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Críticas 10
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
19 de marzo de 2017
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los cuentos cuentan más de lo que dicen.

Relatan la historia de nuestra infancia.

En aquellos días, cuando éramos unos niños o unas niñas, los cuentos narraban lo que querían que escucháramos. Lo hicieron en un tiempo donde nos imaginábamos quiénes íbamos a ser. Aquel ‘érase una vez’ era, en realidad, lo que esperaban de nosotros en el futuro.

Los cuentos articularon resortes en el inconsciente, liberaron engranajes de un simbolismo sólo desvelado más tarde.

Los cuentos formaron parte de nosotros.

Los cuentos nos formaron.

Y así, una y mil veces, escuchamos la voz que nos dice:

‘Érase una vez…’

Belle (encantadora Emma Watson) es una joven soñadora, valiente e inquieta. Y, sí, busca el amor. Vive en un pueblo apacible, rodeada de toscos vecinos que no la comprenden, encerrada en una interminable extensión natural de prados y montañas. Es un espíritu libre, educado y cándido. Un espíritu que pronto madurará. La realidad borrará, entonces, todas esas locas ideas surgidas de las páginas de novelas, obras de teatro y versos cargados de un romanticismo caduco. Es lo mejor. Es lo que todos esperan.

Pero no contaron con él.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
“Me tienes que ayudar”, le dice Belle, “Tienes que levantarte”.

Él.

Él (Dan Stevens, en un reto del que sale bien parado) es un animal herido al que Belle cura. Ella permanece a su lado día y noche. Ella es la mano en la frente, la que arropa, la que cuida. Después, cuando se recupera, ella le lleva fuera del oscuro castillo, le recita poemas, le hace ver que ahí, en el cruel paisaje invernal, reside también la belleza.

“Lo veo ahora con otros ojos”, dice.

Belle le hace creer en él mismo, en su humanidad; le reconcilia con su imagen.

“Tienes que levantarte. Me tienes que ayudar”.

La película cuenta con un equipo artístico de gran nivel, en todos los campos. Las canciones y la música original siguen la partitura del clásico de Disney. Lo mismo ocurre con el guion, que rememora las escenas y tramas de la cinta de 1991. El desafío ahora, en 2017, está pues en darle cuerpo a un película pensada y plasmada en dibujos animados. Y lo logra. El director Bill Condon sorprende con una visión ambiciosa, desbordante, dinámica, más moderna de lo que pueda parecer, que no olvida tampoco cierto gusto por el clasicismo. En definitiva, una joya bien pulida en lo que mejor sabe hacer Hollywood si se pone con toda su maquinaria: entretenimiento, magia, belleza…, también industria, negocio.

Volvamos al punto central del guion, clave en una historia como la que cuenta “La bella y la bestia”.

Belle busca el amor. Y debe alcanzarlo siguiendo los mismos valores en los que cree. Soñadora, valiente, inquieta. Un espíritu libre, educado, cándido. Todo eso es Belle. Y él, sí él, hace que ella crea en su fantasía, en la realidad de su fantasía.

“I wonder why I didn’t see it there before”, canta ella.

Él, por su parte, se tiene que enfrentar a la prueba de amor definitiva. Debido a un terrible hechizo, que cayó sobre él cuando era un ser vanidoso, su vida está ahora en manos de Belle. Es más, su vida depende precisamente de que ella no sepa esto. Ella debe amarle sin ataduras. Amor verdadero. Es la última oportunidad que le queda.

Por eso, después de que bella y bestia hayan bailado, mano con mano, él afronta esa prueba definitiva, liberarla, liberarse, afrontar la muerte. Aquello que nos diferencia de la vida animal. Tomar conciencia de que vamos a morir…, y seguir viviendo, pero haciendo de cada momento un instante eterno.

Pero, ¿cómo?

Maurice, el padre de Belle (un cada vez más entrañable Kevin Kline), construye relojes, mecanismos de tiempo imperfecto. Además, Maurice sufrió el dolor más grande que alguien puede padecer. Nadie pues como él para responder a esa pregunta, cuando le canta a su hija: “How does a moment last forever? How can a story never die? It is love we must hold onto”.

La respuesta es, entonces, el amor.

