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5,1
39
6
29 de julio de 2016
29 de julio de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me está gustando tantísimo este menester que es bien posible que me lance a comentar más de una de las obras de mi genial abuelo. El placer supremo será comentar también algunas en las que aparece mi madre junto a su papi que adoraba.
“La familia Vila” debe entenderse primero como un producto de sus tiempos. Rodada en 1949, o sea diez años justo después de nuestra Guerra Civil y apenas cuatro años tras la sangrienta refriega de la Segunda Guerra Mundial, el argumento sirve de pretexto a una apoyada crítica social defendiendo los valores tradicionales y familiares que el gobierno de entonces deseaba para España.
La figura del narrador nos recuerda otra película apenas posterior que utilizó el mismo recurso introductor, con una voz familiar y de tono perfecto que nos explica el contexto primero, acabando con la conclusión moral que se impone. En “Bienvenido Mister Marshall” se utilizaría de manera igualmente oportuna.
Las imágenes clásicas de la iconografía del régimen ocupan casi toda la trama, dejando apenas un ligerísimo margen para ciertos detalles que se pretenden picarescos pero que no llegan a serlo. Por ejemplo, algunos de los pasajeros de la tercera clase del tren, que no son ni truculentos y ni alcanzando a ser reales.
Entre los iconos de aquellos tiempos aparece como figura de proa la madre ejemplar, María Francés, siempre en casa velando por el bienestar de su prole, esposa atenta, paciente y cariñosa con todos. En el guión carece de personalidad salvo al servicio de un concepto, lo que resulta muy difícil de entender cuando se describe a una mujer española, de las que la mayoría van sobradas.
Otras figuras emblemáticas son el abuelo cariñoso y detallista con sus nietos (Modesto Cid) y los miembros de la numerosa prole, rasgo importante en aquellos tiempos sin tele. Había que hacer muchos hijos para cubrir las pérdidas de la guerra y para llenar los trenes que poco después partirían a Alemania. Casi casi como ahora, aunque en los hogares apenas se cuenten hijos.
La familia Vila se compone de la hija ejemplar, Maruchi Fresno, a la que esperará más tarde una carrera fenomenal en el cine, trabajadora y casi ciega, del hijo brillante en sus estudios, Jesús Colomer, noble de corazón y de sentimientos, de la hermana pequeña, Liria Izquierdo, un cielo de frescura que ya se está convirtiendo en mujercita y, por supuesto, de la díscola Elvira, Juana Soler, la hija mayor rubia, guapa y díscola si cabe, rebelde en aquellos tiempos en los que rebelarse era un lujo.
Otras figuras clásicas pueblan esta cinta con apariciones esporádicas pero notablemente marcadas: el barcelonés y precioso Parque de la Ciudadela, sirviendo de marco para presentarnos una idílica imagen del pueblo catalano-español bailándose la tradicional sardana al comienzo y al final de la cinta. También aparecerá el cura de barrio, figura emblemática de las familias burguesas aportando sus consejos como director espiritual si cabe, razonable siempre como icono indispensable.
El mensaje general es que se debe y se tiene que obedecer a los padres, en particular si son trabajadores bien integrados en el sistema vertical y honrados por encima de todo, caiga quien caiga aunque sean ellos más tarde los que deban estrellarse. También se valora el amor sincero, aunque acabará peor que mal porque no empezó como debiera. La justicia inmanente se ensañará con sus trágicos destinos.
La propaganda del régimen aparece en todas partes, tanto en la trama como en diversas secuencias. Los astilleros de Bilbao son un modelo digno de encomio, con un propietario preocupado exclusivamente del bienestar de sus gentes y del futuro de la empresa, y de sus afanados trabajadores respetuosos con su amo. La idílica imagen sorprende por su incongruencia. Esa propaganda también figura en los comités de vecinos y en los domingos en el parque en los que varias generaciones se reúnen para bailarse una sardana, única ocupación que se nos muestra como digno ejemplo de ciudadanía y de amor patrio.
La fotografía es interesante y de excelente factura, con algunos planos originales y prometedores de Pablo Ripoll. Los decorados son sencillos, al servicio siempre de la idea general de mostrar una España limpia y ordenada, moral, con la familia como núcleo central y el trabajo.
