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Documental

6,3
653
8
29 de septiembre de 2020
29 de septiembre de 2020
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Tiene una película mayoritariamente vilipendiada la oportunidad de ofrecer algo al espectador? Esta pregunta es la fuerza motora detrás del documental You Don’t Nomi. Dirigida por Jeffrey McHale, esta cinta es un viaje hacia las entrañas de una de las películas más polémicas y discutidas de la historia del cine: Showgirls de Paul Verhoeven. Y sigo con más preguntas: ¿fue Showgirls un intento fallido o una película creada expresamente para ser disfrutada en toda su locura? ¿Un tropiezo para el reputado Paul Verhoeven o una pirueta arriesgada con la que atacar una vez más a los Estados Unidos? ¿qué hace que 25 años después sigamos hablando de Showgirls y no de otras películas mucho mejor valoradas en su momento? En torno a todas estas cuestiones y a otras cuantas más gira You Don’t Nomi.
Pero empecemos por el principio, ¿cómo pudo un producto tan arriesgado como Showgirls llegar a producirse? Paul Verhoeven venía de una serie de éxitos comerciales en los Estados Unidos y con su película anterior, ese exitazo que fue Instinto básico, demostró que el público americano estaba listo para combinaciones tan locas como una trama de asesinatos bañada en tórridas escenas sexuales. Mirando retrospectivamente, Showgirls parece hasta un paso lógico. Pero hay un problema: no lo fue. Y si habéis visto la película, ya sabéis algunos de los motivos por los que Showgirls fue uno de los desastres más colosales de la historia de Hollywood (y que de paso nos regaló la escena de sexo más divertida de todos los tiempos). En You Don’t Nomi también se exploran otros factores menos visibles del descalabro: un guionista como poco cuestionable, un Verhoeven listo para explotar las ansias de encontrar su lugar como actriz de Elizabeth Berkley adulta tras años en Salvados por la campana, la calificación de NR-17 en Estados Unidos y… bueno, Verhoeven siendo Verhoeven, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva.
Es precisamente esta premisa lo que hace de You Don’t Nomi uno de los documentales sobre cine más interesantes con los que me he cruzado últimamente. John McHale se embarca en un viaje para explorar la estética, el trasfondo, la relación de la película con el resto de la obra del director, los efectos destructivos que Showgirls tuvo sobre todos los involucrados en el proyecto y, lo más divertido, su legado como una obra maestra (¿involuntaria?) del camp. Hay algo quizá menos explícito pero igual de interesante en la composición del documental: el cuestionamiento de los mecanismos de lo que consideramos buen y mal cine y, por extensión, de lo que compone el buen y el mal gusto. No me voy a explayar demasiado, pero mirando al pasado de, por ejemplo, los Óscar os encontraréis con películas prestigiosas que hoy en día nos parecen bochornosas. El buen gusto es un concepto fluído y el director triunfa de la mano de todos estos colaboradores a la hora de que esta tesis brille en You Don’t Nomi.
Lo mejor de You Don’t Nomi es que no se queda tan solo en el mero análisis cinematográfico. El director también nos lleva por un viaje a los rincones en que el culto por el film ha sobrevivido y crecido durante este cuarto de siglo. Producciones off-Broadway, proyecciones diarias en cines con todo el público celebrando cada momento excesivo o cada frase célebre de la películas (que los hay a puñados), la comunidad queer entregada a la causa… Para los que amamos el cine, ver cómo una película se convierte en parte de la vida de la gente es la guinda para este pastel ácido y desbocado. No os spoileo nada, pero la redención tras 20 años de Elizabeth Berkley en una proyección en el cementerio Hollywood Forever delante de 4000 asistentes es uno de los momentos más puros que veréis este año en la pantalla.
