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Críticas 664
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
9
30 de noviembre de 2014
19 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Parsimoniosa, absorbente y extraordinaria película de Melville en el que acompañamos a un asesino a sueldo en uno de sus trabajos antes, durante y después del mismo y a la investigación policial subsiguiente. Como es habitual en Melville el fatalismo y el honor impregna toda la narración y desde el plano inicial - nuestro samurai fumando tumbado en la cama- nos deja claro qué interesa exactamente a Melville en este retrato silencioso de un también silencioso y reconcentrado profesional -pétreo pero soberbio Delon- que cumple su trabajo del mismo modo que el jefe de policía cumple el suyo, con celo y profesionalidad. Es un verdadero deleite la hipnótica morosidad de la narración en largas pero dinámicas escenas como la del interrogatorio -verdaderamente modélica en su desnudez e intensidad- o la de la persecución en el metro, todas ellas deslumbrantes y de una extraña poesía hecha de detalles y de planos exactos, cartesianos, como si el director nos dijera que sólo de la razón surge la emoción.
Me sorprenden mucho las alusiones críticas de algunos colaboradores a la debilidad del argumento. ¡Evidentemente!. Como buena parte de la filmografía de Hitchcock -citemos tan sólo "Con la muerte en los talones", plena de escenas inverosímiles-, lo que no impidió a sir Alfred acumular obra maestra tras obra maestra. Es cierto que el argumento no está muy cuidado pero resulta evidente que a Melville parecen interesarle en esta película otras cosas; ni siquiera el resto de sus personajes le interesan mucho sino tan sólo la mirada de su protagonista, la textura del relato, el silencio expresivo, la contención o, qué sé yo, la verdad.
28 de abril de 2018
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Gran clásico del cine negro con toques de melodrama. Johnny Eager es un mafioso frio y despiadado en libertad condicional –soberbiamente interpretado por Robert Taylor- que lleva una doble vida haciéndose pasar por un delincuente reinsertado. Se hace acompañar por un borrachín interpretado por Van Heflin, que actúa como la conciencia de la que carece el personaje principal y cuya relación se va deteriorando a lo largo de la película,

Leroy, especialista tanto en el género negro, del que nos dio varias obras maestras en los años 30, como en el melodrama del que también nos dio nuevas obras maestras en los años 40, nos ofrece una visión seca, descarnada, nada complaciente, de un gánster sin ninguna cualidad positiva - “No sé nada sobre el amor. Esto son negocios”-. Es un retrato de profunda complejidad sobre una especie de nazi del mundo mafioso, en su falta de empatía y cruel frialdad, de un personaje que no comprende otros valores que no sean los suyos propios. No entiende el amor, ni la amistad, el desinterés o la bondad. Como su alter ego complementario le llega a decir “nadie sería capaz de explicártelo”.

Robert Taylor despliega una energía y una ambigüedad admirables, en un papel que le va como anillo al dedo a su seca y distanciada expresividad mientras Lana Turner interpreta a la joven fascinada por el brillo varonil del gánster, pese a ser la hija del fiscal que debe juzgarle, en la parte inicial de su prometedora carrera, cuando aún no había acuñado esa pose pétrea y aristocrática que tan bien le iba para protagonizar esos melodramas de mujer de hielo con un volcán en su interior a punto de explotar.