Y así, una y mil veces.

Mil veces y una más, escuchamos la voz que nos dice:

‘Y fueron felices, por siempre jamás’.

Porque nos formaron y formaron parte de nosotros.

Porque en aquellos días, cuando éramos unos niños o unas niñas, nos hicieron imaginar lo que íbamos a ser.

Porque relatan la historia de nuestra infancia.

Porque cuentan más de lo que dicen.

Por todo eso, y más, los amamos… por siempre jamás.

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26 de julio de 2017
10 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Todo aquello, rodeado de condecoraciones, trae esto.” / IMÁN, Ramón J. Sender, 1930

Que la guerra era el hueco dejado por la bomba, el rugido sordo del stuka en caída libre, los últimos granos de arena en el reloj de la vida. Que la guerra era un mar embravecido, un rayo de luz bajo un cielo encapotado, esa noche fría y oscura como la boca de lobo. Que la guerra era un uniforme, una bandera, nuestra sangre. Que la guerra era todo esto, toda esta miseria, toda aquella grandeza, todo eso ahí, junto, apelotonado. El corazón perdido en las tinieblas de Dunkerque. Que la guerra era eso, siempre lo supimos.

Dunkerque supone otra vuelta de tuerca en el estilo de Christopher Nolan. Me refiero, en particular, a ese montaje tan especial, a esa superposición de escenas y tramas que el director inglés sitúa en determinados momentos del metraje.

Así ocurría en Origen (2010), donde la propia historia requería de esta herramienta cinematográfica. El efecto fue sorprendente. Recordemos. Un automóvil cae al río desde un puente. A lo largo del arco trazado por el vehículo Nolan va fijando las tramas, cada una desarrollada en un lugar y en un tiempo propio. Sobresaliente, sin duda, la labor del editor Lee Smith y del músico Hans Zimmer.

Nolan recuperaría dicha técnica en los momentos estelares de Interestelar (2014).

Dunkerque (2017) va más allá. El cineasta utiliza ahora esta herramienta en todo el metraje. El resultado es una inmersión en el corazón de la guerra. O, más bien, en la calma tensa que precede al estallido más cruel de la guerra. La experiencia artística nos invita a entablar un diálogo con los sonidos y los silencios de la banda sonora. También nos envuelve en un tono de luz preciso, el azul de las playas de Dunkerque, una tristeza pertinaz, que acaba inundando nuestros ojos de la desesperación que ahoga a sus protagonistas.

Hay alguna repetición efectista, alguna escena que flojea. En fin, a uno le hubiera gustado menos frialdad y un poco más de contexto histórico. No importa. Es más, esto nos debería aclarar que Dunkerque es otra cosa. Se trata de la materialización de un sentimiento, de una obra de autor arriesgada, de una gran película.
26 de diciembre de 2015
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
EL PEQUEÑO QUINQUIN.

UNA CRÍTICA DIFERENTE.
Una mirada del cine desde el punto de vista de sus personajes.

“Duerme, mi pequeño Quinquin. Vas a hacerme infeliz… si no duermes hasta mañana."
Nana tradicional del norte de Francia

Dormir. Es mejor no molestar. La infancia es un refugio donde guarecerse cuando llega la tormenta. Más allá, años más tarde, comenzará otra vida; bajo el mismo cuerpo, la conciencia abierta al diluvio. Habrá tiempo entonces para que el agua nos cale hasta los huesos. Ahora toca dormir. Sin embargo, ¿hasta qué punto los adultos no están haciendo de Quinquin un reflejo de los que ellos son? Tal vez por eso, el pequeño Quinquin les devuelve la mirada, osca, torcida. La conciencia se despierta antes de tiempo, cuando ya la piel reblandece por la humedad. Llueve. La tormenta descarga, con furia, impertinente. Tras la verja, al otro lado del camino, la pequeña Eve Terrier se pregunta si el amor, su amor por él, será suficiente. “¿Cuánto tiempo me queda antes de que rechace mis abrazos?”, se pregunta Eve.

COMANDANTE VAN DER WEYEN: "¿Ves a toda esta gente, Carpentier? Si no tuvieran policía todo sería un follón. Cuando nos vamos, no se acuerdan de nosotros."

