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5,1
45.145
1
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas catastróficas han vuelto – The Host, Invasión, Monstruoso, La niebla o El incidente -, siempre vuelven cuando algo nos impacta y nos asusta; es el inconsciente colectivo de Jung filmado en cinemascope, el miedo digerido del 11-S y del efecto invernadero.
Si La niebla – obra maestra absoluta - clava la fórmula y se convierte en la cara (la venganza de Dios o de la naturaleza y la torpeza del humano), El incidente de M. Night Shyamalan es la cruz; y es que el director indio que nos dejó con la boca abierta con cuatro películas soberbias El sexto sentido, El protegido, Señales y El bosque sucumbe por falta de modestia y de análisis crítico porque El incidente no tiene lógica interna ni coherencia mínima y el genio se cree que con lo ya ganado todo vale.
El detonante de la película es una bomba de relojería: 1) nos atrapa y entusiasma - esos cuerpos que caen a peso de lo alto del edificio y que impactan sonoramente en lo más profundo recordando los que caían de las Torres Gemelas, ese arma que van disparándose uno tras otro en un suicida y perverso fuera de campo -; 2) pero estalla y se convierte en su propia tumba - la película termina a los quince minutos, todo lo demás es superfluo y repetitivo.
Los manipuladores esfuerzos del guión por dar giros que incrementen el interés son absurdos y mentirosos y van en contra de las reglas de juego que la propia película ha creado: un mundo veraz y cierto, el mundo real en que vivimos y que podemos identificar, de pronto, por los estertores de la historia, pasa a ser un mundo sumido en la ciencia ficción donde las plantas razonan - matando a grupos cada vez más reducidos con deus ex machina garrafales que salvan una y otra vez al protagonista –. Por ahí nos satura o nos pierde Shyamalan - endiosado o impotente - y empezamos a entender la estafa.
El director-guionista no quiere a sus personajes ya que sus acciones y decisiones son estúpidas - por tanto también trata de bobo al espectador – porque si los protagonistas intuyen que el peligro está en el exterior ¿por qué abandonan los coches y siguen a pie en medio del bosque?
Mark Wahlberg, el protagonista, siempre está a merced de los elementos y nunca se libra del peligro por su esfuerzo personal sino por la suerte – la miserable imaginación de un pésimo guionista -. Que aprenda Shyamalan del Roger O. Thornhill de Con la muerte en los talones de su adorado Hitchcock donde la inteligencia y la causalidad eliminan el azar.
La naturaleza no discrimina a los hombres por ser o no protagonistas de una película, si decide matar como venganza o en defensa propia, mataría por igual y no en función de etiquetas, todo lo que escape a esta lógica no es que sea casualidad o destino – como brillantemente se expone en Señales – ni tampoco ciencia ficción, es tomadura de pelo.
Que no nos engañe, Shyamalan no es ecológico, Shyamalan está verde.
Si La niebla – obra maestra absoluta - clava la fórmula y se convierte en la cara (la venganza de Dios o de la naturaleza y la torpeza del humano), El incidente de M. Night Shyamalan es la cruz; y es que el director indio que nos dejó con la boca abierta con cuatro películas soberbias El sexto sentido, El protegido, Señales y El bosque sucumbe por falta de modestia y de análisis crítico porque El incidente no tiene lógica interna ni coherencia mínima y el genio se cree que con lo ya ganado todo vale.
El detonante de la película es una bomba de relojería: 1) nos atrapa y entusiasma - esos cuerpos que caen a peso de lo alto del edificio y que impactan sonoramente en lo más profundo recordando los que caían de las Torres Gemelas, ese arma que van disparándose uno tras otro en un suicida y perverso fuera de campo -; 2) pero estalla y se convierte en su propia tumba - la película termina a los quince minutos, todo lo demás es superfluo y repetitivo.
Los manipuladores esfuerzos del guión por dar giros que incrementen el interés son absurdos y mentirosos y van en contra de las reglas de juego que la propia película ha creado: un mundo veraz y cierto, el mundo real en que vivimos y que podemos identificar, de pronto, por los estertores de la historia, pasa a ser un mundo sumido en la ciencia ficción donde las plantas razonan - matando a grupos cada vez más reducidos con deus ex machina garrafales que salvan una y otra vez al protagonista –. Por ahí nos satura o nos pierde Shyamalan - endiosado o impotente - y empezamos a entender la estafa.
El director-guionista no quiere a sus personajes ya que sus acciones y decisiones son estúpidas - por tanto también trata de bobo al espectador – porque si los protagonistas intuyen que el peligro está en el exterior ¿por qué abandonan los coches y siguen a pie en medio del bosque?
Mark Wahlberg, el protagonista, siempre está a merced de los elementos y nunca se libra del peligro por su esfuerzo personal sino por la suerte – la miserable imaginación de un pésimo guionista -. Que aprenda Shyamalan del Roger O. Thornhill de Con la muerte en los talones de su adorado Hitchcock donde la inteligencia y la causalidad eliminan el azar.
La naturaleza no discrimina a los hombres por ser o no protagonistas de una película, si decide matar como venganza o en defensa propia, mataría por igual y no en función de etiquetas, todo lo que escape a esta lógica no es que sea casualidad o destino – como brillantemente se expone en Señales – ni tampoco ciencia ficción, es tomadura de pelo.