En cuanto a la interpretación, cabe resaltar la frescura de los dos hijos más jóvenes, Jesús Colomer y Liria Izquierdo por su espontaneidad y naturalidad, comunicando mucha vida a sus secuencias. María Francés interpreta a una madre y a una esposa siempre atenta y protectora, irreprochable en su trabajo.
Maruchi Fresno me recordó a mi madre María, con idéntica silueta y unas mímicas muy parecidas, sensible siempre sin caer en la ñoñería. Su interpretación es muy digna, pues no tenemos que olvidar que ella hizo lo que Iquino le había pedido. Calculando años, deduje que si mi madre no interpretó ese papel sería porque estaría embarazada o cuanto menos la imaginación proyectando.
Juana Soler tiene un papel maravilloso al que, a mi entender, no supo sacar partido. Me parece un desperdicio que le falten tantos matices, lo que su belleza natural no suple.
En cuanto a la figura de mi abuelo Pepe Isbert, el padre de esta familia Vila, su trabajo es simple y llanamente magistral. Esté donde aparezca su presencia arrolla, destaca y enternece. El poder de su mirada y de sus gestos nos seducen, hombre de pequeña estatura dotado de un carisma sorprendente.
Pero lo que más me agradó fue la voz de mi abuelito al que siempre llamé yeye. En 1949 su voz todavía no se había cascado como la recordaríamos y la reconoceríamos más tarde, una voz entrañable y ronca, única entre miles. En la familia Vila el tabaco de picadura que fumaba todavía no se había ensañado con sus cuerdas vocales. Me encantó oír a mi abuelo tal y como habría sido en sus años de teatro.
¡Quiero verle más, porque el disfrutarle en el cine me está abriendo el apetito!
“La familia Vila” debe entenderse primero como un producto de sus tiempos. Rodada en 1949, o sea diez años justo después de nuestra Guerra Civil y apenas cuatro años tras la sangrienta refriega de la Segunda Guerra Mundial, el argumento sirve de pretexto a una apoyada crítica social defendiendo los valores tradicionales y familiares que el gobierno de entonces deseaba para España.
La figura del narrador nos recuerda otra película apenas posterior que utilizó el mismo recurso introductor, con una voz familiar y de tono perfecto que nos explica el contexto primero, acabando con la conclusión moral que se impone. En “Bienvenido Mister Marshall” se utilizaría de manera igualmente oportuna.
Las imágenes clásicas de la iconografía del régimen ocupan casi toda la trama, dejando apenas un ligerísimo margen para ciertos detalles que se pretenden picarescos pero que no llegan a serlo. Por ejemplo, algunos de los pasajeros de la tercera clase del tren, que no son ni truculentos y ni alcanzando a ser reales.
Entre los iconos de aquellos tiempos aparece como figura de proa la madre ejemplar, María Francés, siempre en casa velando por el bienestar de su prole, esposa atenta, paciente y cariñosa con todos. En el guión carece de personalidad salvo al servicio de un concepto, lo que resulta muy difícil de entender cuando se describe a una mujer española, de las que la mayoría van sobradas.
Otras figuras emblemáticas son el abuelo cariñoso y detallista con sus nietos (Modesto Cid) y los miembros de la numerosa prole, rasgo importante en aquellos tiempos sin tele. Había que hacer muchos hijos para cubrir las pérdidas de la guerra y para llenar los trenes que poco después partirían a Alemania. Casi casi como ahora, aunque en los hogares apenas se cuenten hijos.
La familia Vila se compone de la hija ejemplar, Maruchi Fresno, a la que esperará más tarde una carrera fenomenal en el cine, trabajadora y casi ciega, del hijo brillante en sus estudios, Jesús Colomer, noble de corazón y de sentimientos, de la hermana pequeña, Liria Izquierdo, un cielo de frescura que ya se está convirtiendo en mujercita y, por supuesto, de la díscola Elvira, Juana Soler, la hija mayor rubia, guapa y díscola si cabe, rebelde en aquellos tiempos en los que rebelarse era un lujo.
