amor lésbico entre Ronit y Esti (Rachel Weisz y Rachel McAdams) se sucedan con la misma naturalidad que se sucederían las de una historia de amor entre personajes heterosexuales (pues, si bien sobra decir que igual de naturales son ambos tipos de amor, todavía hoy es poco frecuente que el cine, la literatura y el arte en general los trate de igual manera). Pero, curiosamente, esta misma historia (como ya dije, brillantemente planteada) parece pertenecer, a ratos, a una película completamente diferente. Como si el cuidado retrato de todo el escenario familiar judío ortodoxo no hubiera tenido en cuenta su irrupción. Pues, a pesar de que nada de lo que se muestra resulta inverosímil ni forzado, ambos relatos encuentran ciertas dificultades en co-existir... hecho que, por otra parte, no desentona para nada con la experiencia vivida por las dos protagonistas de esta fantástica película.
8 de agosto de 2019
87 de 150 usuarios han encontrado esta crítica útil
A estas alturas, convendría resolver un par de temas. Lo primero, inventar un nuevo género para referirse a este compendio de películas norteamericanas ochenteras de características tan reconocibles, cuya nostalgia parecemos condenados a arrastrar eternamente. Son aquellas entrañables aventuras protagonizadas por niños, adolescentes en ocasiones, marginados por la sociedad y víctimas de los abusos de sus compañeros de colegio. Historietas que a veces eran edulcoradas con algún toque fantástico y casi siempre reforzadas por tristes conflictos vivenciales, como el divorcio de los padres, la incomunicación con los mismos o el clásico choque de clases. Algunos ejemplos son E.T. (Steven Spielberg, 1982), Los Goonies (Richard Donner, 1985), La historia interminable (Wolfgang Peterson, 1984), El secreto de la pirámide (Barry Levinson, 1985), Exploradores (Joe Dante, 1985), Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987) Cariño, he encogido a los niños (Joe Johnston, 1989) o la más tardía Jumanji (ídem, 1995).

Creo necesario apuntar cierto detalle antes de continuar. Este género (de nombre, por el momento, inexistente) destacaba principalmente por ser un producto dirigido a toda la familia. Desde esta premisa presentaba, en ocasiones, pequeñas extensiones que se desviaban levemente hacia otros géneros, como el drama (casos de El club de los cinco - John Hughes, 1985- y Cuenta conmigo – Rob Reiner, 1986- ) o el terror (casos de Poltergeist - Tobe Hooper, 1982 - y Gremlins - Joe Dante, 1984-). Es en este último en el que se aferran, curiosamente, ciertos productos contemporáneos que reproducen el mentado género ochentero. Pienso en casos como Super 8 (J.J. Abrams, 2011), Stranger Things (2016, Matt Duffer), It (Andy Muschietti, 2017), Ready Player One (Steven Spielberg, 2018) o el título que nos ocupa, Historias de miedo para contar en la oscuridad (Andre Ovreadl, 2019). Y esto nos lleva al siguiente punto: convendría inventar también un género que englobe estos títulos contemporáneos cuyo motor principal es su nostalgia hacia el género descrito.

Lo siguiente seria aprobar una ley (y esta tiene que valer por cualquier tipo de película) que condenara a trabajos forzados a todo director que se atreviera a reproducir determinados “tópicos terroríficos”. Habría que prohibir, por ejemplo, este cansino recurso de eliminar toda la música y efectos sonoros para conducir algún personaje (a velocidades tan lentas que uno teme acabar retrocediendo en el tiempo) hacia un previsible sobresalto, propiciado por el estallido de todos los altavoces. Tuvimos suficiente con las 132 primeras veces. Habría que prohibir, también, la introducción de crescendos de violines de sonido ultra-sónico diez minutos antes de presentar una imagen terrorífica. Fue impresionante en El resplandor, un diez por su descubridor. Tratemos ahora de encontrar una (¡sólo una!) nueva fórmula para sugerir peligro inminente. Habría que aprobar, en definitiva, una ley que impidiera a los directores seguir exprimiendo esta piel de naranja cuyo contenido lleva agotado más de veinte malditos años.

