La última y muy publicitada película del Rey del Mundo (o eso dice él), además de la enésima versión de la historia de Pocahontas que se ha hecho en las dos últimas décadas, es (y el que diga lo contrario miente como un bellaco) un fabuloso y desbordante espectáculo total que a golpe de excelentes efectos visuales y echando mano de una filosofía ecologista que ruborizaría a los de Greenpeace trata de disimular en la medida de lo posible las limitaciones de un guión simple, vacío y estereotipado hasta la nausea, amen de una demostración más de hasta dónde es capaz de llegar la tecnología en los tiempos que corren y lo fácil que le resulta a los grandes estudios (los que tienen la pasta gansa, vamos) ganarse el favor de un público de lo más complaciente al que sólo le interesa acudir al cine para poder contemplar boquiabierto efectos visuales de última generación. Lo demás poco importa.

Lo mejor: su innegable y asombrosa espectacularidad.

Lo peor: una historia que todos nos conocemos de cabo a rabo y que no intenta innovar en prácticamente nada.

Esta película es la caña. Así a bote pronto y sin darle muchas vueltas al tema es lo mejor que se me ocurre decir de ella. No se pueden hacer críticas sesudas o pretendidamente intelectuales de algo como Kill Bill (Volumen 1 en el caso que nos ocupa, aunque yo prefiero hablar de ella como una totalidad), o al menos yo creo que no se deberían hacer por riesgo a quedar como un idiota presuntuoso, simplemente hay que ir al grano: es una jodida obra maestra, como diría alguno de los personajes ideados por el amigo Tarantino. Me da igual lo intrascendente de la historia que cuenta (¿a los ojos de quién?), me da igual lo mucho que banaliza la violencia (de hecho me divierte muchísimo la utilización que hace de ella), me dan igual lo esquemáticos que puedan ser los personajes que pueblan la historia (repito: ¿a los ojos de quién?) o la falta de diálogos chispeantes cada cinco minutos cuando el director se suelta la melena de esta manera y rueda con tanta maestría cada plano que compone, cuando planifica y coreografía secuencias de acción impresionantemente perfectas sin que apenas le tiemble el pulso, cuando diseña personajes tan suculentos como La Novia, Bill, Hatori Hanzo, GoGo Yubari, O-Ren Ishii o Elle Driver, cuando sabe meter la música adecuada en el momento adecuado para que todo quede de puta madre, y cuando mantiene un ritmo narrativo excelente durante todo el metraje. Vamos, que el tío entre luchas de katanas, tiros, venganzas y cortos de anime hace gala de un dominio del oficio absolutamente envidiable.

Kill Bill es una película tirando a freak hecha por un freak que controla muchísimo de cine dirigida a un público mayoritariamente freak que gusta de saborear esas rarezas inclasificables que tarde o temprano terminan formando parte de la (sub)cultura popular.

¿Lo mejor? El quinto capítulo, desde que empieza hasta que acaba ¿Lo peor? El cuarto, necesario, pero pelín aburridillo.

Estirando hasta sus últimas consecuencias el clásico de 1933 y sin ser capaz de medir (la trilogía de los Anillos ya lo dejaba bastante claro) la proporción de su aparatosa megalomanía, Peter Jackson recuperó sin venir a cuento la historia del gorila gigante más famoso del séptimo arte para regocijo de los vendedores de palomitas y refrescos en una mastodóntica superproducción de, así a ojo, unas siete horas de metraje, en la que demostró que ni siquiera los efectos visuales de última generación pueden ocultar la abrumadora pesadez de una de las películas más artificialmente alargadas que han asaltado la taquilla en lo que va de siglo. Doblando (o triplicando, ahora mismo no estoy seguro) el metraje del título original, pero contando prácticamente la misma historia, el director neozelandés echa mano de los portentosos ordenadores de WETA para sobrecargar su película con agotadoras e interminables escenas de acción que, contra todo pronóstico, y supongo que buscando justo el efecto contrario, te hacen abrir la boca de aburrimiento más que de asombro, amén de hundir un guión excesivo al que ya le sobran la mitad de sus páginas. Especialmente concebido para las audiencias que luego se comprarán el videojuego u otros objetos de merchandising (de nuevo la sombra de los Anillos es alargada), el “King Kong” de Jackson no pasa de ser el capricho tontorrón y elefantiásico de un niño grande fascinado por el clásico de Cooper y Schoedsack al que las productoras le dieron manga ancha tras cubrirlas de millones de dólares con sus anteriores películas. Lástima que a veces los caprichos salgan caros.

Lo mejor: la última parte de la película.
Lo peor: evidentemente, le sobra metraje por los cuatro costados.

Bochornoso espectáculo, por llamarlo de alguna manera, que intenta actualizar el mito del vampiro romántico para deleite de adolescentes ávidas de sentimentalismo barato y nuevos ídolos forracarpetas con la historia de amor juvenil más hortera, ridícula y prefabricada de los últimos años. Puestos a hacer el imbécil bien podrían haber incluido algún número musical en medio de semejante disparate, así por lo menos nos habríamos reído a carcajadas durante un buen rato. Patética no, lo siguiente.

Me parece que me voy a unir al selecto grupo de espectadores que no terminan de entender demasiado bien cómo una película como ésta puede ser tachada poco menos que de bazofia simplemente por haber cometido el (para algunos) imperdonable error de presentarse ante el gran público a través de una campaña publicitaria deliberadamente tramposa. Y digo yo ¿había alguna posibilidad de vender esta película de otra manera? Si no quieres chafarle la guitarra a nadie es necesario meter al espectador en el mismo mundo en el que viven los personajes, por lo que cualquier pista que pueda favorecer el desvelamiento del misterio es poco menos que una guarrada para el público aún mayor que los puntos de giro de la historia, amén de un suicidio comercial en toda regla. Ojo, no digo que no me pueda poner en la piel de todos aquellos que, creyendo que iban a ver una simple película de terror (también hay que tener poca perspectiva para creerse semejante cosa después de haber visto las anteriores películas de Shyamalan, pero bueno), terminaron atragantándose con las palomitas y el refresco de rigor a medida que la trama iba desvelando su cartas. Pero películas con monstruos antropófagos hay muchas, quizá demasiadas, y todas bastante trilladas y previsibles, mientras que fábulas tan originales y bien pensadas como ésta, muy pocas.

Lo mejor: la historia, probablemente una de las mejores de Shyamalan; los actores, en especial Bryce Dallas Howard; la fotografía, realmente hermosa; la bellísima partitura compuesta por James Newton Howard, que pone los pelos de punta; las múltiples lecturas que se pueden hacer sobre ella siempre y cuando la indignación no nos haga tacharla automáticamente de basura impresentable.

Lo peor: aparte de alguna que otra bajada de ritmo hay que reconocer que en un par de escenas es necesario tener fe en lo que Shyamalan te está contando para poder creértelo.