Otras figuras clásicas pueblan esta cinta con apariciones esporádicas pero notablemente marcadas: el barcelonés y precioso Parque de la Ciudadela, sirviendo de marco para presentarnos una idílica imagen del pueblo catalano-español bailándose la tradicional sardana al comienzo y al final de la cinta. También aparecerá el cura de barrio, figura emblemática de las familias burguesas aportando sus consejos como director espiritual si cabe, razonable siempre como icono indispensable.
El mensaje general es que se debe y se tiene que obedecer a los padres, en particular si son trabajadores bien integrados en el sistema vertical y honrados por encima de todo, caiga quien caiga aunque sean ellos más tarde los que deban estrellarse. También se valora el amor sincero, aunque acabará peor que mal porque no empezó como debiera. La justicia inmanente se ensañará con sus trágicos destinos.
La propaganda del régimen aparece en todas partes, tanto en la trama como en diversas secuencias. Los astilleros de Bilbao son un modelo digno de encomio, con un propietario preocupado exclusivamente del bienestar de sus gentes y del futuro de la empresa, y de sus afanados trabajadores respetuosos con su amo. La idílica imagen sorprende por su incongruencia. Esa propaganda también figura en los comités de vecinos y en los domingos en el parque en los que varias generaciones se reúnen para bailarse una sardana, única ocupación que se nos muestra como digno ejemplo de ciudadanía y de amor patrio.
La fotografía es interesante y de excelente factura, con algunos planos originales y prometedores de Pablo Ripoll. Los decorados son sencillos, al servicio siempre de la idea general de mostrar una España limpia y ordenada, moral, con la familia como núcleo central y el trabajo.
En cuanto a la interpretación, cabe resaltar la frescura de los dos hijos más jóvenes, Jesús Colomer y Liria Izquierdo por su espontaneidad y naturalidad, comunicando mucha vida a sus secuencias. María Francés interpreta a una madre y a una esposa siempre atenta y protectora, irreprochable en su trabajo.
Maruchi Fresno me recordó a mi madre María, con idéntica silueta y unas mímicas muy parecidas, sensible siempre sin caer en la ñoñería. Su interpretación es muy digna, pues no tenemos que olvidar que ella hizo lo que Iquino le había pedido. Calculando años, deduje que si mi madre no interpretó ese papel sería porque estaría embarazada o cuanto menos la imaginación proyectando.
Juana Soler tiene un papel maravilloso al que, a mi entender, no supo sacar partido. Me parece un desperdicio que le falten tantos matices, lo que su belleza natural no suple.
En cuanto a la figura de mi abuelo Pepe Isbert, el padre de esta familia Vila, su trabajo es simple y llanamente magistral. Esté donde aparezca su presencia arrolla, destaca y enternece. El poder de su mirada y de sus gestos nos seducen, hombre de pequeña estatura dotado de un carisma sorprendente.
Pero lo que más me agradó fue la voz de mi abuelito al que siempre llamé yeye. En 1949 su voz todavía no se había cascado como la recordaríamos y la reconoceríamos más tarde, una voz entrañable y ronca, única entre miles. En la familia Vila el tabaco de picadura que fumaba todavía no se había ensañado con sus cuerdas vocales. Me encantó oír a mi abuelo tal y como habría sido en sus años de teatro.
¡Quiero verle más, porque el disfrutarle en el cine me está abriendo el apetito!

4,6
23
7
15 de agosto de 2016
15 de agosto de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es la primera ni la última película de esos años ambientada en una sala de fiestas imitando como se podía al cine americano de sus tiempos. Lo que no acabo de entender es que todas esas salas en varias películas se parezcan tanto, como si se hubieran rodado con el mismo decorado, lo que en el fondo tiene su miga. (Véase la película El Bailarín y el Trabajador, por ejemplo)
En los títulos de crédito se anuncia que se rodó en los ya desaparecidos estudios CEA, en Ciudad Lineal, al lado de la que fue mi casa. Estuve en esos estudios en numerosas ocasiones con mi mami, incluso doblando de chavalito un día. Y sí, había poco dinero en los presupuestos y se hacían películas con cuatro duros, lo que se nota en los decorados y en los vestuarios de entonces.