Cabe señalar, con todo, que estos “tópicos terroríficos” no responden tanto a dicha “reproducción ochentera” como a una tendencia actual, heredera de otros títulos más posteriores como Scream (Wes Craven, 1996), El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999), Lo que la verdad esconde (Robert Zemeckis, 2000) o Los otros (Alejandro Amenábar, 2001). Historias de miedo para contar en la oscuridad es el ejemplo perfecto de esta curiosa mezcla: una reconstrucción del “género ochentero” (el comentado en los dos primeros párrafos) bañada por los más típicos y tópicos “recursos terroríficos” (aquello descrito en el tercero). Y nada más. En resumen, el tipo de película que jamás vería la luz si mis anheladas prohibiciones llegaran a ser ejecutadas.
15 de agosto de 2019
44 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
Existe una larga (y hermosa) lista de contraposiciones en La virgen de agosto. El naturalismo de sus actores y la transparencia de su lenguaje contrasta con la cuidada y sensible estética de sus encuadres, fotografía y puesta en escena. Su canto a la vida, al mundo tal y como lo conocemos, su sencillez y su amor, en definitiva, por el realismo, contrasta con ciertos acontecimientos que hasta podrían catalaogarse de fantásticos. La sencillez en los diálogos, las sinceras (y creibles) conversaciones de los personajes, contrastan con determinadas frases inesperadamente tópicas, casi relamidas, de Eva. Toda la película es una conjunción de estímulos, la convivencia de conceptos contrapuestos, el agradable paseo por la vida que realiza un personage que divaga entre lo cahótico y lo centrado, la realidad y la fantasía, la madurez y la ingenuidad.

La virgen de agosto es una partida de cero. Jonás Trueba regala a su protagonista la oportunidad de llenar su vida con el contenido que ella escoja. Eva, instalada en un apartamento cedido temporalmente por un conocido, yace en el sofá de su comedor, pasea por las calles de Madrid, observa desconocidos. Sus actos no tienen rumbo, son la ingenua interacción con el contexto. Es el mes de agosto, la ciudad respira descanso. Toda esta placidez se irá cargando poco a poco de sutiles acontecimientos. El encuentro con antiguos y nuevos conocidos modificará el día a día de Eva, que deberá escoger cuánto de su pasado conserva y qué nuevos caminos toma. Su perfil se irá dibujando a través de estas decisiones, la personalidad que el espectador descubra en ella será la que el propio personaje habrá construido. Una bella metáfora de la “realización personal”.

Pero dejemos ya el apartado teórico. Si bien todo lo dicho puede representar un ejercicio artístico interesante, poco importaría si el producto no tuviera alma. Afortunadamente, la tiene. Y puede palparse, especialmente, en dos aspectos: el primero, la naturalidad de la causa-efecto que recubre toda la película. Aún cuando la protagonista toma decisiones inesperadas, los hechos se suceden de una forma hermosamente creíble. El otro, la chispa que se intuye en los diálogos. Porque, a decir verdad, el argumento de La virgen de agosto no tiene grandes detonantes, ni secuencias dramáticas sobrecogedoras. Pero la luz que desprende cada uno de sus personajes, tan llenos de vida, tan llenos de historia, resulta más que suficiente. De ahí que sea fácil sentirse identificado con muchas de las observaciones, reflexiones e inquietudes que comparten entre ellos.

Además, Jonás Trueba sabe coronar su historia con un romance tan bello como creíble. Algo que, acostumbrados como nos tiene el cine contemporáneo a la idílica, utópica y caramelosa historia de amor de verano, parece casi un milagro. Para Eva, el encuentro del amor no es ningún hallazgo, sino un episodio más. En realidad, parece igual de importante que la companyía de sus amigos o los buenos momentos que le pueda dar un concierto de fiesta mayor. Por otra parte, la interacción entre los dos personajes es tan sencilla, creíble y sincera que uno casi no puede evitar sentir, al observarlos, cierta incomodidad. La incomodidad que produce el saberse observador de la intimidad, marca del mejor cine intimista... La obligada incomodidad que debería producir cualquier película que se proponga ejercer de mirador hacia la vida de un personaje “real”.
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