Una obra maestra.
7 de enero de 2017
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mabuse es el jefe de una compleja organización de criminales que dirige con perfección de reloj suizo y mano de hierro. Hipnotizador, científico, transformista y genio del mal practica con igual soltura el robo, la falsificación, el asesinato o la especulación en bolsa y aspira a dominar el mundo con sus poderes mentales, su crueldad sin límites y su deshumanización. Con guion de Thea von Harbor, segunda esposa de Fritz Lang, basado en un relato de Norbert Jacques publicado en el Berliner Zeitung, la película está dividida en dos partes, “El gran jugador: un retrato de su tiempo” e “Infierno: un juego de personas de nuestro tiempo” que suman doce actos, con una duración total de cuatro horas y media. Lang construye una de sus mejores obras del periodo mudo, muy superior a la celebrada “Metrópolis” (1927) en este retrato del malvado Dr Mabuse, mezcla de Moriarty de Conan Doyle y del Mortadelo de Ibáñez e indiscutible símbolo y metáfora de los aterradores años que estaba viviendo Europa en aquellos momentos –postguerra de la primera carnicería mundial, triunfo del comunismo en una Rusia que aún no había concluido su guerra civil o ascenso de las soluciones militaristas que inundarían Europa de tiranos de toda índole- y de los que quedaban aún por llegar. Mabuse es el retrato premonitorio de la maldad en esencia, sin contrapesos morales o éticos, que pocos años después accedería al poder en Alemania y obligó al propio Lang a huir en 1933. Con impecable ritmo, un sentido del relato ágil, el gusto por los detalles y la elegante puesta en escena, Lang compone un entretenidísimo relato de los bajos fondos con numerosas peripecias y acontecimientos a la que se añade la implacable persecución del fiscal Von Wenk. Lang combina drama, fantasía y cine puramente policíaco en el que, pese a lo que se diga, la huella del expresionismo es muy menor –“¿El expresionismo? Me parece un juego” dirá uno de sus personajes-. De hecho la película, como buena parte de la cinematografía del primer tercio del siglo xx es mucho más heredera de una narrativa victoriana al estilo Sherlock Holmes. La segunda parte es menos narrativa que la primera y se centra más en el melodrama y en la progresiva debilidad de Mabuse, preso por primera vez de sentimientos lo que acabará por destruirle. Deslumbrante clásico del cine mudo de uno de los directores más grandes e influyentes de la historia.
5 de agosto de 2015
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Intensa indagación en torno a los motivos que llevaron a Dominique, la protagonista –Brigitte Bardot en el que, posiblemente, sea el mejor papel de su vida aunque, todo sea dicho, tampoco tuvo muchos muy buenos-, a asesinar a su amante, un estudiante de música demasiado celoso y egoísta, tras una breve pero tormentosa relación, hecho por el cual está siendo juzgada. Análisis clínico y minucioso, mediante numerosos flashbacks, de todos los pormenores del caso, es también un análisis cortante de la hipocresía y bienpensante sociedad francesa –serviría cualquier otra- a la que Clouzot somete a la misma visión distanciadora, ambigua, gélida, casi misantrópica que reprodujo en buena parte de sus títulos –por recordar uno citemos la magnífica “Le Corveau” (1943) – y en los que no toma partido por ningún personaje, sino que nos va mostrando y desvelando hechos - “todos tenemos nuestras razones”- para mostrar, tal vez “la verdad” a la que hace referencia el título y dejar que sea el espectador el que juzgue. Con una Bardot exuberante y plena de erotismo, la película también es un irónico retrato de la juventud existencialista parisina con su parla superficial y sus poses inanes, como si fuese parte de esa misma sociedad de la que Clouzot no deja títere con cabeza. Para Clouzot, en suma, no hay inocencia, no hay justicia, no hay verdad. Muy buena.
8 de mayo de 2019
15 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Arriesgada y estilizada, a ratos fascinante y a ratos irritante, Goddard vuelve en cierto modo a “Juana de Arco” de Dreyer –apoteosis del plano corto y una de sus preferencias más repetidas en los años 60- para realizar este estudio en femenino, este retrato de la soledad de una esposa cuyo marido piloto revolotea de puerto en puerto, siempre ausente. Análisis de un matrimonio a la burguesa en el que la mujer sucumbe a las idioteces y recomendaciones de las revistas femeninas, basculando entre el ocio estéril y el aburrimiento, que le llevan a los brazos de un amante sin demasiada convicción.

Goddard combina la narrativa ultrarrealista, basada en un fascinante uso del primer plano, y la indagación documental junto a reflexiones sobre el problema de la memoria, el presente y el pasado, acompañándolo todo con subrayados musicales de cuartetos de Beethoven de fondo. Goddard, ególatra absoluto, narcisista insoportable –él, no su cine, bueno, también- nunca renuncia a recordarnos su presencia y autoría, con sus angulaciones particulares - llega a girar la cámara sobre su eje 90 grados-, las escenas sin positivar, o los diálogos impresos en la pantalla, el uso de frases escogidas de periódicos o carteles, como si de un corifeo ilustrador se tratase.

Valiente por su desinhibida aproximación a cuestiones como el adulterio o el aborto es, sin embargo, una de sus películas de los años 60 más llena de parla, a veces pertinente, en muchas ocasiones agotadora y superficial. Es esa impregnación del espíritu a contracorriente de los 60 lo que, en muchos casos, hoy en día, se nos muestra caduco, con escenas verdaderamente irritantes, cuando no incomprensibles, como cuando oyen el disco con la risa de una mujer.

Lo mejor de todo acaban por ser las escenas menos ideológicas, más íntimas, cuando se discurre por los cauces de una película recogida, cercana, de cámara, que retrata a los personajes. Ahí Goddard es realmente genial y nos hace olvidar su indulgente y abusiva tendencia al discurso y la melopea ideológica, con conseguidas miniaturas de aire publicitario, deslumbrantes, gracias a la desnuda fotografía en blanco y negro de Raoul Coutard –un habitual de Truffaut, Male o el propio Goddard-. Todo lo demás, la mayoría de sus osadías técnicas, el exhibicionismo existencial, la logorrea inane han quedado algo oxidadas, de modo que el resultado final es desigual y fallido por su imperdonable y aburrido énfasis.
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