Si te ha gustado esta crítica, puedes encontrar más en www.eldesencanto.com
Pero empecemos por el principio, ¿cómo pudo un producto tan arriesgado como Showgirls llegar a producirse? Paul Verhoeven venía de una serie de éxitos comerciales en los Estados Unidos y con su película anterior, ese exitazo que fue Instinto básico, demostró que el público americano estaba listo para combinaciones tan locas como una trama de asesinatos bañada en tórridas escenas sexuales. Mirando retrospectivamente, Showgirls parece hasta un paso lógico. Pero hay un problema: no lo fue. Y si habéis visto la película, ya sabéis algunos de los motivos por los que Showgirls fue uno de los desastres más colosales de la historia de Hollywood (y que de paso nos regaló la escena de sexo más divertida de todos los tiempos). En You Don’t Nomi también se exploran otros factores menos visibles del descalabro: un guionista como poco cuestionable, un Verhoeven listo para explotar las ansias de encontrar su lugar como actriz de Elizabeth Berkley adulta tras años en Salvados por la campana, la calificación de NR-17 en Estados Unidos y… bueno, Verhoeven siendo Verhoeven, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva.
Es precisamente esta premisa lo que hace de You Don’t Nomi uno de los documentales sobre cine más interesantes con los que me he cruzado últimamente. John McHale se embarca en un viaje para explorar la estética, el trasfondo, la relación de la película con el resto de la obra del director, los efectos destructivos que Showgirls tuvo sobre todos los involucrados en el proyecto y, lo más divertido, su legado como una obra maestra (¿involuntaria?) del camp. Hay algo quizá menos explícito pero igual de interesante en la composición del documental: el cuestionamiento de los mecanismos de lo que consideramos buen y mal cine y, por extensión, de lo que compone el buen y el mal gusto. No me voy a explayar demasiado, pero mirando al pasado de, por ejemplo, los Óscar os encontraréis con películas prestigiosas que hoy en día nos parecen bochornosas. El buen gusto es un concepto fluído y el director triunfa de la mano de todos estos colaboradores a la hora de que esta tesis brille en You Don’t Nomi.
Lo mejor de You Don’t Nomi es que no se queda tan solo en el mero análisis cinematográfico. El director también nos lleva por un viaje a los rincones en que el culto por el film ha sobrevivido y crecido durante este cuarto de siglo. Producciones off-Broadway, proyecciones diarias en cines con todo el público celebrando cada momento excesivo o cada frase célebre de la películas (que los hay a puñados), la comunidad queer entregada a la causa… Para los que amamos el cine, ver cómo una película se convierte en parte de la vida de la gente es la guinda para este pastel ácido y desbocado. No os spoileo nada, pero la redención tras 20 años de Elizabeth Berkley en una proyección en el cementerio Hollywood Forever delante de 4000 asistentes es uno de los momentos más puros que veréis este año en la pantalla.
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7,4
1.548
8
13 de junio de 2020
13 de junio de 2020
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Volver a casa como adultos nunca es fácil. Y si es en el cine, más aún. La vuelta a casa ha sido una de las temáticas que más ha explotado el cine, casi siempre poniendo su mirada en el choque cultural que ocurre entre el que se ha ido y su antiguo entorno. Desde películas entrañables como Algo en común (Garden State, 2004) a auténticos festines de trauma como Celebración (Festen, 1998), el personaje central tiene que enfrentarse a su pasado, a su familia y, en la mayoría de los casos, a sí mismo. Un proceso catártico del que es difícil salir indemne.
Esa vuelta a casa es el punto de partida de 1985, el drama gay que se ha estrenado directamente en Filmin en España. En este caso, el hogar está en un pueblo de Texas y la familia es claramente conservadora y religiosa. Un cóctel prometedor que el director se encarga de remarcar con energía. Adrian, el protagonista, está simultáneamente en el entorno protector de la familia pero esta es también el enemigo.
Con una puesta en escena en un solemne blanco y negro usando película Kodak, 1985 es una película pequeña en los gestos pero que carga consigo una fuerte carga emocional. El viaje de Adrian de vuelta a casa no se debe solamente a las fechas navideñas. Todavía en el armario para los suyos, Adrian vuelve a casa para contarle a su familia que esas pueden ser las últimas Navidades que pasen juntos. Nunca unos billetes a Honolulú cargaron un simbolismo tan amargo.