Que no nos engañe, Shyamalan no es ecológico, Shyamalan está verde.

7,2
2.470
10
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando el fiscal pregunta a Meursault, el asesino de El extranjero , el motivo por el que mató; éste, sincero, responde que fue cosa del azar, que quizás el sol quemaba aquel día más intensamente que de costumbre...
Bresson retoma el debate sobre la culpa, la casualidad y el azar allá donde lo dejó Camus y nos ofrece en L´argent su, por desgracia, postrera obra maestra. Pues, como narra la novela, en el film una anciana da cobijo al asesino protagonista y le pregunta por qué mata, a lo que éste responde que... le dio gusto.
Qué poco se imaginaba el padre que al inicio de la película se niega a dar más dinero a su hijo que su acto modesto de batir alas, abriría la caja de Pandora desencadenando la violencia más instintiva y brutal del efecto mariposa.
El personaje principal asiste impotente a su descenso a los infiernos aplastado por la bola de nieve de Sísifo: es acusado de “pasar” dinero falso por lo que pierde su trabajo, sin fondos con los que mantener a su familia, se ve envuelto en trapicheos que le arrastran a la cárcel, muriendo su hija en la pobreza y viéndose abandonado por su mujer...
Un acto injusto provoca que un hombre lo acabe perdiendo todo... descreído, huérfano de identidad, despojado de una “lógica social” y deshumanizado, deja de comportarse como tal para, en la metamorfosis, transformarse en un ser asocial y vagar por el mundo como animal instintivo sin ley que le rija ni moral alguna a la que agarrarse. Al caer todo aquello que ha construido el hombre, caerán también una tras otra sus víctimas pues ya no hay nada que le detenga.
La película se cuestiona lo que es justo y lo que no dentro de una sociedad que el director considera un Leviatán corrupto, egoísta, hipócrita e injusto; y nos hace reflexionar sobre la fragilidad de nuestra existencia, del flaco equilibrio que existe entre el bien y el mal... ¡cuando no es la misma cosa!
Bresson, como Hobbes, crucifica con su mirada pesimista al hombre y a la sociedad que ha creado, convirtiéndose con su cámara en fedatario de aquello de “el hombre es un lobo para el hombre”.
El autor pone el acento en el discurso por encima del relato en esta historia que cuenta los motivos - ¿de verdad son motivos? - por los que un hombre cualquiera se convierte en asesino y decide matar.
Su mirada existencialista ningunea las causas que le llevan al homicidio haciendo igual de válidas mil causas más que justifiquen sus actos.
Bresson se esfuerza en eliminar las acciones (y las reacciones) que el público de un cine más clásico espera (¡abajo el espectador hipnotizado!) dejándolas fuera de campo o fulminándolas mediante elipsis consiguiendo así un doble efecto: 1) un ritmo endiablado y conciso y - lo que más interesa al director-filósofo – 2) activar la mente del espectador haciéndole partícipe de lo que ve obligándole a pensar y a tomar partido.
La genialidad de Bresson se percibe en un montaje milimétrico y demoledor capaz de conseguir con sencillez – yendo al grano vamos – un frenético ritmo con precisión de relojero suizo. Nadie ha sido capaz de contar tanto en tan poco tiempo. Ojalá aprendieran de este francés los Michael Bay de turno del cine actual, incapaces de explicar de manera inteligible una historia, perdidos - a mil imágenes por segundo - en la nadería del videoclip. Cronemberg, por suerte, nos cura de tantos espantos (hay que correr a ver Una historia de violencia para darnos cuenta de su impecable precisión a la hora de contarnos lo que le interesa y que tiene más de un punto en común con L´argent como esa visión de la violencia innata en el hombre)
Bresson convierte a los actores en mimos que no se inmutan, carentes de expresividad o filma solamente partes del cuerpo (cierto fetichismo hacia los pies) negando al espectador el rostro para reforzar su discurso; con un añadido: eliminando el rostro, se elimina lo individual, lo particular y consigue no hablar de un personaje concreto sino del hombre en general. Queda clara la lectura: todos los hombres somos hipócritas, mentirosos, ladrones y asesinos. Somos robots globalizados que no controlan su vida – vida llena de diablos... probablemente – y vida que, por lo frágil, puede torcerse en cualquier momento.
La moraleja con tintes frankensteinianos debe sonrojarnos a todos:
Nadie se salva de la quema, nadie es honesto...
¿Es culpable el asesino?, ¿o quienes han creado al monstruo?
Bresson retoma el debate sobre la culpa, la casualidad y el azar allá donde lo dejó Camus y nos ofrece en L´argent su, por desgracia, postrera obra maestra. Pues, como narra la novela, en el film una anciana da cobijo al asesino protagonista y le pregunta por qué mata, a lo que éste responde que... le dio gusto.
Qué poco se imaginaba el padre que al inicio de la película se niega a dar más dinero a su hijo que su acto modesto de batir alas, abriría la caja de Pandora desencadenando la violencia más instintiva y brutal del efecto mariposa.