Las comunidades imponían antiguamente el orden siguiendo unas leyes trasmitidas de padres a hijos. Reglas que habían hecho de la supervivencia la norma. Depravación era una palabra tabú. Depravación era una palabra en boca de todos.

El estado-nación impone el orden siguiendo la voluntad de un poder ajeno al territorio donde se busca aplicar. La depravación sobrevive entonces como arma de control. Castigar y vigilar, en palabras de Michel Foucault. Un orden, un ‘no follón’, en palabras del comandante Van der Weyden.

COMANDANTE VAN DER WEYDEN: "¿Viene del lugar donde encontraron a la señora Lebleu dentro de una vaca?"
PASTOR: "Oh, pobre animal."

Domesticar. Domesticar a un animal. Al más débil. No siempre. Una máscara. El casco del motorista, el marido de la señora Campin. Bajo el casco, lo salvaje. El animal sin domesticar, capaz de exterminar. Es el orden. La comunidad en estado-puro, cuando el estado-nación no logra imponer su voluntad de poder. Exterminar aquí es subsumir, fagocitar.

COMANDANTE VAN DER WEYDEN: "Alguien se ha decidido a poner orden aquí."
TENIENTE CARPENTIER: "¿Qué quiere decir?"
COMANDANTE VAN DER WEYDEN: "Un exterminador."

COMANDANTE VAN DER WEYDEN: "Estamos en el corazón del mal, Carpentier."

La guerra todavía continúa allí, en las playas donde los alemanes construyeron los búnkers en 1944. El rumor de las olas no logra acallar las voces moribundas de los que allí cayeron. La guerra. En todas partes. “Guerra total entonces”, concluye el alcalde. “Guerra total”, sentencia el comandante Van der Weyden, “Seguro que los jóvenes irán”.

COMANDANTE VAN DER WEYDEN: "Sr. Lebleu, la tierra huele bien, pero… aquí algo amarga."

La sirena del coche de la policía no suena. Se ilumina, pero el altavoz no hace vibrar las moléculas. Aquí, en Boulogne-sur-Mer, el orden de las cosas puede alterarse si es de manera silenciosa. “Los periodistas acuden como moscas a la mierda”, se queja el comandante Van der Weyden al fiscal de Nord-Pad-de-Calais. “Comandante, no mierda, no mosca”, le suelta el fiscal mientras le pone la mano izquierda en el hombro.

SACERDOTE: "La única esperanza son los niños."
COMANDANTE VAN DER WEYDEN: "Hablas de esperanza. Me importa un bledo esta mierda. Y todos los niños también."

El embrague del automóvil que conduce el teniente Carpentier funciona perfectamente. Es su pie. El pie del teniente Carpentier. Él es el causante de que el pedal no se deslice suavemente. No. No lo hace. No se desliza con suavidad desde el instante en el cual ha sido pisado a fondo y aquel otro en el que es por fin liberado. El pedal del embrague. El pie del teniente Carpentier. Tiene un motivo para este comportamiento. Ocurrió en su infancia. Allí hicieron de él la persona que hoy es: Rudy Carpentier, teniente de la policía nacional, adscrito a la brigada de la localidad de Boulogne-sur-Mer, en el departamento de Nord-Pad-de-Calais.

“Y si hubiera alguna manera de escapar de aquí”, piensa Aurelie Terrier. Pero no la hay. Y su voz se une a la de tantas otras. Deseos incumplidos de una infancia olvidada.

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PUESTO CENTRAL DE LA POLICÍA NACIONAL: "El chico ha muerto. Fin de la operación."
19 de febrero de 2017
6 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Dios está en todas partes; también en aquella bala”, le dice el sacerdote a Jackie Kennedy.

Y nosotros, que estamos tan pegados al rostro de ella como la sangre del magnicidio a la tela de su vestido rosa, nosotros, espectadores situados al filo del precipicio emocional al que nos ha conducido la cámara del director chileno Pablo Larraín, nosotros, por fin, comprendemos hacia dónde nos arrastra este viaje de 99 minutos, hacia el secreto de las pequeñas cosas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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“¿Era un ’38? El calibre… Parecía más grande”, le comenta Jackie a uno de los guardaespaldas.