El debutante Yen Tan podría haberse centrado tan solamente en Adrian, pero si en algo brilla 1985 es en prestar atención a sus personajes, bien delineados y que ofrecen una ventana realista y natural a un tiempo y un lugar en el mundo. Llama especialmente la atención el gran trabajo de Virginia Madsen, que interpreta a la madre de Adrian, con una interpretación llena de compasión, cariño y verdad que estoy seguro de que muchos de vosotros encontraréis tan emocionante como yo.
Si bien es cierto que 1985 vuelve a ser “otra película gay de trasfondo trágico”, la buena mano del director y su excelente guion consiguen ofrecer al espectador un recuerdo lleno de emoción sincera hacia toda una generación de jóvenes gays a los que el SIDA les pasó por encima como un rodillo. En medio de una pandemia mundial, para muchos va a resultar más sencillo empatizar con el terror y la incertidumbre que el virus causó en varias generaciones.
Si te ha gustado esta crítica, puedes encontrar más en www.eldesencanto.com
Esa vuelta a casa es el punto de partida de 1985, el drama gay que se ha estrenado directamente en Filmin en España. En este caso, el hogar está en un pueblo de Texas y la familia es claramente conservadora y religiosa. Un cóctel prometedor que el director se encarga de remarcar con energía. Adrian, el protagonista, está simultáneamente en el entorno protector de la familia pero esta es también el enemigo.
Con una puesta en escena en un solemne blanco y negro usando película Kodak, 1985 es una película pequeña en los gestos pero que carga consigo una fuerte carga emocional. El viaje de Adrian de vuelta a casa no se debe solamente a las fechas navideñas. Todavía en el armario para los suyos, Adrian vuelve a casa para contarle a su familia que esas pueden ser las últimas Navidades que pasen juntos. Nunca unos billetes a Honolulú cargaron un simbolismo tan amargo.
El debutante Yen Tan podría haberse centrado tan solamente en Adrian, pero si en algo brilla 1985 es en prestar atención a sus personajes, bien delineados y que ofrecen una ventana realista y natural a un tiempo y un lugar en el mundo. Llama especialmente la atención el gran trabajo de Virginia Madsen, que interpreta a la madre de Adrian, con una interpretación llena de compasión, cariño y verdad que estoy seguro de que muchos de vosotros encontraréis tan emocionante como yo.
Si bien es cierto que 1985 vuelve a ser “otra película gay de trasfondo trágico”, la buena mano del director y su excelente guion consiguen ofrecer al espectador un recuerdo lleno de emoción sincera hacia toda una generación de jóvenes gays a los que el SIDA les pasó por encima como un rodillo. En medio de una pandemia mundial, para muchos va a resultar más sencillo empatizar con el terror y la incertidumbre que el virus causó en varias generaciones.
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6,3
3.362
9
6 de julio de 2020
6 de julio de 2020
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Kieber Mendonça Filho le conocimos en Europa de la mano de Doña Clara (de título internacional Aquarius) en 2016, una película en la que, de la mano de la inmensa Sonia Braga, nos contaba una historia de resistencia tranquila en medio de un Brasil cuyo progreso se impone al pueblo sin muchos miramientos. Quién nos iba a decir que si el Brasil de 2016 era un mar de incertidumbres, el de 2020 directamente da miedo. Mendonça Filho y el co-director Juliano Dornelles han dado una triple salto mortal con Bacurau y han caído de pie (y, según a quién le preguntes, incluso les ha dado para saludar de manera gracil al jurado). Los directores se atreven en su nueva película con un cruce de géneros futurista en el que caben el realismo mágico, el western, el terror carpenteriano y hasta ecos tarantinianos. Bacurau está destinada a convertirse en la gran cinta de culto de este año raro.