El personaje principal asiste impotente a su descenso a los infiernos aplastado por la bola de nieve de Sísifo: es acusado de “pasar” dinero falso por lo que pierde su trabajo, sin fondos con los que mantener a su familia, se ve envuelto en trapicheos que le arrastran a la cárcel, muriendo su hija en la pobreza y viéndose abandonado por su mujer...
Un acto injusto provoca que un hombre lo acabe perdiendo todo... descreído, huérfano de identidad, despojado de una “lógica social” y deshumanizado, deja de comportarse como tal para, en la metamorfosis, transformarse en un ser asocial y vagar por el mundo como animal instintivo sin ley que le rija ni moral alguna a la que agarrarse. Al caer todo aquello que ha construido el hombre, caerán también una tras otra sus víctimas pues ya no hay nada que le detenga.
La película se cuestiona lo que es justo y lo que no dentro de una sociedad que el director considera un Leviatán corrupto, egoísta, hipócrita e injusto; y nos hace reflexionar sobre la fragilidad de nuestra existencia, del flaco equilibrio que existe entre el bien y el mal... ¡cuando no es la misma cosa!
Bresson, como Hobbes, crucifica con su mirada pesimista al hombre y a la sociedad que ha creado, convirtiéndose con su cámara en fedatario de aquello de “el hombre es un lobo para el hombre”.
El autor pone el acento en el discurso por encima del relato en esta historia que cuenta los motivos - ¿de verdad son motivos? - por los que un hombre cualquiera se convierte en asesino y decide matar.
Su mirada existencialista ningunea las causas que le llevan al homicidio haciendo igual de válidas mil causas más que justifiquen sus actos.
Bresson se esfuerza en eliminar las acciones (y las reacciones) que el público de un cine más clásico espera (¡abajo el espectador hipnotizado!) dejándolas fuera de campo o fulminándolas mediante elipsis consiguiendo así un doble efecto: 1) un ritmo endiablado y conciso y - lo que más interesa al director-filósofo – 2) activar la mente del espectador haciéndole partícipe de lo que ve obligándole a pensar y a tomar partido.
La genialidad de Bresson se percibe en un montaje milimétrico y demoledor capaz de conseguir con sencillez – yendo al grano vamos – un frenético ritmo con precisión de relojero suizo. Nadie ha sido capaz de contar tanto en tan poco tiempo. Ojalá aprendieran de este francés los Michael Bay de turno del cine actual, incapaces de explicar de manera inteligible una historia, perdidos - a mil imágenes por segundo - en la nadería del videoclip. Cronemberg, por suerte, nos cura de tantos espantos (hay que correr a ver Una historia de violencia para darnos cuenta de su impecable precisión a la hora de contarnos lo que le interesa y que tiene más de un punto en común con L´argent como esa visión de la violencia innata en el hombre)
Bresson convierte a los actores en mimos que no se inmutan, carentes de expresividad o filma solamente partes del cuerpo (cierto fetichismo hacia los pies) negando al espectador el rostro para reforzar su discurso; con un añadido: eliminando el rostro, se elimina lo individual, lo particular y consigue no hablar de un personaje concreto sino del hombre en general. Queda clara la lectura: todos los hombres somos hipócritas, mentirosos, ladrones y asesinos. Somos robots globalizados que no controlan su vida – vida llena de diablos... probablemente – y vida que, por lo frágil, puede torcerse en cualquier momento.
La moraleja con tintes frankensteinianos debe sonrojarnos a todos:
Nadie se salva de la quema, nadie es honesto...
¿Es culpable el asesino?, ¿o quienes han creado al monstruo?

7,4
32.208
10
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué pasa cuando ya nada tiene sentido?
¿En qué momento deja la vida de tener sentido?
O quizás lo más sincero, ¿cuándo ha tenido la vida algún sentido?
El hombre quebradizo, caricatura de uno mismo, palo astillado, sobaco sudado, sombra oscura de cualquier farola, ese absurdo del que hablaba Camus - “Cualquier hombre, a la vuelta de cualquier esquina, puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo.” – es el actor secundario de esta obra principal.
Pues eso, la terrible condición humana, desnuda, mediocre, palurda y sinsentido. Eso es Nebraska.
Más allá de su condición de road movie, que sí, que también, Alexander Payne ha reescrito el Quijote de una América Profunda que se muere de desidia y de soledad. Como todas las tierras, como todos los monos que la habitan.
Payne va a lo suyo y nos regala otra película inconmensurable, como Los descendientes. Pero en Nebraska la negritud se cuenta en blanco y negro, quizás porque la aridez, las carreteras infinitas, el prado que se agita lento y la amargura, por no tener, no tienen ya ni color. Magnífica forma de entrar en materia y de contagiar un estado de ánimo o mejor aún, de desánimo.
Ésa es la poesía que retrata Nebraska: la muerte irrefutable y la necesidad de sentirse vivo; aunque sea a través de un engaño más falso que un billete de tres euros. Porque a algo hay que agarrarse para darle sentido a una existencia que no lo tiene.