Trata de dibujar el contorno de la bala, de hacerla real. ¿Cómo es posible que algo tan pequeño haya causado tanto dolor? Hace unas horas, era una bala más. Ahora, en cambio, ese objeto lo es todo para ella. Incluso la imagen de Dios. Su vida es, desde ese momento, un espacio oscuro, una región vacía en la que se adentra en busca de algo parecido a la resignación.

Desde esa oscuridad, con el eco del sonido de la bala todavía en los oídos, ella vuelve la vista atrás y se pregunta quién es.

Este es uno de los grandes aciertos de la película. Este punto de giro entre pasado y futuro. Este presente continúo que no acaba de llegar pero que tampoco se marcha, donde todas las Jackie Kennedy que fue se abren ahora a un futuro solitario, un porvenir que sólo le pertenece a ella. Es una retrato psicológico visceral, un esfuerzo de introspección revelador, una crítica a la conciencia agónica: el valor de preguntarse en qué te has convertido.

También, y no menos importante, es el momento de afrontar la verdad, de crecer.

“Necesito que seas una niña grande”, termina diciéndole Jackie a su hija de cinco años. Es una escena íntima, familiar, descorazonadora. Una escena donde ella ha intentado comunicarle la peor de las noticias posibles. Descubre que no puede mentirle, no ahora, no a su pequeña hija, no a sí misma.


El tortuoso guion de Noah Oppenheim sale indemne gracias a sólidos anclajes temporales. Se apoya con agilidad y acierto en distintos instantes ocurridos durante la semana posterior a aquel fatídico 22 de noviembre de 1963. No necesita mucho más. Tan sólo pinceladas cortas pero efectivas en torno a la grabación por parte de la CBS, un año y medio antes, del programa especial de televisión “A tour of the White House”.

En definitiva, un desarrollo arriesgado, por vertientes escabrosas, nada complaciente, y que se aleja del biopic para el gran público. El riesgo hace que uno pase por alto aquellos momentos donde la mezcla temporal no encaja bien y termina rozando. Es cierto, hay pasos en falsos. Nada insalvable.

Además, está una Natalie Portman en caída libre hacia su personaje. Arrebatadora. Hipnótica. La actriz logra ir más allá de su papel y encarna una época, refleja una sociedad que tenía los ojos puestos en la imagen icónica de aquella primera dama.

“¡Somos ridículos!”, se lamenta Bobby Kennedy delante de ella, “¡Mírate!”.

Y es que ese objeto llamado Jackie Kennedy, elaborado para ser luego fabricado en el inconsciente de millones de mujeres estadounidenses, ese maniquí de escaparte enfundado en un elegante vestido, ese objeto delicado y hermoso, ella, se va también desarmando, desnudando, desdibujando.

El consumo elevado de tranquilizantes, el lado frío de la cama matrimonial, la admiración irresistible por JFK, la abnegación católica de tantas infidelidades, la sonrisa forzada, tantas veces forzada, el compromiso con la perfección, el terror a la imperfección y, por fin, los delgados hilos de la política, del establishment, haciendo mover la marioneta –el maniquí en este caso– colocado ahí, en el escaparte, enfundado en un elegante vestido rosa de corte Chanel, ahora limpio, el tweed como nuevo, sin rastro de la sangre del magnicidio.

Un vestido vacío del recuerdo, del pasado, del secreto de las pequeñas cosas.

“Dios está en todas partes”, le asegura el sacerdote (un John Hurt comprensivo, que nos emociona al verle por primera vez tras conocer su fallecimiento, ocurrido hace unas semanas), “También dentro de ti”.

Y Jackie Kennedy quiere creerlo. Y se adentra en la oscuridad que inunda ahora su vida. Y reza para que esa oscuridad no sea siempre tan pesada.

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1 de enero de 2016 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
EDEN: LOST IN MUSIC

UNA CRÍTICA DIFERENTE.
Una mirada al cine desde el punto de vista de sus personajes.

1992

CYRIL: "Escucha."
PAUL: "¿Qué?"
CYRIL: "El silencio."