Es una suerte y una maldición que la gente se acerque a tu película confiando en un combo similar al de la anterior. En Bacurau, repite Sonia Braga en un registro totalmente diferente y ofrece, de nuevo, una de las mejores interpretaciones del año. Ahí acaban las similitudes entre Aquarius y Bacurau. Las películas corales presentan sus riesgos, no tener un personaje principal al que seguir ocasiona a veces en el espectador un distanciamiento lo de que se cuenta (te estoy mirando a ti, Dunkirk). Bacurau esquiva la bala con maestría, aquí no tenemos que pegarnos a la experiencia de un personaje, tenemos que hacerlo al de toda una comunidad y su espíritu como entidad superior al “yo”. El pistoletazo de salida lo da el entierro de Carmelita, con todo el pueblo reunido en su casa para velarla y con la llegada de su sobrina Teresa, que llega a través de la única carretera de llegada llena de ataúdes que se han caído de una camioneta. El banquete está servido.
En Bacurau, el pueblo, conviven sin aparente fricción más allá de las pequeñas cosas del día a día una sociedad mayoritariamente de color, con habitantes queer, tríos, trabajadoras sexuales, un ambiente de libertad sexual y afectiva, niños que juegan libres por el pueblo e incluso delincuentes. Todos ellos en una sociedad de claras tendencias comunistas en la que nadie tiene una fortuna, pero todo parece funcionar. Los problemas vienen de fuera. Primero de la mano del político corrupto de turno que les tiene vendidos de cara al exterior y que le ha costado al pueblo el corte de su suministro natural de agua. Y segundo, de parte de un grupo paramilitar que se ha propuesto destruir el pueblo. Es curiosa la asociación extrema de la tecnología y la realidad que realiza el guion. Hoy en día, no existir en Google Maps es no existir. Nuestras vidas estás más enlazadas con la tecnología que nunca, y esto no tiene pinta de cambiar en los años venideros.
Con claros ecos a Asalto a la comisaria del distrito 13 de John Carpenter, Mendonça Fillo y Dornelles elaboran una fábula sucia sobre los poderes opresores que mueven el mundo en la actualidad. Como he mencionado al principio, no es fácil hacer una película en la que se cruzan ecos de Borges y Cortázar con el cine de serie B americano y el western y que todo salga bien, pero lo de Bacurau es una rara aleación de materiales más o menos nobles para desembarcar en lo que han conseguido: posiblemente la película más relevante de 2020. Bacurau es cine que importa hoy, en el momento en que estás leyendo esto. No sabemos dónde estaremos en cuatro años, pero sabemos dónde estamos hoy. Y por el camino, es una película que consigue mantenerte con los nervios de punta durante sus más de dos horas de metraje y que en ningún momento pierde el interés. Nos veremos al final del año pero, otra vez a día de hoy, para el que escribe esta es la mejor película de 2020.
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Es una suerte y una maldición que la gente se acerque a tu película confiando en un combo similar al de la anterior. En Bacurau, repite Sonia Braga en un registro totalmente diferente y ofrece, de nuevo, una de las mejores interpretaciones del año. Ahí acaban las similitudes entre Aquarius y Bacurau. Las películas corales presentan sus riesgos, no tener un personaje principal al que seguir ocasiona a veces en el espectador un distanciamiento lo de que se cuenta (te estoy mirando a ti, Dunkirk). Bacurau esquiva la bala con maestría, aquí no tenemos que pegarnos a la experiencia de un personaje, tenemos que hacerlo al de toda una comunidad y su espíritu como entidad superior al “yo”. El pistoletazo de salida lo da el entierro de Carmelita, con todo el pueblo reunido en su casa para velarla y con la llegada de su sobrina Teresa, que llega a través de la única carretera de llegada llena de ataúdes que se han caído de una camioneta. El banquete está servido.
En Bacurau, el pueblo, conviven sin aparente fricción más allá de las pequeñas cosas del día a día una sociedad mayoritariamente de color, con habitantes queer, tríos, trabajadoras sexuales, un ambiente de libertad sexual y afectiva, niños que juegan libres por el pueblo e incluso delincuentes. Todos ellos en una sociedad de claras tendencias comunistas en la que nadie tiene una fortuna, pero todo parece funcionar. Los problemas vienen de fuera. Primero de la mano del político corrupto de turno que les tiene vendidos de cara al exterior y que le ha costado al pueblo el corte de su suministro natural de agua. Y segundo, de parte de un grupo paramilitar que se ha propuesto destruir el pueblo. Es curiosa la asociación extrema de la tecnología y la realidad que realiza el guion. Hoy en día, no existir en Google Maps es no existir. Nuestras vidas estás más enlazadas con la tecnología que nunca, y esto no tiene pinta de cambiar en los años venideros.