Quizás por eso rueda Woody Allen una película cada año – y si puede rueda dos -, el propósito es no parar, tener una motivación por ridícula que sea para continuar y no arrojar la toalla. Lo mismo que Clint Eastwood, lo mismo que todos. Y da igual que ya no sean obras maestras como Delitos y faltas o Los puentes de Madison… pero no hay que dejar de pedalear, porque a la que sueltas pedales, dejas de existir y te conviertes en polvo.
Y por eso Woody Grant, el anciano protagonista de Nebraska, se aferra a su billete de lotería falso – valdría hasta el del monopoly –, porque si no le encuentra una mínima ilusión a su miserable existencia repleta de pobreza, de aspereza y de borracheras, Woody Grant como cualquier hijo de vecino, se muere. Que se lo digan al Nick Nolte de Aflicción o al Sean Penn de El asesinato de Richard Nixon.
¿Cómo contar la amargura? Sólo hay que mirarse al espejo.
Cuando llegan a casa de los tíos y primos que no se ven hace tiempo, se ponen a ver la tele sin cruzar palabra alguna. No hay nada que contarse más que el coche que tienes y la velocidad que alcanza. Y el espectador sonríe y empatiza: “yo sé de esas miserias”. No se puede ser más sutil y más cruel.
Ahí, en los detalles de cada personaje es donde mejor se cuenta la angustia, con sarcasmos, locuras, silencios e insultos. Personajes rastreros, pendejos, traidores, humanos y zombies retratados todos como almas en pena; pedazos de vida, como ballenas que salen a respirar un segundo para volver a sumergirse en la espesura del mar.
Nebraska trata también de la familia pero no porque le interese a Payne sino por practicidad narrativa, por pura necesidad de contar. Y hablemos sin mariconadas, no la familia en general ni siquiera la familia en particular sino la familia como compañera de viaje, como en Pequeña Miss Sunshine - otra maravilla del cine -, la familia verdadera, la que te putea y luego te besa, la que te soporta y se caga en tus muertos. Mención especial para la mujer de Woody Grant, repelente, sucia, perra e insoportable, capaz de mostrarle el chichi a un muerto para después morir de dolor por su marido a través de la sutileza de un beso en la mejilla.
Viaje del héroe beodo, épica de tres al cuarto, pero viaje, héroe y épica al fin y al cabo. Y la más sincera de las verdades, la que ve al hombre como lo que es: la nada de Laforet, la náusea de Sartre o la extranjería de Camus.
Ponte en la cola, pronto llegará tu turno. Que pase el siguiente.
¿En qué momento deja la vida de tener sentido?
O quizás lo más sincero, ¿cuándo ha tenido la vida algún sentido?
El hombre quebradizo, caricatura de uno mismo, palo astillado, sobaco sudado, sombra oscura de cualquier farola, ese absurdo del que hablaba Camus - “Cualquier hombre, a la vuelta de cualquier esquina, puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo.” – es el actor secundario de esta obra principal.
Pues eso, la terrible condición humana, desnuda, mediocre, palurda y sinsentido. Eso es Nebraska.
Más allá de su condición de road movie, que sí, que también, Alexander Payne ha reescrito el Quijote de una América Profunda que se muere de desidia y de soledad. Como todas las tierras, como todos los monos que la habitan.
Payne va a lo suyo y nos regala otra película inconmensurable, como Los descendientes. Pero en Nebraska la negritud se cuenta en blanco y negro, quizás porque la aridez, las carreteras infinitas, el prado que se agita lento y la amargura, por no tener, no tienen ya ni color. Magnífica forma de entrar en materia y de contagiar un estado de ánimo o mejor aún, de desánimo.
Ésa es la poesía que retrata Nebraska: la muerte irrefutable y la necesidad de sentirse vivo; aunque sea a través de un engaño más falso que un billete de tres euros. Porque a algo hay que agarrarse para darle sentido a una existencia que no lo tiene.
Quizás por eso rueda Woody Allen una película cada año – y si puede rueda dos -, el propósito es no parar, tener una motivación por ridícula que sea para continuar y no arrojar la toalla. Lo mismo que Clint Eastwood, lo mismo que todos. Y da igual que ya no sean obras maestras como Delitos y faltas o Los puentes de Madison… pero no hay que dejar de pedalear, porque a la que sueltas pedales, dejas de existir y te conviertes en polvo.
Y por eso Woody Grant, el anciano protagonista de Nebraska, se aferra a su billete de lotería falso – valdría hasta el del monopoly –, porque si no le encuentra una mínima ilusión a su miserable existencia repleta de pobreza, de aspereza y de borracheras, Woody Grant como cualquier hijo de vecino, se muere. Que se lo digan al Nick Nolte de Aflicción o al Sean Penn de El asesinato de Richard Nixon.
¿Cómo contar la amargura? Sólo hay que mirarse al espejo.
Cuando llegan a casa de los tíos y primos que no se ven hace tiempo, se ponen a ver la tele sin cruzar palabra alguna. No hay nada que contarse más que el coche que tienes y la velocidad que alcanza. Y el espectador sonríe y empatiza: “yo sé de esas miserias”. No se puede ser más sutil y más cruel.
Ahí, en los detalles de cada personaje es donde mejor se cuenta la angustia, con sarcasmos, locuras, silencios e insultos. Personajes rastreros, pendejos, traidores, humanos y zombies retratados todos como almas en pena; pedazos de vida, como ballenas que salen a respirar un segundo para volver a sumergirse en la espesura del mar.