Amanece. La mañana es lo único que puede acallar el sonido de los altavoces. El ritmo aún golpea el tímpano, lo hace vibrar. La noche queda atrás para Paul. El club ha cerrado sus puertas. La oscuridad se diluye entonces bajo los primeros rayos de luz. El sudor se evapora y deja la piel fría. Regresar a casa andando está bien. El sonido de los pasos. También ahí. El ritmo.

Sábado es un lugar en París. Al llegar la noche, alguien ha organizado una rave en el margen legal que desborda una juventud excitada por el consumo. Paul busca las coordenadas en Radio FG. El extrarradio de París. Allí comienza el Edén para Paul.

A la mañana siguiente, de regreso en el vagón de metro, el ritmo continúa en los oídos, acallando la realidad, el respirar metálico de la máquina que les lleva de vuelta a casa. Sentado justo enfrente de él, Cyril dibuja en su bloc el bosquejo de ese instante. El bosquejo es un silencio contenido y, de igual manera, un espejo de papel.

PAUL: "Nos encanta la mezcla de máquinas con voz. Lo robótico de la música electrónica con el calor del soul."

1995

Los sentimientos repletos de generosidad y los desencuentros afectivos se suceden en el giradiscos, el plato da vueltas y vueltas, y allí van sirviéndose los vinilos. Uno detrás de otro. Nada pude girar eternamente. Ni siquiera el sentimiento más profundo. Julia, la amante de Paul, no es expulsada de París. Su carta de despedida, en manos de Paul, es la negación de un futuro juntos. Julia se convierte así en una novela que nunca será escrita. Ella es el papel en blanco de lo que pudo ser. Una excusa más para dejar a un lado el sueño de Paul de ser escritor.

Las amantes se suceden en el giradiscos. Una detrás de otra. En un ‘tal vez’ tan suave como un ‘fade out’ infinito.

1997

PAUL: "Es el tipo de música que nos gusta, entre la euforia y la melancolía."

Y mientras Cyril profundiza en su arte, Paul gira en la superficialidad de los surcos de un vinilo, dentro de la cabina del DJ.

1999

Arquitectura del sonido. Un negocio. La música mueve más cosas. Las copas, sí. Y luego, también, bajo la barra…

La fiesta es una larga fila de gente haciendo cola a la entrada de un club. ‘Paris is in the house’, sí. Por eso Cyril dice lo que hay que decir. “Me aburres”. Eso dice Cyril.

París es un estado de excitación. Un surco en un vinilo de polvo blanco. Paul lo sabe. Reconoce en el camino artístico de Cyril la senda que él debería haber intentado transitar. “Me gusta. Es menos realista, más emocional”. Eso afirma del trabajo de Cyril. Una emoción nacida del pensamiento. Cyril ha quedado atrapado en su propio espacio creativo, en los recuadros de cada uno de sus dibujos, mientras Paul continúa renunciando al suyo.

El destino trágico de Cyril acelerará en Paul el ritmo de su giradiscos. Una raya de cocaína sin fin convertida en una espiral blanca de vinilo. Un aguja de diamante que pulverizará todo sentimiento. Sin embargo, lo que la droga deja atrás no es una tierra quemada, es un estado de euforia. La melancolía como una caja de ritmos; sólo hay que encontrar el adecuado.

2003-2006

El negocio sigue siendo una mesa llena de billetes al final de la fiesta, cuando ya la música ha terminado.

MARGOT: "Necesito seguridad. Tú no me la das."

2008

LOUISE: "No creo que quiera un DJ desfasado."

Un DJ desfasado. ¿Hay algo peor que uno pueda decirle a un DJ? Esta es la historia de amor entre Paul y Louise. Dos corazones desfasados. Cuando ella decide finalmente desconectar el giradiscos de esta historia, le revela algo a Paul. Tras la revelación, ha llegado el momento de la redención. “Tal vez sea mejor no ser nadie”, piensa Paul.

2013

“Todo es ritmo. / Desde la puerta cerrada / a la ventana abierta. / Las estaciones, la luz del sol / la luna, los océanos / el crecimiento de las cosas / (…) El ritmo que proyecta su misma continuidad / sometiendo todo a su fuerza. / De la ventana a la puerta /del techo al suelo. / La luz con la que se abre. / La oscuridad con la que se cierra.” EL RITMO, Robert Creeley (1926-2005)

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