Con claros ecos a Asalto a la comisaria del distrito 13 de John Carpenter, Mendonça Fillo y Dornelles elaboran una fábula sucia sobre los poderes opresores que mueven el mundo en la actualidad. Como he mencionado al principio, no es fácil hacer una película en la que se cruzan ecos de Borges y Cortázar con el cine de serie B americano y el western y que todo salga bien, pero lo de Bacurau es una rara aleación de materiales más o menos nobles para desembarcar en lo que han conseguido: posiblemente la película más relevante de 2020. Bacurau es cine que importa hoy, en el momento en que estás leyendo esto. No sabemos dónde estaremos en cuatro años, pero sabemos dónde estamos hoy. Y por el camino, es una película que consigue mantenerte con los nervios de punta durante sus más de dos horas de metraje y que en ningún momento pierde el interés. Nos veremos al final del año pero, otra vez a día de hoy, para el que escribe esta es la mejor película de 2020.
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7,0
839
8
15 de junio de 2020
15 de junio de 2020
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo de Wanda cogiendo vuelo tras tantos años es un milagro cinéfilo. Sepultada en el tiempo durante generaciones, su restauración y reestreno hace un par de años volvió a situar esta película de culto en el mapa. No os cuento nada nuevo si me uno al coro de amantes del cine que afirman que el público no estaba listo para un film como este hace cincuenta años.
La historia de Barbara Loden también es de todo menos convencional. Nacida en Carolina del Norte, comenzó su carrera como modelo y bailarina en Nueva York cuando tenía 17. Estuvo casada con el célebre director Elia Kazan (fue su segundo marido y le sacaba 20 años) y apareció en varias películas de éste además de en películas y obras de teatro de otros directores. Para cuando rodó su primera película, ya estaba cerca de los cuarenta. Y, por desgracia y debido a su prematura muerte a los 48 años, Wanda fue la única película que rodó.
Pese a que en Hollywood ya se estaba fraguando una revolución cinematográfica que cambiaría el medio tal y como se conocía para siempre, Wanda lo tenía todo como para no tener una buena recepción por parte del público de la época. En primer lugar, por poner el foco en una protagonista a la que el público no estaba acostumbrado: una mujer de clase trabajadora y totalmente abandonada a su suerte por la sociedad y por sí misma. En segundo lugar, por su estética cruda y directa, sin adornos innecesarios y sin embargo muy conseguida y que alcanza un efecto inmersivo total. Y en tercer lugar, y esto quizá ya es una visión más personal sobre los porqués, por su mezcla desprejuiciada de géneros cinematográficos.
Barbara Loden rompió las normas establecidas con Wanda y se adelantó a su época. Incluso a día de hoy sigue siendo relativamente raro ver a una “mala madre” en el cine. Cuanto ni mucho hace medio siglo. La escena en que Wanda le otorga la custodia de sus hijos a su exmarido no solo sin rechistar, sino incluso estando de acuerdo en que estarán mejor con su ex y su nueva pareja, sigue resultando sorprendente aún habiendo pasado décadas. Y la triste razón por la que es aún sorprendente es porque sigue habiendo mucho menos cine hecho por mujeres y sobre mujeres del que debería.
El feminismo de Barbara Loden sigue resultando incómodo a día de hoy. Es incómodo porque no presenta una visión idealizada de su protagonista, encarnada por ella misma con una fiereza y devoción que impresiona. Y quizá en menor medida porque es un fiero ataque al matrimonio y a la vida en los suburbios: Wanda prefiere colgarse de un ladrón de bancos aunque le pueda costar la vida antes que continuar con su existencia doméstica (y domesticada). Y ese viaje hacia ninguna parte no está exento de violencia. Wanda no parece valorarse a sí misma, va a la deriva y eso atrae un comportamiento despectivo y agresivo de su inesperado compañero de fechorías.