¡Qué divertida es esta película, a condición de verla con los ojos de querer ser feliz un rato! La historia, como se explica en la Sinopsis, es muy sencilla. Y precisamente porque es muy simple tiene su encanto al haber sido tratada sin otra pretensión que distraer, lo que consigue de maravilla, con personajes maniqueos muy marcados salvo el del protagonista.
Hay alguna que otra cosa rarilla, por ejemplo que algunos actores de reparto hablen con acento gallego cuando la acción se desarrolla cerca de Villaviciosa, que es Asturias, pero no importa. Celtas son ambos con su sidrina y sus gaitas, y no perdieron ocasión de mostrarse orgullosos de sus centollos. También podrían habernos mostrado esas exquisitas zamburiñas que preparan, porque todo es delicioso por esos pagos.
Pepe Iglesias interpreta su propio personaje, un artista por todo lo alto y del talón al bigotito. Resulta simpático incluso cuando pretende no serlo, y su acento porteño me alegró el alma al traerme tantos y bellos recuerdos de ese país que adoro.
Los paisajes son maravillosos, incitando al espectador a meterse en un Alvia o en el coche y salir zumbando hacia el Norte o hacia el Oeste para llegar cuanto antes a Asturias, patria querida, tierra de mis amores como reza la canción tan conocida.
Emma Penella siempre me pareció una mujer de una sensualidad arrebatadora. La conocí de niño mientras rodaban unas escenas de El Verdugo con mi abuelo y con mi mami. Para mi, uno de sus mejores trabajos fue en Fortunata y Jacinta, dando vida a Fortunata, obra imperecedera de Benito Pérez Galdós. Tenía el arte y la música en la sangre desde su abuelo, lo que confirma una vez más que los perros no hacen gatos.
Ramón Torrado, el director, se especializó en películas musicales. Colaboró durante muchos años con la productora Suavia Films de Casáreo González. Quería mucho a mi madre, a la que dio papeles en películas como Botón de Ancla, Mi canción es para ti, Un beso en el puerto y un etcétera admirable. En esta cinta lleva la acción a cien por hora, y se nota su garra en un guión felizmente conducido en el que transpira la vena artística de su hermano Adolfo.
Sobre la interpretación de mi abuelo Pepe, una vez más me emocioné nada más verle. Aunque cuando se rodó esta cinta yo todavía no había nacido, mi yeye ya tenía la voz y esa pinta de locuelo inocente y adorable que siempre le he conocido. ¡Lo que me hubiera gustado tenerle a mi lado ahora, para darle un fuerte abrazo y un beso en su frente generosa de hombre bueno!
Sí, nuestro Pepe Isbert era un genio.
En los títulos de crédito se anuncia que se rodó en los ya desaparecidos estudios CEA, en Ciudad Lineal, al lado de la que fue mi casa. Estuve en esos estudios en numerosas ocasiones con mi mami, incluso doblando de chavalito un día. Y sí, había poco dinero en los presupuestos y se hacían películas con cuatro duros, lo que se nota en los decorados y en los vestuarios de entonces.
¡Qué divertida es esta película, a condición de verla con los ojos de querer ser feliz un rato! La historia, como se explica en la Sinopsis, es muy sencilla. Y precisamente porque es muy simple tiene su encanto al haber sido tratada sin otra pretensión que distraer, lo que consigue de maravilla, con personajes maniqueos muy marcados salvo el del protagonista.
Hay alguna que otra cosa rarilla, por ejemplo que algunos actores de reparto hablen con acento gallego cuando la acción se desarrolla cerca de Villaviciosa, que es Asturias, pero no importa. Celtas son ambos con su sidrina y sus gaitas, y no perdieron ocasión de mostrarse orgullosos de sus centollos. También podrían habernos mostrado esas exquisitas zamburiñas que preparan, porque todo es delicioso por esos pagos.
Pepe Iglesias interpreta su propio personaje, un artista por todo lo alto y del talón al bigotito. Resulta simpático incluso cuando pretende no serlo, y su acento porteño me alegró el alma al traerme tantos y bellos recuerdos de ese país que adoro.
