No he leído la novela. Sin ninguna referencia encontré esta película y decidí echarle un vistazo. Considero importante el principio. En pocas secuencias puede transmitir algo. Y ésta lo hace. Sin estridencias. Con cierta elegancia. Con planos de naturaleza muy bellos. Las actrices, y los actores están bien dirigidos. Cada personaje aporta. Se observa bien la evolución de cada uno en las situaciones, que no por repetidas dejan de tener frescura, que se van sucediendo. Toca temas con trascendencia que van más allá de las tribulaciones propias de la edad teenager. En las escenas de la fiesta podemos ver reflejada una imagen de lo perdidos que estamos muchas veces sin saberlo. Intentando encontrar nuestro lugar en el mundo, con dudas, temores, dejándonos llevar por otras opiniones. Hasta que encuentras algo que se parece mucho a lo auténtico, a lo genuino, a lo que sale del corazón. Y eres capaz de reconocerlo. Ojalá todas las personas pudiéramos experimentarlo una vez en la vida. En esta película es algo tan sencillo como un beso. Un solo beso.

Dos actores y dos actrices, magníficos, nadando entre aguas oscuras unas veces, cristalinas en otras. Como la vida misma. El vacío de una perdida que se va transformando en un pegamento de sangre, entre padre e hijo, entre chico y chica. Porque es de esas películas en que unas pocas miradas de ella y de él son suficientes para dejar atrás los miedos. Una mirada a un brazo desnudo no interroga, viene a decir: estoy aquí a tu lado. Hace falta emocionarse, sentir, abrir hueco a la esperanza. Y conjugar todo esto en una película es difícil. Sentimientos de ayer, hoy y siempre. Engarzados en fotogramas sucesivos. Y el ojo emocionado en el abrazo de un hijo a su padre. Que traspasa la pantalla. Volver a empezar, de una forma simple, tomando un helado frente al mar. Y el sabor de la vida en él.