Es bastante común leer que Barbara Loden fue la versión femenina de John Cassavettes y, pese a que obviamente esta es una teoría válida y que se sostiene a nivel estético, lo cierto es que Wanda ocupa un lugar propio en la historia del cine. Es una película descarnada y rotunda, sí, pero también una película que consigue que nos acerquemos hasta niveles insospechados a la mente de protagonista. No voy a desvelaros nada porque espero que la veáis en cuanto acabéis de leer esta crítica, pero el final no es el que os esperáis. Es aún mejor.
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La historia de Barbara Loden también es de todo menos convencional. Nacida en Carolina del Norte, comenzó su carrera como modelo y bailarina en Nueva York cuando tenía 17. Estuvo casada con el célebre director Elia Kazan (fue su segundo marido y le sacaba 20 años) y apareció en varias películas de éste además de en películas y obras de teatro de otros directores. Para cuando rodó su primera película, ya estaba cerca de los cuarenta. Y, por desgracia y debido a su prematura muerte a los 48 años, Wanda fue la única película que rodó.
Pese a que en Hollywood ya se estaba fraguando una revolución cinematográfica que cambiaría el medio tal y como se conocía para siempre, Wanda lo tenía todo como para no tener una buena recepción por parte del público de la época. En primer lugar, por poner el foco en una protagonista a la que el público no estaba acostumbrado: una mujer de clase trabajadora y totalmente abandonada a su suerte por la sociedad y por sí misma. En segundo lugar, por su estética cruda y directa, sin adornos innecesarios y sin embargo muy conseguida y que alcanza un efecto inmersivo total. Y en tercer lugar, y esto quizá ya es una visión más personal sobre los porqués, por su mezcla desprejuiciada de géneros cinematográficos.
Barbara Loden rompió las normas establecidas con Wanda y se adelantó a su época. Incluso a día de hoy sigue siendo relativamente raro ver a una “mala madre” en el cine. Cuanto ni mucho hace medio siglo. La escena en que Wanda le otorga la custodia de sus hijos a su exmarido no solo sin rechistar, sino incluso estando de acuerdo en que estarán mejor con su ex y su nueva pareja, sigue resultando sorprendente aún habiendo pasado décadas. Y la triste razón por la que es aún sorprendente es porque sigue habiendo mucho menos cine hecho por mujeres y sobre mujeres del que debería.
El feminismo de Barbara Loden sigue resultando incómodo a día de hoy. Es incómodo porque no presenta una visión idealizada de su protagonista, encarnada por ella misma con una fiereza y devoción que impresiona. Y quizá en menor medida porque es un fiero ataque al matrimonio y a la vida en los suburbios: Wanda prefiere colgarse de un ladrón de bancos aunque le pueda costar la vida antes que continuar con su existencia doméstica (y domesticada). Y ese viaje hacia ninguna parte no está exento de violencia. Wanda no parece valorarse a sí misma, va a la deriva y eso atrae un comportamiento despectivo y agresivo de su inesperado compañero de fechorías.
Es bastante común leer que Barbara Loden fue la versión femenina de John Cassavettes y, pese a que obviamente esta es una teoría válida y que se sostiene a nivel estético, lo cierto es que Wanda ocupa un lugar propio en la historia del cine. Es una película descarnada y rotunda, sí, pero también una película que consigue que nos acerquemos hasta niveles insospechados a la mente de protagonista. No voy a desvelaros nada porque espero que la veáis en cuanto acabéis de leer esta crítica, pero el final no es el que os esperáis. Es aún mejor.
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6,3
4.409
8
14 de junio de 2020
14 de junio de 2020
10 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algunas cosas buenas pueden pasar en verano. No muchas, especialmente en la ciudad que se queda desierta y temporalmente en una calma (chicha) a la espera del comienzo de otro ciclo de clases, de trabajo, de rutina. Es en esa calma y en ese lienzo en blanco que es el verano en la ciudad donde Jonás Trueba pone el foco en su cuarto largometraje: La virgen de agosto.