Los paisajes son maravillosos, incitando al espectador a meterse en un Alvia o en el coche y salir zumbando hacia el Norte o hacia el Oeste para llegar cuanto antes a Asturias, patria querida, tierra de mis amores como reza la canción tan conocida.
Emma Penella siempre me pareció una mujer de una sensualidad arrebatadora. La conocí de niño mientras rodaban unas escenas de El Verdugo con mi abuelo y con mi mami. Para mi, uno de sus mejores trabajos fue en Fortunata y Jacinta, dando vida a Fortunata, obra imperecedera de Benito Pérez Galdós. Tenía el arte y la música en la sangre desde su abuelo, lo que confirma una vez más que los perros no hacen gatos.
Ramón Torrado, el director, se especializó en películas musicales. Colaboró durante muchos años con la productora Suavia Films de Casáreo González. Quería mucho a mi madre, a la que dio papeles en películas como Botón de Ancla, Mi canción es para ti, Un beso en el puerto y un etcétera admirable. En esta cinta lleva la acción a cien por hora, y se nota su garra en un guión felizmente conducido en el que transpira la vena artística de su hermano Adolfo.
Sobre la interpretación de mi abuelo Pepe, una vez más me emocioné nada más verle. Aunque cuando se rodó esta cinta yo todavía no había nacido, mi yeye ya tenía la voz y esa pinta de locuelo inocente y adorable que siempre le he conocido. ¡Lo que me hubiera gustado tenerle a mi lado ahora, para darle un fuerte abrazo y un beso en su frente generosa de hombre bueno!
Sí, nuestro Pepe Isbert era un genio.

6,6
933
7
15 de agosto de 2016
15 de agosto de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En esta ocasión, la, sinopsis es tan breve que casi olvida lo esencial, que es resumir un argumento. Porque si bien es cierto que la historia nos cuenta las aventuras de tres jubilados dispuestos a todo para defenderse de la explotación de una mutualidad tan extorsionadora como cualquier banco, la lectura esencial de esta cinta es que resulta peligroso dejar a nuestros jubilados ociosos.
En nuestra era post moderna las grandes mentes que tiran los hilos han encontrado la solución al problema. Es algo radical, no hay duda, pero si se aplicara nuestros mayores dejarían de dar la lata o de atracar bancos o mutuas, que ya no hay quien desahucie tranquilo. Uno de los consejeros del ya fallecido presidente Mitterrand proponía simplemente hace poco que dejara de alargarse artificialmente la vida de los jubilados, puesto que representan un exagerado coste para la sociedad. Fuera medicamentos y hospitales, que la gripe se los lleve o que se mueran de frío.
Lo más aleccionador del script son los preparativos, las pruebas de explosivos en el campo poquito a poco rodeados de chiquillos. El robo, considerado como un acto de justicia frente a la explotación del sistema, es un pretexto para entretenerse. Y puesto que de explotación hablamos, valga la redundancia pero corresponde pues atracar con explosivos.
También se empieza a notar en esos primeros años de los sesenta una relativa liberación de las mentes cuando la censura perdió algo de saña. Estamos a poca distancia de las primeras minifaldas y los escotes en el cine en España. La crítica del descaro nacional del sistema de mutualidad es despiadada, así como la holgazanería y la mala voluntad en general del personal administrativo, supuestamente al servicio de la comunidad lo que en este ejemplo no fue el caso.
La interpretación de todos los actores/personajes confirma que el elenco escogido fue acertado. No sólo por la calidad de sus interpretaciones, sino también por las caras y los tipos.
Sara García es una Doña Pura exquisita. Quizá la más intrépida del trío, el cerebro diríamos hoy en día. Una abuelita preocupada por que su nieta tenga bragas nuevas y por que su hijo se libera de la escandalosa tutela de su nuera, Lola Gaos en un papelito de pre burguesa.
A Carlo Pisacane (Don Augusto) se le ve el plumero italiano cuando en diversas ocasiones en sus diálogos apoya sus palabras con las manos, signo incontestable de espagueti manía o incluso de antipasti seco. Lástima que le quitaran los dientes postizos para que pareciera más miserable y viejo, lo que no le impedía apreciar en demasía las femeninas curvas y poner en su cuarto algunas fotos algo cachondas, lo que jamás se había visto en el cine español años antes. Porque un simple muslo o una teta provocaban la furia de nuestros censores, recatados al exceso.