Nebraska trata también de la familia pero no porque le interese a Payne sino por practicidad narrativa, por pura necesidad de contar. Y hablemos sin mariconadas, no la familia en general ni siquiera la familia en particular sino la familia como compañera de viaje, como en Pequeña Miss Sunshine - otra maravilla del cine -, la familia verdadera, la que te putea y luego te besa, la que te soporta y se caga en tus muertos. Mención especial para la mujer de Woody Grant, repelente, sucia, perra e insoportable, capaz de mostrarle el chichi a un muerto para después morir de dolor por su marido a través de la sutileza de un beso en la mejilla.
Viaje del héroe beodo, épica de tres al cuarto, pero viaje, héroe y épica al fin y al cabo. Y la más sincera de las verdades, la que ve al hombre como lo que es: la nada de Laforet, la náusea de Sartre o la extranjería de Camus.
Ponte en la cola, pronto llegará tu turno. Que pase el siguiente.

7,2
46.798
10
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El luchador es una obra maestra. Es imperecedera, una película espléndida que el tiempo pondrá en su sitio, una obra excepcional que encierra una bella paradoja: rodeada de gigantes de la lucha libre americana se hace grande por lo pequeña que es.
Mientras se vende con palomitas y a todo color que más es más: más presupuesto, más efectos especiales, más semanas de rodaje, más tecnología, más estrellas y más oscars; esta película pequeña destapa la verdad, que menos es más. Que los petardos de siempre - directores ególatras incultos, productores que disimulan su impotencia creativa y público embobado – aprendan lo que es el cine; antes que espectáculo el cine es arte – sin ser incompatible una cosa con la otra – y quien sólo busque sacar tajada… como en la película de Rosales, tiro en la cabeza.
Randy Raw Robinson es un luchador de wrestling que la edad coloca en caída libre y que intenta adaptarse a otra realidad fuera del ring agarrándose a las pocas huellas reconocibles que ha ido dejando por el camino.
Un solo detalle del guión de El luchador vale más que todos los Michael Bay de turno: el maduro y hercúleo luchador de wrestling y la veterana y frágil bailarina de striptease viven en dos universos paralelos imposibles de conciliar; mientras el luchador se empeña en que le llamen por su nombre de guerra y no por el que marca su carnet, la bailarina lucha por recuperar su verdadero nombre y olvidar para siempre su Cassidy de cabaret. Jamás podrán estar juntos.
El protagonista es un hombre que sólo se siente auténtico cuando lucha aunque sus luchas sean más falsas que un sprint de Ben Johnson. Sin embargo la lucha es la realidad que conoce, donde se siente seguro, gigantes de doscientos quilos que son su única familia, “ahí fuera (del ring) es donde siento los golpes” dice. En ese otro mundo ajeno que se rige por leyes desconocidas pierde el combate una y otra vez: con su trabajo de carnicero - Raw, su alias en el ring, significa carnero - donde se hace imposible mantener su orgullo de Dios; con su hija abandonada a su suerte y que pretende recuperar con la torpeza y los errores propios del que sólo se sabe sus reglas de bárbaro; con la mujer que ama y cree su media naranja por ser también una mujer espectáculo a la que adoran las masas.
El luchador es un juguete roto - el magnífico documental de Manuel Summers - como las magistrales Aflicción y El asesinato de Richard Nixon.
La empatía con el protagonista es brutal, ver a quien ha sido ídolo – el poder de lo efímero, el perdedor que hay en todos nosotros – atendiendo a los compradores mediocres y bastardos que somos todos da grima y colma su paciencia de guerrero.
Y el descanso del guerrero, su único pedazo de gloria fuera del ring, tan minúsculo como reconocible y grandioso, sucede en un bar roñoso como sus vidas donde luchador y bailarina se sonríen y de tan mortales resultan extraordinarios bebiéndose una efímera cerveza, lúpulo que olvida vacíos y abandonos y hace soñar ilusiones. Maravillosa escena de cine que toca el alma.
Darren Aronofsky director falsamente elevado a los altares por películas con demasiados fuegos artificiales como Réquiem por un sueño da una lección de puesta en escena como no se recuerda desde 4 meses, 3 semanas y 2 días de Cristian Mungiu, demostrando que ha entendido el drama de los perdedores y multiplicándolo con la honestidad de su cámara:
1) como en los magistrales títulos de crédito que dan inicio a la película y que muestran pósters y recortes de revistas de su vida como luchador con un travelling que comienza en alza hasta que declina y baja verticalmente contando con ese genial detalle la ascensión y caída del protagonista;
2) como el primer plano del film que presenta al luchador sentado de espaldas al fondo de una sala vacía y tosiendo amargamente;
3) como los travellings de seguimiento de los personajes que siempre son por detrás haciéndonos sentir que el mundo les da la espalda;
4) o como ese salto al vacío del último plano que supone su suicidio, su caída a un pozo oscuro y profundo, su muerte.
Mickey Rourke y Marisa Tomei están magníficos porque son papeles que conocen, que interiorizan y crean un especial vínculo de terrible complicidad silenciosa y fatalidad con el espectador.