En el cine de Trueba siempre nos encontramos con personajes urbanos jóvenes aunque ya casi metidos en la edad adulta (o metidos de lleno pero que no terminan de aceptarlo). Esto no cambia en La virgen de agosto, si bien es cierto que aquí nuestra protagonista, Eva, sí que hace esfuerzos reales por encontrase a sí misma en la maraña de gente que le rodea en este verano en la ciudad y también en su propio interior. Eva quiere moverse hacia delante, aunque quizá aún no sepa exactamente en qué dirección y si hacerlo sola o con alguien a su lado. El escenario es un Madrid en pleno bochorno estival pero que aún conserva a algunas de sus gentes. A todos los que hemos pasado veranos en la ciudad nos suena todo esto.
Con la ayuda inestimable de Itsaso Arana, Jonás Trueba consigue su película más vulnerable y liviana. En películas anteriores, sus personajes caían a veces en terrenos más farragosos y resultaban algo cargantes en algunas escenas. A Eva no podemos más que quererla todo el tiempo, su vulnerabilidad y su manera de enfrentarse a una etapa de cambios es una llamada a la empatía. Incluso me atrevería a decir que hay algo aspiracional en todo el asunto. No es tanto que la mayoría nos enfrentemos a los cambios así, es que nos gustaría poder hacerlo de esa manera.
Una puesta en escena sobria y limpia no hace más que subrayar el cariz naturalista de una película que discurre sin sobresaltos durante sus dos horas de metraje, pero también sin perder el interés en ningún momento. Nos interesa lo que le pasa a estos personajes y lo que tienen que decir, seguramente porque todos nos podemos ver un poco reflejados en sus dudas y conflictos, en sus inseguridades y en sus anhelos.
En un tramo final portentoso, Trueba y Arana certifican lo que ya nos olíamos durante todo el metraje: estamos ante una de las obras mayores del cine español contemporáneo. Daros el gusto de verla cuanto antes, y mejor todavía si es con el ventilador puesto y un vaso de horchata fría.
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En el cine de Trueba siempre nos encontramos con personajes urbanos jóvenes aunque ya casi metidos en la edad adulta (o metidos de lleno pero que no terminan de aceptarlo). Esto no cambia en La virgen de agosto, si bien es cierto que aquí nuestra protagonista, Eva, sí que hace esfuerzos reales por encontrase a sí misma en la maraña de gente que le rodea en este verano en la ciudad y también en su propio interior. Eva quiere moverse hacia delante, aunque quizá aún no sepa exactamente en qué dirección y si hacerlo sola o con alguien a su lado. El escenario es un Madrid en pleno bochorno estival pero que aún conserva a algunas de sus gentes. A todos los que hemos pasado veranos en la ciudad nos suena todo esto.
Con la ayuda inestimable de Itsaso Arana, Jonás Trueba consigue su película más vulnerable y liviana. En películas anteriores, sus personajes caían a veces en terrenos más farragosos y resultaban algo cargantes en algunas escenas. A Eva no podemos más que quererla todo el tiempo, su vulnerabilidad y su manera de enfrentarse a una etapa de cambios es una llamada a la empatía. Incluso me atrevería a decir que hay algo aspiracional en todo el asunto. No es tanto que la mayoría nos enfrentemos a los cambios así, es que nos gustaría poder hacerlo de esa manera.
Una puesta en escena sobria y limpia no hace más que subrayar el cariz naturalista de una película que discurre sin sobresaltos durante sus dos horas de metraje, pero también sin perder el interés en ningún momento. Nos interesa lo que le pasa a estos personajes y lo que tienen que decir, seguramente porque todos nos podemos ver un poco reflejados en sus dudas y conflictos, en sus inseguridades y en sus anhelos.
En un tramo final portentoso, Trueba y Arana certifican lo que ya nos olíamos durante todo el metraje: estamos ante una de las obras mayores del cine español contemporáneo. Daros el gusto de verla cuanto antes, y mejor todavía si es con el ventilador puesto y un vaso de horchata fría.
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