¡Me encantó la pequeña agenda negra que utilizaba mi abuelo! Tengo la misma en la oficina para anotar ciertas cosas. Y el sombrero que lleva en la peli era uno de los suyos, lo usaba a menudo en otoño y en invierno.
Yo tenía una decena de años cuando se rozó esa película y era el mismo abuelito al que iba a dar un beso a veces cuando salía del cole. Esas miradas, esas caras, siempre célebre con que hiciera un simple gesto. Cuando mi madre le veía en pantalla se emocionaba. ¡Quería tanto a su Josefito!
Siempre tuve la impresión de que mi abuelo poseía un carisma inusitado. Era bajito y no muy guapo, pero bastaba con que hiciera mutis para que la cámara le ensalzara o que el público le aplaudiera hasta ponerse coloradas las manos.
Así nacen los mitos, porque así se hacen los genios.
En nuestra era post moderna las grandes mentes que tiran los hilos han encontrado la solución al problema. Es algo radical, no hay duda, pero si se aplicara nuestros mayores dejarían de dar la lata o de atracar bancos o mutuas, que ya no hay quien desahucie tranquilo. Uno de los consejeros del ya fallecido presidente Mitterrand proponía simplemente hace poco que dejara de alargarse artificialmente la vida de los jubilados, puesto que representan un exagerado coste para la sociedad. Fuera medicamentos y hospitales, que la gripe se los lleve o que se mueran de frío.
Lo más aleccionador del script son los preparativos, las pruebas de explosivos en el campo poquito a poco rodeados de chiquillos. El robo, considerado como un acto de justicia frente a la explotación del sistema, es un pretexto para entretenerse. Y puesto que de explotación hablamos, valga la redundancia pero corresponde pues atracar con explosivos.
También se empieza a notar en esos primeros años de los sesenta una relativa liberación de las mentes cuando la censura perdió algo de saña. Estamos a poca distancia de las primeras minifaldas y los escotes en el cine en España. La crítica del descaro nacional del sistema de mutualidad es despiadada, así como la holgazanería y la mala voluntad en general del personal administrativo, supuestamente al servicio de la comunidad lo que en este ejemplo no fue el caso.
La interpretación de todos los actores/personajes confirma que el elenco escogido fue acertado. No sólo por la calidad de sus interpretaciones, sino también por las caras y los tipos.
Sara García es una Doña Pura exquisita. Quizá la más intrépida del trío, el cerebro diríamos hoy en día. Una abuelita preocupada por que su nieta tenga bragas nuevas y por que su hijo se libera de la escandalosa tutela de su nuera, Lola Gaos en un papelito de pre burguesa.
A Carlo Pisacane (Don Augusto) se le ve el plumero italiano cuando en diversas ocasiones en sus diálogos apoya sus palabras con las manos, signo incontestable de espagueti manía o incluso de antipasti seco. Lástima que le quitaran los dientes postizos para que pareciera más miserable y viejo, lo que no le impedía apreciar en demasía las femeninas curvas y poner en su cuarto algunas fotos algo cachondas, lo que jamás se había visto en el cine español años antes. Porque un simple muslo o una teta provocaban la furia de nuestros censores, recatados al exceso.
¡Me encantó la pequeña agenda negra que utilizaba mi abuelo! Tengo la misma en la oficina para anotar ciertas cosas. Y el sombrero que lleva en la peli era uno de los suyos, lo usaba a menudo en otoño y en invierno.
Yo tenía una decena de años cuando se rozó esa película y era el mismo abuelito al que iba a dar un beso a veces cuando salía del cole. Esas miradas, esas caras, siempre célebre con que hiciera un simple gesto. Cuando mi madre le veía en pantalla se emocionaba. ¡Quería tanto a su Josefito!
Siempre tuve la impresión de que mi abuelo poseía un carisma inusitado. Era bajito y no muy guapo, pero bastaba con que hiciera mutis para que la cámara le ensalzara o que el público le aplaudiera hasta ponerse coloradas las manos.
Así nacen los mitos, porque así se hacen los genios.
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