Retratar la vida es retratar las ruinas. “Más allá, sólo la muerte” que escribió James Joyce.
Mientras se vende con palomitas y a todo color que más es más: más presupuesto, más efectos especiales, más semanas de rodaje, más tecnología, más estrellas y más oscars; esta película pequeña destapa la verdad, que menos es más. Que los petardos de siempre - directores ególatras incultos, productores que disimulan su impotencia creativa y público embobado – aprendan lo que es el cine; antes que espectáculo el cine es arte – sin ser incompatible una cosa con la otra – y quien sólo busque sacar tajada… como en la película de Rosales, tiro en la cabeza.
Randy Raw Robinson es un luchador de wrestling que la edad coloca en caída libre y que intenta adaptarse a otra realidad fuera del ring agarrándose a las pocas huellas reconocibles que ha ido dejando por el camino.
Un solo detalle del guión de El luchador vale más que todos los Michael Bay de turno: el maduro y hercúleo luchador de wrestling y la veterana y frágil bailarina de striptease viven en dos universos paralelos imposibles de conciliar; mientras el luchador se empeña en que le llamen por su nombre de guerra y no por el que marca su carnet, la bailarina lucha por recuperar su verdadero nombre y olvidar para siempre su Cassidy de cabaret. Jamás podrán estar juntos.
El protagonista es un hombre que sólo se siente auténtico cuando lucha aunque sus luchas sean más falsas que un sprint de Ben Johnson. Sin embargo la lucha es la realidad que conoce, donde se siente seguro, gigantes de doscientos quilos que son su única familia, “ahí fuera (del ring) es donde siento los golpes” dice. En ese otro mundo ajeno que se rige por leyes desconocidas pierde el combate una y otra vez: con su trabajo de carnicero - Raw, su alias en el ring, significa carnero - donde se hace imposible mantener su orgullo de Dios; con su hija abandonada a su suerte y que pretende recuperar con la torpeza y los errores propios del que sólo se sabe sus reglas de bárbaro; con la mujer que ama y cree su media naranja por ser también una mujer espectáculo a la que adoran las masas.
El luchador es un juguete roto - el magnífico documental de Manuel Summers - como las magistrales Aflicción y El asesinato de Richard Nixon.
La empatía con el protagonista es brutal, ver a quien ha sido ídolo – el poder de lo efímero, el perdedor que hay en todos nosotros – atendiendo a los compradores mediocres y bastardos que somos todos da grima y colma su paciencia de guerrero.
Y el descanso del guerrero, su único pedazo de gloria fuera del ring, tan minúsculo como reconocible y grandioso, sucede en un bar roñoso como sus vidas donde luchador y bailarina se sonríen y de tan mortales resultan extraordinarios bebiéndose una efímera cerveza, lúpulo que olvida vacíos y abandonos y hace soñar ilusiones. Maravillosa escena de cine que toca el alma.
Darren Aronofsky director falsamente elevado a los altares por películas con demasiados fuegos artificiales como Réquiem por un sueño da una lección de puesta en escena como no se recuerda desde 4 meses, 3 semanas y 2 días de Cristian Mungiu, demostrando que ha entendido el drama de los perdedores y multiplicándolo con la honestidad de su cámara:
1) como en los magistrales títulos de crédito que dan inicio a la película y que muestran pósters y recortes de revistas de su vida como luchador con un travelling que comienza en alza hasta que declina y baja verticalmente contando con ese genial detalle la ascensión y caída del protagonista;
2) como el primer plano del film que presenta al luchador sentado de espaldas al fondo de una sala vacía y tosiendo amargamente;
3) como los travellings de seguimiento de los personajes que siempre son por detrás haciéndonos sentir que el mundo les da la espalda;
4) o como ese salto al vacío del último plano que supone su suicidio, su caída a un pozo oscuro y profundo, su muerte.
Mickey Rourke y Marisa Tomei están magníficos porque son papeles que conocen, que interiorizan y crean un especial vínculo de terrible complicidad silenciosa y fatalidad con el espectador.
Retratar la vida es retratar las ruinas. “Más allá, sólo la muerte” que escribió James Joyce.
9
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Señores, pasen y vean, el espectáculo voyeur está a punto de empezar” “No esperen samuráis, leyendas ni espadachines... para bien o para mal, los tiempos han cambiado”
“Allá donde pisa no vuelve a crecer la hierba”. Viene de Oriente y también es una estrella, aunque gracias a “El sabor de la sandía”, rogamos que no sea fugaz. Es Tsai Ming-Liang, el nuevo Rey Mago del cine.
Se tacha a Ming-Liang de arriesgado, pero no debe ser ésa su mayor virtud, sino la inteligencia. Sólo un cineasta tremendamente inteligente puede ofrecernos una película tan coherente en su discurso como “Good bye, Dragon Inn”. ¡Quien se pica, ajos come!
Lo que viene a continuación, es una declaración de amor...
¡Cuarenta secuencias! ¡Planos eternos! ¡Cámara estática! Eso no es una película... es un prodigio, pero no por lo arriesgado del intento - ¡alabado el que intenta innovar en el país de los sosos! - sino por la consistencia del resultado. La forma, la belleza de lo estético, la composición de planos y la profundidad de campo van de la mano de lo narrativo. Nada es gratuito en “Good bye, Dragon Inn”, no se trata de un “tour de force” egocéntrico – al que se apuntarían muchos, entre ellos, Von Trier -, el travelling, para Tsai Ming-Liang, sigue siendo una cuestión de moral.
Y la moral de Ming-Liang juega con el tiempo y triunfa consiguiendo que entendamos su relatividad en la práctica allá donde Einstein sólo plasmó su teoría. La duración excesiva de los planos y la inmovilidad de la cámara nos produce esa sensación de lo interminable, de lo que pasa lentamente mientras que en la sala, viendo la película, el tiempo pasa volando.
He ahí la cuestión. El cineasta clava su feroz aguijón de avispa disfrazado de abeja Maya, trascendiendo de lo meramente nostálgico, pretendiendo sacarnos, aunque sea a trompazos, del ensimismamiento hipnótico – la oscuridad y la pantalla blanca – y la encerrona del cine clásico , ¡muerte a esa seducción de encefalograma plano que nos hechiza y emboba sólo para pasar un buen rato!
Tsai Ming-Liang es un Godard de ojos rasgados, y protesta, como lo hizo el Free Cinema o la Nouvelle Vague contra un cine que anula al espectador proponiendo un cine-diálogo que lo trate de tú a tú demandando su participación activa y no su esclavitud.
Pero como buen japonés mata con buenos modales mostrando el respeto y la reverencia hacia un cine que le hizo amar la profesión – en uno de los contados diálogos se despide así del cadáver: “soy japonés... sayonara” – y ofreciendo su gratitud antes de darle la extremaunción. Epílogo oriental, crónica de una muerte anunciada, réquiem por el que va a morir y velatorio, pero también salva orgiástica al cine de hoy – sin aquel cine no podría hacerse éste.
Los hombres mueren, también las modas y los modos - de representación, claro -, pero el tiempo continúa su tránsito inexorable – el niño pequeño mirando cine solo en su butaca y un anciano se sienta a su lado.
Y Jean-Luc Ming-Liang rompe con el encantamiento clásico con todo su arsenal estético, formal y narrativo; desbordando los límites de la pantalla jugando con el campo y el fuera de campo – esa lluvia interminable o la banda sonora del film proyectado - y llega a la cumbre de la genialidad y de la belleza en dos momentos memorables. En el primero - desde ya uno de los planos más inolvidables del cine - un personaje femenino aparece por una puerta justo al lado de la gran pantalla uniendo magistralmente realidad y ficción y despedazando a la vez esa sugestión maligna que perpetraron los clásicos – y que recuerda a su amado Godard en “Los carabineros” cuando los dos brutos saltan de sus butacas y se abalanzan hacia la pantalla al contemplar a una mujer en el baño -. En el segundo, las imágenes de la pantalla se reflejan en la cara de la protagonista ofreciendo un precioso espectáculo de luces y artificios convirtiendo su cara en otra pantalla de cine, metáfora de ese deseado feed-back.
“Good bye, Dragon Inn”, como la vida, avanza inexorablemente, devorando cadáveres por el camino, convirtiendo la sala y sus aledaños en un microcosmos donde el tiempo pasa velozmente - a veinticuatro fotogramas por segundo – y del que, como Groucho Marx, nos queremos apear para avanzar con más lentitud – escapando de nuestro estado hipnótico – antes de que desaparezcamos. Y en ese mundo en miniatura cinematográfico los personajes deambulan – como recuerdos grabados en la memoria - con los mismos vicios que padecen en sociedad.
La soledad de la mujer coja, apartada de la humanidad, abrazándose a las paredes para no molestar a nadie, queriendo desaparecer y sin embargo sin dejar de caminar fantasmalmente arrastrando pesadas cadenas sin saber adónde ir, como un Sísifo estival - que derretida la nieve - es condenado a vagar eternamente por el cine subiendo y bajando escaleras adentrándose en las entrañas de la máquina para poner en jaque mate su magia.
La incomunicación, donde Tsai Ming-Liang pone su acento de autor con una provocadora puesta en escena sobresaliente que manda callar a los personajes – incluso cuando el protagonista intenta ligar, su conversación es sustituida por la que mantienen los actores de la película de samuráis en otro intento por enterrar al espectador hipnotizado y mezclar realidad y ficción - o los hacina en los rincones – las escenas magistrales en las butacas y en el lavabo donde aprisionan y coartan la libertad del chico afeminado.
Tsai Ming-Liang, el nuevo Ozu, ojalá no se tarde tanto en reconocer su maestría. Pese a las alergias que provoca... ya se sabe el dicho, ¡sarna con gusto no pica!
“Allá donde pisa no vuelve a crecer la hierba”. Viene de Oriente y también es una estrella, aunque gracias a “El sabor de la sandía”, rogamos que no sea fugaz. Es Tsai Ming-Liang, el nuevo Rey Mago del cine.
Se tacha a Ming-Liang de arriesgado, pero no debe ser ésa su mayor virtud, sino la inteligencia. Sólo un cineasta tremendamente inteligente puede ofrecernos una película tan coherente en su discurso como “Good bye, Dragon Inn”. ¡Quien se pica, ajos come!
Lo que viene a continuación, es una declaración de amor...
¡Cuarenta secuencias! ¡Planos eternos! ¡Cámara estática! Eso no es una película... es un prodigio, pero no por lo arriesgado del intento - ¡alabado el que intenta innovar en el país de los sosos! - sino por la consistencia del resultado. La forma, la belleza de lo estético, la composición de planos y la profundidad de campo van de la mano de lo narrativo. Nada es gratuito en “Good bye, Dragon Inn”, no se trata de un “tour de force” egocéntrico – al que se apuntarían muchos, entre ellos, Von Trier -, el travelling, para Tsai Ming-Liang, sigue siendo una cuestión de moral.
Y la moral de Ming-Liang juega con el tiempo y triunfa consiguiendo que entendamos su relatividad en la práctica allá donde Einstein sólo plasmó su teoría. La duración excesiva de los planos y la inmovilidad de la cámara nos produce esa sensación de lo interminable, de lo que pasa lentamente mientras que en la sala, viendo la película, el tiempo pasa volando.
He ahí la cuestión. El cineasta clava su feroz aguijón de avispa disfrazado de abeja Maya, trascendiendo de lo meramente nostálgico, pretendiendo sacarnos, aunque sea a trompazos, del ensimismamiento hipnótico – la oscuridad y la pantalla blanca – y la encerrona del cine clásico , ¡muerte a esa seducción de encefalograma plano que nos hechiza y emboba sólo para pasar un buen rato!
Tsai Ming-Liang es un Godard de ojos rasgados, y protesta, como lo hizo el Free Cinema o la Nouvelle Vague contra un cine que anula al espectador proponiendo un cine-diálogo que lo trate de tú a tú demandando su participación activa y no su esclavitud.
Pero como buen japonés mata con buenos modales mostrando el respeto y la reverencia hacia un cine que le hizo amar la profesión – en uno de los contados diálogos se despide así del cadáver: “soy japonés... sayonara” – y ofreciendo su gratitud antes de darle la extremaunción. Epílogo oriental, crónica de una muerte anunciada, réquiem por el que va a morir y velatorio, pero también salva orgiástica al cine de hoy – sin aquel cine no podría hacerse éste.
Los hombres mueren, también las modas y los modos - de representación, claro -, pero el tiempo continúa su tránsito inexorable – el niño pequeño mirando cine solo en su butaca y un anciano se sienta a su lado.
Y Jean-Luc Ming-Liang rompe con el encantamiento clásico con todo su arsenal estético, formal y narrativo; desbordando los límites de la pantalla jugando con el campo y el fuera de campo – esa lluvia interminable o la banda sonora del film proyectado - y llega a la cumbre de la genialidad y de la belleza en dos momentos memorables. En el primero - desde ya uno de los planos más inolvidables del cine - un personaje femenino aparece por una puerta justo al lado de la gran pantalla uniendo magistralmente realidad y ficción y despedazando a la vez esa sugestión maligna que perpetraron los clásicos – y que recuerda a su amado Godard en “Los carabineros” cuando los dos brutos saltan de sus butacas y se abalanzan hacia la pantalla al contemplar a una mujer en el baño -. En el segundo, las imágenes de la pantalla se reflejan en la cara de la protagonista ofreciendo un precioso espectáculo de luces y artificios convirtiendo su cara en otra pantalla de cine, metáfora de ese deseado feed-back.
“Good bye, Dragon Inn”, como la vida, avanza inexorablemente, devorando cadáveres por el camino, convirtiendo la sala y sus aledaños en un microcosmos donde el tiempo pasa velozmente - a veinticuatro fotogramas por segundo – y del que, como Groucho Marx, nos queremos apear para avanzar con más lentitud – escapando de nuestro estado hipnótico – antes de que desaparezcamos. Y en ese mundo en miniatura cinematográfico los personajes deambulan – como recuerdos grabados en la memoria - con los mismos vicios que padecen en sociedad.
La soledad de la mujer coja, apartada de la humanidad, abrazándose a las paredes para no molestar a nadie, queriendo desaparecer y sin embargo sin dejar de caminar fantasmalmente arrastrando pesadas cadenas sin saber adónde ir, como un Sísifo estival - que derretida la nieve - es condenado a vagar eternamente por el cine subiendo y bajando escaleras adentrándose en las entrañas de la máquina para poner en jaque mate su magia.
La incomunicación, donde Tsai Ming-Liang pone su acento de autor con una provocadora puesta en escena sobresaliente que manda callar a los personajes – incluso cuando el protagonista intenta ligar, su conversación es sustituida por la que mantienen los actores de la película de samuráis en otro intento por enterrar al espectador hipnotizado y mezclar realidad y ficción - o los hacina en los rincones – las escenas magistrales en las butacas y en el lavabo donde aprisionan y coartan la libertad del chico afeminado.
Tsai Ming-Liang, el nuevo Ozu, ojalá no se tarde tanto en reconocer su maestría. Pese a las alergias que provoca... ya se sabe el dicho, ¡sarna con gusto no pica!
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